Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

PERON, LONARDI, ARTURO FRONDIZI Y ARTURO ILLIA FUERON ARRANCADOS DEL PODER Y NO SE SUICIDARON.
LA IMAGINACION POPULAR QUIERE ENCONTRAR EN LOS DERROCAMIENTOS LA SANGRE HEROICA DEL SUICIDIO. ACASO SIN DARSE CUENTA QUE SUICIDARSE ES NO RESOLVER NADA Y TRANSFERIR LOS PROBLEMAS A LOS DEMAS. A LO SUMO, ES ESCAPARSE. PERO ES QUE LA HISTORIA ARGENTINA TUVO SU "TIEMPO DE SUICIDAS". ¿SE ACABÓ?
ALGUNA VEZ, LOS AMIGOS INTIMOS DE ARTURO ILLIA MUY SIGNADO POR LA FATALIDAD EN 1966, PERDIO LA PRESIDENCIA, UN HERMANO Y DRAMATICAMENTE A SU MUJER. SOSTENIAN QUE EL FATIGADO POLITICO SOLO SERIA ARRANCADO DE LA CASA DE GOBIERNO MUERTO. CIRCULÓ INCLUSIVE LA POSIBILIDAD, ENTONCES, DE SU SUICIDIO.
TODO ESTO ESTUDIAMOS AQUI. A LA SOMBRA DE CUATRO HURTADORES DE SUS PROPIAS VIDAS: LISANDRO DE LA TORRE, LEANDRO ALEM, HORACIO QUIROGA Y LEOPOLDO LUGONES.
VALE LA PENA ENTRAR EN ESTE VEDADO TERRITORIO DEL SUICIDIO.

LOS PRESIDENTES NO SE MATAN
JORGE SANCHEZ ARANA
ADVERTENCIA
LA NOTA NO ES INHUMANA. SUS OJOS, QUE LA LEEN, ACASO SI

Medianoche del 27 de junio de 1966.
Las cartas, mucho más presurosamente que de costumbre, habían sido echadas. Entonces, el rumor comenzó a extenderse por la Casa Rosada, a derramarse por pasillos y antesalas desveladas: el presidente se suicida... Dramática alternativa para la revolución más incruenta de nuestra azarosa historia institucional. Las frases melodramáticas, en sordina, rebotaban de una pared a otra, como buscando arraigarse en la realidad. ¿Sería posible que el único tiro disparado en esta revolución lo gatillase el "muy civil" Arturo Umberto Illia, y nada menos que contra su propia persona?. . . La expectativa duró poco, la versión, nacida de quién sabe cuál vericueto subconsciente de sensibilizados radicales, se disolvió —como había nacido— en el aire...
Algunos pueden ahora preguntarse: ¿por qué no se suicidó Illia?... Aunque quizás, más realista sería otra pregunta para contestar a ese interrogante: ¿Y por qué habría de suicidarse?... Para un francés, el sociólogo Emilio Durkheim, "los acontecimientos privados que pasan generalmente por ser las causas próximas del suicidio, no tienen otra acción que las que les prestan las disposiciones morales de la víctima, eco del estado moral de la sociedad...". En otras palabras, más que suicidas, existe un tiempo de suicidas. Serían las condiciones de una sociedad en un tiempo y lugar determinados, las que crearían el clima propicio para que los individuos optasen, en ciertos casos, por esta salida trágica para sus conflictos. Las estadísticas indican que, en mayor o menor medida, todo tiempo es tiempo de suicidas, ya que siempre los hay. No obstante, dichas cifras crecen o decrecen en función de estados de crisis social, de quiebra real de un esquema, que quita al hombre los puntos de apoyo que hasta entonces le habían servido para ubicarse en el mundo. Por eso, tal vez, Illia podría haberse, sociológica y científicamente hablando, suicidado... "La energía que el instinto de conservación guarda en el tipo medio de los hombres, los excluye radicalmente; el hombre medio no se mata...", afirma Durkheim.

SOCIOLOGIA Vs. PSICOLOGIA
El enfoque sociológico del problema del suicidio pone el acento sobre los factores ambientales que inciden sobre la personalidad individual. Parte, en su refutación del punto de vista psicológico, de la premisa de que "Se sabe, efectivamente, que las deliberaciones humanas, tal como las alcanza la conciencia reflexiva, no son a menudo más que pura forma y no tienen otro objeto que el de corroborar una resolución ya tomada, por razones que la conciencia ignora." (Durkheim). Y esas "razones" son, precisamente, las determinantes del tiempo y lugar que influyen subconscientemente en el suicida potencial que —erróneamente— cree que su decisión ha sido tomada con absoluta libertad. Los psicólogos, en cambio, se orientan hacia una explicación individual del fenómeno. Así, los alienistas sostienen que "el hombre no atenta contra su vida salvo en estado de delirio y los suicidas son alienados"(Esquirol). Sería un "momento de locura", en última instancia, la causa desencadenante de la autoeliminación.
En época de grandes conmociones sociales, cuando el grupo social se siente solidario en función de un objetivo común, desciende la tasa de suicidios.
En 1930 y ahora, en 1966, dos hombres, dos radicales, cuyas personalidades muchos se empeñan en emparentar, se enfrentaron con situaciones "suicidógenas": Yrigoyen e Illia. Ninguno de los dos se mató. Pero otros hombres, no tocados, en apariencia, tan directamente por procesos que los "descolocaron" frente al medio social, optaron por rumbos más drásticos y repentistas: una bala, el veneno... Cuatro ejemplos claves nos brinda nuestra historia: Leandro Alem, Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y Lisandro de la Torre. Dos balazos (Alem y de la Torre) y el veneno (Lugones y Quiroga) agostaron estas cuatro vidas. Cuatro decepciones, cuatro fracasos, frente a un país que cierto día se les anunció insoportablemente extranjero...

Alem: Mala puntería
En su afán esquematizado los psicoanalistas afirman que el suicida reemplaza por sí mismo el objeto de su odio. Tal vez, en el caso de Alem tendrían un sólido aval para la teoría. . . Para muchos, la bala que le perforó la sien en la tarde del primero de julio de 1896, con muchas ganas se la habría destinado a su "querido" sobrino Hipólito Yrigoyen. El desencuentro entre ambos en lo político, estaba coloreado por el turbio matiz de la ingratitud del hermético caudillo hacia su "padre político". Asegurado prácticamente el triunfo de Roca en las elecciones del 98, la estrella del patriarca, del "numen" de la revolución del 90, declinaba irremisiblemente. Mientras que la de Yrigoyen ascendía, firmemente, rumbo a su cénit: la Presidencia de la Nación en 1916.
—Espérenme, ya vuelvo...
Los amigos de Alem habían concurrido a su casa de, la calle Cuyo 1752 (hoy Sarmiento), respondiendo a una invitación del caudillo. Estaban Barroetaveña, Saldías, Torino y algunos más. Se habló, casi trivialmente, de todo, de política en particular: las oscuras posibilidades del radicalismo frente al roquismo presidencialista. Un invitado, el doctor Liliedal, se demoraba, por lo que se resolvió deshacer la reunión para reanudarla a las nueve.
Ya en la calle, Alem indicó al cochero: "Al club del Progreso.. .". El ruido de las ruedas de hierro sobre el empedrado, apagó el sonido del disparo. Recién cuando el coche llegó al destino, Chacabuco y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), el cochero, al abrir la portezuela, se enteró de que su pasajero había resuelto que "...Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir...".

LA MONTAÑA...
Lo velaron sobre una gran mesa en el propio club "Del Progreso". Vestido de negro, largo y flaco, la luenga barba sobre el pecho. El presidente Uriburu decretó que el 2 de julio la bandera nacional se izase a media asta en todos los edificios públicos Era el homenaje de un gobierno cuya eminencia gris era el general Roca, presidente del Senado y futuro primer mandatario, aquel que en la opinión de casi todos alude el testamento político de Alem: "He luchado de una manera indecible en estos últimos tiempos, pero mis fuerzas —tal vez gastadas ya— han sido incapaces de detener la montaña. . . y la montaña me aplastó...".
La sensación de fracaso, de derrota, emana de cada palabra de su testamento político: "He terminado mi carrera, he concluido mi misión. .. He dado todo lo que podía dar; todo lo que humanamente se puede exigir a un hombre, y al fin mis fuerzas se han agotado...". Las sombras agobiantes de Yrigoyen y Roca sobrenadan esta claudicación definitiva.

PUESTA EN ESCENA
Buenos Aires lo acompañó a la Recoleta, al panteón de los caídos en el 90. Era el epílogo apoteótico que, aunque no se lo confesase, añoraba. Esa dosis de narcisismo que está aceptada es ingrediente poco menos que inevitable en todo suicidio, se da en Alem —creemos— notoriamente. "Para publicar", remarcaba su testamento político, inspirado particularmente, al igual que su decisión, por un texto que había leído recientemente y que lo había impresionado profundamente. Un artículo del doctor Ramos Mejía, titulado "La tentación del suicidio". Uno de sus párrafos: ".. .como en el caso de los suicidios políticos más conocidos, se prefiere la pérdida de una existencia. . . al estigma convencional que engendra una circunstancia fortuita. Preferir la muerte por este medio a la vida aplastada por la lenta desgracia que la empuja en la mísera pendiente de un olvido lleno de ignominias: eso no merece la injuria, el castigo..., sino la piedad y, en algunos casos, ¡más bien la admiración!".
El actor desplazado de los papeles protagónicos, proyecta el sublime golpe de efecto ("después de haberlo pensado, meditado y reflexionado mucho, en un solemne recogimiento.").

Y EL MUNDO SIGUE ANDANDO...
"Es la época, son los acontecimientos, son las nuevas generaciones quienes nos empujan siempre adelante ..." Palabras de Lucio V. Varela, su gran amigo, durante el sepelio. Aunque otra es su intención, dicen la verdad: Alem no había querido comprender esa evolución. Agrega Varela: "Alem se ha matado dos veces. La bala que taladró su cráneo le ha quitado la vida finita y perecedera del ser humano. Pero su última palabra ha destruido con su propia existencia la estirpe de los caudillos populares que, dentro de las grandes ciudades, arrastraban a las multitudes...".
Y Hipólito Yrigoyen estaba allí, escuchándolo.. . Dudamos de que se haya sonreído: primero, porque no lo hacía nunca; segundo, porque aún no tenía la certeza de su futuro. "Tras él no queda nadie que recoja esa herencia puramente individual...", insistía la ceguera entrañable de Varela.
Pero el tiempo se ha empeñado siempre en no detenerse jamás... Ese cariño de la multitud con el que los hombres políticos suelen reemplazar los afectos individuales, arrastraría la carroza presidencial de Yrigoyen por las calles, derramaría sobre la plaza de Mayo al "aluvión zoológico", un 17 de octubre...
De haberlo previsto, quizá Alem no se hubiese matado. El suyo podría encajar perfectamente en lo que Durkheim define como suicidio egoísta: "Cuando el hombre no percibe la razón de estar en la vida; en sociedades o medios donde la dignidad de la persona es el fin supremo de la conducta; donde el individuo se inclina como frente a un dios ante el individuo contenido en él; a erigirse 41 en objeto de su propio culto".

Quiroga: Almendras amargas
—Cianuro... para matar ratas...
El ferretero miró con cierta curiosidad a ese hombre pálido, flaco, de barba hirsuta. Y le vendió el veneno. El ocupante de la cama 16 de la sala 2 del hospital de clínicas había pedido permiso para salir a caminar un rato. Estaba algo mejor. Hacía calor, mucho calor, esa tarde de febrero en Buenos Aires.. . Seguramente, Horacio Quiroga habría preferido un balazo, pero eso habría alterado la calma de sus compañeros de sala, por lo que optó por extinguirse silenciosamente, la noche del 19 de febrero de 1937.
"Solo como un gato estoy..., sin cartas ni familia, ni nada. . ." Eran los últimos meses de su ostracismo misionero, antes de bajar a Buenos Aires para internarse. Pocos, muy pocos amigos a quienes confiar su soledad. Varios años antes, cuando aún confiaba en el paraíso artificial que se había fabricado en medio de la selva, afirmaba en una carta: "Hay que llegar, pues, a lo de Munthe, Kipling y yo en mi pequeña esfera: hablar con profunda paz con gentes de buen corazón e ignorantes". Todavía, creía que, sin represalias, había despreciado a un mundo. Convicción que funda el juicio de su amigo entrañable, Ezequiel Martínez Estrada: "Por él puede enjuiciarse a su época y a su tiempo, a la medianía opresora de la clase intrépida de intelectuales agrarios, con quienes es preciso convivir a ras del suelo, celebrando sus establos, o desprenderse de ellos para refugiarse en sí mismos, o en la selva, sea la que fuere...".
"Época y tiempo", crucificaron sin duda a Horacio Quiroga a los 57 años. Pocos, quizás nadie, están libres de culpa. En 1934 escribe desde Misiones: "La cuestión económica, mi eterno débil. Calcule usted que desde Montevideo hace meses que no me remiten un peso. La jubilación parece que está al conseguirse, pero entre tanto no tengo un centavo. Siquiera me manden lo que me deberán para entonces... antes de que los boliches de aquí me cierren las puertas". Y poco después lo dejan cesante, en su cargo en el consulado uruguayo en Misiones, por utilizar en provecho propio la máquina de escribir de la dependencia...
"Quiroga no era ni fuerte ni huraño, pero la vida lo había hecho inflexible en su carácter y en su voluntad, reacio al trato con seres de otra estirpe espiritual...". ¿Pero cuál era su estirpe...? Vivió buscándola casi desde el día de nacer, en Salto, Uruguay, en 1878. Viajó a Europa en 1900, publicó su primer libro al año siguiente, descubre poco después la selva misionera acompañando a Lugones como fotógrafo. Los cenáculos literarios le producen una irresistible aversión, es un enamorado de la vida activa, de los riesgos. Navegaba en precarias canoas que el mismo construía, sin saber nadar; gustaba de aterrar amigos lanzando su coche a velocidades vertiginosas por la avenida Alvear... Hay una categoría de suicidas que los psicólogos definen como obsesivos: son aquellos que tienen la idea fija de la muerte, que la sienten como una necesidad intuitiva.
En Quiroga confluían dos factores, que lo arrastraron al final previsible. Desclasado, no logró hallar su lugar en el mundo. "Se había conformado siempre con lo muy poco que la vida le dio, reduciéndose resignado a un lugar cada vez más estricto y alejado, sepultándose literalmente en la soledad. ..", afirma un biógrafo. Pero no había tal "resignación", Quiroga luchó, denodadamente, antes de convencerse de que le negaban su "lugar al sol". Y escribe: "Yo había entendido siempre que era aquí muy simpático a los peones, por trabajar a la par de los tales, siendo un sahib. No hay tal. Lo averigüé un día estando yo con la azada o con el pico, me dijo un peón que entraba: —'Deje ese trabajo para los peones patrón..con tono de sorna (...) Yo robo pues el trabajo a los peones, yo no tengo derecho a trabajar. ¡Tan bestias son que en vez de ver en mí a un hermano, se sienten robados! Entienda un poco más esto y tendrá el programa total del negocio moral comunista (...). ¡Como bien ve, un solitario y valeroso anarquista no puede escribir para la cuenta de Stalin y Cía.!"
Y el "solitario y valeroso anarquista" termina por comprender que no puede escribir para la cuenta de nadie... Por eso, en sus últimos años se resiste a hacerlo. Su vocación literaria fue más bien siempre un mandato oscuro de su naturaleza, que una exigencia de su conciencia. Pero fue otro "mandato oscuro", enraizado en circunstancias individuales, el que cierra el círculo que lo llevó a la autoeliminación. ..

EL SINO DE LOS QUIROGA
En 1938 se mata su hija Eglé, en 1951 elige también el suicidio su hijo Darío... El "sino de los Quiroga" respeta el imperativo de un apellido trágico, Pero hay más muertes: su padre muere accidentalmente, al escapársele un tiro de escopeta. El gatillo se había enganchado en la camisa del pequeño Horacio en momentos en que su padre lo ayudaba a descender de un bote... Poco después, su madre vuelve a casarse y al tiempo el padrastro se mata para no soportar la miseria física a que lo redujo un derrame cerebral... Su primera esposa, Inés, su gran amor, se suicida en 1909... y por fin, en 1923, cuando su amigo Federico Ferrando le pide que lo asesore en el manejo de una pistola para batirse a duelo, a Quiroga se le escapa un tiro que mata al amigo...
Por eso, no resulta especialmente extraño que confiese: "...de aquí mi conformidad y hasta —¿qué quiere?— mi curiosidad un poco romántica por el fantástico viaje...". Y en otra carta: "Pero el asunto es la capital certeza, la seguridad incontrastable de que hay un talismán para el mucho vivir o el mucho sufrir o la constante desesperanza..." Y el talismán llegó a manos de Horacio Quiroga hecho veneno. Cianuro. "Un viejo olor de almendras amargas". .. que lo acompañó en el final, tan amargo como había sido su vida.

Lugones: la hora de la espada
"...liberal rojo, exaltadísimo, cuando se convenza de que todo esfuerzo sincero es definitivamente estéril, cuando palpe la realidad de las cosas, cuando conozca a fondo a los hombres, dejará el apóstrofe y usará la ironía". Definición y augurio para un Lugones que entonces tenía 20 años, en la carta de presentación que lo acompaña a Buenos Aires desde su Río Seco natal. Así advierte su autor, don Carlos Romagosa, a su destinatario, el seguramente espantable Mariano de Vedia y Mitre. El augur se equivocó en parte: Lugones conservaría siempre un tono apocalíptico en su prosa militante, pero viraría 180º en su ideología.
A los 64 años, le pondría punto final con gusto a veneno "a una vida de lodo, lodo y lodo. ..", en una isla del Tigre. Era la noche del 17 de febrero de 1938, culminaba la Década Infame: el presidente Justo se aprestaba a dejar el poder, Ortiz —su sucesor— preparaba su discurso de asunción del mando. En Londres, Chamberlain dialogaba estérilmente durante una hora y media con el embajador italiano, recordándole los compromisos que su país tenía respecto de la integridad territorial de Austria. . ., en tanto Adolfo Hitler ultimaba sus planes de anexión.
La muerte, que le impidió ser testigo de los horrores que acarrearía al mundo la "hora de la espada" que anunció y exaltó, fue la drástica prueba de que pudo imaginar el futuro. A esa altura de la vida y del compromiso, ya no era factible intentar un viraje más. Socialista junto a Juan B. Justo, aliadófilo durante la primera guerra mundial, en 1922 lo deslumbra la marcha sobre Roma de Benito Mussolini: "Italia acaba de enseñarnos cómo se restaura el sentimiento nacional bajo la heroica reacción fascista encabezada por el admirable Mussolini". Y proclama "la necesidad de una enérgica adhesión a las instituciones militares".
Es el desorden, la venalidad mezquina, la politiquería de comité de la época yrigoyenista, que lo aterran. Y su exaltación sin matices, el "todo o nada" que presidió su existencia, le dictan palabras terribles: "El pueblo, como entidad electoral, no interesa lo más mínimo. Nunca le he pedido nada, nunca se lo he de pedir, y soy un incrédulo de la soberanía mayoritaria. ..".
Espejismo de omnipotente autonomía, que le dicta su juventud. Orgullo. "La soledad de Lugones era hija de su naturaleza", diría póstumamente Mallea, cuando lo define como "toro mental". Pero, como para el toro, para él también llega "la hora de la verdad"... aquella en que la soledad deja de ser una bandera para convertirse en agobiante certidumbre.
"No puedo terminar la historia de Roca. Basta. Nada reprocho a nadie, el único responsable soy yo de todos mis actos. Pido que se me sepulte en tierra y sin cajón, sin signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo se dé mi nombre a ningún sitio público".
Es el testamento. La orgullosa soledad se ha transformado en amargo resentimiento. Bajo la lluvia, un día hosco y triste, su cuerpo encontrado por el propietario del recreo "El Tropezón", es trasladado al hospital de San Fernando por la gendarmería. No hay discursos en su sepelio, a instancias de su esposa y de su hijo.
Casi quince años antes, en Lima, pronuncia las palabras que llevaban dentro de sí el embrión de su fracaso, de su desengaño, de su muerte. 1923, centenario de la batalla de Ayacucho, Lugones acompaña a la capital peruana a Justo, ministro de guerra de Alvear. Y allí arriesga su credo: "Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada... Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir, el hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin la ley, porque ésta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad. (...) El sistema constitucional del siglo XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica."
Pero, para su desgracia, los hombres que eligió para encarnar ,su tesis habrían de defraudarlo. .. A la hora de morir, entrevió que esa "espada" había caído en manos terribles. Hitler y Mussolini la blandirían sobre el mundo con vigor siniestro. . . Y ya no quiso saber si se había equivocado de hombres o de ideas. "¡Basta!", clama su desolado testamento. Simplemente, había jugado su carta y había perdido... y él no era un buen jugador.

De La Torre: la mitad del camino
"Conservador, pero liberal, socializante y hostil al criollaje rural, obrerista y con un marcado racismo blanco, hijo del Litoral inmigratorio y desdeñoso de la multitud 'inorgánica', Lisandro de la Torre no era aceptable ni para el Partido Conservador, ni para las masas populares. Tal fue su trágico destino político." Lapidario e iconoclasta, una vez más, Jorge Abelardo Ramos, acierta sin embargo en el núcleo de su juicio, al que debe agregarse que el destino de de la Torre fue trágico no sólo en lo político, sino fundamentalmente en lo humano.
Su vida fue un periplo árido y seco, sin amor, sobre todo sin amor de mujer. Sólo iluminada por la llama fría de su exaltación y de su ira ante la mentira, los dobleces, las injusticias, de la política de su tiempo. "El solitario de Pinas", lo define, aludiendo a su único amor: un pedazo de tierra estéril en el linde de Córdoba con La Rioja que él hizo fértil con su metódico tesón. Al perder esas tierras comenzó a morir. En 1938, un año antes del suicidio, le escribe a su capataz Bustos: "De todos los campos que he tenido ninguno me había inspirado un cariño comparable al que he tenido por Pinas, y por eso, cuando me di cuenta de que no podría conservarlo, no quise volver más. Para ver miserias, era mejor estar lejos...".
Y, poco después, la carta que es el prólogo del fin, al mismo Bustos: "Mi situación va a ser muy grave: estoy viejo y no tengo perspectiva de rehacer una situación holgada. Viejo y pobre, es el porvenir que se me presenta y usted comprende que es un porvenir aterrador..."
El "fiscal", el "Catón" de la república, está viejo y pobre.. . Tiene setenta años. Dos veces candidato a Presidente de la República, Senador y Diputado de la Nación, cincuenta años de vida pública... sólo le deja $ 250 a un amigo. "¡Es un envenenado!", solían decir de él sus adversarios políticos. Y, probablemente, no se equivocaban demasiado. El resentimiento era un ingrediente inocultable de su química espiritual. Mientras luchó, se tradujo en esa temible agresividad suya, hostilidad áspera y lúcida que no conoció pares en las cámaras argentinas. Pero cuando el calor del combate queda atrás, reaparece la helada soledad, y entonces ya no queda más que el resentimiento, el escepticismo hosco y pesimista.

"No espero, ni pido, ni necesito.,"
"¡No espero, ni pido ni necesito que se me haga justicia en vida!...", replica durante un debate. Y otra vez: "Siento cada día más el cansancio, casi diría el hastío de la vida pública... Predico en el desierto para quedar en paz con mi conciencia (...), ni mucho menos sueño con desviar de su camino a otros hombres conscientes de sus intenciones y sus intereses...".
Es la claudicación. El fracaso. Que puede sintetizarse en sus dos grandes derrotas electorales. Lo rechazó el pueblo, en 1915, cuando dio sus votos a la fórmula Yrigoyen-Luna; lo rechazó la oligarquía, en 1932, cuando digita el triunfo del general Justo: En lo que le queda de vida pública, asume el aparentemente deslucido papel de "leal oposición a su Majestad", que él logra transformar en algo vivo y activo. Tanto, .como para manchar de sangre las gradas del Senado, cuando la bala que le estaba destinada encuentra el pecho de su amigo y compañero de bancada Enzo Bordabehere. "Hora de sangre gloria", durante la que fugazmente llegó a sentir a su lado el calor del pueblo. Era el 23 de julio de 1935. El asesino Valdés Cora había errado el tiro, señalándole el camino a otra bala, mucho más certera, que le partiría el corazón al mismo destinatario tres años después.
Fueron tres años de agonía. En su pequeño piso de Esmeralda 22, en el que vivió durante cuarenta años, la sola compañía de Clotilde, la fiel ama de llaves entrerriana. Los amigos, muy pocos, consecuentemente rechazados por esa frialdad emotiva que nunca pudo superar. "Probablemente, era un afectuoso contenido", arriesga su biógrafo González Arrili; "sus escapes bondadosos debieron ser rápidos y su regreso a la frialdad inmediato". Acostumbra a comer solo en el Jockey Club y es durante estas veladas monótonas que deben de haber madurado los fundamentos filosóficos de su suicidio: "El misterio del universo es impenetrable y no sabemos con qué fin están sobre la tierra el hombre y los demás seres que tanto se le asemejan (...). La creación del mundo, en relación con el hombre, debe ser el fruto de algún error fundamental e irreparable. ..",
Y a él no le gustan los errores. Era por sobre todo, un hombre metódico y sensato... Esa mañana del 5 de enero de 1938 se levantó temprano, como de costumbre. Se bañó, porque hacía mucho calor, y luego, impecablemente vestido con un traje nuevo oscuro, recibió a dos amigos. El rosarino Vimo y al doctor Díaz Arana. Con el primero, quedaron en encontrarse para almorzar. Cuando se fue Díaz Arana, detrás de él envió a Clotilde con un paquetito:
—Llévelo al estudio del doctor... Me olvidé de dárselo...
Eran las cartas póstumas. Ya solo, fue hasta el dormitorio a buscar su revólver. Se sentó junto a la ventana abierta, se sacó los anteojos y los puso junto a la carta para el comisario de policía, sobre la mesa. Apoyó el caño del arma sobre el corazón y gatilló. Aún tuvo tiempo para apretar el gatillo para un segundo disparo, pero el arma quedó amartillada y el dedo sin fuerza... Quedó muerto, la cabeza reclinada sobre el pecho. Cuando Clotilde volvió, creyó que dormía, hasta que se apercibió del charco de sangre en el suelo... Al día siguiente, el cajón con su cuerpo era introducido por cuatro obreros municipales en el horno del crematorio de la Chacarita. Se cumplía la última voluntad de Lisandro de la Torre, expresa en la carta dirigida a mis "Queridos amigos": "Si fuera posible, debería depositarse hoy mismo mi cuerpo en el crematorio, e incinerarlo mañana temprano, en privado (...). Si ustedes no lo desaprueban desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el universo".
Epílogo limpio y coherente, como creyó que debió ser toda su vida. Se había olvidado que la mucha razón envenena el alma, sobre todo cuando no se cuenta con el imprescindible antídoto del amor.
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pequeño recuadro al final de la crónica
"No nos falta valor para emprender ciertas cosas porque son difíciles, sino que son difíciles por que nos falta valor para emprenderlas". SENECA
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Revista Extra
10/1966

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