PARA UNA HISTORIA DE ESPIAS
No tenía culpa la "Rosa de Tokio"
Se llamaba Iva Toguri D'Aquino, tenía cara de japonesa, era norteamericana y sólo hablaba inglés, pero... por radio Tokio.

EN la desembocadura del río Sumida, al fondo de la gran bahía, la ciudad nueva de Tokio se alza mostrando sus casas de inevitable corte oriental, antisísmicas a partir del fabuloso terremoto de 1923, pero de madera la mayoría a partir del antiguo criterio japonés.
La extensa ciudad se alegró un día, allá por julio de 1941, con la presencia de una pequeña mujer de ojos almendrados y cabellos oscuros, que, a diferencia de las otras mujeres de Japón, era de nacionalidad norteamericana y además no hablaba japonés. Y ésa fué la causa de su desdicha, porque si Iva Toguri D'Aquino hubiese hablado japonés no estaría ahora en la cárcel, o tal vez, de hablar japonés, se la hubiera condenado a muerte.
Claro que esto no está muy claro, pero la narración de esta historia, que pretende vincularse en algún modo a los hechos del espionaje, la traición y otras aproximaciones al tema, nos dará la claridad que el lector espera.
Iva Toguri D'Aquino llegaba por aquella época a Tokio, llevando, además de su belleza oriental y el consabido equipaje, una tía enferma que debía curarse en el Japón. Era la joven Iva hija de nipones. Se había doctorado en abogacía en Los Angeles con notas sobresalientes. Bonita y universitaria, pronto halló, con sus cualidades a la vista, un empleo de cierta importancia en la agencia noticiosa Domei de Tokio.
No se conoce con certeza el motivo por el cual la diminuta Iva dejó a sus familiares pocos días después del traicionero ataque a Pearl Harbour en el mes de septiembre de 1941, pero ella declaró alguna vez que no hubo un motivo fundamental para ausentarse a pasar la vida en una pensión de la zona céntrica. La fecha de su salida del hogar coincide con la de su debut en Radio Tokio, donde, bajo el nombre de la "Rosa de Tokio", organizó una audición dedicada a los soldados americanos de los frentes del Pacífico. La transmisión llegaba por las noches y era engarzada en la voz dulce de la bonita Ivo. Se escuchaba bajo las carpas de campaña, cuando los soldados del Tío Sam entraban en la hora de la meditación y el recuerdo, a hurtadillas, como si robaran besos al hogar lejano para hacer dulce el fuego de las ametralladoras. La voz de la "Rosa de Tokio" se filtraba por los auriculares de los cuadros de comunicaciones, salía al aire por las portátiles de pila y parecía enredarse en la selva extraña de las islas abatidas por el fuego de la artillería.
—Esta locución va dirigida a ti. — decía alguna vez —, mi querido George. ¿Puedes decirme por qué peleas? Allá lejos, del otro lado del mar, está tu novia. ¿No temes que se aburra de tu ausencia? ¿No la extrañas? Abandona las armas y regresa a tu casita blanca de California, recuerda las amorosas caricias de tu madrecita...
Sin duda estas palabras hacían arder de deseos a los pobres muchachos que luchaban para su patria.
Su voz se hizo famosa. Sus palabras fueron transcriptas a través del comentario en millones de oportunidades, y pocos eran los norteamericanos que ignoraban aquella mágica presencia de la "Rosa de Tokio"
Se sucedían una tras otra las noches; una tras otra sucedíanse también las batallas horribles.
Pronto llegó el día del colosal asesinato en masa. Hiroshima habría de despuntar un día envuelto en la incomprensible nube rubia de los átomos disgregados. La "Tokio Rose" calificó aquellos horrores de un modo que poco gustaba a los americanos del norte. Su charla llegó a los oídos ansiosos de voces femeninas cuando ya la suboficialidad y los soldados habían formado un solo grupo y se reunían en las carpas, bajo las palmeras, enredando recuerdos y palabras, música de vaqueros y whyskis ausentes que ponían la piel de gallina en los rudos brazos de los héroes de Bataán. La palabra esperada de la "Rosa de Tokio" se reunía en secreto con sus camaradas del frente. Era por momentos una niña alegre de las universidades yanquis, rememorando los días felices del aula; otras veces, la intérprete de los deseos melódicos del soldado. Su audición contenía una colección de los más apreciados discos de Bing Crosby, Benny Goodman, Tommy Dorsey y otros. Se pasaban, antes y después de la entrada en el aire de la simpática Ivo, trozos de música clásica norteamericana e inglesa, y su palabra se hacía presente con una pregunta intencionada:
—¿Recuerdan ustedes esta música?
Nagasaki sería de pronto la segunda víctima. En una demostración de increíble poderío, siempre en homenaje a la libertad y la justicia, fué arrojada sobre la inocencia de niños y mujeres, de hombres indefensos y ancianos desprevenidos, la segunda bomba atómica que serviría para sembrar el pánico sobre el mundo entero y crear un nuevo y gran fantasma que se iría pronunciando a medida que callaban los cañones en los campos de batalla de todos los frentes. Luego llegó la rendición inevitable del más débil, y con ella el proceso de los criminales de guerra, que serían, por lógica poco justiciera, los vencidos.
La "Rosa de Tokio" no entró en el campo de los criminales de guerra. Su figura destacábase en el grupo de los traidores, ya que siendo norteamericana debía rendir cuenta de sus actividades poco recomendables en la agencia Domei. El proceso fué largo y complicado; se creyó en todo momento que sería condenada a muerte por su funesto delito, pero siempre hay un átomo de piedad en los jueces, y, a decir verdad, nadie pudo probar seriamente que esa mujer, medio japonesa, medio americana, hubiera traicionado a alguien. Si bien su país de origen era Estados Unidos, no es menos cierto que entrado el Japón en guerra nadie se ocupó de rescatarla. Según ella, no sabía hablar el idioma nipón. En la agencia Domei se la había empleado por sus condiciones de doctorada en Los Angeles y para algo debía servirles. La agencia fué quien en verdad organizó e implantó aquel programa, que bajo el título de "La hora cero" llegaba a las islas en la voz melodiosa de la "Rosa de Tokio" El desconocimiento del idioma japonés, que intentó aprender y comprender en cuanto llegó a tierras de Tokio, fué motivo suficiente para que los defensores atacaran por ese flanco en el juicio que le fué seguido, explicando que de no aceptar aquella función en la agencia Domei, Iva Toguri D'Aquino hubiera corrido otros peligros, ya que era norteamericana de origen. Sólo obtuvo la acusación diez años de cárcel para Iva Sin embargo, si la diminuta doctora hubiera hablado el idioma de sus padres y desarrollado las mismas actividades por las que fué procesada, no se hubiera salvado de la democrática y justiciera silla eléctrica.
Revista PBT
10.05.1953

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