POR fortuna, la flor
de la generosidad se cultiva aun en este mundo,
tan acusado de egoísmo. Raoul Follereau no está de
acuerdo en que se llame a Albert Schweitzer "el
último de los apóstoles". Cree que pueden existir
otros, a pesar de las condiciones poco favorables
del clima. En cierta manera, es su continuador. No
es médico, Ni investigador. No posee ningún
título. Se trata, sencillamente, de un hombre
bueno y valiente, que ha emprendido una cruzada de
caridad en pro do los leprosos abandonados. Está
dispuesto a gritar al mundo:
—¿Hasta cuándo los
leprosos serán considerados como una especie de
delincuentes? ¿Es posible, que en plena
civilización, exista todavía la costumbre de
aislarlos? Si hay tantos medicamentos modernos
para curarlos, ¿por qué no procurárselos, sobre
todo a los más pobres?
Raoul Follereau acaba
de recorrer 65.000 kilómetros, cambió 32 veces de
avión y recorrió 75 leproserías. Está dispuesto a
hacerse oír:
—He abrazado en mi
vida —declara— varios centenares de enfermos que
tenían lepra y no he contraído ninguna enfermedad.
Su suerte es abominable e injusta. Hay sobre la
tierra 12 millones de leprosos. Es decir, uno
sobre cada doscientos habitantes; uno por cada dos
tuberculosos. No soy un médico, sino un hombre que
no puede dormir sin pesadillas.
Según Follereau — ¡y
cuanta razón le asiste!— el leproso tiene dos
enfermedades: tiene la lepra y, además, es un
leproso. Antiguos prejuicios, mantenidos por las
leyendas, no han sido vencidos aún. Ahora bien, la
lepra no es una enfermedad vergonzante. Por eso el
leproso debe ser tratado como un enfermo y no como
un bandido. En la actualidad, las "sulfas"
permiten estabilizar la dolencia. El contagio ha
dejado de existir prácticamente.
Queda la cuestión
material, en su posibilidad de curación. Un
problema que tendría fácil solución si las fuerzas
se emplearan en provecho del bien antes que del
mal. Para desmedro de nuestro siglo, las
estadísticas demuestran lo contrario. Cada soldado
muerto durante la guerra de 1939-1945 ha costado
45.000 dólares aproximadamente. Con esta suma se
podrían cuidar 20.000 leprosos. Con lo que cuesta
un avión de bombardeo —¡y se construyen muchos!—
se curarían otros tantos. Existen millares de
estos enfermos que sufren y esperan.
Raoul Follereau cuenta
episodios interesantes de su viaje, que lo llevó
al corazón de África, en Lambarén, para estrechar
la mano a su amigo Albert Schweitzer, que ha
levantado allí un hospital para negros leprosos, y
llevó mucho tiempo de estada en Oceanía, y sobre
todo en Tahití, donde esa penosa enfermedad
prolifera en forma intensa.
El más conmovedor es
el que le contó el médico de Taenga, una de las 80
islas de la Polinesia, un atolón perdido en el
Pacífico.
Es decir, un
funcionario que pasaba por allí una vez por año,
para revisar a los indígenas. En una ocasión
observó en una mujer joven manchas extrañas.
—Puede ser lepra —dijo
a media voz—. Es necesario que vuelva a verla.
Alguien lo oyó, sin embargo. Apenas el médico
subió a bordo, el jefe de la aldea mandó apresar a
la mujer "sospechosa". Se la separó de su marido y
de sus cinco hijos. A la fuerza la embarcaron en
una piragua y la abandonaron en un arrecife, a
ocho kilómetros de la isla. A ella y a su perro.
Volvieron sin atender
sus gritos, ni su llanto, perseguidos por los
ladridos del animal, que presentía la muerte.
Esa mujer tenía
veinticinco años. Habían pasado seis años, y seguía
sola, con su perro. Cada semana, una piragua se
acercaba a la ribera maldita. Sin que nadie
bajara, se le arrojaba comida, volviendo luego a
rápidos golpes de remo... —Quise ayudarla
-—continuó diciendo el médico, pero no pude hacer
nada. Un día conseguí que me llevaran en mi goleta
hasta el arrecife, tuve tiempo para contar los
ocho cocoteros que constituían toda su vegetación,
junto con algunos arbustos que apenas se elevaban
del suelo. La mujer se acercó a la orilla y gritó:
—No se acerque...
Tengo la lepra.
—No se preocupe... Soy
médico —le contesté. Quise entregarle lo poco que
tenía, es decir, nada: pomadas, sellos de
aspirina... Las "sulfamidas" no habían llegado aún
a Oceanía. Pero no pude hacerlo personalmente. La
tripulación me dijo que abandonaría la goleta si
ella subía a bordo. Le pedí perdón, y me contestó
"Comprendo". No hubo en ella ningún gesto de dolor
pi de ira. Cuando nos alejamos, escuché su grito:
"la Ora Na... la Ora Na"... (Adiós, hasta la
vista...)
Raoul Follereau no
olvidó este relato; interesó por la suerte de esta
desdichada mujer a M. Ahnne, administrador de los
Tuamotus, y consiguió que enviara un enfermero a
Taenga. Y al llegar a San Francisco, recibió un
telegrama que decía: "Leprosa Taenga salvada.
Stop. Llegó a Papeete. Stop. Muy feliz. Gracias."
Otro relato, increíble
por sus detalles de in piedad, es el de su visita
a un lazareto situado a treinta kilómetros de
Papeete, la capital de Tahití, donde le informaron
de la suerte de centenares de leprosos encerrados
como bandidos.
Con toda clase de
precauciones, preguntó al médico-jefe que los
recibió, un ser extraño, obeso, tocado por un
sombrerito blanco, por los leprosos.
—No sé nada de eso —le
contestó—. Yo soy psiquiatra.
Con asombro, comprobó
que la parte principal del asilo era un manicomio.
A los leprosos se los mandaba con los locos.
Mostrando una evidente
desconfianza, ordenó llamar al médico "leprólogo",
un joven pálido, de ojos inquietos, que le dijo,
al bajar la escalera que conducía a los fondos del
edificio:
—¿Cree usted que es
contagiosa?
—¿Qué? —preguntó
irónicamente Follereau— ¿La locura?
—¡No! La lepra... Los
otros días, después de la visita que les hice,
tuve cólicos... ¿Cree usted?...
—¿Dónde está el
pabellón de los leprosos? — le preguntó Follereau,
para cambiar de conversación.
—Tengo que decirle que
no es un pabellón... Por el momento, los ubicamos
en barracas. Más adelante lo haremos mejor...
Usted verá.
Raoul Follereau los
vió, y su descripción, entrecortada por sus
desahogos de indignación, pinta un cuadro
horrible: en cabañas miserables, rodeadas por
alambre de púas, centenares de leprosos vivían
abandonados como bestias. Mientras tanto, el
médico encargado de cuidarlos trataba de que se
pusiera, como él, guantes de caucho... Follereau
interrogó a los enfermos.
—Antes de ser recluido
—le dijo uno de ellos— me curaba con "diasone".
—¿Diasone? ¿Qué es
eso? —le preguntó el médico.
Otro que había llegado
del Norte le mostró una receta: era "disulone".
—¿"Disulone"? No lo
conozco —dijo el "doctor".
Ante el asombro del
mismo, Follereau estrechó la mano de los leprosos,
levantó en sus brazos a un niño y se negó a
lavarse las manos con alcohol, como lo hizo el
"médico", asustado, después de la visita.
—Sin embargo —agrega
Follereau—, me alejé sin hacer nada más. Sin tener
valor para destruir ese alambrado de púas, de
hundir esa puerta... Yo también soy un cobarde.
Sin embargo, Raoul
Follereau, "El Vagabundo de la Caridad", hace
demasiado. Su viaje, que es reciente, descubre
tremendas anomalías, cosas inadmisibles en la
época en que estamos viviendo. Su llamado al mundo
en socorro de los leprosos no quedará sin eco: la
semilla cristiana da sus frutos, y nada que se
haga en beneficio de los desamparados será en
vano.
Revista Caras y
Caretas
09/1952
|