Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

EL DEPORTE
Por RICARDO FRASCARA
Vilas, Monzón, Reutemann, Cassius Clay, el Mundial de Munich, son parte de un frondoso bosque deportivo que floreció en el 74. Para los argentinos, Vilas, Monzón y Reutemann colmaron los deseos de obtener victorias internacionales en compensación del tristísimo papel que hizo el Seleccionado nacional durante el torneo realizado en Alemania. Cualquiera de los tres puede ser electo el deportista del año.
En cuanto al boxeo, el lamentable encuentro entre Clay y Foreman por la corona de los pesados, significó algo muy parecido a la muerte del oficio del ring luego de ocho décadas de esplendor después que una noche de 1892 Jimm Corbett destronara a John Sullivan. Pero este año, la actividad deportiva ha perdido importancia frente a un panorama político, social y económico que confunde al país.

Comencemos por lo más fácil para ir entrando en clima: el año se abrió con el nombre de Carlos Reutemann y se cierra con el de Guillermo Vilas. En su transcurso compartieron el primo cartello ellos dos con Carlos Monzón. Son los tres lados de la pirámide deportiva argentina de 1974.
Esos tres nombres surgen solos, por imperio de su peso. Yo diría que los tres tienen los mismos méritos como para ser considerados Nº 1. Seguramente cuando el Círculo de Periodistas Deportivos asigne el premio Olimpia al mejor deportista del año se encontrará con este terceto en la cúspide; de allí tendrá que salir uno y ese será, casi pondría las manos en el fuego, el tenista Vilas. Se sabe que junto a la justicia de premiar a una de las figuras más destacada del año convive la injusticia de dejar a otras sin el galardón máximo. Pero el premio es para uno solo. ¿Por qué Vilas?. . . Pues porque es el ganador del Grand Prix de tenis, quien a lo largo de 1974 cosechó la mayor cantidad de puntos en competencias internacionales. Porque ha llegado donde no llegó ningún tenista argentino de la historia. Porque es el más joven de los tres y es un ejemplo para la juventud argentina.
El número dos será Carlos Reutemann, ganador de tres grandes premios (Sudáfrica, Austria y Estados Unidos), siempre de punta a punta, tal como lo vimos en la carrera que abrió el campeonato aquí en Buenos Aires, prueba que perdió por el ridículo accidente de la torreta floja en la última vuelta. El piloto santafesino enseñó el camino al lote privilegiado de la Fórmula 1 a lo largo de más de 1.200 kilómetros sumando todas las pruebas del año. Emerson Fittipaldi, el campeón, no llegó a los 400 kilómetros en punta.
Ambos ganaron tres carreras sobre 15.
Entonces, si Vilas es el número uno de la estadística mundial y Reutemann no lo es, se debe simplemente a una razón matemática. Porque si juzgamos objetivamente y por apreciación, podemos llegar a la conclusión de que el piloto es el número uno de la F1 y el tenista no lo es, ya que no pudo imponerse ni en Wimbledon ni en Forest Hills, los dos principales escenarios del mundo, en los que fue dueño el norteamericano Jimmy Connors. Pero tanto Reutemann como Vilas tienen un mérito indiscutible, que al santafesino se lo venimos señalando desde hace un par de años y al marplatense sólo se le descubre gracias a su actuación de este año; ambos están en el reducido núcleo de los mejores en sus deportes.
El tenis, como organización competitiva internacional, funciona casi como el automovilismo. Una troupe que se mueve de pista en pista, de court en court, ganando y perdiendo, pero estableciendo por ese mismo sistema de triunfos y derrotas en el más alto nivel que el grado de calidad de los competidores es parejo. Es decir, Reutemann se ha impuesto y ha perdido con Fittipaldi o Regazzoni o Peterson; Vilas actúa en las mismas circunstancias al lado de Connors, Ashe o Born. Ahí, en esa realidad, está el mérito. A ese nivel, el triunfo ocasional es, por supuesto, un halago que sirve para confirmar los valores, pero que no marca una definición en cuanto a puestos en un ranking. Para redundar en beneficio de la claridad: para mí tiene exactamente el mismo valor el sexto puesto de Reutemann al final del año automovilístico que el primero de Vilas al concluir el de tenis.
En cambio Carlos Monzón, que seguramente será el tercero en la
votación, es sin lugar a dudas el número uno de la categoría mediano en el mundo. Y hasta yo llegaría a asegurar que es el mejor boxeador en actividad teniendo en cuenta todas las categorías, desafiando los méritos del mismísimo Cassius Clay. Pero con Monzón, aquí en la Argentina, hay un acostumbramiento. Aunque no restamos los valores de este otro santafesino, ya no nos admira. Es decir, Monzón ha borrado de sus compatriotas la capacidad de sorpresa. Reutemann y Vilas, con sólo pelear por la punta, despiertan olas de aplausos; en cambio el campeón Monzón, parado por mérito propio en la cima de los medianos desde hace cuatro años, no provoca más desmayos que a sus adversarios. De los tres, entonces, el que sí es el mejor en su medio es este. Porque Monzón no alterna con Griffith o Bouttier o Nápoles o Eriscos o Mundine. Los ha vencido a todos. Hace diez años que no pierde una pelea. Pero esa misma infalibilidad se torna en su contra en el momento de votar por el mejor del año: Monzón es figurita repetida.

La tristeza del fútbol
En fin, lo indudable es que han sido los tres mejores representantes del deporte profesional argentino, deporte que sigue basando sus méritos en figuras aisladas; deporte que sigue sin funcionar integralmente pese a todas las prédicas y subsidios; deporte que sigue teniendo su talón de Aquiles en la más tradicional, autóctona, vernácula, arraigada y sublime de las especialidades: el fútbol.
En 1974 se jugó un campeonato mundial de fútbol y la Argentina estuvo presente en doble calidad: como participante y como delegación representativa del país organizador del próximo mundial. Quisiera dejar enterrada en el olvido la participación argentina en Alemania, pero es tan imposible como borrar la realidad. Este trabajo es justamente el que se lleva a cabo permanentemente en el medio futbolístico. El fútbol argentino, tal como se ha demostrado fehacientemente en este rotundo fracaso de un campeonato nacional que tiene importancia solamente en algunas ciudades del interior y en las agencias de PRODE de todo el país, está llegando a los últimos peldaños en su descenso sistemático. Nunca como en 1974 un seleccionado argentino de fútbol tuvo una organización tan desorganizada (otra cosa es la improvisación, que en época de abundancia de estrellas resultaba infalible). La farsa que montó la AFA alrededor del pobre Wladislao Cap merece seguir estudiándose más a fondo y crear un cursillo para mostrar ese ejemplo como el antídoto perfecto para ganar. La AFA, para ese compromiso, se disfrazó de seria y cometió errores tan importantes como el de designar como DT a un mediocre e intrascendente técnico que hacía tres años que no estaba en el país. Designación que recayó en Cap nada más que porque un intermediario "lo vendió" en un paquete de lujo a los compradores de buzones con mayor capacidad de adquisición del mundo: los dirigentes de nuestro fútbol. Los mismos que ahora pretenden que para salir adelante el actual técnico del seleccionado, César Menotti, tienen que asistir a un cursillo didáctico en Europa.
Paro aquí y me bajo. Porque seguir hablando de fútbol a fin de este año sería continuar eslabonando descalabros. Como muestra basta esa recordación.

Un réquiem para el boxeo
Y en el año deportivo, además de la conquista alemana en ese mundial de fútbol y el surgimiento de Holanda como estrella de primera magnitud, se produjo un hecho histórico que marcará a 1974. La reconquista del campeonato mundial de los pesados por parte de Cassius Clay, título que volvió a manos del boxeador musulmán enmarcado en el más grande negocio de la historia del boxeo, negocio que le reportó a cada uno de los participantes 5 millones de dólares.
Con el match Clay-Foreman se cerró un ciclo que se había abierto el 7 de setiembre de 1892. Ese día Jimm Corbet vencía por knock-out en el vigésimo primer round a John L Sullivan y marcaba el comienzo de esta era. Ochenta y dos años duró este ciclo. Aquella noche de 1892 en Nueva Orleans, Corbett, al abatir al decadente oso Sullivan, iniciaba una cadena que iba a tener eslabones notables como Jack Dempsey, Gene Tunney, Joe Louis, Rocky Marciano y Cassius Clay. El 30 de octubre de 1974, cuando el decadente y entristecido Muhammad Alí tuvo un resto de lucidez y volteó al peor campeón que haya tenido nunca la categoría máxima, se escribía la última página de la gran historia del boxeo. Cuando el hombre lento, sin piernas, de 32 años, derrumbaba al poderoso y favorito joven de 25 años para recuperar la corona que había perdido siete años antes, quedaba roto el mecanismo natural de superación generacional. Era como si Sullivan aquel día hubiese vencido a Corbett; el boxeo hubiera muerto sin nacer. Gracias a Corbett nació y vivió; debido a Foreman hoy muere.
En este desmantelamiento del boxeo que sufre todo el mundo y fundamentalmente los Estados Unidos, hay una evolución social que atenta, afortunadamente, contra el boxeo. Luego en la Segunda Guerra Mundial y ante la realidad que ella le planteó al hombre, gracias al avance de la industrialización, a la multiplicación de las posibilidades de trabajo creadas por la sociedad de consumo, el hombre fue encontrando mayores facilidades para sobrevivir en su lucha contra el resto de los hombres. Los primeros, merced a esta evolución, en apartarse del ring en la meca del boxeo, fueron los blancos. Pero en la década pasada llegó el turno de los negros. El paso de John Kennedy por el poder con su política de apertura racial; la presencia de Luther King, con su tarea de concientización, y, aunque en menor escala, la participación de Cassius Clay y otros líderes negros con poder de politización, han ido trasformando a la masa negra norteamericana. El boxeo queda huérfano de inteligencias. En Buenos Aires, es notorio, se está siguiendo el mismo camino. La escasa actividad durante 1974 es una muestra de ello.
Revista Redacción
12/1974

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