Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Yo maté a Martin Bormann
por Ronald Gray

El famoso semanario inglés "News of the World" causó sensación con este relato que ahora SEMANA publica en forma exclusiva en la Argentina. Su autor, Ronald Gray, un ex oficial de los Servicios de Inteligencia británicos, revela, por primera vez después de 25 años de silencio, que él mató al célebre jerarca nazi Martin Bormann.

La vi por primera vez sentada en un café abarrotado de gente, situado en el centro de Flensburg, un puerto alemán cercano al límite con Dinamarca. Rubia y muy joven, tenía la cara flacucha y empalidecida por el hambre. Sin embargo, todavía resultaba atractiva a pesar de su vestido gastadísimo y lleno de remiendos. Se llamaba Ursula Schmidt, y aunque en ese momento ni ella ni yo teníamos la menor idea de lo que iba a suceder, estaba destinada a desempeñar un papel de importancia en lo que habría de convertirse en el "misterioso caso de Martin Bormann".
Por aquel entonces yo era el jefe de un pelotón de soldados ingleses de la 33 Brigada Acorazada, seleccionados en la misión de mantener el orden, perseguir a los delincuentes locales y capturar a los nazis más notorios. Hablaba el alemán como un nativo.
No eran aquellos, precisamente, tiempos apacibles. Miles de soldados alemanes erraban por todas partes buscando el camino de regreso a sus hogares, después de haber abandonado sus armas.
Por todas partes había nazis perseguidos que intentaban escapar hacia la frontera danesa, cuidadosamente custodiada por las fuerzas de ocupación. En este caos, la siniestra organización Die Spinne (La Araña), fundada por Otto Skorzeny, operaba intensamente para sacar de Alemania a los criminales nazis.
Una de las misiones de mi unidad era localizar una banda de muchachos alemanes que se dedicaba a castigar a las jóvenes del pueblo que confraternizaban con los aliados. Y aquella tarde me encontraba en ese café a la búsqueda de algún indicio que nos permitiera descubrir su cuartel general. Atravesando el local me dirigí hacia la muchacha, me senté a su mesa y le ofrecí una cerveza. Ella sonrió y aceptó la invitación.
Supe entonces que Ursula Schmidt vivía con sus padres y un hermano menor en un campo de refugiados, en la calle Bismark número 41. Habían venido de Breslau, donde perdieron su hogar durante el avance de los rusos. Tras nuestro primer encuentro, comenzamos a reunimos casi todas las tardes. Llegué a la conclusión de que no tenía nada que ver con los nazis y que se podía confiar en ella. Ursula resultó una buena confidente: tan pronto le dije en qué trabajaba, me reveló el lugar de reunión de los jóvenes nazis.
De todo aquello surgió una sincera amistad con Ursula y así ella se enteró de que yo hacía viajes al otro lado de la frontera danesa dos veces por semana. Estos viajes tendrían después un importante papel en el fantástico drama que pronto iba a desarrollarse.
Los martes y jueves yo llevaba en automóvil a un oficial de la 31 Brigada Acorazada hasta un pueblo llamado Graaston. Allí recogíamos alimentos, bebidas y otros enseres con destino al club de oficiales establecido en el hotel Brinkmeier, de Flensburg. Era un servicio administrativo de carácter rutinario qua me proporcionaba una buena pantalla para mis investigaciones de rastreo nazis. El oficial con que iba en estas salidas, capitán Ronald Grundy, no tenía ni idea de cuál era mi misión verdadera.

UN PARIENTE EN APUROS
A principios de marzo, Ursula me dijo que una mujer llamada Slawinsky, que vivía en su misma barraca del campo de refugiados, le había pedido que me hiciera una proposición: si yo estaría dispuesto a sacar a un "pariente" de Alemania a través de la frontera danesa. Confieso que no presté mucha atención a la oferta. Cualquier alemán hubiera dado todo lo que poseía por salir camino de un país donde hubiera alimentos de sobra y trabajo. Un par de semanas después, la madre de Ursula le dijo que había un hombre en la habitación de los Slawinsky que quería hablar con ella.
—Mi madre parecía estar nerviosa —me informó Ursula en nuestro encuentro siguiente—. Me dijo que no fuese descortés con el hombre. Cuando hablamos, el desconocido planteó inmediatamente la cuestión del "pariente". Pero no me lo pidió sino que me lo ordenó. Al perder yo los estribos, cambió de táctica. Me pidió finalmente que te lo pidiera y me aseguró una y otra vez que no habría ningún riesgo para ti.
Al oír esto mi interés creció súbitamente. Me di cuenta de que el "pariente" no debía ser un alemán corriente. Era obvio que se trataba de alguien importante, quizás un criminal de guerra. Aquélla podía ser la oportunidad de echar el guante a uno de los jerarcas nazis que andaban eludiendo la red de seguridad aliada y abandonando Alemania. Sabíamos que Die Spinne estaba pasando criminales de guerra al extranjero (en total consiguió liberar a más de quinientos) y que Flensburg era un punto clave en la ruta de huida. Si podía encontrarme con el "pariente" y ponerme de acuerdo en ayudarle, podría infiltrarme en Die Spinne.
A los pocos días fui abordado por el enlace en las cercanías del club de oficiales. Lo reconocí inmediatamente por la descripción detallada que Ursula me había dado: 41 a 45 años de edad, un metro ochenta de estatura, pelo echado a un lado, ojos pardos penetrantes y el aire de hombre acostumbrado a dar órdenes y no a recibirlas. Le dije que iba camino del café Roxy, conocida guarida de delincuentes, traficantes de drogas y miembros de organizaciones clandestinas. Casi en un susurro prometió que se me pagarían cincuenta mil coronas danesas (unos siete mil quinientos dólares) si ponía a salvo al "pariente". No parecerá bien desde el punto de vista ético, pero lo cierto es que en aquellos tiempos cualquier cosa "ganada" a nuestros anteriores enemigos, ya fuese un reloj pulsera, una cámara fotográfica o incluso un automóvil, se consideraba una chuchería y las autoridades hacían la vista gorda. Yo tenía además otra razón importante para decidirme a manejar aquel asunto por mi cuenta antes de informar oficialmente: era mi última oportunidad para finalizar con éxito la misión, pues me correspondía la desmovilización en el término de unas pocas semana. Así que dije al enlace que llevaría al "pariente".
Me previno que no debía decirlo a nadie, ni siquiera a Ursula.
—Será usted vigilado —dijo en su preciso y cortante alemán—. Con sólo que lo mencione a alguien, todo el asunto será abandonado.

Y DE PRONTO, BORMANN
Siempre me divirtió el peligro. Había estado antes en muchas situaciones difíciles y salí de ellas con la piel íntegra. Llevaba siempre conmigo una metralleta "Sten" y un "Colt" 45. Mi vehículo era una furgoneta Austin tipo P.U., en la que guardaba la metralleta, generalmente en el suelo, al lado de mi asiento. Cualquier pasajero que llevase no podía dejar de verla y probablemente llegaría a la conclusión de que era mi única arma. Eso era lo que yo quería que "él" pensase. Sabía que si el "pariente" era un peligroso criminal de guerra, no tendría yo muchas oportunidades de volver vivo de Dinamarca una vez que lo hubiese dejado allí. Esperaba capturar no sólo al "pariente" sino también a sus cómplices al otro lado de la frontera. Sería poner una buena pica en Flensburg. Por supuesto, las cincuenta mil coronas también constituían un factor importantísimo en mi decisión. Esperaba recoger ese dinero y quedarme al menos con una parte.
Me dediqué a pensar en la cuestión de cómo conseguir que el "pariente" pasase los tres puntos de control que había en la frontera: policía militar y Seguridad de Campaña británicas; policía y aduana danesas y policía alemana. El riesgo mayor lo constituían los ingleses; alemanes y daneses rara vez ponían dificultades a los ocupantes de vehículos del ejército británico. Yo mantenía muy buenas relaciones con la mayor parte de los individuos de los puestos de control, como consecuencia de mis dos viajes semanales. Tenía la costumbre de repartir cigarrillos entre daneses y alemanes, huevos o pasteles daneses entre los policías británicos. Resultaba natural que este gesto de mi parte hubiera suavizado gradualmente el riguroso control que era habitual.
Lo que corrientemente hacíamos el capitán Grundy y yo era salir de Flensburg alrededor de las once de la mañana, circulando por la carretera de Sonderborg hasta Graaston; detenernos en un pequeño almacén y recoger las provisiones. Luego, tras tomar unas copas con el encargado de la tienda, generalmente de una bebida danesa bastante fuerte que llamábamos "Don Lou", salíamos de regreso a casa. Fue precisamente mientras me reponía de una sesión de "Don Lou" en mi siguiente viaje a Dinamarca, cuando se me ocurrió el modo de conseguir que el "pariente" llegase sano y salvo al otro lado de la frontera. ¡Le vestiría con uniforme de oficial del ejército británico!
Yo iba a ser licenciado del ejército el 23 de marzo. Pasaban los días y esperaba, viendo cómo el tiempo se hacía más corto cada vez. Fue entonces cuando el hombre que esperaba se puso en contacto conmigo. ¡Estaba yo en el café Roxy cuando lo localizó fuera, aguardando que yo saliera. Dijo una sola palabra: Jueves.
—¿A qué hora?
—A las once de la noche.
—¿Dónde debo encontrar al "pariente"?
—Le mostraré el lugar de la cita.
—¿Qué hay del dinero? —pregunté.
—Se te pagará cuando entregue el "pariente" a sus amigos de Dinamarca —replicó el enlace.
Así que yo tenía razón. Había otras personas complicadas en la fuga, como había sospechado.
—¿A dónde lo llevo una vez en Dinamarca? —pregunté.
—Él le dará todas las instrucciones que necesite cuando se reúna con usted.
Ya estaba metido de lleno en el asunto. Necesitaba un uniforme de oficial británico y la única fuente en que se me ocurría pensar era el capitán Grundy. Tendría que apoderarme de uno y esconderlo en mi Austin ... ¡y eso no era fácil!

Jueves 21 de marzo. Esperé hasta que Grundy se fue a comer al club de oficiales y de la percha del guardarropas de su habitación tomé una guerrera y una gorra. Pero no había pantalones. Puse la guerrera bajo el asiento de¡ conductor y escondí la gorra debajo de una lona en la parte trasera. Ese día fue uno de los más largos de mi vida. A las diez y media de la noche me dirigí lentamente por las calles de Flensburg hacia el garaje de los vehículos militares. Le dije al centinela de servicio que utilizaría mi coche y estaría de vuelta a las dos de la madrugada.
El suelo estaba cubierto de nieve y el cielo despejado. Hacía un frío cruel. Llegué al punto de la cita a las once menos un minuto. Detuve el motor y dejé encendidas las luces laterales. No se veía a nadie. A las once en punto se abrió la puerta de la furgoneta y una figura borrosa saltó dentro. En la semioscuridad reinante, apenas podía estar seguro de quién se trataba. Sentí un hormigueo de excitación y casi de incredulidad. A juzgar por, las fotografías y datos que se habían mostrado a todos y cada uno de los soldados aliados (y que gente como yo habíamos retenido en la memoria), me di cuenta de que aquel hombre podía ser Martin Bormann.
Marchamos hacia la frontera danesa, que estaba a unos cuatro kilómetros. El pasajero no hablaba. Tras recorrer unos ochocientos metros detuve la furgoneta.
—¿Por qué ha parado? —preguntó el alemán.
Le expliqué lo de la guerrera y la gorra y le dije que se los pusiera. Llevaba una chaqueta de lana marrón oscuro; se la quitó y me la dio. Pesaba e hizo cierto sonido sordo. Estoy seguro que llevaba un arma de fuego en los bolsillos. Un alemán que llevase un arma de fuego en aquellos días se arriesgaba a la pena de muerte y sólo un hombre desesperado podía hacerlo. La guerrera y la gorra resultaban demasiado pequeñas para el fugitivo. A pesar de las circunstancias en que me encontraba no pude evitar la risa. Me miró como si creyese que me había vuelto loco.
—¡Siga la marcha! —dijo.
Llegamos a los puestos de control alrededor las once y veinte. Yo confiaba en el éxito. Mi vehículo militar resultaba familiar. Cruzaba dos veces por semana, con regularidad cronométrica, para recoger suministros. Y Bormann, cuya identidad aún no había establecido de manera definitiva, estaba vestido con una gorra de oficial y guerrera que yo había "pedido prestadas" a mi jefe,, el coronel Ronald Grundy. Tenía la esperanza de estar a punto de obtener en pago un sobre de cincuenta mil coronas danesas y, cosa que Bormann ignoraba, apresar en la misma red a él y a sus cómplices de la organización nazi Die Spinne.
Un policía alemán de fronteras se acercó a la furgoneta, me reconoció, me saludó y esperó que llegase el policía militar de servicio. Cuando éste llegó le dije que íbamos a una reunión. Con gran alivio de mi parte, saludó también y Se limitó a decir: ¡O.K.!.
Los aduaneros daneses no nos molestaron en absoluto. La barrera se levantó y pasamos. Una vez en Dinamarca, mi pasajero nazi pareció recobrar la confianza. Hablando en voz educada y casi arrogante, me hizo notar que los hombres del puesto de control eran estúpidos con haber sido tan poco severos.
—Considérese afortunado —repliqué.
Tras recorrer unos cinco kilómetros, el fugitivo me dijo que parara. Así lo hice, sin quitarle la vista. Metió la imano izquierda en el bolsillo del pantalón. Me puse tenso pensando que tendría otra arma. Pero se limitó a sacar un rollo de cinta adhesiva negra, caminó hasta la parte delantera de la furgoneta y pegó tres tiras diagonalmente en el faro que tenía más cerca. Me dijo que eso nos identificaría respecto de dos hombres que estaban esperando en lugar prefijado y que me pagarían mis cincuenta mil coronas.
—Lo tenemos todo previsto, no podemos cometer ningún error —dijo mi pasajero.
Me temblaban las manos mientras metía la marcha y arrancaba. El hombre había estado de pie y le había tenido cara a cara. Por primera vez pude ver claramente sus facciones. El corazón casi se me detuvo. Era el rostro que habíamos retenido hasta el cansancio en los servicios de seguridad de las fuerzas aliadas en toda Alemania. Yo mismo llevaba una foto de él en mi cartera. Esta vez no había ninguna duda.
Era Martin Bormann.

SU VIDA O LA MIA
Aquello no iba a ser un asunto de "gracias y adiós". Yo sabía demasiado para seguir con buena salud. Conocía datos sobre la ruta de huida y la gente complicada. Y, especialmente, sabía quién era el hombre que estaba tranquilamente sentado junto a mí. Tenía que resolver entre dos alternativas: o arrestarlo inmediatamente o llevarlo adelante conforme a lo planeado e intentar la detención de sus enlaces de Die Spinne. Acertado o no, decidí seguir adelante.
Pasamos por Hokkerup, un pueblo pequeño, y seguimos hasta Rinkenaes, a través de calles y carreteras desiertas. Bormann me pidió que parara. Pude ver una línea férrea que corría paralela a la
carretera a nuestra izquierda. A la derecha, a unos noventa metros, estaban las aguas del fiordo de Flensburg. Nos quedamos esperando, sentados en el vehículo. Bormann no hablaba. Permanecía mirando por el parabrisas hacia adelante. De pronto sentí una extraña sensación en la columna vertebral: ante nosotros una luz se encendió y apagó por cuatro veces.
—Es momento de ir —dijo el fugitivo.
Se quitó la gorra y la guerrera y yo las eché a la parte de atrás de la furgoneta. Le alargué su propia chaqueta de lana. Abrió de par en par la puerta del coche, se enfundó en su chaqueta y entonces, sorprendiéndome, echó a correr en dirección a la señal luminosa.
De pronto todo resultó claro: no habría pago ni en dinero ni en proyectiles. Tomé mi metralleta "Sten" y salté fuera de la furgoneta, gritándole que se detuviera. Anduve hasta el centro de la calzada. Estaba a unos treinta y cinco metros y seguía corriendo. Me pareció disponer de muchísimo tiempo. Levanté la metralleta y disparé varias ráfagas. Las balas trazadoras dejaron su rastro.
La muerte debió ser instantánea.
Casi en seguida me hicieron cinco disparos en rápida sucesión. Pude sentir el aire de las balas cuando pasaron silbando a mi lado. Me dejé caer al suelo y permanecí inmóvil. La correa de la "Sten" se me había escapado de la mano, saltando el arma a unos tres metros. Me quedé acurrucado sobre el lado izquierdo y con la mano derecha cerca del "Colt". Esperé no sé cuánto tiempo.
No me atrevía a sacar el arma por temor a que la luz de la luna se reflejase en él, indicando a los otros dos que todavía estaba vivo. Dos figuras borrosas se acercaron hasta unos diez metros. De pronto, dieron media vuelta y se dirigieron al cuerpo de Bormann. Supongo que me dieron por muerto.
Luego, como en cámara lenta, vi lo que hacían. Levantaron el cuerpo de Bormann y llevándolo como a un borracho, lo arrastraron lentamente por la carretera hasta perderse de vista. Cuando creí que se encontrarían a distancia segura, me levanté, recuperé la metralleta y los seguí. La carretera corría junto a las aguas. Creí oír algo que parecía el ruido de una persona nadando cerca. Atisbé entre la niebla y pude distinguir la silueta de un pequeño bote de remos. Estarían a unos cincuenta metros de la orilla. Maldije por no temer nada con qué dispararles. Estaban fuera del alcance del 45 y la "Sten" estaba descargada. Mientras los observaba, los dos hombres echaron la figura caída a las heladas aguas con un sonoro chapoteo. Uno de los individuos tomó los remos y el bote desapareció en la niebla. Cuando me recobré del todo, hice una cuidadosa: inspección de los alrededores. Unos ciento ochenta metros por delante de donde estaba detenida la furgoneta, la carretera llevaba al mar: allí habían esperado los dos hombres. Era un lugar bien (elegido para una emboscada.
Me desconcertaba el por qué Bormann había dado aquella carrera suicida. Me parecía más lógico que hubiera esperado a que los hombres se acercaran al coche o que hubiera hecho cualquier intento con su pistola. La respuesta sólo podía ser que me hubiera hecho parar por error doscientos metros antes de tiempo. Debió haberse dado cuenta de la equivocación cuando la luz brilló a tanta distancia. Pero ya no pudo decirme "sigamos un poco más adelante", por temor a despertar mis sospechas. Así que intentó ganar tiempo, confiando en que sus amigos podrían acercarse lo suficiente para dispararme mientras él se cambiaba, poniéndose su propia chaqueta.
Por el ruido del chapoteo, supuse que los dos compatriotas de Bormann habían lastrado su cuerpo con algún objeto, cadenas quizás. Se me Ocurrió de pronto que el bote y las cadenas debían haber sido previstos para mí. También era posible que hubieran planeado usar el chinchorro para dirigirse a un pesquero e incluso a un submarino, hacia la siguiente etapa en el camino de la libertad. Esto último parece ser lo más posible, puesto que aquellos hombres no regresaron a tierra en la hora que yo permanecí esperando. Nada se podía hacer, salvo volver a mi base en la localidad alemana de Flensburg y cubrir mis huellas. Había jugado fuerte. . . y había perdido.
Tenía un secreto que había de permanecer guardado en mi cerebro por un largo tiempo, quizás para siempre. Tenía la clave del misterio da Martin Bormann, que ha permanecido hasta hoy sin resolverse.

URSULA, OTRA VEZ
Al día siguiente —víspera de mi licenciamiento— mantuve los ojos bien abiertos por si me tropezaba con el primitivo enlace de Flensburg. Recorrí el puerto, los cafés y los campos de refugiados, pero jamás le volví a ver.
Después de mi desmovilización volví a Liverpool, donde al cabo de cinco meses me casé, intentando establecerme. Pero todo era demasiado insípido y en 1947 volví a alistarme en el ejército, siendo destinado a Hamm, en Alemania. Allí, como en todas partes, la busca y captura de Martin Bormann se proseguía celosamente. En marzo de 1947, por uno de esos increíbles caprichos del destino, me volví a encontrar con Ursula Schmidt. Pero no le dije nada respecto de los acontecimientos de Dinamarca. A la única persona a la que le conté la verdad sobre la muerte de Bormann fue a mi mujer, Eunice.
En 1950 abandoné Alemania y fui a Corea a desempeñarme en los servicios de inteligencia con las fuerzas de las Naciones Unidas. Mi tarjeta especial de identificación, expedida por el general Van Fleet, llevaba el prefijo "00" (el que usan los agentes de las películas de James Bond, con licencia para matar). Desde luego que mi número no era el 007, sino el más modesto de 001237. Fui objeto de mención honrosa en los partes y el Alto Mando americano me encomendó servicios de contraespionaje. Después de Corea volví a mi casa en Inglaterra y entré en el Departamento de Investigación Criminal del Almirantazgo. Lo dejé al cabo de un tiempo para convertirme en asesor comercial. Nada hice sobre el asunto Bormann hasta fines de 1965. Cuando leí las diversas historias que circulaban acerca de su muerte, en Berlín (1945) o de habérsele visto en Sudamérica años después; simplemente me reía para mis adentros. Bormann había sido condenado a muerte en rebeldía por el Tribunal de Nüremberg, como autor de crímenes de guerra y contra la humanidad y luego declarado oficialmente muerto por un tribunal de Alemania Occidental. En 1965 se hablaba de una amnistía para los criminales de guerra alemanes, basada en la prescripción de los delitos. Decidí entonces ponerme en contacto con quienes llevaban las investigaciones sobre crímenes de guerra en Alemania, para relatarles parte, si no todo, de lo que sabía sobre Martin Bormann y para apuntarme entre quienes ayudaban a seguir la pista de algunos de los testigos. No buscaba fama ni notoriedad. Sólo quería que el mundo conociese la verdad. Tenía que proceder cautelosamente. El 12 de marzo de 1966, escribí diciendo que disponía de alguna información. Recibí respuesta de un tal doctor Artzt. Escribí de nuevo sugiriendo que debía intentarse localizar a Ursula Schmidt; una de las personas que podría confirmar mi historia. Esta vez recibí contestación de otro funcionario, diciéndome que se habían enviado mis cartas a la Fiscalía del Estado en Frankfurt-an-Main, organismo que tenía encomendada la búsqueda de Bormann. Esta carta habría de tener más tarde un significado siniestro.
Hace unos dieciocho meses los rusos publicaron su hasta entonces secreto "Libro marrón", traducido al inglés. En él se recoge, ordenada alfabéticamente, la información sobre los nazis en tiempo de guerra, obtenida de documentos alemanes capturados por los rusos cuando ocuparon el territorio. El libro da detalles de la categoría y actividades de esos nazis antes de 1945. Y ofrece más información sobre las penas de muerte o de trabajos forzados recaídas en un gran número de casos, junto con las fechas de amnistía y excarcelación. Pero lo más interesante que yo encontré es la información que se da de lo ocurrido después de 1945: dónde están y lo que están haciendo. Porque muchos de ellos ocupan hoy puestos muy elevados en la magistratura, la policía y los departamentos gubernamentales en toda la Alemania del Oeste.
En el libro estaba el nombre del segundo funcionario que me había escrito. Allí constaba que había sido sentenciado a un largo período de trabajos forzados en la Unión Soviética. ¡Este era el individuo que había contestado a mi carta en la que ofrecí mi información para colaborar en la búsqueda de Martin Bormann. Bendije entonces mi prudencia al no revelarle todos los hechos. Los dos informes detallados que yo había mandado a Frankfurt, desaparecieron. Como consecuencia de esta "pérdida" de las cartas, se rompió también mi contacto con herr Richter. Así pasaron dos años más hasta que) volvimos nuevamente a comunicarnos. Ese tiempo lo aproveché para contactar a quienes podían servirme de testigos: Ursula Schmidt y el capitán Grundy. Ubiqué el paradero de la muchacha. Se había casado y vivía en Inglaterra. Recordó el suplicante encargo de la señora Slawinsky. El capitán Grundy también ayudó. Con el apoyo de ambos, testimoniado caligráficamente, viajé a Frankfurt para entrevistarme con el fiscal estatal. Hablamos durante más de dos horas. Me escuchó atentamente. Su interrogatorio fue exhaustivo. Creí que todo había terminado. Había dedicado los últimos cinco años de mi vida a aclarar el misterio de Bormann y era la hora de cobrar la recompensa: 87 mil dólares. Pero un cadáver no valía nada. . .
El Libro marrón de los rusos, dedicaba una página especial a un hombre: Otto Skorzeny. Bajo el título de "El liberador de Mussolini dirige la fuga de los asesinos", decía, entre otras cosas: "Hoy: Propietario de una oficina en Madrid; fundador y jefe de la organización secreta nazi "La araña", que hasta ahora ha ayudado a escapar a más de quinientos criminales de guerra . . . ", etcétera.
A la vista de esta información elaborada por los rusos, no me cabía duda de que el propio Otto Skorzeny tenía, que saber que mi historia era cierta. Por eso pregunté a Herr Richter:
—¿Ha interrogado usted alguna vez a Otto Skorzeny sobre lo que ha ocurrido con Martin Bormann o con la organización "Die Spinne"?
Herr Richter me contestó:
—Nuestra gente de la embajada alemana en Madrid lo interrogó hace unos años, pero no nos ayudó mucho. No, no quiere.
Me habló después de la dificultad para identificar a Bormann. Incluso si se encontrara el cuerpo, afirmó, sería muy difícil hacer una identificación positiva. Bormann —continuó— no tenía dientes postizos, que tanto ayudarían a su identificación, pero tenía una muela de oro en, el maxilar superior; de forma que si los hombres ranas o los buzos sacaran del fiordo un cráneo con un diente de oro, podría suponerse con bastante fundamento que se trata del cráneo de Martin Bormann.
Herr Richter insistió en que le dijese por qué había mantenido mi secreto durante veinte años antes de intentar el primer contacto con él en 1965.
—La razón por la cual rompí mi silencio en 1965, fue que en aquel año se discutió la posibilidad de una amnistía para los criminales de guerra. Estaba convencido de que si se concedía amnistía, uno o los dos hombres que arrojaron el cadáver de Bormann en el fiordo de Flensburg — suponiendo que se encontraran vivos—, podrían revelar lo sucedido por razones políticas o por interés económico.
Y yo quería ser el primero. . .
Ya nada tenía que hacer allí. De pronto, obedeciendo un impulso decidí —antes de volver a Inglaterra— hacer un viaje al pasado. Ir a la "tumba" de Martin Bormann. Al descender de mi automóvil alquilado y echar mi primer vistazo al Flensburg actual, un torbellino de emociones sacudió mi mente. Era difícil reconocer a la localidad sombría y gris de 1946, con sus calles abarrotadas de refugiados y sus tiendas vacías. Pero esa visión retrospectiva quedaba totalmente fuera de foco ante la realidad que me saludaba a mi llegada. Lo que encontré era una ciudad rebosante de prosperidad; calles alegres y llenas de colorido se veían repletas de turistas y veraneantes, cuyas carteras iban bien rellenas de marcos, haciendo compras en los supermercados, llenando las mesas de los cafés y ocupando todas las habitaciones disponibles de los hoteles. Estaba en un mundo diferente. De pronto me sentí viejo.
Marché después a lo largo de la carretera que conduce a la frontera danesa hasta dar con el lugar en que Bormann subió a mi coche. Ahora está allí la estación de autobuses de Flensburg. Y así reconstruí todo. Hasta el lugar exacto en que disparé sobre Martin Bormann. Salí del coche, anduve mucho tiempo buscando y llegué por fin a localizar los viejos rieles, oxidados y ocultos por la hierba de tantos años. Me orienté entonces y no tardé en llegar al lugar en que Bormann encontró una muerte instantánea bajo el impacto de las ráfagas de mi metralleta. Cada pieza ocupaba ahora su lugar exacto. Aquí, la carretera; allí, el agua del fiordo; a la izquierda, la línea férrea.
Seguí la carretera hasta la curva siguiente. Allí habían embarcado los hombres de "Die Spinne" el cadáver de Bormann en un bote de remos, para arrojarlo después a cuarenta metros de la orilla.
Durante un larguísimo rato permanecí allí, de pie, mirando la tumba marina. Era una noche cálida de verano, pero me entró un intenso escalofrío. Me parecía que aún estaba de pie, sobre la nieve, aferrado a mi metralleta descargada y tratando de perforar la niebla con mis ojos, mientras el cadáver de Martin Bormann se hundía en el agua y desaparecía para siempre.
Revista Semana Gráfica
22.01.1971

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