Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Cardenal Léger
el llamado de la selva

Mientras arrecian las críticas sobre su solitaria tarea, el cardenal Paul-Emile Léger, ex arzobispo de Montreal, se empecina en cumplir su vocación misionera entre los leprosos africanos. El papa Pablo VI, y las orientaciones conciliares, justificaron su decisión

"Usted que está tan alto se rebaja voluntariamente para ayudar a los marginados", repiten emocionados y casi a diario los estudiantes de un colegio católico ubicado en el centro mismo de la espesura de Camerún, África. El cotidiano agradecimiento
se vuelca sobre Paul-Emile Léger, quien agrega a su nombre el título de cardenal. Pero esas son las manifestaciones más exteriores de una aventura —o de una ruptura— que comenzó el 9 de noviembre de 1967 cuando el cardenal, en ese momento en la cúspide de su carrera episcopal, anunció su dimisión al cargo de arzobispo de Montreal, Canadá. Las razones que invocaba respondían, fundamentalmente, al deseo de consagrar el resto de su vida a la asistencia espiritual y material de África, de África subdesarrollada, donde hormiguean por millares los pobres, los leprosos, los inválidos. Desde entonces, Léger eligió llevar la vida ascética y agotadora que se impone a cualquier misionero instalado en esa región hostil enclavada en la selva.

SIN PODER Y SIN GLORIA.
A los 65 años, el cardenal atraviesa el cuadragésimo aniversario de su sacerdocio. En otras circunstancias —conservando su rango en la jerarquía eclesiástica— hubiera sido un candidato con óptima chance para ocupar el trono de San Pedro. Prefirió, en cambio, la minúscula misión canadiense de los Padres de los Santos Apóstoles, en Nsimalen, a 20 kilómetros de Yaundé, capital de Camerún. Allí, en una habitación estrecha, con reminiscencias de celda monacal y que ostenta como todo mobiliario una cama en una esquina, una mesa de noche, un armario y un lavabo, se aloja desde hace más de doce meses.
Casi simbólicamente, su túnica roja ha quedado colgada detrás de una cortina que hace las veces de mampara. Su escritorio, tan despojado como la habitación, aunque quizá un poco más amplio, consta de una rudimentaria biblioteca en la que rebosan libros sobre el Tercer Mundo y una mesa donde, rodeada de diarios y papeles, se levanta una lámpara de petróleo que le permite extender el tiempo de trabajo más allá de las 9 de la noche, hora en que se detiene el grupo electrógeno que alimenta la zona. El albergue fue propuesto al cardenal por los padres de Nsimalen; lo aceptó con la condición de compartir la vida comunal. Por lo tanto, come en su mesa, participa del lavado de la vajilla, da de comer a los perros de la misión, coloca su auto a disposición de quien lo necesite para trasladar enfermos al hospital de Yaundé, para buscar el correo o el pan o, simplemente, para evitar a las religiosas el desplazamiento en ómnibus, tarea que lo hace decir burlonamente: "Desde hace un año paseo en al auto a más religiosas de las que conocí en toda mi vida".
Una sola imposición hizo a los misioneros de la región: que no lo llamaran, como se acostumbra, eminencia; tuvo en cambio que admitir el menos solemne tratamiento de monseñor. De la misma manera, desde su llegada al África, abandonó su vestimenta púrpura por una menos llamativa sotana blanca o gris. Sólo conservó de los antiguos fastos la cruz pectoral y el anillo, que siguen besando los lugareños cada vez que Léger pasea por la aldea. La decisión de morir entre los africanos, sirviendo en lugar de dirigir, fue tomada con el pleno acuerdo del Vaticano; para la Santa Sede este retorno a la vida sacerdotal de quien había alcanzado rango cardenalicio planteaba serios problemas jerárquicos. Un conflicto que se materializaría, aún más, en Camerún, donde su título le confiere el rango más elevado en la jerarquía religiosa y diplomática. El cambio de frente adoptado por Léger, podría encontrarse, según monseñor Jean Zoa (45, joven arzobispo de Yaundé y personalidad africana de primera línea), en la misma lógica del Concilio. "El Concilio exigía a la Iglesia —aventuró— la necesidad de una vuelta a su misión evangélica. El gesto del cardenal es un ejemplo de esta posición. Para nosotros, africanos, representa nada menos que a un príncipe de la Iglesia que aceptó despojarse de sus bienes y ponerse a disposición del Episcopado local, sin ninguna idea de influirlo o dirigirlo, para lograr su obra misionera". Claro que, desde que puso el pie en Camerún, Léger se mostró categórico sobre ese aspecto: llegaba preparado para lo que hiciera falta, deseaba tomar contacto con los más desvalidos. Si optaba por instalarse en Camerún —sostuvo— era, únicamente, para tener más medios de lucha a su alcance; iría donde las necesidades le llamasen.
Certificando esas presunciones, el cardenal confía a quien quiera escucharlo: "Estoy en estado de disponibilidad frente a la jerarquía camerunesa: si bien mi deseo es aportar una ayuda a los leprosos y eso continúa siendo una prioridad en mis actividades, no debo olvidar que al llegar aquí debí discernir las voluntades del Señor, interpretando los signos de la época a través de las orientaciones dadas por los obispos de África". Monseñor Zoa reforzó las declaraciones revelando: "Al llegar ante nosotros quiso ofrecer un acto de respeto a los misioneros. Pero su llegada tenía objetivos mucho más concretos".
Pudo saberse que los primeros pasos de Léger fueron dirigidos al Ministerio de Salud Pública, asesorado previamente por el clero local. En principio, se orientó hacia los leprosos, recluidos en el leprosario de Bafia. Tardó poco tiempo en darse cuenta de que los leprosos no estaban solos ni tampoco eran los únicos necesitados de ayuda. Comenzó entonces a operar en un grupo donde nunca antes se había intentado nada: los enfermos de parálisis cerebromotora, los poliomielíticos. Lo cierto es que su trabajo no siempre fue bien visto, incluso circularon rumores que ponían en tela de juicio la utilidad dé sus tareas; Léger, que no es lerdo para las reacciones, prefirió salirles inmediatamente al cruce: "Se me ha objetado no estar en lo que predico —previno—. No cuidar a los leprosos. Pero yo no vine aquí a tomar el lugar de un enfermero. De ninguna manera, mi acción es simbólica: constato, rezo, obro. Es modesto, eso lo sé. Mi ayuda podría ser inmensa si el mundo occidental y la técnica norteamericana intentaran tratar de salvar el Tercer Mundo en peligro. A través de mi misión, a través de la de todos los hombres de buena voluntad que eligieron consagrar su vida a los países subdesarrollados, hay que tratar de descubrir el Evangelio: No hay más grande amor que el dar su vida por los que se ama".

COMO DIOS MANDA
Lo cierto es que hace bastante tiempo que P. E. L. sintió el acuciante llamado misionero. Era todavía un joven sacerdote cuando decidió partir hacia China. Recaló en Japón, donde se desempeñó durante seis o siete años. Después volvió a Canadá y allí trepó brillantemente los peldaños del camino que lo alojaría, en 1950, en el arzobispado de Montreal y, más tarde, en el cardenalato. Fue, en ese período, uno de los más importantes obispos de la Iglesia.
Una visita realizada a África en 1964 iba a resultar decisiva. Era el primer contacto directo con los imperiosos problemas del continente; la necesidad de desarrollo y cristianización se le imponían con toda la fuerza. Fundó así la obra de 'Fame Pereo' (Muero de Hambre), que le permitiría, tres años más tarde, retornar a la humilde vida de misionero y, gracias a su celebridad, aportar una ayuda al Tercer Mundo. El proceso iba a desembocar en el abandono de sus privilegios y en la definitiva dedicación a las tareas con que había soñado. Una carta en la que Léger declaraba "La guerra a la pobreza" fue el preámbulo a la visita con la que justificó su actitud frente a Pablo VI. A la salida informaba: "Aprendí que los leprosos morían de hambre, visitando los lugares donde estaban agrupados. Era necesario actuar de manera realista: ir a verlos, ayudarlos uno por uno, comprender sus problemas, cuidarlos. El Papa aceptó mi dimisión".
Cuando tuvo que explicar la determinación a sus diocesanos lo hizo con otras palabras: "Comprendí inmediatamente —les dijo— que el Señor exigía de mí actos, además de palabras. Quiero consagrar los años que Él tenga a bien acordarme todavía a una asistencia espiritual y material en favor de los leprosos. Por lo tanto, parto para África".
Y allí vive desde hace un año y meses esa aventura africana en la que aprende día por día las realidades de la región: una lección que ofrecen, a pesar suyo, los leprosos de Bafia y de Nyamsong, gente que, según él, también ha sabido conservar "su dignidad en la pobreza". Desde su cuartel general de Nsimalen partiría para recorrer toda la diócesis die Yaundé (20 mil kilómetros cuadrados, 460 mil cristianos) para confirmar 4 mil niños y adultos.
El programa de las ocho semanas que duró el raid fue invariable: levantarse a las 5, dirigirse a Yaundé, donde lo espera un chofer, de allí horas de ruta, generalmente barrosas por ser la estación de las lluvias. Problemas de motor, pinchadura de neumáticos, empantanamientos, detenciones bajo la lluvia o bajo el sol ardiente fueron soportados por Léger, quien los enfrentó con una solidez monolítica. Todo, para asistir en cada iglesia a la misma escena reiterada: la ignorancia, la pobreza. Al volver, el coche casi no alcanza para contener las ofrendas: bananas, frutas, cabras, que desembarcarán en la puerta del noviciado de las religiosas africanas de Mimetala. "A los 65 años —asegura— he retomado el ritmo de los 40", una vuelta en el tiempo que se confirma cada mañana, cuando después de leer su breviario se sumerge en la bruma del amanecer para decir la misa de las 6.30 en el Colegio de Niñas de Mimetala, que ha tomado bajo su protección. Sor Marie Bernard, profesora del colegio, se extasía definiéndolo: "Su presencia —sublima— me ha traído luz, alegría y paz. Gracias a él los africanos han podido verificar por sí mismos cuánto de real había en el deseo de pobreza de la Iglesia. El cardenal es el testimonio auténtico de la Iglesia presente en medio de los desheredados".

LAS DESVENTURAS DE LA VIRTUD
En el rincón de una choza sórdida, húmeda por las tormentas que se empeñan en atravesar el techo de paja, ovillado sobre el suelo, ciego, las manos y los pies roídos por la lepra, reposa el jefe —ilusorio— de una aldea distante 130 kilómetros de Nsimalen. A su lado, su mujer, a la que la gangrena ha quitado toda posibilidad de trabajo manual, llora porque no resiste el hambre. El cardenal le desliza un billete. El espectáculo, que se repite casi a diario, le hará estallar: "¡Una aldea de la Edad Media, cuando los hombres están poniendo los pies en la Luna! ¡Son 280 habitantes y los 280 leprosos!".
Fue el obispo de Sangmelima, monseñor Pierre Nkou, quien le reveló la existencia de esa villa abandonada, olvidada. Los enfermos —la totalidad de la población— podían haber sido destinados a un leprosario, pero ellos se negaban a abandonar el villorio. Cuando el cardenal los visitó por primera vez sintió una infinita tristeza. Había que empezar a trabajar de cero: cuidarlos, higienizarlos, calzarlos, darles —devolverles— con urgencia una apariencia humana. La primera medida adoptada fue contratar dos enfermeras especializadas: Laurence Lefébvre —quien ya había hecho la experiencia al dejar Montreal para combatir la lepra en Perú, donde vivió siete años— y una joven italiana, nacida en Como, Lucía Tedeschini, especialista en grandes endemias. Las prioridades: desalojar las plagas, enseñar las elementales reglas de asepsia, amputar los miembros gangrenados; ellas iban a conseguir que los enfermos dispusieran de un esterilizador y no un caldero hirviendo, una mesa de operaciones y no una mesa de cocina, medicamentos e instrumentos de cirugía y no yuyos o hierbas silvestres. "Una gota de agua en el océano —diría Léger—. Pero si esto alcanzara para que un leproso fuera atendido, para que un poliomielítico fuera curado, mi misión estaría cumplida".
Una misión que se expande con la ayuda de monseñor Zoa y Helene Ressicaud —médica francesa—, ambos dedicados a la creación del Centro de Inválidos de Yaundé. En unos veinticuatro meses, siempre y cuando el centro consiga reunir los fondos necesarios, cientos de niños podrán tener allí la oportunidad de restablecerse, cuando antes sólo contaban con la seguridad de morir. La doctora Ressicaud, médica representante de las Obras Sanitarias Católicas, adscriptas al Ministerio de Salud Pública, avalará la empresa Léger diciendo: "Desde su llegada a Camerún ha tomado en sus manos un problema que el Tercer Mundo no tiene ni el tiempo ni los medios para resolver. El puso en marcha la organización que conseguirá el millón de dólares que hace falta, en principio, para empezar a construirlo. El viaje realizado a Estados Unidos y Canadá —programado para octubre próximo— servirá para recaudarlos. Por el momento, no tenemos más que el terreno". Claro que, también por el momento, todo se reduce a un gesto simbólico. Hace flamear, como única esperanza, el ejemplo para otros países africanos que .padecen las mismas miserias.
Hasta tanto la inauguración del Centro se produzca, los escalones de la Escuela de Enfermeras seguirán viendo, como hace pocas semanas, a la Ressicaud recibir vanamente enfermos sin posibilidades de curación:
"Unos días atrás —ejemplificó— atendí a una criatura, hijo de un teniente del ejército camerunés. Estaba desesperado; hicimos —lo más rápidamente posible— los análisis del caso. Tuve que decirle los resultados; era una meningoencefalitis. Para nosotros, absolutamente incurable. En otro lugar, quizá hubiera quedado con lesiones, porque deja graves secuelas. Pero hubiera salvado la vida". A pesar de la gran mortandad infantil, la institución puede lucir algunas medallas, ganadas a fuerza de imaginación. Una de ellas, la del caso del pequeño Jeannot Kaboula, llevado en estado desesperante al Hospital San Andrés. La atrofia muscular que padecía fue superada gracias a la ingeniosa intervención de una máquina de coser que facilitó los ejercicios. Quince días después seguía con vida. Eso ocurría en 1962. En 1969 Jeannot estudia medicina para "curar a los enfermos de su país". La Ressicaud se convenció entonces de que aún en un hospital de la espesura africana quedaban muchas cosas por hacer y que había que llegar hasta el final. Siete años después del episodio Jeannot, era presentada al cardenal Léger.

HASTA LA HORA SEÑALADA
Mientras la Ressicaud y Léger — ya unidos por el trabajo conjunto— esperan que el Centro de Yaundé sea terminado, han optado por una solución momentánea: el envío de los niños enfermos a la Fundación Tierra de Hombres —nombre curiosamente similar al de una novela francesa, cuyo autor, Antoine de Saint Exupéry, se perdió en las arenas africanas— que brinda, en última instancia, las posibilidades de atención. El primer paciente beneficiado con la brecha se llama Jean Thomas. Tenía seis años cuando el Hospital Central de Yaundé, habiendo detectado una cuadriplejía, ordinariamente incurable, lo remite a tía Ressicaud, quien, después de intentar las mayores instancias, envió el caso al cardenal Léger. De allí al Centro de Milán hubo un solo paso. Dos años bastaron para que la mano derecha de Thomas comenzara a moverse, para que los dedos, gradualmente, se empezaran a flexionar con dificultad y ayudaran a ejercitar ciertos ritos elementales: comer, escribir. "Cuando el Centro, nuestro Centro, esté inaugurado —se ufana el cardenal— lo repatriaremos. Podrá volver a ver a su familia y aprender un oficio". Sin embargo, y como había ocurrido a su llegada, las críticas se despeñaron sobre las actividades del cardenal-misionero: "En África hay cosas mucho más importantes que hacer. Los poliomielíticos son minoría —silabearon los detractores, no sin razones—; no nos hace falta otro Schweitzer". Los reductos católicos, en cambio, se complacen en pensar de otra manera: "Es cierto —defienden—, pero si los gobiernos tienen problemas más urgentes que resolver, con más motivos se hacen imprescindibles las obras privadas. El cardenal Léger las simboliza. Quisiéramos saber quiénes de los que nos critican están en condiciones dé cumplir su tarea".
Revista Siete Días Ilustrados
28/07/1969

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