Schweitzer tiene un discípulo: lo llaman "El Vagabundo de la Caridad"
Raoul Follereau
quiere salvar a los leprosos de su doble condena; la enfermedad y los prejuicios

El conde Raoul Follereau, conocido como "El Vagabundo de la Caridad es el viajero que encuentra en cada puerto una razón de su destino humanitario. Follereau habla, habla: habla para pedir. Nunca para sí, siempre para el mundo. En dos oportunidades nos visitó, fué en el año 1930 y en 1939. Prestigioso hombre de letras, conferencista y sociólogo católico francés, es conocido en Francia como uno de los líderes del movimiento social católico contemporáneo y como fervoroso cultivador y propagador de la cultura latina. En tal carácter fundó en el año 1927 la "Liga de la Unión Latina.

Durante su última estada entre nosotros ofreció tres conferencias, que trataron sobre el significado popular y espiritual de las catedrales góticas de Francia, sobre la personalidad del Padre de Foucauld y recuerdos de su estada en el frente español.
Ahora ha desbordado todo su fervor en defensa de los leprosos y esta nota refleja el espíritu maravilloso y quijotesco del hombre que lucha contra los hombre en favor del hombre mismo.

POR fortuna, la flor de la generosidad se cultiva aun en este mundo, tan acusado de egoísmo. Raoul Follereau no está de acuerdo en que se llame a Albert Schweitzer "el último de los apóstoles". Cree que pueden existir otros, a pesar de las condiciones poco favorables del clima. En cierta manera, es su continuador. No es médico, Ni investigador. No posee ningún título. Se trata, sencillamente, de un hombre bueno y valiente, que ha emprendido una cruzada de caridad en pro do los leprosos abandonados. Está dispuesto a gritar al mundo:
—¿Hasta cuándo los leprosos serán considerados como una especie de delincuentes? ¿Es posible, que en plena civilización, exista todavía la costumbre de aislarlos? Si hay tantos medicamentos modernos para curarlos, ¿por qué no procurárselos, sobre todo a los más pobres?
Raoul Follereau acaba de recorrer 65.000 kilómetros, cambió 32 veces de avión y recorrió 75 leproserías. Está dispuesto a hacerse oír:
—He abrazado en mi vida —declara— varios centenares de enfermos que tenían lepra y no he contraído ninguna enfermedad. Su suerte es abominable e injusta. Hay sobre la tierra 12 millones de leprosos. Es decir, uno sobre cada doscientos habitantes; uno por cada dos tuberculosos. No soy un médico, sino un hombre que no puede dormir sin pesadillas.
Según Follereau — ¡y cuanta razón le asiste!— el leproso tiene dos enfermedades: tiene la lepra y, además, es un leproso. Antiguos prejuicios, mantenidos por las leyendas, no han sido vencidos aún. Ahora bien, la lepra no es una enfermedad vergonzante. Por eso el leproso debe ser tratado como un enfermo y no como un bandido. En la actualidad, las "sulfas" permiten estabilizar la dolencia. El contagio ha dejado de existir prácticamente.
Queda la cuestión material, en su posibilidad de curación. Un problema que tendría fácil solución si las fuerzas se emplearan en provecho del bien antes que del mal. Para desmedro de nuestro siglo, las estadísticas demuestran lo contrario. Cada soldado muerto durante la guerra de 1939-1945 ha costado 45.000 dólares aproximadamente. Con esta suma se podrían cuidar 20.000 leprosos. Con lo que cuesta un avión de bombardeo —¡y se construyen muchos!— se curarían otros tantos. Existen millares de estos enfermos que sufren y esperan.
Raoul Follereau cuenta episodios interesantes de su viaje, que lo llevó al corazón de África, en Lambarén, para estrechar la mano a su amigo Albert Schweitzer, que ha levantado allí un hospital para negros leprosos, y llevó mucho tiempo de estada en Oceanía, y sobre todo en Tahití, donde esa penosa enfermedad prolifera en forma intensa.
El más conmovedor es el que le contó el médico de Taenga, una de las 80 islas de la Polinesia, un atolón perdido en el Pacífico.
Es decir, un funcionario que pasaba por allí una vez por año, para revisar a los indígenas. En una ocasión observó en una mujer joven manchas extrañas.
—Puede ser lepra —dijo a media voz—. Es necesario que vuelva a verla. Alguien lo oyó, sin embargo. Apenas el médico subió a bordo, el jefe de la aldea mandó apresar a la mujer "sospechosa". Se la separó de su marido y de sus cinco hijos. A la fuerza la embarcaron en una piragua y la abandonaron en un arrecife, a ocho kilómetros de la isla. A ella y a su perro.
Volvieron sin atender sus gritos, ni su llanto, perseguidos por los ladridos del animal, que presentía la muerte.
Esa mujer tenía veinticinco años. Habían pasado seis años, y seguía sola, con su perro. Cada semana, una piragua se acercaba a la ribera maldita. Sin que nadie bajara, se le arrojaba comida, volviendo luego a rápidos golpes de remo... —Quise ayudarla -—continuó diciendo el médico, pero no pude hacer nada. Un día conseguí que me llevaran en mi goleta hasta el arrecife, tuve tiempo para contar los ocho cocoteros que constituían toda su vegetación, junto con algunos arbustos que apenas se elevaban del suelo. La mujer se acercó a la orilla y gritó:
—No se acerque... Tengo la lepra.
—No se preocupe... Soy médico —le contesté. Quise entregarle lo poco que tenía, es decir, nada: pomadas, sellos de aspirina... Las "sulfamidas" no habían llegado aún a Oceanía. Pero no pude hacerlo personalmente. La tripulación me dijo que abandonaría la goleta si ella subía a bordo. Le pedí perdón, y me contestó "Comprendo". No hubo en ella ningún gesto de dolor pi de ira. Cuando nos alejamos, escuché su grito: "la Ora Na... la Ora Na"... (Adiós, hasta la vista...)
Raoul Follereau no olvidó este relato; interesó por la suerte de esta desdichada mujer a M. Ahnne, administrador de los Tuamotus, y consiguió que enviara un enfermero a Taenga. Y al llegar a San Francisco, recibió un telegrama que decía: "Leprosa Taenga salvada. Stop. Llegó a Papeete. Stop. Muy feliz. Gracias."
Otro relato, increíble por sus detalles de in piedad, es el de su visita a un lazareto situado a treinta kilómetros de Papeete, la capital de Tahití, donde le informaron de la suerte de centenares de leprosos encerrados como bandidos.
Con toda clase de precauciones, preguntó al médico-jefe que los recibió, un ser extraño, obeso, tocado por un sombrerito blanco, por los leprosos.
—No sé nada de eso —le contestó—. Yo soy psiquiatra.
Con asombro, comprobó que la parte principal del asilo era un manicomio. A los leprosos se los mandaba con los locos.
Mostrando una evidente desconfianza, ordenó llamar al médico "leprólogo", un joven pálido, de ojos inquietos, que le dijo, al bajar la escalera que conducía a los fondos del edificio:
—¿Cree usted que es contagiosa?
—¿Qué? —preguntó irónicamente Follereau— ¿La locura?
—¡No! La lepra... Los otros días, después de la visita que les hice, tuve cólicos... ¿Cree usted?...
—¿Dónde está el pabellón de los leprosos? — le preguntó Follereau, para cambiar de conversación.
—Tengo que decirle que no es un pabellón... Por el momento, los ubicamos en barracas. Más adelante lo haremos mejor... Usted verá.
Raoul Follereau los vió, y su descripción, entrecortada por sus desahogos de indignación, pinta un cuadro horrible: en cabañas miserables, rodeadas por alambre de púas, centenares de leprosos vivían abandonados como bestias. Mientras tanto, el médico encargado de cuidarlos trataba de que se pusiera, como él, guantes de caucho... Follereau interrogó a los enfermos.
—Antes de ser recluido —le dijo uno de ellos— me curaba con "diasone".
—¿Diasone? ¿Qué es eso? —le preguntó el médico.
Otro que había llegado del Norte le mostró una receta: era "disulone".
—¿"Disulone"? No lo conozco —dijo el "doctor".
Ante el asombro del mismo, Follereau estrechó la mano de los leprosos, levantó en sus brazos a un niño y se negó a lavarse las manos con alcohol, como lo hizo el "médico", asustado, después de la visita.
—Sin embargo —agrega Follereau—, me alejé sin hacer nada más. Sin tener valor para destruir ese alambrado de púas, de hundir esa puerta... Yo también soy un cobarde.
Sin embargo, Raoul Follereau, "El Vagabundo de la Caridad", hace demasiado. Su viaje, que es reciente, descubre tremendas anomalías, cosas inadmisibles en la época en que estamos viviendo. Su llamado al mundo en socorro de los leprosos no quedará sin eco: la semilla cristiana da sus frutos, y nada que se haga en beneficio de los desamparados será en vano.
Revista Caras y Caretas
09/1952

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