Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Reportaje al navegante y diseñador de veleros Germán Frers
Sus diseños marinos le franquearon el reconocimiento de todos los yachtmen del mundo. A los 73 años, el veterano diseñador y navegante acaba de cumplir una campaña náutica sin precedentes; entre Nueva York, Bermudas, Vigo y Río de Janeiro no dejó de competir y alcanzar primeros puestos en un tuteo con el éxito que duró siete meses

Cuando despuntaban las fiestas de fin de año, en el amarradero del Yacht Club Argentino, en la Dársena Norte del puerto porteño, reapareció la clásica figura de un viejo lobo de mar considerado como uno de los tres mejores yachtmen de América y talentoso dibujante naval: Germán Frers. Se había esfumado del Río de la Plata siete meses atrás, más exactamente el 30 de mayo de 1972, cuando su velero —el Fjord VI— era descendido de la bodega del carguero argentino Hornero en el puerto de Nueva York. Desde entonces, a los 73 años y con cinco hijos, Frers protagonizó una serie de éxitos rutilantes en su doble aspecto de yachtman y diseñador naval.
Apenas el estilizado Fjord VI —obra del lápiz de GF, como la clase Grumete, la Light Crest y el tipo Cadete— desembarcó en USA, ganó la regata aniversario del New York Yacht Club y, a poco, alcanzaba un elaborado segundo puesto en una durísima puja: la prueba Newport-Bermudas, un evento donde compitieron 184 veleros que debieron lidiar dentro de la cola del temible huracán Inés.
Poco después, tras esas dos performances, Frers corría la regata trasatlántica llamada del Descubrimiento —por ser un itinerario parecido al que emprendió Cristóbal Colón—, entre Bermudas y Vigo, España. En esa porfía —donde competían 11 países y 54 navíos— Frers conquistó el 2º puesto en su serie y el 4º en la clasificación general. Además, el suyo fue el barco no norteamericano mejor clasificado, un mérito que le valió embolsar el trofeo instituido por el Cruising Club of America.
Pero no culminarían allí las proezas del nauta: en Vigo, en lugar de embarcar al Fjord VI en la bodega de un carguero, como corresponde, Frers decidió volver a cruzar el Atlántico acompañado por dos tripulantes para amarrar en Río de Janeiro, donde disputaría la última regata de esta serie. Allí recaló tras 80 días de navegación y se clasificó primero en el Circuito Río. Semejante trajín náutico, obviamente, lo obligó a atesorar no pocas experiencias y múltiples peripecias. Todas ellas fueron pormenorizadas ante un fotógrafo y un redactor de Siete Días, que se embarcaron en el Fjord VI con Frers durante toda una tarde poco después que el marino llegara a la Argentina.
—¿Cuál fue la prueba más dura que disputó en estos siete meses?
—La Newport-Bermudas, llamada también Onio Patch Trophy. Además del huracán, enfrentamos otro inconveniente: la Bermuda es una isla baja, llena de arrecifes de coral, y la técnica de navegación para sortearlos es compleja.
—¿Cuántas veces cambió la tripulación en los siete meses?
—Muchas —contabilizó Frers mientras sonreía pausadamente, en un gesto muy típico de su personalidad—; la tripulación original se desmembró apenas terminó la Onio.
—¿Cómo la reemplazó?
—Con otros yachtmen argentinos que se iban presentando. Porque
aunque la gente cree que quienes practicamos este deporte somos multimillonarios no es así. Apenas podemos dejar nuestras obligaciones por unos días (y en homenaje al deporte) para competir.
—Sin embargo usted abandonó las obligaciones y durante siete meses.
—Sí, es cierto. Pero en ese lapso tuve la suerte de que mis hijos me reemplazaran en la oficina que compartimos, dedicada al diseño naval.
—Esos cambios de tripulación, ¿no resienten la eficacia de un regatista como usted?
—A veces sí. Pero en este caso tuve suerte: todas las tripulaciones que pude armar fueron eficaces, verdaderos teams de amigos, que es lo importante en náutica.
—¿En otros países la náutica es también amateur?
—No. En USA, por ejemplo, se ha formado un tipo de profesional muy particular. Son ex yachtmen (muchos de ellos universitarios) que reciben dinero de mano del capitán que los contrata para correr.
—¿Usted tuvo que pagar por algún tripulante?
—No, yo no. Embarqué un mexicano amateur en USA (de origen yugoslavo), que se llama Alejandro Vulaich. Ese hombre había desertado de un yate estadounidense por un problema de incompatibilidad de caracteres. Se agarraba a patadas todos los días.
—¿Con usted y su tripulación se llevó bien?
—Sí, porque decía que tenía más afinidad con los latinos. Con él corrimos la trasatlántica a Vigo y no tuvimos ni un sí ni un no.
—¿Llevaban muchos alimentos a bordo para cruzar el Atlántico?
—Bastantes. Básicamente almacenamos conservas (salchichas en lata, corned beef), puré instantáneo, leche y café en polvo. Además, cargamos en la heladera del Fjord algunos pollos y carne, y en la alacena arroz y fideos.
—¿Cuántos litros de agua llevaron?
—Las autoridades que fiscalizaron la trasatlántica obligaban a llevar 450 litros. Y le aclaro que fueron pocos para abastecer las necesidades de los siete embarcados.
—¿Se bañaban seguido?
—Cuando llovía. Para esas ocasiones salíamos a cubierta desnudos con un jabón en la mano y aprovechábamos la ducha que caía del cielo. Al cruzar el trópico fue muy lindo: esa higiene la pudimos cumplir hasta dos veces en un mismo día.
—¿Y fuera del trópico?
—Fuera del trópico no quedaba más remedio que acordarse del trópico.
—Además de la falta de agua, ¿padecieron algún otro inconveniente?
—Sí, precisamente en las vecindades de las islas de Cabo Verde, cerca de África. Allí, durante tres días seguidos soportamos una lluvia que no era de agua, exactamente.
—¿Qué era?
—Eran peces voladores de 25 centímetros de largo; caían a bordo golpeando contra nuestras cabezas. Esos mamporros resultaban tan violentos que uno de nuestros marineros casi se desmaya cuando un pez se le estrelló contra el occipital. En un momento dado, llegamos a contar 25 peces voladores sobre cubierta, una cantidad que dio motivo para que uno de nosotros le pusiera un sobrenombre al Fjord.
—¿Qué sobrenombre le pusieron?
—El portaaviones.

PAJARITO Y LA BALLENA
Con el Fjord VI —un crucero de 13 metros de eslora, 3,65 de manga, 2 de calado, con desplazamiento de diez toneladas y media y una superficie vélica de 30 metros cuadrados— Frers experimentó un casco revolucionario, fabricado en material plástico. "Con ese casco, desde el 1º de junio hasta el 24 de diciembre, navegué 11 mil millas marinas. Pienso que si hubiera sido de madera después de un recorrido de este tipo se encontraría a la miseria", evaluó GF ante Siete Días. Por otra parte, con el motor —un pequeño Volvo-Pentax—, no conoció tampoco dificultades. "Durante las regatas, desconectado de la hélice (como corresponde) se utilizó para accionar a un grupo electrógeno y al compresor de la heladera", explicó el marino. Esos elementos y otras actividades practicadas a bordo, según Frers, convirtieron el viaje de Vigo a Brasil en un crucero paradisíaco, donde tres navegantes —el propio Frers, Eduardo Ayerza y el mexicano Vulaich— vivieron a pleno el mar y la naturaleza durante 80 días.
—¿Qué diferencia existe entre la navegación de un crucero de paseo y una regata de velocidad?
—Durante la regata toda la tripulación (siete u ocho marinos, incluido el capitán) cumple la misma fajina: tres horas de sueño por cuatro de fajina. Y, aunque parezca absurdo, en los cruceros la vida se hace un poco más dura.
—¿Por qué?
—Porque navegan tres marinos, a lo sumo. Entonces, por más que el descanso se fije en seis horas por tres de guardia, no se puede cumplir. Siempre hay que estar haciendo algo.
—¿Cómo es un día suyo de navegación?
—Muy activo. Estudio los libros de derroteros (tengo cajas enormes de ellos en el barco), urdo las tácticas de navegación en equipo, preparo algunas maniobras en cubierta sentándome a la mesa de navegación, que el Fjord VI lleva a popa.
—¿Cuántos derroteros preparó en estos siete meses?
—Creo que infinitos. Porque estudié todos los del Atlántico Norte y además los de España y Norte de África. Junto con ellos, debí investigar cartas y libros con faros y radiofaros. Por otra parte, elaboré los partes meteorológicos.
—¿Le quedó tiempo para usted?
—Sí, Y lo dediqué a leer sobre el aspecto humano de los lugares que visitaba. Además, llevo un grabador a cassettes en el barco que suelo colocar, en alta mar, en popa, ¡Usted no se imagina los ruidos de olas que grabé!
—¿Grabó otras cosas, además?
—Sí, los gorgoteos que emiten los delfines al comunicarse entre ellos y los lomazos que daban las toninas contra el casco de mi querido Fjord.
—¿No le tocó grabar el desplazamiento de alguna ballena?
—¡Ni me hable! En las costas de Brasil casi me muero del susto a raíz de la aparición de un cachalote.
—¿Cómo fue?
—Yo estaba durmiendo y el cocinero de a bordo, Pajarito Ledesma,
me despertó súbitamente. "Vamos directamente rumbo a una ballena", gritó.
—¿Qué hizo usted?
—Sin pérdida de tiempo salté de la cucheta ordenando virar. Pero el cachalote confundido seguía nuestros cambios de rumbo con intención nada buena.
—¿Lo pudo eludir?
—Al final sí, por suerte. Con una maniobra donde el barco agarró una diagonal con mucha velocidad. Allí, el animalito quedó atrás.
—¿Como supera la falta de médico a bordo?
—Vea, todo lo atinente a medicina lo debe saber resolver un buen capitán de barco. Y le digo más: yo a veces embarqué médicos en mi yate y me resultaron un fiasco. ¿Sabe por qué?
—No.
—Porque por una pequeña infección (como la rotura de una uña) son capaces de recetar fuertes dosis de antibióticos. Y esas medicinas (ya me pasó) suelen tumbar al marinero más fuerte.
—¿Qué tipo de botiquín lleva en sus viajes?
—Uno bien provisto, inclusive, no faltan las tablillas, el yeso y las vendas elásticas por si se presenta alguna rotura de huesos, tan común en el mar.
—¿Alguna vez le tocó enyesar?
—Hasta ahora, por suerte, no. Y toco madera.
—¿Qué haría en caso de presentarse una peritonitis?
—Un médico amigo me dijo que coloque directamente sobre el vientre, en la zona afectada, una inyección con sulfamida.
—¿Alguna vez aplicó una inyección?
—A bordo, muy pocas veces. Porque le voy a decir una cosa: haciendo una vida sana como es la del barco, todos los organismos reaccionan bien. Y mucho más cuando están lejos de la tierra y de sus alienantes oficinas de impuestos. ¿No le parece?
CARLOS CUNEO

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