Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

ABUELA PAMPA
Una nieta del legendario cacique Pincén, último testigo viviente de la derrota de los indios pampas durante la Conquista del Desierto, brindó a SIETE DIAS un testimonio inédito: la versión india de aquella historia de sangre y exterminio. Un relato estremecedor de los hábitos, el lenguaje y el odio de la raza sometida.

La tierra era sólo tierra, no había dueños. ¡Qué lindo!... parece cuento.
Carlos Di Fulvio (La Conquista del Desierto)

Quien no haya asistido a una de esas expediciones militares no puede darse cuenta de lo que es un ataque a las tolderías. En cuanto el trompa da la señal de ataque la fuerza se desbanda, se fracciona, y ya solo, cada soldado, o asociado a dos o tres, se lanza en procura de algún toldo, de alguna tropilla, en persecución de un indio que huye o de una familia que se oculta en la espesura. Era aquello una confusión de todos los diablos.
Comandante Manuel Prado (Conquista de la Pampa)

Fue una guerra de desalojo que marcó toda la segunda mitad del ochocentismo argentino. De ahí brotó un odio poco conocido, un resentimiento pulcramente disimulado bajo los pliegues de una historia conformista: las razas desalojadas (araucanos en el sur, ranqueles en el oeste, pampas en la llanura bonaerense), exterminadas en masa durante la última etapa de la conquista, eran los dueños de esa inmensidad, los señores del desierto. Para ellos, la civilización fue sinónimo de despojo, una triste epopeya que los redujo a la dispersión y el marginamiento.
De todo ese conglomerado de razas y tribus, la de los pampas fue la más indómita, la que más resistió los embates del Remington. Se concentraban en lo que hoy constituyen las poblaciones de Cura Malal, Pigüé, Puan, Carhué, Guaminí y Trenque Lauquen: prácticamente, el itinerario de la famosa zanja de Alsina, un foso de 400 kilómetros de longitud y 3 metros de profundidad, construido después de 1870 bajo la dirección de un contingente de técnicos franceses. Aunque la malonada pudo atravesarla en más de una ocasión, esa zanja no sólo delineó una frontera definitiva. Selló la ocupación de las tierras más fértiles y la casi desaparición del indio.
El último baluarte de aquella resistencia fue un hombre blanco, un viejo criollo educado entre cristianos que llegó a cacique por su audacia y su coraje, sin mediar el rito hereditario: Vicente (o José) Pincén, "el indio más indomable de la pampa". Su contendor fue un blanco no menos aguerrido: el coronel Conrado Toro Villegas, quien logró capturar a Pincén en su propio redil la noche del 11 de noviembre de 1878, luego de un combate que se desplegó durante nueve días consecutivos. La última hazaña del cacique había acontecido poco más de un año antes: en octubre del 77, los indios lograron robarle al coronel su famosa caballada, "los blancos de Villegas״.
Por eso, la leyenda erigida sobre estos dos hombres tejió una urdimbre donde es difícil deslindar la realidad del mito. Algo parece cierto sin embargo: se admiraban mutuamente. Pocos años después de su caída, desde el presidio de la isla Martín García, Pincén le envió una carta a Villegas (que entonces ya había ascendido a general) rogándole que lo pusiera en libertad. El texto, redactado por un presidiario cristiano, lleva fecha del 6 de mayo de 1882. Y dice así:

"Señor General: Aqui me tiene Ud. padesiendo enfermo y con mis hijos siegos Luisa y Manuel que quedaron siegos de las biruelas en Junin la única que esta buena es Ignasia que se la edado a nuestra Madrina asta que SE me saque de este presidio como me prometio.
Yo mi general amigo estoy mas para morir, pueden pedir un informe al medico yo me siento morir, alver mis hijos tan gesgracsiados y que no pueda yo darles ni un pan.
En fin mi General si SE es padre sabra aserse cargo lo que sufro.
Si consigue mi liverta tiene un esclavo mientras viva
JOSE PINCEN (casique)
"Si a Ygnasia la edado a sido por conserbar su honra co.(mo) SE me recomendó la conservase y aqui es imposible porque estamos en un cuartel todos entreberados y yo todo el dia en los trabajos."

El hombre que almorzaba carne de tigre, muestra así una de las vetas más caras del indio: su apego a la familia. Lo cierto es que Villegas cumplió con la palabra empeñada: le concedió la libertad. Pero a partir de allí, la leyenda se hace todavía más intrincada: hay quienes sostienen que Pincén fue muerto en Martín García. Otros aseguran que después de 1882 se lo pudo ver por Santa Rosa (La Pampa), en los campos de Guaminí, o en una estancia, en Tandil, trabajando como peón. Sin embargo, nadie conoce su último paradero; nadie sabe si sus restos descansan en alguna parte o fueron devorados por los caranchos.
Todo lo que se conoce de esa epopeya, desde la tradición oral hasta los documentos históricos, fue siempre patrimonio del blanco. Sólo los blancos —sea pregonando endechas escolares a favor de la conquista, o defendiendo al indio— rescataron anécdotas, narraciones, o indagaron los pormenores de la historia. Tal vez porque los pampas no supieron dejar "ni un cantar o una leyenda, un asomo de literatura, una piedra tallada, algo que pudiera redimirlos de su barbarie", como anotó en un libro publicado en 1928 (El Indio del Desierto) un polígrafo casi desconocido, Dionisio Schoo Lastra.
Pero en el propio corazón de Trenque Lauquen, a pocas cuadras de la avenida central, vive una india que es el único exponente vivo de la raza pampa que haya presenciado la caída definitiva de los toldos de Pincén. Nieta del legendario cacique por la rama materna, Martina Pincén de Chuquelén (cinco hijos) no sabe su edad; pero hace rato que dobló el centenario y conserva una lucidez y una memoria envidiables. Su costumbre más saliente —no cruzar una palabra con los blancos ni permitirles trasponer el umbral de su casa— muestra la pertinacia de un resentimiento que casi nadie puede suponer en la Argentina: el odio racial. Es, además, el rencor de los vencidos; de los que después de la caída optaron por hundirse en el desierto sin volver la cabeza.
Ahora, una semana atrás, SIETE DIAS pudo trasponer esa barrera de silencio. Quizás por primera vez, la vieja Martina aceptó hilar sus recuerdos ante un requerimiento gringo: componer un testimonio seguramente inédito; el cuadro de hábitos, costumbres y leyendas de ese mundo desaparecido visto por los ojos de la última contemporánea directa de un amo de la llanura. Hay imprecisiones: Martina asegura que conocían la agricultura y trabajaban la tierra; los especialistas, en cambio, sostienen que los pampas explotaban malamente, sólo para alimentarse, la ganadería. Martina afirma que el cacique pastaba animales cuando un oficial de Villegas lo tomó preso, mientras que la historia refiere una búsqueda cruenta, que la vieja india finalmente narra, casi sin darse cuenta. Pero en esa historia de la captura, todo el tumulto y la furia que hubo esa noche de hace casi 100 años —incluido el intraducible mutismo indígena que Martina blandió por momentos— continúan signando su manera de contar, de pronunciar palabras de un lenguaje que no es el suyo, su aluvión rabioso de recuerdos a veces inconexos. Lo que sigue es la transcripción textual —grabada— de su relato.

TESTIMONIO DE LA INDIA
Sí, me acuerdo bien de mi abuelo: el cacique Pincén era blanco y alto, siempre decía que ya lo vendrían a buscar y entonces no iba estar con nosotros. De la guerra no me gusta contar nada porque me da mucha tristeza. Eso ya lo contó el finado abuelo una vez. Si me llevan, me matan, decía siempre, y al final lo llevaron y lo mataron; pero no había hecho nada, solamente porque se les ocurrió a los gringos nomás. Y porque querían juntar los animalitos para ellos. Dicen indio rastrero, pero los gringos son más rastreros que los indios. Pichicampó, chumallén, decía el finadito, van a venir a buscar, mañana o pasado, y me van a matar los gringos, decía siempre. En la lengua, ¿eh? Como cuando conoció a la abuela, Paula Rinkel, que viene a ser la señora del cacique, y se casaron. Pero no se casó en la iglesia ni nada; así nomás, a la antigua. Carneaban bastantes animales que se juntaban para el casamiento y se hacía la fiesta. Venían de otras tolderías a la fiesta, venían todos los paisanos. Se bailaba, cómo no, como hacen ustedes. ¿No se juntan todos, ustedes, cuando hacen baile, cuando hacen fiesta? Bueno, así hacíamos nosotros. Cagüey le decíamos al caballo, y huacá a las vacas, y al sol anté le decíamos. Los toldos eran casas: paja arriba, abajo barro. Las paredes de barro y paja. Una sola pieza había y la cocina. Nosotros estábamos en un bajo, una laguna que el nombre en paisano es cheuquellén. Tampoco Trenque Lauque se dice así, el nombre es Chinquén, el verdadero, que quiere decir pozo, lo otro se lo pusieron los gringos. Y ahí venía el agua, que salía de abajo, y se formaba la laguna de agua buena, el agua dulce. Ah, muchas cosas hay para ponerse a recordar: el pan, que ahora le dicen pan; había una piedra grande donde se molía el maíz, se ponía la harina, se juntaba mucha leña y prendían fuego para hacer toda la harina y salían unas tortas que decían gallete. Las boleadoras eran de piedra y cuero: lo hacían ellos mismos con piedras que decía que había en la laguna; lo raspan bien ellos y lo hacen como una pelota, para alisarlo y todo eso, tenían un fierro. Y sabían usar la boleadora con doble vuelta. Así, decía que en la lucha no se arrimaba nadie y por eso, esa noche que estábamos todos reunidos, muchos se pudieron salvar. Pero el cacique Pincén no disparaba, qué iba a disparar. Cuando los huincas metían contra los toldos, Pincén tenía un caballo muy bueno, indio también, y sabía sentir el olor del gringo y bufaba. Entonces el abuelo ya sabía que venían atacando los toldos.
Y ellos creyeron que haciendo la zanja, los indios se iban a caer todos ahí asustados por el pozo y que los iban a poder matar a todos. Eso es lo que ellos creían. Pero los indios la llenaban muchas veces de troncos de yaguama y de ovejas y pasaba igual por la zanja. Eran buenos guerreros, había costumbre.
Y una noche, el paisano que cuidaba se durmió y ahí fue que atacó la tropa. Chiqué, decíamos, y hubo que disparar porque decía que el remington mataba a larga distancia. Los que se quedaban era la familia, los chicos, pero los hombres se desparramaban todos. Cuando disparó, Pincén lo llevó al hijo menor, el tío Nicasio, en el caballo. Pero estaba lastimado el abuelo. Hizo un círculo, y entonces los soldados lo buscaban. Y de mientras, las mujeres y los chicos le daban tiempo a disparar entreteniendo a la tropa. Ellos lo querían agarrar al abuelo. Por todos los medios lo querían agarrar a él, pero no podían, pobrecito, porque lo que buscaban era matarlo. Siempre los huinca venían a matar, por eso el indio mataba también. El indio se defendía, los animalitos, la tierra. A la familia ellos no la tocaban porque tenían miedo que los maten también.
Siempre tomábamos mate: toda la vida. A la noche, había un pozo, ponía una piedra y hacía fuego, fogón, como dicen ustedes. Y nos poníamos alrededor y conversábamos en la lengua. El finadito siempre decía: estamos todos juntos acá (en la lengua ¿eh?), el finadito decía pichiquiché, chiquiché, kolló daií, pichiquiché. Quería decir: estamos todos juntos, como los chicos. Ustedes van a conocer más que yo, decía el abuelo, yo ya estoy viejo. Conversaban ellos, con la mujer, y todos nosotros escuchábamos. Contaban que un día, cuando vinieron los huincas, ella la abuela, que no era alta como el cacique, era muy chiquitita, se escondió en una cueva de tigres y los soldados tenían miedo de acercarse; no podían creer que ahí iba a haber una persona escondida. Entonces pasaban de largo. Porque no había tanta guerra entre los animales y los indios: no se molestaban uno al otro. No es como ahora que se ve un tigre y lo persiguen hasta matarlo. Antes no mataban a los animales, más mansos eran.
Y ahora, ese Villegas, ese sinvergüenza, me da mucha rabia esas cosas. Porque al poco tiempo se lo llevaron al abuelo, quién sabe adónde; eso yo no lo sé. Los gringos se lo llevaron. No sé cómo se llama, el hombre ése... Un hombre gordo era el que vino a buscarlo. Querían todo lo que tenía el finado; campo, hacienda, quitaron todo y todo lo llevaron. Los gringos. Él los crió los animales, y ahora son de ellos. Pelearon y alzaron todo; montaron, y ahora son de ellos. Claro. Después, nosotros quedamos solos todos ahí y la tía decía quién sabe cuándo lo van a largar a mi papá. Antes no decían papá, decía otra cosa, decía cheuquén. Los gringos dicen papá. Quedamos con el tío Nicasio, el hijo del cacique. Aunque antiguamente no tenían nombre, nada. Nos llamábamos en la lengua: Chumallén me decían a mí. Y al abuelo decían 'ushé'. Pincén no tenía un nombre, como ahora hay tanto nombre; porque los gringos pusieron nombres después. Nosotros nos quedamos ahí nomás, solos, con mi otro abuelo y con el tío. Después pusimos todo en la jardinera y nos fuimos. Porque a la familia la dejaron. Nosotros no hicimos nada. Pero cuando nos dejaron venir a Trenque Lauquen, la abuela no quería hablar más con huincas. Ellos le querían dar regalos, para los vicios, todo los que precisaba, pero la abuela no quería saber nada. Ella quería verlo a él pero no la dejaron, porque le mataron el marido, cacique Pincén.
Fue un día que se levantaron otra vez. Lo agarraron cuidando los animales, en medio del campo. Una pelea. Después lo mandaron llamar al tío nuestro, hermano de mi madre. Y vinieron. Vinieron de Bragado. Dicen que tiraban tiros y pasaban arriba de cien, qué sé yo, cómo es que le dicen, ¿un tren? Tren de carga. Allí estaban ellos. Así vinieron. Todas las cosas que tenía el abuelo, la tendrán ellos que se lo llevaron. Las espuelas las enterró la abuela no sé dónde. Yo voy a llevar, dijo. Y se llevó un facón grande, así, que usaba el abuelo. Quedate, me dijo a mí. Amutí, me dice la abuela, amutí. Irse quería decir. Amutí, dice la abuela. No quería quedarse. También el cacique dice que se vaya le voy a decir a ese general. Pichimalén decía el finado, pobrecito. A mí me decía, yo estaba al lado de él: pichicampó, dice el abuelo, pichicampó. Y las armas que tenía el abuelo, todo lo juntaron ellos y le quitó el general, esa arma que tenía el finado abuelo, ¿cómo es que le dicen? Lanza. Estábamos todos nosotros, así como estamos ahora en esta casa, cuando vino el general y le habló. Y el abuelo dijo que no lo maten. No me maten, decía el abuelo. Pero después dijo si me van a matar, que se salve mi familia. Y estaban todos, los gringos ésos, blancos les dicen ustedes, pero es huinca. El cacique se paró, alto como era, blanco, estaba vestido de gaucho: chiripá y bota potro, camiseta, camisa blanca. Y lo sacaron así, con camisa y todo. Se lo llevaron. Estaban todos allí: la finada mamá, mi tía María. Se lo llevaron.
Revista Siete Días Ilustrados
23.02.1970

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba