Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

¿Cuántas calesitas quedan en Bs.As.?
Pegasos, lindos pegasos.
Caballitos de madera.
Yo conocí siendo niño
la alegría de dar vueltas
en un corcel colorado
en una noche de fiesta.
ANTONIO MACHADO

Poco a poco, inadvertidamente, fueron desapareciendo de la gran ciudad. Años atrás, era común verlas en cualquier potrero. Sin embargo, las calesitas no son una excepción a la regla. Como parte de ese fenómeno que se da en llamar progreso, corrieron la misma suerte que el resto de "los humildes dioses del barrio": el manisero, el hombre del organito con su mono saltarín, vestido con polleritas búlgaras y tocado con el pequeño fez rojo. O aquellos armenios vendedores de limonada, que no necesitaban hablar correctamente el castellano para gratificar el paladar de los chicos. ¿Quién olvidaría al mago callejero que hacía subir al "diablito de la buena suerte" en el cilindro lleno de agua, adornado con caireles y colgaduras? O "al hombre de los barquillos" que, junto al vendedor de globos y "molinitos", esperaba paciente la hora de salida de los colegios primarios? Ellos, que eran la sonrisa ingenua de la ciudad, van muriendo —quizá definitivamente— a la vera de la gran urbe, preocupada y adulta.

UN POCO DE HISTORIA. Ciertamente, también la calesita tiene su historia. Según los investigadores, vino del Oriente. Allí gozó de la predilección de los príncipes, figuró en las kermeses populares y se convirtió, finalmente, en la diversión favorita de los niños de todos los países. En España se le llama tiovivo; en Francia, carrousel o manége; en Inglaterra, merry-go-round; en Austria, ringelspiel; en Italia, giostra.
De todas maneras, aún es un misterio el origen y el inventor de la calesita. La verdad es que nadie lo sabe a ciencia cierta. En la antigüedad, los griegos no la conocieron y los romanos tampoco. Hizo su primera aparición en Europa hace unos trescientos años, repartiendo alegría —ya en aquel entonces— entre la muchedumbre abigarrada de las ferias, que se agolpaba frente a las tiendas de los charlatanes, saltimbanquis y titiriteros.

¿UNA INVENCION TURCA? Sin embargo, todo parece señalar que la calesita fue inventada por los turcos. Cierta obra alemana —cuentan los historiadores— aparecida a comienzos del siglo XVII, habla de un juego original de la patria de Nazim Hikmot, llamado "saringiak", el cual, de acuerdo con el dibujo hecho por el autor del libro, no es más que una calesita primitiva. Pero el testimonio de Mouconys es todavía más concluyente. Este viajero, que pasó por Turquía en 1648, afirmó en su tiempo haber visto en Constantinopla, "un curioso juego consistente en un enorme plato de madera con caballos del mismo material, que giraba sobre sí mismo". Esta noticia es la primera referencia concreta sobre la calesita, que no tardó en ser conocida por todos los pueblos de Europa.
Algunos escritores aseguran que llegó a Inglaterra en 1673. Allí, un tal Rafael Folyarte obtuvo el privilegio de instalar un "carrousel royal", con fines de diversión y "para la instrucción en el arte de montar a caballo", según rezaba el texto de la patente. Pero no todos opinan igual. El cubano Francisco Polo Valdés escribió, 35 años atrás, que en su opinión, "el primer carrousel fue construido hace un siglo, en 1837, en Creuznach, Alemania, por el carrocero Michael Dentzel, habiendo sido introducido por su hijo, treinta años después, en 1867, en los Estados Unidos".

LOS ARISTOCRATAS SE DIVIERTEN. Las primeras calesitas no eran
más que una imitación de los "carrouseles", fiestas ecuestres que estaban de moda en aquella época. Y, posiblemente, este fue el secreto de su popularidad posterior. Sobre el caballito de madera de la calesita, el humilde campesino se creía un jinete noble y vistoso, de los que participaban en aquellas cabalgatas del señorío que despertaban su admiración.
En los años que precedieron a la Revolución Francesa, la calesita se convirtió en una diversión aristocrática. Dragones, unicornios y otros animales fabulosos ocuparon el lugar de los caballos en la plataforma giratoria, en cuyo centro apareció también el organito. Entró en los jardines y parques públicos de París durante el Directorio, que la trasformó en una diversión de moda, junto con el columpio y la llamada "vuelta al mundo", que hizo su aparición en las célebres ferias de Nijni Novgorod y otras ciudades rusas. Julio Verne recreó, como pocos, ese mundo en su novela Miguel Strogoff.

EL TIOVIVO. Quizá, al leer el nombre que se le da en España a la calesita, algunos creerán que se trata de poner en solfa la historia picaresca de algún político. Pero, en realidad, no se trata de una hazaña semejante. Por una de esas raras y misteriosas casualidades que inmortalizan a los hombres, se ha podido averiguar por
qué los españoles la han designado así. El hallazgo es patrimonio de Sofía Tartilán, fundadora de la publicación La ilustración de la mujer y autora de libros novelescos. Justamente en una de sus obras, Costumbres populares, editada en Madrid en 1880, doña Sofía cuenta la historia del famoso "tiovivo". Este es su relato: "No sabemos a qué tiempo se remontará la invención de los caballitos de madera y las barquitas de lo mismo, que en un sencillo aparato, montado sobre un eje, da vueltas como las aspas invertidas de un molino; pero es el caso que en la corte de las Españas este aparato de las barquitas y los caballitos viene haciendo las delicias dominicales de maritornes y soldados ha luengos años. Los primitivos empresarios de este aparato-espectáculo suponemos que tendrían un nombre de pila y quizás también un alias. Pero no ha llegado ninguno hasta nosotros y si, además de llamarse Juan, Pedro o Matías, llevaron gloriosamente un apodo, éste quedó totalmente oscurecido en 1834, cuando el que en aquella época era dueño de los caballitos recibió el nombre de 'El tío vivo'. No todos los que han oído hablar de tal personaje sabrán acaso la historia etimológica de este apodo convertido en nombre que, de la identidad de Esteban Fernández, que así se llamaba antes de la segunda confirmación, pasó al aparato de los caballitos, y de éstos, a todos los espectáculos de índole parecida que se han ido sucediendo."

EL MUERTO QUE HABLA. Según la sesuda investigadora, "En el verano de 1834, en Madrid, hubo un día de luto y desolación. Más de ciento cincuenta personas habían fallecido del cólera en la noche anterior... una de las víctimas en aquellos momentos de confusión y desorden fue el infortunado Esteban Fernández, que tenía que ganarse la vida con un aparato de caballitos de madera en los que hoy se llama paseo de Las Delicias, sito detrás del Hospital General. Muerto el buen Esteban, su familia sólo pensó en sacar de la casa el cadáver. Cuatro amigos, cargados con las andas —entonces las cajas mortuorias eran un objeto de lujo, vedado para los pobres—, se encaminaron al Cementerio.
"Silenciosos y taciturnos marchaban en fúnebre cortejo los que llevaban en hombros al muerto, los pocos amigos que le acompañaban en su último paseo, cuando, al llegar al sitio próximo adonde estuvo el circo, el que creían cadáver, incorporándose bruscamente de las andas y arrojando lejos de sí el paño negro que le cubría, empezó a gritar: "¡Estoy vivo, estoy vivo!". El terror que inspiró en el fúnebre cortejo estuvo a punto de serle fatal. Los que llevaban las andas las arrojaron al suelo, apretando a correr a campo a través, como si el muerto les pisara los talones. Otro tanto hicieron casi todos los amigos; pero al fin, alguno más valiente o más caritativo, se acercó a las volcadas andillas, ayudó a levantar al pobre Esteban y, auxiliado de otros curiosos, le llevaron a una taberna de la calle del Piamonte, en donde recibió los primeros socorros que su estado requería. La convalecencia fue larga, mas su fortuna estaba hecha. Desde aquel día, el tío Esteban desapareció para dar paso al "Tío Vivo", y cuando el cólera hubo calmado su furor y volvió a pensarse en diversiones, al reaparecer en el paseo de Las Delicias el aparato de los caballitos y las barquitas de madera, los habituales parroquianos del tío Esteban le saludaron con su nuevo nombre: le llamaron "el Tío Vivo" y con ese mote se hizo célebre."

GIRA LA CALESITA... Actualmente en Buenos Aires funcionan alrededor de 30 calesitas. Hace 15 años pasaban el centenar. Las que sobreviven están ubicadas, en su mayoría, en los parques y plazas capitalinos. Así, las más concurridas son las del Parque Chacabuco, Parque Avellaneda, Rivadavia, Lezama. Otras se mantienen en diversos lugares de diversión infantil, como el Italpark. Ya casi nadie se acuerda de los dos iniciadores del ramo en Buenos Aires: los ya fallecidos Manuel Castelo —español— y Juan Pedro Bourrel —"el francés"— que, enseñados por sus mayores, introdujeron a principios de siglo las innovaciones propias de la calesita. Hasta ese entonces sólo funcionaban en Buenos Aires dos "carrouseles", de procedencia holandesa.

UN ORGANO EN EL ZOOLOGICO,
Bernardo Mansilla y Alberto Sañorán tienen a su cargo el cuidado de la calesita principal del Jardín Zoológico de Buenos Aires. Gracias a su esmero, los caballitos, leones y avioncitos mantienen su color inalterable, pese a las inclemencias del tiempo. De igual manera se mantienen los engranajes. Según relataron a Panorama la semana pasada, "esta calesita tiene 60 años. Fue construida en Rosario por la casa Lasalvia, que es la que construyó buena parte de las calesitas que pasaron por Buenos Aires". La particularidad más destacable es que es la única que tiene, en lugar de discos, un órgano que funciona a electricidad y a presión de aire. La parte exterior del órgano está acompañada por unos muñequitos que, a instancias del aire y al ritmo de la música, se mueven hacia ambos lados haciendo sonar unas campanillas. Las figuras del "cuerpo" de la calesita están talladas a mano. En total, el órgano toca diez canciones. "Nosotros —relata el pintor Mansilla— recibimos muchos chicos en verano. En invierno el negocio decae y los chicos vienen nada más que los fines de semana. No creo que esto tenga mucho futuro".

DE PALERMO A CONSTITUCION
En plena Plaza Constitución se yergue otra calesita construida en los talleres Lasalvia, de Rosario. Allí, el encargado, José Ramón Da Fosa, informó qué tipo de música se escucha en el lugar: "En general es música nacional, del tipo melódico o moderno como le llaman ahora. Aquí viene mucha purretada, en general con los padres, pero igual tenemos que andar con el ojo atento porque de lo contrario algún chiquito se puede caer". Preguntado sobre la actitud de la gente en la calesita, reveló que un buen número de los mayores que traen a los chicos "aprovechan la ocasión para entablar relaciones con alguna moza que acompaña a algún niño. Eso fue así toda la vida, y seguirá siéndolo", sentenció. Para Da Fosa, el oficio ha decaído notablemente en los últimos tiempos: "Me parece que dentro de 10 años, ya no va a haber calesitas en Buenos Aires. Esto anda medio mal".

SUPERVIVENCIA MILAGROSA. La calesita sufrió grandes trasformaciones en el siglo pasado, fundamentalmente; en Francia, Inglaterra y los Estados Unidos hubo "calesitas acuáticas", que gozaron de gran popularidad durante algún tiempo. Luego, el tradicional caballito con anteojeras —para no marearse— fue reemplazado por el motor eléctrico, lo mismo que el organito con la vitrola o la radio a transistores. Pero la calesita subsiste aún, pese a todo. Sigue siendo, aunque queden pocas, una diversión específica para la infancia, un viaje imaginario qué no pocos adultos desearían compartir.
Daniel Lagos

Recuadro en la nota________________
La calesita de Tatín
En la zona de Caballito Sur, exactamente en el Parque Chacabuco, es posible encontrar a un personaje ciertamente legendario. Se trata de Agustín Alberto Ravelo (66), alma mater de la "Calesita de Tatín", que se alza a la vera de la Avenida Asamblea al 1300. En el barrio, su fama es conocida. Los vecinos suelen hablar con mucho cariño de los responsables del moderno carrousel. Días atrás, Panorama dialogó con Ravelo, quien desde hace 20 años, en compañía de sus hijos, es parte integrante del paisaje del hermoso paseo porteño.
De estatura mediana, robusto, en extremo simpático y elocuente, recuerda con nostalgia que su nacimiento coincidió con el descubrimiento del petróleo en el sur argentino. "Por poco —asegura— mi familia estuvo a punto de viajar hacia allá. Era la época de la fiebre del petróleo. De concretarse ese viaje, mi vida hubiese cambiado totalmente". Ravelo se entusiasma cuando rememora su largo camino antes de dedicarse a las calesitas. "Empecé a trabajar de cadete, en una agencia marítima, cuando apenas tenía diez años. Al poco tiempo ya era un empleado aventajado. Me dedicaba a los trámites de exportación. Cuando concurría a la Aduana, entre otros me atendía un hijo de Hipólito Yrigoyen, que era igualito al padre; con decirle que hasta se cortaba el pelo a la alemana. Allí estuve trabajando hasta el golpe de Uriburu. Pobre Yrigoyen, yo vi cómo le tiraban los muebles desde los balcones y las ventanas de su vieja casona de la calle Brasil.
Desde ese momento me juramenté, de acuerdo a lo que dictaba mi conciencia de radical auténtico, a no presentarme más a votar. Cumplí con mi juramento hasta el año 1947, momento en que no tuve más remedio que retornar al comicio."
Ravelo, quien reconoce haber sido muy impetuoso en su juventud, renunció a la compañía donde trabajaba y se dedicó de inmediato al turf. "En esa nueva actividad me ayudaron mucho dos viejas glorias del deporte de los reyes: Jacinto Solá y Osvaldo Sabaré, el jockey de Mineral. A pesar de tener 10 exámenes exitosos, aprobados por Leguisamo, no pude llegar nunca a correr ninguna carrera, por exceso de peso. Yo en esa época estaba en los 56 kilos, cuando necesitaba 10 menos." Según Ravelo, al mismo tiempo se dedicó a pintar los carteles de las marquesinas de los cines y teatros de Buenos Aires. Estando en esa tarea fue que se relacionó —de alguna manera— con las tablas. "Un tío mío me pidió que recitara unas estrofas en un homenaje que se le tributaba a Ramón Franco con motivo de su visita a Buenos Aires, tras su hazaña de cruzar el Atlántico en el avión Plus Ultra. La función se realizó en el teatro Victoria, posteriormente llamado Onrubia —por la familia de la esposa de Botana, el director de Crítica— con la presencia de varias autoridades. Sinceramente, esos versos tienen total actualidad y si no, vea...". Ravelo, tras cerrar los ojos breves segundos, rememoró aquellos versos de El carrero, de Florencio Parravicini:
Que rebajen los bulines / y la carne sea buena / que no manden para Inglaterra / los mejores chinchulines / si se quieren engordar / que no me le pidan al criollo / pucha digo, si hasta el mondongo / se lo quieren espiantar.
Pese a lo que podría imaginarse, no finalizan aquí las andanzas de Ravelo. "También fui empresario de un cine —confiesa—, el Pampa, que estaba en la esquina de Pampa y Libertador. Por ese escenario pasaron varios artistas que posteriormente se hicieron famosos. Algunos ya lo eran en aquellos tiempos. Así, actuaron Luis Sandrini, Fernando Ochoa, Carlos Gardel y El Cachafaz. Todavía me acuerdo de Sandrini, cuando esperaba en la boletería el monto del borderó. En esa época sí que la corría". Cuenta Ravelo que, gracias a su inventiva, fueron creados los días "de damas", "infantiles" y "cowboys". "A pesar de hacer algo que me gustaba, los pulpos de la distribución me obligaron a dejar el negocio del cine, y entonces me decidí a comprar una calesita".
Y fue así que Ravelo consiguió una vieja calesita —"con los caballitos rotos"— y se introdujo de lleno en el mundo calesitero. "En pocos días la compuse y comencé a trabajar. Meses después, algunos colegas estuvieron dispuestos a pagarme hasta 250 mil pesos, por la calesita renovada. Tiempo después me mudé de la calle Curapaligüe hasta el Parque. Aquí levanté una nueva, que bauticé con el nombre de "Calesita de Tatín", por mi hijo a quien desde chico llamamos Tati. En fin —exclama—, acá estamos cómodos. Aprendemos muchas cosas, conocemos gente muy variada y descubrimos que por medio de la calesita a los chicos se les va la timidez, el miedo. Tenga en cuenta, que es una de las primeras cosas que hacen sin la participación directa de los padres. Además, el afán de conseguir la sortija les desarrolla el sentido competitivo". En opinión de Ravelo, "el problema de fondo que tenemos los calesiteros, y que de él depende nuestra supervivencia, es el alto porcentaje que nos descuenta la Municipalidad por impuestos. Sumados a la electricidad y a los gastos varios, es un drenaje bastante excesivo. Sólo de impuestos pagamos 550 mil pesos." En su opinión, la Municipalidad tendría que ofrecer los predios y terrenos sin cargo. "De esa forma —afirma—, nosotros cobraríamos mucho más barato, por ejemplo 10 pesos en lugar de 50 como ahora. Y esto hay que tomarlo en serio porque de lo contrario, Buenos Aires se va a quedar sin calesitas, que es lo mismo que decir que se van a acabar las risas infantiles".
PANORAMA, ENERO 3, 1974
(referencia: la revista costaba m$n 500, o $5)

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba