Tibet: El país más cercano al cielo
No es ni un hippie ni un aventurero. Francés, hijo de un diplomático que lo hizo educar en Inglaterra, el Canadá y los Estados Unidos, Michel Peissel disfrutaba, a los 18 años, de una beca de Economía en Wall Street; a los 20, "soñé descubrir y me rehusé a soportar". A los 35, es arqueólogo, escritor, etnólogo, explorador y especialista en el Asia Central, En su último libro: "Los jinetes del Kham" (editado en París por Laffont), cuenta cómo, desde hace dieciocho años y en medio de la indiferencia general, guerrilleros a caballo resisten en el Tibet a los invasores chinos. El semanario "L'Express" le consagró recientemente un reportaje fascinante, que con exclusividad se resume en las páginas siguientes. No sólo es la actualización de datos políticos y económicos acerca de una de las regiones más desconocidas del globo, sino también la desmitificación de toda la bruma, engendrada en parte por los Himalayas y en parte por la leyenda, que envuelve al Tibet, ese país tan cerca del cielo.

—Este libro, que usted acaba de publicar sobre la guerra secreta en el Tibet ¿es una especie de punto final a su exploración del Asia Central?
—Al escribir este libro, ante todo pago una deuda. En trece años he ido ocho veces a la región del Himalaya. He sido el único extranjero jamás autorizado a vivir en el Mustang, ese pequeño reino completamente ignoto, perdido en el Himalaya, a 5 mil metros de altura, donde todavía se ignora el uso la rueda o que la Tierra es redonda. He sido también el primer etnólogo que atravesó el Bhutan de un extremo a otro, a pie. En este último gran reino feudal, donde el rey prohíbe imitar las costumbres occidentales, pasé tres meses y medio fascinantes. Pero, sobre todo, durante estos viajes aprendí a conocer y amar al pueblo tibetano, a reconocer la calidad de su civilización. Allí tengo tantos amigos verdaderos como puedo tenerlos en Europa. Compartí su vida hablando en tibetano, soñando en tibetano; viví sus angustias, su combate contra la dominación china. Habiendo sido el raro testigo, el confidente de esos guerrilleros heroicos, tengo la obligación moral de denunciar la escandalosa conspiración de silencio en torno del problema tibetano. Hace veintidós años, la China se apoderó de un país de 7 millones de habitantes y, en medio de la más total indiferencia, perpetró allí un genocidio, oficialmente reconocido por la Comisión Internacional de Juristas. Desde hace dieciocho años existe la guerrilla en el Tibet, sin que casi nadie en el mundo se atreva a tocar ese tema tabú. He ahí por qué escribí este libro. En casi todas partes las inepcias que se escriben sobre el Tibet — El tercer ojo y otras mistificaciones a la moda— contribuyen a disimular la realidad: el hecho de que es en el Asia Central donde se juega el porvenir, no solamente del Asia sino quizá también, como en el pasado, de una gran parte del mundo civilizado. Pues el Tibet es, ante todo, el corazón estratégico del Viejo Mundo. Era hora de que alguien revelara el coraje de los guerrilleros tibetanos, los jinetes del Kham, víctimas de esa complicidad de las grandes potencias y víctimas, asimismo, de todas las ilusiones que alimentamos sobre el verdadero carácter de ese pueblo y de su importante civilización.
—Desde 1950 el Tibet es territorio prohibido. ¿Cómo pudo usted conocer a esos jinetes?
—No se puede, en principio, entrar al Tibet. Algunos lo han hecho ilegalmente, como el periodista inglés George Patterson, que filmó una película sobre el ataque a un convoy chino. Mis primeros contactos los tuve en la frontera, en 1959, en el momento en que Lhasa se rebelaba contra la dominación china. Hasta ese entonces, el gobierno del Dalai Lama —no hablo de las poblaciones del Kham o del Amdo, que desde muchos años antes se oponían al invasor— había, digamos, colaborado bastante amablemente con las autoridades chinas. Tuve otros contactos después, en el Mustang, que ocupa una posición estratégica excepcional y es el cuartel general de los guerrilleros del Kham, los Khambas. Y luego, naturalmente, en Nepal y en Kalimpong, en la frontera con la India. Todavía este verano entrevisté a decenas de refugiados que pasaron la frontera. La amplitud de esta resistencia, veinte años de lucha contra un enemigo colosal, es una revelación que debe ser hecha y yo soy uno de los pocos que puede hacerla, dada mi completa independencia de todo gobierno o partido político.
—El Tibet es, para los occidentales, un país salvaje, de alturas inaccesibles, un país de lamas y de molinillos para rezar. ¿Cuál era la situación del Tibet en 1950?
—Era un país compuesto de múltiples grupos tribales, divididos entre señores feudales que se hacían la guerra. Siempre se lo ha pintado como un país de monjes, de sabios sumidos en la meditación. Es una tierra de guerreros rudos y agresivos. El Tibet está cubierto de castillos y fortalezas. Los mongoles pudieron llegar a la India, a la China, hasta el Danubio; jamás pudieron conquistar al Tibet. ¿Quién sabe hoy algo acerca de Songtsen Campo, que fue, junto con Alejandro Magno y Gengis Khan, uno de los más grandes conquistadores de todos los tiempos? Ese tibetano y sus descendientes reinaron durante cuatrocientos años sobre un gigantesco imperio que iba del Afganistán a la mitad de China, de Siberia a Birmania, de Mongolia a Bengala, y que se llamaba el Tibet. Por el idioma, la cultura, las tradiciones y una forma particular de la religión budista, llamada lamaísmo, ese imperio político se mantuvo hasta el siglo X, cuando terminó por estallar en una multitud de pequeños principados feudales, sometidos, sin embargo, en parte a la autoridad religiosa del Dalai Lama. Pero lo más notable es que hoy, a trece siglos de su fundación, la unidad cultural de ese vasto imperio permanece intacta.
—¿El Dalai Lama era también el jefe temporal?
—Teóricamente sí, pero la suya era una administración lejana. Hay que darse perfecta cuenta de que el Tibet tiene las dimensiones de un continente. Su altitud media es de 4.500 metros. Entre Leh y Kanting hay la misma distancia que entre París y Moscú. Se necesitan seis meses para atravesar el Tibet. Esto, por lo demás, explica en parte las dificultades de los chinos para ocupar el país. Los chinos han trazado tres rutas, de las cuales la más corta —1.400 kilómetros— atraviesa siete gargantas de 5.500 metros de profundidad. Esta es la más vulnerable. Para llevar un cargamento chino a Lhasa se emplean dieciséis días de ida y dieciséis de vuelta, cuatro juegos de neumáticos y una tonelada de combustible. La ocupación plantea problemas técnicos considerables.
—La ocupación del Tibet fue, desde el momento de la proclamación de la República Popular China, el objetivo prioritario de Mao Tsé-tung. ¿Por qué ese apuro?
—En primer lugar, y ante todo, por razones estratégicas. La ocupación del Tibet le ha dado a la China un poder considerable. De la noche a la mañana los chinos se encontraron ya no a 7 mil kilómetros de Moscú, sino tan sólo a 3 mil, al alcance de las centrales nucleares de Alma-Ata, en la proximidad de grandes ciudades soviéticas como Tashkent y Samarcanda, a las puertas de Kabul, tan sólo a 400 kilómetros de Nueva Delhi y más cerca que Londres del Canal de Suez; en posición, con la lanza del Sikiang, de partir en dos a Siberia. Los rusos no comprendieron sino tardíamente, en 1960, que la instalación de la China en el Asia Central había sido un golpe maestro desde el punto de vista militar. Cuando cobraron conciencia, cuando se dieron cuenta de que las armas, el material que proporcionaban a los chinos, podían darse vuelta contra ellos mismos y amenazar directamente el corazón de Rusia, fue la ruptura brusca, total. Una ruptura que se han explicado por diferencias ideológicas pero que tiene, para mí, una causa mucho más directa: la afirmación del poderío chino en el Asia Central. Y luego, fuera de estas consideraciones estratégicas, Mao ha tenido también un objetivo político. Cuando Mao instaló el comunismo en China, la única fuerza organizada con la cual podía tropezar, el único contrapeso espiritual, era el budismo. La Asociación Budista del Pueblo Chino agrupaba a 100 millones de personas. Y el budismo al cual adhería la China era el budismo tibetano. Hasta 1911 los emperadores manchúes consideraban al Dalai Lama como su padre espiritual. El budismo era la única organización estructurada de la China.
—¿Era un poder lo bastante fuerte como para que Mao pudiese temerlo?
—A esas minorías, llámese tibetanos, mongoles o manchúes, los chinos les han temido siempre, pues fueron ellas las que en el pasado dominaron a la China. Fuera del Tibet Central, existen en China ocho regiones autónomas tibetanas, en total quizá unos 10 millones de personas que hablan tibetano. Y los chinos han tenido siempre un terror atávico a los habitantes del Asia Central, sobre todo a los tibetanos. Este pueblo agresivo se apoderó de la capital del Celeste Imperio en el siglo VII, y a lo largo de los siglos le asestó rudos golpes. Y está soldado a la China por la religión. Por eso, como lo dijo Mao en su primer discurso, el objetivo primordial era "liberar al Tibet".
—¿Y la operación resultó más difícil de lo que Mao preveía?
—Al principio la ocupación fue muy suave. El Dalai Lama y su gobierno fueron tratados con todas las consideraciones deseables. A los tibetanos les prometieron caminos, escuelas, progresos de todas clases: tan sólo ventajas, al parecer. Lo que condujo a esta situación paradójica: durante 9 años, los austeros y puritanos chinos de Mao mantuvieron en Lhasa al régimen religioso más espléndido y más medieval: todo un pueblo de señores, de monjes, de altos funcionarios que vivían en medio del lujo, en palacios fabulosos. Basta haber visto las fiestas de fin de año en Lhasa, esos desfiles de quinientos jinetes cubiertos de oro, de plata, de turquesas, para imaginar lo que era la vida en la capital tibetana. Al comienzo, los chinos y el gobierno de Lhasa trabajaron juntos. Y la presencia china era más que discreta fuera de la capital. No hay que olvidar que, para entrar en Lhasa, la capital del Tibet, los primeros chinos llegaron en 1951 por barco desde la India. Hasta el día en que los chinos empezaron a apretar el torniquete, a abrir sus caminos, a querer imponer el colectivismo, a deportar niños a China so pretexto de educarlos. Entonces, inmediatamente los tibetanos se sublevaron. No la administración de Lhasa, prisionera de los chinos y celosa de conservar sus privilegios, sino las tribus del Amdo y del Kham, los famosos jinetes khambas, esos hombres de las estepas, temibles y temidos.
—¿Qué representa la región del Kham con respecto al Tibet?
—Todo el Sudeste tibetano. Un territorio grande como España, relativamente rico: hermosas pasturas, numerosos rebaños, muchos bosques, el tercio de la población tibetana. Un país que nunca fue conquistado en toda su historia y donde el propio Gengis Khan no pudo entrar. Un pueblo de guerreros, bastante feroces y hasta hoy invencibles.
—¿Y el movimiento de guerrillas partió del Kham?
—Sí, en 1953; y ahí se encuentra una nueva paradoja. Sin conciencia política en el sentido en que nosotros la entendemos, los jefes de los khambas habían leído y traducido a Karl Marx, a Sun Yat-sen, el fundador de la República China. Ellos soportaban mal los abusos del poder religioso y despreciaban la corte amable y más o menos corrompida del Dalai Lama. Se han sublevado contra los chinos y no contra la ideología comunista. Y, al mismo tiempo, contra el Dalai Lama porque colaboraba con los chinos. Fueron ellos, los khambas, quienes secuestraron al Dalai Lama en Lhasa, en 1959, y lo obligaron a declarar la guerra santa contra los chinos.
—¿Qué se sabe de la situación actual?
—La resistencia continúa y la guerrilla nunca ha cesado. Más inquietante aún para los chinos, los jefes de la guerrilla son hoy jóvenes tibetanos educados en China, de aquellos mismos 15 mil niños que fueron deportados entre 1950 y 1959. Y el propio Chu En-lai ha declarado que se necesitarán cincuenta años para convertir a los tibetanos al comunismo...
PANORAMA, DICIEMBRE 28, 1972

 

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