Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Escuela Nacional Nº 59, en Lizoite, Salta
Una lección de desamparo

Cerca de la frontera con Bolivia, en una humilde escuela norteña, Siete Días descubrió la epopeya de dos maestras que han convertido a la docencia en un cotidiano ejercicio de humildad

Señor director: En un nº muy antiguo número de Siete Días, usted citó unas palabras de Camús, algo así como "... de la locura se llega a la sensatez". Partiré de la deliciosa locura de suponer que usted haga caso de esta carta y espero llegar a la sensatez de poder dar a las ruinas que me rodean el nombre de escuela: las aulas (dos) no tienen puertas; claro que es un lujo pensar en ellas si tenemos en cuenta que los techos están agujereados. La mayoría de los alumnos deben caminar de hora a hora y media para llegar a clase; lo hacen mal vestidos y peor alimentados. En pleno invierno me veo obligada a dejar de lado los conocimientos y... ¡al patio a correr!, pues de lo contrario tendría que enseñar a un grupo de momias congeladas. Todas las piezas son de piedra y techos de paja.
El baño lo he calificado de romántico, pues mientras cumplimos con las prosaicas necesidades humanas podemos contemplar las estrellas o el sol, pues no tiene techo. Ni pensar en arreglarlo ya que en la zona no hay palos y comprarlos en La Quiaca cuesta y mucho. Señor director, por favor: ¡haga algo por Lizoite!
(Carta enviada a Siete Días a fines del mes pasado por Graciela Bianchini, directora de la Escuela Nacional Nº 59, estafeta Lizoite, provincia de Salta.)

La tierra es dura, castigada por el eterno viento del altiplano y el constante rodar de las piedras desde los cerros vecinos. Siempre que llega el invierno, cuando el villorrio parece más desierto porque las luces del día lo iluminan por pocas horas, los camiones se arriman trabajosamente hasta las cercanías de Lizoite, en la provincia de Salta. Junto al estrecho camino de cornisa, que atraviesa el fantástico paisaje de la sierra de Santa Victoria, los furgones avanzan lentamente, atascados por las rocas del sendero y la falta de aire. A 3 mil metros de altura sobre el nivel del mar, quizá luego de esperar un día entero, los hombres del pueblo acompañados por sus hijos más fuertes se trepan a los vehículos para emprender el camino de la zafra, en los ingenios de Jujuy o Tucumán. En el valle quedarán las mujeres y los ancianos; también, los enfermos, las maestras y el escaso ganado. Se cerrará por cuatro meses el almacén —porque Celso Aparicio, su encargado, emprende junto a sus vecinos el camino del exilio—, mientras que un candado claustrará temporariamente la pequeña capilla.
Entonces, cuando las casas se confunden con el desierto de la puna salteña, las mujeres se encargan de cuidar lo poco que queda con vida: los pequeños sembradíos de cuyo fruto se comerá mientras se espera el retorno, las manadas de ovejas, cabras y llamas. También el pequeño cementerio erguido frente a las costas del río, donde las tumbas de los "angelitos" denuncian el alarmante índice de mortalidad infantil.
Durante la zafra los actos cotidianos parecerán calcados de un día para otro. Por eso, cualquier gesto que altere ese obstinada, eterna rutina, equivaldrá a violar las leyes de la Naturaleza, a destrozar el equilibrio que durante más de 200 años rigió la historia del pueblo, el lento desangrar de esa gente que no conoció mejor destino que el de sobrevivirse a sí misma. Allí están afincadas veinte familias dedicadas a cuidar que las ovejas no terminen por acorralar a los hombres, que las piedras no invadan las tierras de pastoreo, que el merodeo de los cóndores no altere la vieja paz, el mayor bien: no se necesitan signos visibles de autoridad porque sus 200 habitantes están encerrados en sí mismos, atentos sólo a un tiempo que se rige por la parición de los animales, el ir y venir de los trabajadores golondrinas.
La existencia de la escuela —creada hace más de cincuenta años— marca en el lugar el símbolo del Estado y no sólo porque en su predio se ice, todas las mañanas, la única bandera argentina en ochenta kilómetros a la redonda: no hay registro civil, hospital o destacamento policial; tampoco se conoce la visita de expertos sanitarios o funcionarios públicos nacionales o provinciales. La llegada de forasteros —un acontecimiento inusitado porque el camino que figura en los mapas regionales es sólo una utopía, imposible de transitar— es un fenómeno excesivamente fortuito. Durante la época de lluvias las crecidas de los ríos Tarija Guaico y Lizoite incomunican a los habitantes. Cuando eso ocurre, las familias comparten el kerosene acarreado trabajosamente y los productos "importados" que mitigarán la falta de proveedores, los que en épocas normales dejan sus mercadería a la vera del camino que une Yavi con Santa Victoria. El aislamiento es total, casi absoluto. Llegar a Lizoite es posible sólo mediante los auxilios de alguna patrulla de Gendarmería o el servicio de correo que dos veces por mes descarga sobre el desvío, a 16 kilómetros del pueblo, la profusa correspondencia que los zafreros envían a sus familiares.

VIDAS SECAS
Pese a tan endiablada geografía de soledad y frustraciones, el punto más alto de subdesarrollo lo marca en Lizoite la escuela 59, aún no colocada bajo la advocación de ningún prócer del calendario colegial. Confirmando la carta de su directora, Siete Días pudo comprobar el alarmante déficit de sus instalaciones: los techos de paja, desgajados en flecos desparejos, protegen simbólicamente las precarias aulas, donde los desteñidos pizarrones obligan a los alumnos a constantes piruetas visuales. La elemental letrina, cercada por una tapia de piedras, impide el ejercicio de cualquier norma sanitaria. El piso de tierra, la ausencia de puertas y los desvencijados muebles que hacen las veces de bancos y pupitres completan el paisaje escolar.
La precariedad de medios materiales coexiste, en Lizoite, con pautas humanas no menos alarmantes: "Los tachados están muertos, señala Ana María Barconty (22), maestra a cargo de las dos aulas, mientras recorre con su índice el listado del censo escolar. La nómina delata que en un solo año, el pasado, fallecieron siete niños; un porcentaje aterrador, teniendo en cuenta que a la escuela concurren veinte alumnos. Mucho más grave aún si se observan los apellidos: una sola familia, la Cruz, perdió en ese período dos niños.
La ausencia de médico agrava la situación, ya que la atención de los pobladores corre por cuenta de Teodoro Guerra, un '"curador" que mediante el empleo de rudimentarios conocimientos de medicina popular palia algunas enfermedades. "Aquellas que requieren los servicios de un médico diplomado—describe Barconty— deben encomendarse a la buena de Dios: el doctor más cercano está en la Quiaca (a 70 kilómetros) o en Santa Victoria, a otros tantos. Y eso sin olvidar que hay que hacer a lomo de mula o a pie los 16 kilómetros que separan a Lizoite de la ruta'".
Pero con médico o sin él, los recién nacidos deben afrontar las peripecias de un sistema de vida que por sus características socioeconómicas los condena totalmente: "Cuando es verano —dice Anastasia Paredes, una enfermera ambulante—, los bebés de esta región padecen diarreas, vómitos, enfermedades infecciosas que irremediablemente los condenan a una muerte segura".
La mayoría de los vecinos echaron al olvido la inquietud del maestro tucumano Carlos Ferro, quien habilitó, en 1965, una precaria sala de primeros auxilios y llevó a Lizoite la primera camilla que conoció el poblado. Anexo a las aulas de la escuela, el recinto sirve ahora de habitación a una de sus maestras, quien alquila al almacenero del lugar el catre donde duerme. "Le pago una mensualidad —explica a los enviados de Siete Días— porque él no lo quiere vender y yo tampoco lo puedo comprar. El arrendamiento es la única solución".
El desolador panorama lo completa la población que emigra hacia los ingenios azucareros tucumanos y regresa con enfermedades contraídas en sus lugares de trabajo: tuberculosis, paludismo y afecciones epidérmicas producidas por el cambio de clima. "La desgracia está en una nadita, la tristeza y la alegría es la vidita". (Tonada popular del Altiplano argentino) .
Ningún documento recuerda en el lugar los orígenes de Lizoite, salvo algunos datos trasvasados de generación en generación. "Esto era antes una estancia —dice Guadalupe de Aparicio, una vecina de la escuela— y don Belisario Güemes era el administrador. Él mandó a hacer el templo y trajo a la primera gente. Pero... ¡vaya a saber de quién eran estos campos!". Mientras soporta una aguda infección bucal, resignada a la falta de medicamentos, doña Guadalupe señala sobre un alambre los restos de un cabrito carneado días atrás. La inexistencia de electricidad obliga a consumir carne charqueada, una elemental forma de conservación mediante su secado al sol. "'Cada dos semanas carneamos un animal —comenta la vieja Aparicio— y después de consumir lo nuestro repartimos el sobrante". Los ritos ancestrales, mezclados con creencias cristianas, otorgaron a la cultura regional una personalidad definida, presente aún en los actos más intrascendentes de la vida cotidiana. "El viernes no se mata ganado —dice Adelaida viuda de Martínez (28, cinco hijos) porque si no se trae desgracia'". También, cuando se sacrifica un animal, se deja verter su sangre sobre el suelo, liturgia que se realiza como ofrenda a la Pachamama, Madre-Tierra que rige profundamente cada actitud, todos los gestos vitales.
También el nacimiento está afectado, en la zona, por el culto a la Naturaleza: "Cuando una madre carece de asistencia sanitaria —recuerda la enfermera Paredes— deja caer al recién nacido sobre la tierra. Inmediatamente después, sin ayuda extraña, desprende la placenta con el dedo gordo de su pie derecho; luego, con una piedra filosa corta el cordón umbilical. La Quiaca quiere decir, precisamente, piedra filosa", acota.
Pero donde un auténtico ritual recoge con mayor precisión un sentimiento comunitario es durante el tercer domingo de octubre, cuando los habitantes de Lizoite, junto con los de los pueblos vecinos, se llegan a La Quiaca, en Jujuy, para celebrar la Mancafiesta o Fiesta de la Olla. Allí festejan la finalización de la época de los vientos, bailando, comiendo y cantando, exhumando las viejas canciones. Ese día, es costumbre que cada familia de Lizoite lleve en una olla de hierro la comida que mejor prepare. En el pueblo, la aportará para el intercambio con otras especialidades de sus vecinos. "Cuando la Mancafiesta —contó Guadalupe de Aparicio a Siete Días— el pueblo revive: seguramente será porque están los hombres, porque estamos todos juntos".
"Mi pueblo es pobre como mi escuela, que tiene piso de tierra y donde hace mucho frío. Sólo Dios proveerá". (De una composición de Hipólito Martínez, 12 años, alumno de la escuela Nº 59).
El sentimiento cristiano aflora con su mayor riqueza el 16 de julio, cuando se celebran las fiestas patronales en honor de Santa Lizoite del Carmen. Ese día, si vino el sacerdote —algo que no ocurre desde hace seis años— se celebra misa en el precario altar de la capilla. Si, en cambio, nadie oficia, el viejo Clemente Luna (quien el día anterior habrá limpiado esmeradamente el pequeño local, cambiando las velas consumidas de cera por otras nuevas), convocará a las familias para rezar la novena y el rosario. De una u otra forma, y aunque los hombres aún estén en la zafra, la alegría asomará en cada rostro: quizá alguna mujer sesentona acepte cantar,, acompañando su baguala con la caja, a la que golpea rítmicamente con la gustana de madera, un palito primorosamente repujado y envuelto en lana de color. Ese día se destaparán algunas botellas de pechito colorado (alcohol puro de uso interno) y se mascará coca como de costumbre. Al atardecer, a las 5 de la tarde, las primeras sombras aplacarán los ánimos. Al día siguiente todo habrá sido olvidado.
Otro tanto ocurrirá cuando las maestras Ana María y Graciela preparen las celebraciones patrias. "El 25 de mayo pasado —recuerda Barconty—, encargamos con anticipación un poco de chocolate y pedimos a los vecinos unos litros de leche. Esa mañana, bien temprano, izamos la bandera con los chicos y repartimos las escarapelas. Entonces, cuando llegaron los padres cantamos el Himno Nacional y servimos el chocolate, en una especie de comunión cívica. Por supuesto, todos los gastos corrieron por nuestra cuenta".
En medio de una habitación repleta de láminas recortadas de revistas, que delatan la juventud de las maestras, Ana María se sorprende por la llegada de los enviados de Siete Días: "La directora no está —se disculpa—; después de 7 años de estar a cargo de la escuela, viajó a Buenos Aires a seguir un curso de perfeccionamiento. Volverá la semana que viene. Mientras tanto, yo me hago cargo de los dos únicos grados. Como los más grandes se van a trabajar con los padres, no tenemos ni sexto ni séptimo grado. Los dos chicos más avanzados están en cuarto".
Cuando el último de los alumnos se resigna a abandonar la escuela, porque ya son las 4 de la tarde y tiene que andar 6 kilómetros a través de los montes para regresar a su casa, Ana María explica su soledad: "Llegué a la escuela exactamente el 10 de marzo del año pasado, viajando desde La Quiaca con el camión de don Fortunato, el estafetero. Dejé mis cosas en el Abra de Patahuasi, a 17 kilómetros de aquí y me vine caminando. Anduve toda la tarde y llegué a la escuelita a las 6. Desde entonces me dediqué a conocer a la gente del lugar. Las primeras semanas pasaron rápidamente: yo me empeñaba en. adaptar los libros de lectura al ambiente del lugar. Hubiera resultado casi ridículo que los niños aprendieran a escribir la palabra "teléfono" si jamás habían visto uno en su vida. Aprendiendo el nombre de los pájaros de Lizoite pude ir enseñando poco a poco algunos conceptos de matemáticas moderna. Así, una bandada de kentes forman un conjunto".
"Este año —prosigue— conocí una forma de injusticia, penada por la ley pero aceptada por todos: ocurre que en algunas plantaciones de caña de azúcar utilizan el sistema de cuartos, es decir el trabajo de los hijos de los cosecheros: los niños ayudan a sus padres, pero no cobran; incluso es común que al principio del reclutamiento vengan los cuarteros, contratistas que se llevan a los chicos y a cambio del trabajo le dan sólo casa, ropa y comida. Después, cuando todo termina, llegan desnutridos,
enfermos. Y para colmo de males habiendo perdido el año escolar".
Mientras tanto, como espectadora impotente de ese proceso de deserción escolar, la maestra termina de barrer el precario salón de clase. Sentada frente a un almanaque donde el 9 y el 30 de junio están marcados con rojo ("son los días en que hay correo", explica), su diminuta figura comienza a asumir una dimensión humana poco común. Aparentemente un poco mayor que el resto de sus alumnos, cuesta creer que haya aceptado cambiar los gustos propios de sus veinte años por el desolado ámbito puneño. "¿Soledad? Sí, a veces me siento muy sola y compruebo que soltar algunas lágrimas hace mucho bien. Hay días en que estoy muy decepcionada por tanta lucha y decido abandonar todo, volver a San Salvador de Jujuy, mi ciudad natal. Pero cuando me enfrento con los niños todo pasa y retomo el trabajo con más entusiasmo. Estamos muy lejos de todo y a pocos kilómetros de aquí se acaba el mapa de la Argentina. Alguien tiene que hacer este trabajo".
Un cuaderno de 200 páginas, forrado con papel azul, suele recoger algunas catarsis. Su primera carilla, ornamentada a lápiz de color, titula las subsiguientes, una clara definición del contenido: Páginas al viento. Allí, con una intensidad difícil de lograr en otro ambiente que no sea el silencio yermo de Lizoite, Ana María Barconty describe su vida, transita pintorescas descripciones de sus alumnos, elabora metódicamente el relato de los días que le tocan vivir junto a sus vecinos y despliega un sentido de observación digno de un antropólogo social. No lo sabe: está escribiendo la historia, una crónica de los hechos más trascendentes de Lizoite, donde cada acto se rescata del olvido.
"Se levantan mis vecinos a las 6 de la mañana —relata— y luego del desayuno se van a la siembra de la papa o el maíz. A las 10 almuerzan con mote [maíz hervido] o un poco de arroz con charque. Cada quince días matan una oveja; cada mes un cóndor baja a la manada y se lleva una para las cumbres. Son fatalistas: para ellos la muerte es algo tan natural como la vida. Ya tienen pocas esperanzas, quizá porque perciban que el destino para ellos está escrito. Poco esperan de la vida: comer y vestirse... Los que algo tienen, se ocupan de los animales, única fortuna material. Treinta ovejas forman un rebaño y hay tropas de 200 ó 300 bestias. Pero jamás las venden enteras: apenas si separan 5 ó 10 y las llevan trabajosamente hasta La Quiaca. Poca diferencia hay entre ellos y los antiguos esclavos: apenas su espera resignada a que la vida les devuelva algo de lo mucho que les quita, de lo poco que les lleva la muerte".
Desamparadas, aparentemente olvidadas por las propias autoridades educativas —los últimos 54 mil pesos viejos del sueldo de Barconty, cobrados el año pasado, apenas alcanzaron para satisfacer un interminable listado de deudas; en lo que va de 1972, todavía no percibió ningún haber—, las maestras tratan de convertir la locura en sensatez. Durante el mes de mayo, desgranaron sus cuitas a cuanta institución o medio de información pudiera acercarle alguna efectiva ayuda para Lizoite y su anónima escuela. La misma tarde en que los enviados de Siete Días retomaban el sinuoso camino de regreso, luego de compartir unas horas con los escasos pobladores de Lizoite, un chasqui llevaba a pie un sobre destinado a la Presidencia de la Nación. Adentro, con letra de maestra, Graciela Bianchini se jugaba la última carta.
Revista Siete Días Ilustrados
03.07.1972




 

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