Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

La verdadera historia de Martins y Zenteno
Los dos hombres que transitan Paraná casi llegando a Rivadavia —en Buenos Aires— van enlazados en un diálogo que dirige, sin dudas, el más bajo. Viste un traje marrón oscuro, y el otro —camisa blanca, pantalón gris— debe inclinarse para escucharlo; es un hombrón alto, de espaldas cuadradas y pelo negro En la esquina de la antigua droguería La Estrella se saludan con gesto rápido. El grandote empieza a caminar rumbo a Callao; su acompañante cruza hacia los parquímetros de la plaza Lorea.
Son las 7 de la tarde del miércoles 16 de diciembre de 1970. En la vereda del teatro Liceo un canillita pregona las sentencias del caso Aramburu; hasta el momento es la más importante noticia del día.
El hombre de traje marrón esta ya frente al cuarto parquímetro. Entonces todo se precipita: seis tipos resueltos le cierran el paso contra un Peugeot blanco y lo derrumban en una tormenta de golpes. El hombre de la camisa clara no se ha alejado tanto como para no percibir el vértigo repentino que tratorna ese atardecer caluroso. Se vuelve. Desanda el camino y a golpes irrumpe en la acción. Son los zarpazos de un tigre los que voltean a dos de los intrusos; esa fuerza le sirve todavía para arrancar a su compañero del interior del Peugeot. Será, sin embargo, un gesto frustrado: de entre los seis alguien asesta un hábil, rotundo golpe de karate en la nuca morena de Nildo Zenteno. Ahora él y Néstor Martins yacen juntos dentro del coche que se precipita rumbo al Oeste; como escoltando esa fuga crepuscular, un Chevrolet negro los sigue a pocos metros. Ha salido desde atrás de la plaza, cerca de la playa de estacionamiento de la Policía Federal.


HISTORIA DE UN PORTEÑO. Néstor Martins, 33 años, casado, dos hijos. Toda la opacidad del lenguaje burocrático está presente en los pequeños afiches que exigen desde los muros: COLABORE. Ante el curioso que se detiene a leerlos aparece una fotografía gris, un rostro vago para ese hombre genérico que ha tenido el contratiempo de desaparecer 40 días atrás y cuyo paradero (es decir, el lugar donde para o donde lo paran y lo sientan, acaso lo golpean; tal vez donde yace) la policía declara que tiene interés en establecer. Lo que más inquieta al caminante inadvertido es justamente la generalidad de los datos; el estilo escueto tiene la virtud de recordarle que el secuestrado a la luz del día es un semejante, alguien como él.
Un porteño de Villa Urquiza, eso es Martins. En una cuadra de árboles altos y coposos —Altolaguirre entre Echeverría y Juramento— está la casa donde nació el 4 de enero de 1937 y donde vive todavía su madre, doña Alcira Cruz. Hijo único de una familia de clase media sin apremios económicos —el padre era contador— debió de ser, durante los años de escuela primaria, uno de esos chicos a los que todo se les da fácilmente. Buen alumno —generalmente el mejor—, hábil en los juegos y en los deportes, extravertido y amigo leal, el único elemento carismático que le faltó para liderar formalmente a sus compañeros fue la estatura. El Petiso Dinamita —así lo llamaban según el testimonio de un viejo carnet de recuerdos escolares— se convirtió entonces en el intelectual de su grupo, el juez de actitudes, el moderador de tensiones.
"Leía mucho, aprendió a jugar al ajedrez y se pasaba las horas armando y desarmando dos meccanos importados que le había comprado Ernesto, mi esposo; él quería inclinarlo hacia la ingeniería y en parte lo consiguió porque estuvo estudiando en esa facultad hasta la muerte de su padre. Después, abandonó". La voz de doña Alcira se quiebra evocando la niñez de Néstor. Cuando conversó con Panorama —el miércoles 20— acababa de emerger de una crisis nerviosa. "También estudió piano; le gustaba la música y nosotros quisimos orientarlo metódicamente." Iba al conservatorio de Bárcena y Echeverría, donde Carlota Tomé de Aiello, su antigua profesora, llora el rapto de Martins casi tanto como la madre.
A fines de 1949 un gran caserón cercano al chalet de los Martins se había poblado con nuevos vecinos: era el matrimonio Benito, cuyos hijos Ricardo y Jorge pronto se hicieron compinches de Néstor y lo llevaron a jugar a su casa. Allí iba a conocer a la hermana de sus amigos, Nora Haydée, con quien se casaría 12 años más tarde, el 14 de diciembre de 1961.
"Teníamos un patio muy grande, con hamacas y un rectángulo de arena. Néstor venía a jugar con mis hermanos y yo debí acostumbrarme a la compañía de los varones. Después vinieron los bailes del secundario, los poemas que Néstor me escribía; el noviazgo brotó naturalmente."
Nora habla con la convicción de que su marido está vivo, con la templanza necesaria para sostener un hogar con dos hijos: Javier, de 5 años, y Fabián, de 6.
"Al morir su padre ya éramos novios —recordó Nora—; Néstor tenia 18 años y estudiaba ingeniería, pero al poco tiempo desistió. Además, tuvo que empezar a trabajar." Primero fue empleado en la administración de Siam Di Tella; cuatro años después colaboró con Ricardo Benito, su futuro suegro, en un negocio de pinturas. "En 1960 ingresó a la facultad de Derecho de Buenos Aires y cinco años más tarde se recibió de abogado. Estudiaba de noche, después de trabajar, y cuando obtuvo el título ya teníamos un hijo y medio."
No son muchos los que recuerdan al estudiante Martins: era reformista, claro, aunque sin militancia; y como le tocó ser testigo del fraccionamiento de la izquierda, prefirió no integrarse a ningún grupo, porque tenía amigos en todos ellos.
Con el título en la mano, Néstor dejó por fin de vender pinturas. Se incorporó al estudio jurídico del doctor Mauricio Birgin, hasta que en 1967 pasó al bufete de Paraná 26 junto con Atilio Librandi. Desde su debut como abogado se interesó en la defensa de los presos políticos. En 1965, por ejemplo, asesoró jurídicamente a dos detenidos por el asalto al Aeroparque. Entonces denunció torturas contra los presos y consiguió que comparecieran ante el juez y sus defendidos casi un centenar de funcionarios de seguridad: los reclusos identificaron esa vez a una docena de ellos. En 1968 se incorporó al equipo de abogados de la CGT de los Argentinos, y un año después, al producirse la intervención de la central ongarista, lo llevaron preso.

NESTOR MARTINS PRESIDIARIO. "El 28 de junio de 1969 la CGT había preparado importantes actos de repudio a la visita de Rockefeller y al tercer aniversario de la revolución argentina" En su oficina de Belgrano y Perú, Mario Hugo Landaburu encendió un negro y siguió hablando, "Ese día mataron a Emilio Jáuregui, dos días después allanaron el local de Paseo Colón y fuimos todos presos: abogados, dirigentes sindicales, estudiantes y curiosos." Landaburu es colega y amigo personal de Martins. "En Devoto, Néstor era un tipo bárbaro; tan disciplinado que aprovechaba el tiempo estudiando matemática moderna. Le gustaba jugar al fútbol descalzo, al truco y al ajedrez. Se fijaba en cosas que parecen sin importancia, pero que allí son fundamentales, como la fiesta que me preparó para el aniversario de mi casamiento. Fue tan emocionante que me hizo llorar."
Rodolfo Galimberti, un joven militante peronista y camarada de presidio de Martins coincide con Landaburu: "Era un compañero increíble. En un rincón, sobre el catre, tenía una gran foto de Ongaro y varias de los jugadores de Independiente, del que era muy hincha. Además, tocaba la guitarra y cantaba bastante bien, principalmente la milonga El nene del Abasto y una que compuso él mismo: Jugátela por Ongaro".
En el cuadro de Villa Devoto, Martina se integró en el bloque de la CGT de Paseo Colón; había, claro, otros grupos: los de las distintas fracciones comunistas y algunos francotiradores sin partido. Sin embargo, mantuvo relaciones excelentes con todos. Cuando llegó detenido Marcelo Sánchez Sorondo, por ejemplo, los comunistas intentaron aislarlo, pero Martins fue el primero en estrecharle la mano. Eso no le impedía, desde luego, estudiar matemáticas con Azcoaga, el psicólogo marxista.
Al salir de la cárcel se encontró con mucho trabajo. Tres meses en el calabozo habían desequilibrado su presupuesto familiar y algunos juicios importantes lo aguardaban; entre ellos estaba la defensa de varios guerrilleros peronistas de Taco Ralo. La prisión, por otra parte, había deteriorado su salud. Abundaron desde entonces los ataques hepáticos y el corazón, que tenía una deficiencia (vulgarmente conocida como corazón de atleta), también quedó resentido.

POLLO CON ARROZ. A fines de 1970 los Martins se mudaron del departamento de dos piezas en Castelli y Bartolomé Mitre a otro más amplio, en Castelli 22, situado a media cuadra de allí. Simultáneamente Martins asumía la defensa de un grupo subversivo descubierto en Mendoza y vinculado a las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL). Empezaba el verano y los sábados y domingos se presentaban ideales para ir al club Comunicaciones con los chicos. Martins había adelgazado para ese entonces; necesitó comprarse dos trajes nuevos (uno gris y otro marrón) porque ya no tenía ropa que le quedara bien. Para colmo, a su mujer se le ocurrió verlo como un hippie y le insistió en que se dejara el pelo largo; eso lo hacía parecer más flaco todavía.
El 10 de diciembre Nora tomó un trabajo temporario —apenas por un mes en el Salón del Niño: todas las tardes iba allí con sus hijos "para que aprovecharan a jugar de lo lindo". Néstor pasaba con el coche a eso de las 8 ó 9 de la noche y todos volvían juntos a su casa.
El domingo 13, en lugar de ir al club, fueron a visitar a la madre de Martins. Llegaron a las 10 y la dueña de casa improvisó el plato favorito de su hijo: pollo con arroz. Néstor se sentó en el viejo piano y trató de enseñar el Himno Nacional a los chicos. Después durmió la siesta, leyó un par de revistas y a la tardecita se despidió. Desde entonces Alcira Cruz no volvería a ver a su hijo. En esa especie de rutina los Martins se deslizaban, sin saberlo, por el tobogán del destino hacia el miércoles 16.

ZENTENO, EL HOMBRE EXPUESTO
Nildo Zenteno Delgadillo (37) nació en Oruro, Bolivia, y hacía 29 años que vivía en la Argentina. Ese largo afincamiento, subrayado por su carta de naturalización, no sirvió sin embargo para arrancarlo del mundo marginal de la villa. Como otros bolivianos, como muchos argentinos llegados del interior del país, debió resignarse a recalar en un barrio de emergencia, la "Ciudad Oculta". Allí, al costado de los mataderos que flanquean la avenida del Trabajo, en la Capital, la vida nunca fue fácil para la familia Zenteno: cada hito ganado al progreso —aguas corrientes, luz eléctrica— implica una lucha absurda, ardua. Quienes la emprenden —Zenteno fue uno de ellos— asumen el perfil de un líder sin poder: los más débiles los siguen para sumar sus cuerpos y voces en las antesalas municipales; a regañadientes muchos aportan un peso para crear un fondo común que subvencione los gastos generales. Otros ni siquiera lo hacen. Para la mayoría sólo cuenta el azar, sin duda, un gestor inapelable.
Seguramente Zenteno debió sentir que no podía desertar de esa región; con todos sus males, aquel páramo donde ya habían trazado calzadas angostas, era suyo y de su familia —una mujer y tres hijos—; modificarlo de a poco constituía un destino, transformándolo se trasformaba él mismo. Con todo, ese empeño no alcanzó a convertirlo en hombre político; a lo sumo fue un caudillo doméstico, capaz de golpear la puerta de un vecino y sacudirle la modorra para enfrentar el día. Es probable que nadie como Elba Rosa Ochoa de Zenteno (33) sepa recapitular los días de ese hombre: "Mi viejo —dice, refiriéndose al marido— fue siempre un trabajador incansable. Antes de vivir aquí, en la villa, habíamos estado en Lugano, y antes en Merlo; Nildo fue querido por aquellos vecinos tanto como por éstos. En ese entonces, le hablo de cuando nos casamos, hace trece años, él era oficial de carpintería. Después fue obrero del calzado. Y nunca tuvo líos con los patrones ni se metió en política; esto quiebro que se sepa muy bien para que no nos manchen con colores que no tenemos. Porque por ahí andan diciendo que somos comunistas; una vergüenza. Mi viejo jamás quiso transar con los sindicatos, le repito, no quiso meterse en política. ¿Por qué entonces nos vienen ahora con todo eso?"
La mañana del miércoles pasado, sentada en la reducida pieza que sirve de living y comedor, Elba Rosa no podía disimular su desconfianza hacia los periodistas. Sin embargo, esa actitud —hosca al principio— fue cediendo frente al imperativo de la memoria. En tanto controlaba a sus chicos —Silvia, Nelson y Mirta Noemí, entre los 5 y los 12 años— hilvanaba la historia del marido. A veces, Nelson interrumpía ese reencuentro preguntando: "¿Y cuándo vuelve el papá?" La respuesta era vaga entonces. Elba no podía traducir su fe en palabras fáciles y regularmente una orden mínima, un encargo doméstico intentaba separar de la reunión a los hijos.
Al rato estaban de vuelta, rodeando la mesa donde señorea una pecera rústica con cuatro mojarras coloridas. Resignada, admitió: "Nelson es el preferido de su padre y quiere que cuando grande estudie electrotécnica. Las nenas van a ser maestras; eso es lo que quiere mi viejo. El mismo hubiera estudiado, pero su padre murió en la guerra del Chaco cuando Nildo apenas tenía 7 años. La madre volvió a casarse y él se fue de la casa; mire si sería loco... Se vino para Buenos Aires con una familia y más tarde, creo que andaba por los 12 años, volvió a Oruro a visitar a la madre. La visitó dos veces; la segunda vez tenía 18 años y se quedó allí para cumplir el servicio militar. Pero Bolivia ya no le importaba, su país era éste y no había nada que hacerle. Entonces se hizo argentino".

LA NOCHE MAS LARGA. Elba y Nildo se conocieron hace más de una década: "Mi hermana Adelina —narró— tenía una amiga boliviana y esa amiga insistió para que fuéramos a bailar al Centro Boliviano porque se celebraba una fiesta patria, y yo me acuerdo que no tenía muchas ganas de ir, pero Adelina estuvo bien y me convenció y fuimos. Bueno, en la fiesta estaba Nildo y bailé con él toda la noche. Un año más tarde nos casamos".
Es fácil presentir que debió ser aquella una noche fugaz, precisamente tan fugaz como larga fue la noche del 16 al 17 de diciembre: "Desde hace años veníamos trabajando muy bien porque Nildo, usted sabe, tiene aquí en el patio su taller; él arregla radios y televisores, pero tuvo antes que estudiar un par de años en clases nocturnas, y así, a Dios gracias, las cosas no se nos daban del todo mal. Pero fíjese cómo el Diablo —porque esto es cosa del Diablo— mete la cola y nos enrosca y no nos suelta: Nildo no era de pelear, aquí en la villa le puede preguntar a cualquiera. Pero un día, hará cosa de dos meses, él y su ahijado Teodoro Cóndor se toparon con un delincuente —porque después supimos que era un delincuente— y palabra va palabra viene, vuelan las ofensas y mi viejo es muy hombre y seguramente le pega y le marca un poco la cara de un puñetazo, pero cosa de nada; sin embargo el otro va con eso y lo muestra a la policía y dicen que es una lesión. Será una lesión, yo no lo niego, ¿pero qué iba a hacer el Nildo?"
Los pobladores de las villas de emergencia son víctimas habituales del celo policial; no es ése, sin embargo, el caso de Nildo Zenteno: presidente de la comisión de barrio, tesorero de esa junta y hombre de cultivar amigos, desconocía las comisarías hasta el momento de ese altercado. Es así que los pasos posteriores constituyen la rutina de un expediente menor: querella por lesiones y consultas inmediatas a un letrado competente.
La futilidad puede encontrarse a poca distancia de la tragedia; el tiempo y el espacio que las separa son a veces irrisorios. En la vida de Nildo Zenteno, la causa menor —esa gresca con un delincuente— obrará de detonante. Zenteno conoce, por haberlo frecuentado, al abogado Atilio Librandi (53), que atiende los fueros comerciales. La relación entre ambos se origina en la Federación de Villas —un organismo que presiona para conseguir mejoras sanitarias y servicios en las villas miseria—, de la que Librandi es abogado. Al momento de la causa instruida contra Zenteno y su ahijado Cóndor, Librandi lo deriva a su socio Martins y es así como queda sellada la suerte. El encuentro con Néstor Martins en Tribunales, el 15 de diciembre por la mañana, parece feliz; cuando Zenteno vuelve a su casa le comenta a su mujer: "El doctor es un muchacho macanudo, me trató como si nos hubiéramos conocido de toda la vida". En el exiguo término de treinta y seis horas —desde el martes 15 hasta la tarde del miércoles 16— se enraíza su confianza: "El doctor Martins me va a sacar de ese lío, vas a ver", le confesaría a Elba.
Obviamente no fue así; pero no estaba en juego la habilidad de Néstor Martins. Sumida en la expectativa, cargando más que nunca quizá con la cotidianidad de la vida en la villa —el zumbido de las moscas y el olor del matadero no cesan nunca—, Elba se deslizó hacia esas horas como arrastrada por una manía recurrente: "La tarde del 16, mi viejo trabajó como todos los días, pero a cada rato me recordaba que a las seis tenían cita él y el ahijado en el estudio del doctor Martins. Y así y todo se le hizo tarde, se bañó a las disparadas y yo le cebé unos mates también a las corridas. Y ahora vea si no tengo razón cuando digo que el Diablo se metió en esto: Nildo tenía que encontrarse en Paraná y Rivadavia con el ahijado, pero el muchacho llegó tarde y se desencontraron. Si hubieran estado juntos, Teodoro quizá se metía y le decía al padrino que no convenía intervenir ... Pero, en fin, no fue así. Entonces mi viejo besó a los chicos y salió disparando para no perder el colectivo. Y yo me acuerdo que le alcancé el saco y él me dijo no voy a llevarlo que hace calor.
Vi cómo se iba por este callejón. Bueno, fueron corriendo las horas, y serían más o menos las ocho cuando pensé que tardaba un poco y me dije, bueno, que llegue a las ocho y media, o nueve no es demasiado raro. Hasta ahí yo seguía tranquila, pero a las nueve golpean la puerta y veo la cara de Teodoro que se asoma por esa ventanita y me dice que el padrino y él se desencontraron. Le dije entonces que me parecía raro que mi viejo se demorara y Teodoro se quedó a hacerme compañía un rato. Así estuvimos hasta las 10 y yo ardía de impaciencia, más que, ya le dije, el Nildo no es de dormir afuera. A medianoche estaba desesperada, pero al fin me dormí y cuando me desperté —serían la una— estaba sobresaltada y pensando en desgracias. Entonces salí de casa y fui hasta lo de una sobrina que vive acá no más y con el marido de ella nos llegamos hasta las comisarías 12ª y 48ª para preguntar si ellos sabían algo del Nildo. No, no sabían nada, claro, y volvimos a la villa como locos. El único consuelo eran los chicos y con ellos nos entretuvimos más o menos toda la noche.
"Al día siguiente, que fue jueves 17, me fui temprano a Tribunales para ver si a mi viejo lo habían detenido para prestar declaraciones o alguna de esas cosas. Fui a ver al juez que estaba sustanciando la querella pero él me dijo que no había ninguna orden de detención contra mi marido ni contra Teodoro, y eso, fíjese, primero me tranquilizó, pero en seguida me puse peor, porque si no estaba detenido ¿qué otra cosa había pasado?"

LA HORA DE LOS BRUJOS. Ese mismo día, desde un bar próximo a plaza Lavalle, Elba Rosa de Zenteno telefoneó al estudio de Librandi. Le dijeron que casualmente tampoco el doctor Martins había dormido esa noche en su casa: "A mí el mundo se me vino abajo". Las secuencias posteriores al reconocimiento de la mutua desaparición mucho se parecen a una pesadilla. Sólo dos días más tarde los diarios publicaron la noticia del suceso. Para entonces, Nora Haydée de Martins había denunciado, junto al abogado Librandi, en la comisaría 5ª, la desaparición de su marido. En las veinticuatro horas siguientes cumplirían otra formalidad: ante el juez Esteban Vergara presentaron recursos de habeas corpus sin obtener ningún resultado. Quedaba agotar las búsquedas por hospitales y sanatorios, tender conexiones entre amigos y parientes, remover cielo y tierra si eso fuera posible.
Ante la impotencia, Elba Rosa, en su caserío de Mataderos, apela a las fuerzas más próximas, menos objetivas, es cierto, pero acaso capaces de nutrir su resistencia: los magos, las gitanas andariegas, los santones y videntes. Desesperada, visita a Tibor Gordon en su campamento de Pilar: "Y el hermano Tibor me dijo: Quedate tranquila, tu marido vendrá; tené fe. Pero hay que ir tres días seguidos, yo fui un domingo; el domingo siguiente llovió y no pude ir... así que no sé qué habrá de suceder". Cerca de la villa merodea la gitana María, un cuchicheo firme y lleno de respuestas. "Tené fe —me dijeron ellas—, tu marido está vivo y lo tienen en un lugar donde además hay una mujer; él volverá." Esa similitud de presagios casi monótonos repiquetea en la conciencia de Elba y le endurece la piel contra ciertos asedios políticos; para ella tiene ahora más validez el desafío de la gitana María que doscientos hombres de la Policía Federal tras el rastro de su esposo: "Cuando la gitana terminó su visión, me dijo: y si esto que te digo no es cierto, escupirle en la cara no más. ¿A usted no le da fuerza una seguridad semejante?"

EL DIA PARALELO. El miércoles 16 de diciembre no fue un día anodino; amaneció caluroso y un cielo colorido señoreó sobre Buenos Aires. En su departamento de Once, los Martins se levantaron a las siete y desayunaron con té y pan y manteca mientras los chicos dormían. Nora nunca los despierta temprano en tiempo de vacaciones. Esa mañana no reinó la elocuencia en la mesa; apenas asuntos de rutina, horarios, combinaciones de tiempo afines a todo matrimonio: "Hoy vuelvo antes de las dos de la tarde", dijo Néstor en algún momento. Nora pensaba en la cocina: "Mirá que voy a preparar pollo con arroz, así que no vengas tarde". Néstor volvió a la una y veinte, fue puntual, y antes de dormir la siesta se comprometió para ir a buscar a los chicos al Salón del Niño. Lo haría a las ocho y media de la noche, es decir, nunca.
Bajo el techo de cinc de su dormitorio, Nildo Zenteno durmió bien esa noche; con el ventilador a los pies de la cama el calor fue tolerable. A la mañana se desayunó con mates, pan, y un poco de factura que Elba terminaba de traer de la panadería. Comentaron el asunto de la querella pero con humor triunfal. Después, Nildo salió al patio y se arrimó a la mesa donde esperaban tres radios y dos planchas con resistencias quemadas, Las nenas jugaban a dialogar como señoritas y Nelson dormía con cara enfurruñada; Elba se acercó tres veces a espantarle una mosca que se había colado a través de la cortina de varas. Más tarde baldeó el patio y empezó a preparar los churrascos para el mediodía.
A las 15.30 Martins ya estaba jugando un primer partido de pelota a paleta en una de las canchas del club Comunicaciones. Media hora después ingresaba a la pileta: un par de largos para ablandar los músculos y, de inmediato, reposo y charla liviana con los amigos de deporte. Una hora después abandonaba la sede de la avenida San Martín y piloteando su Renault 850 alcanzaba a llegar a Tribunales para enterarse de la esperada sentencia del caso Aramburu. Allí dialogó con algunos colegas y Panorama lo vio conversando con el abogado Eduardo Luis Duhalde. Sobre el final del juicio, un cúmulo de acontecimientos caldeó los ánimos en los pasillos del Palacio de Justicia: llantos de la madre del implicado Carlos Maguid, ladridos de los perros de la custodia policial, corridas de la guardia de infantería tras los periodistas en la plaza Lavalle, En medio de ese fragor, Néstor Martins dejó el lugar recordando acaso que Zenteno lo esperaba a las seis menos cuarto. Eran las 17.30: Nildo trepaba a un colectivo atestado de pasajeros en la esquina de la avenida del Trabajo y Tellier. La mujer no le había dado el saco. Néstor ponía en marcha el motor del Renault. Un malestar repentino —quizá de origen hepático— le trastornó el semblante. Una vez en el estudio, Agustina Leonor de Pinalli, secretaria de Librandi, le preguntó si se sentía mal. Néstor le dijo que sí, que estaba muy mal.
—Sería conveniente que se hiciera revisar, doctor.
—Me parece que se trata del hígado, Leonor.
—¿Comió mucho hoy?
—No; un poco de pollo con arroz.
—Tiene que cuidarse. Es usted muy joven todavía.
Minutos después, Zenteno se ubicaba en la salita de espera enfrentado al autorretrato de Gauguin que cuelga en la pared verde claro. Las agujas del reloj trepaban hacia las siete de la tarde; momentos antes Zenteno salió al hall; Néstor tomó el teléfono y llamó a su madre: "El domingo volvemos a verte, mamá", prometió. Antes de salir tomó dos carpetas celestes, saludó a Leonor; en el vestíbulo se topó con Zenteno y bajaron juntos. Eran casi las siete y en la calle se respiraba un aire de verano. Los hombres caminaron hasta la esquina, enlazados en un diálogo.

"YO LO VI TODO." Dos días después de esa tarde, una llamada anónima fotografió el secuestro por primera vez. Se trataba de una voz de mujer joven, ansiosa. Sin embargo alcanzó a narrar una parte del suceso y remató su comunicación telefónica de la misma manera con
que la había iniciado: "Yo lo vi todo", dijo. Quien escuchaba era la secretaria Leonor de Piñal li en el despacho del abogado Librandi. Curiosamente, nadie dudó de la veracidad del testimonio y cuatro días después el primer testigo presencial del secuestro visitó el estudio. Ofelia Martínez (27) vive en una pensión de la calle Julián Álvarez; su compañera De pieza es Thelma, una niña de 4 años, la hija con la que va a todas partes. Cuando le preguntaron por qué no se presentó de inmediato, confesó que antes debió superar los escollos del miedo "por la nena, le podría suceder cualquier cosa", afirmó. Razones tenía para dudar.
Unos días después de su denuncia, la visita de un desconocido llegó al hotel de Julián Álvarez. Eran las horas en que Ofelia Martínez estaba en el trabajo. Extrañamente, el visitante dejó en manos de la pequeña Thelma una muñeca sonora. Lo amenazante de la intrusión anónima estriba en que el portador del obsequio penetró en la habitación de Ofelia y permaneció allí con la niña, enseñándole el manejo y funcionamiento de la muñeca. Thelma aprendió a hacerla llorar, reír; el desconocido entonces desapareció. Acaso se tratara de una intimidación elíptica: ¿significaba que así como habían podido entregarle una muñeca resolverían en otro momento irse con la hija?

POLITICA Y DELITO. Desde el momento en que se conoció la desaparición de Martins, un amplio movimiento de protesta comenzó a tomar cuerpo: los primeros en agitar fueron los abogados. Muchos entienden que se trata de una intimidación dirigida a los profesionales en su conjunto para vedarles un campo de acción: la defensa de presos políticos. El amplio hall de Tribunales escuchó arengas y se pobló de volantes. La onda expansiva pronto llegó a todos los amigos del abogado, quienes improvisaron un acto frente al Palacio de Justicia. Allí estaban también Raimundo Ongaro, Jorge Di Pasquale, los letrados de la CGT de Paseo Colón y otros dirigentes peronistas. La izquierda se presentó notoriamente portando estandartes y cartelones que rezaban Partido Comunista, Frente de Agrupaciones Universitarias de Izquierda, Liga Argentina por los Derechos del Hombre, y otros.
"Yo me dije: si siguen así, a este muchacho le cuelgan el sambenito de bolche y lo pierden. Y me presenté a una reunión en la Asociación de Abogados convencido de que mi deber era ampliar el espectro político de la protesta." El aramburista Héctor Sandler explica así su participación en las movilizaciones y en la Comisión Promotora por la Vida y la Libertad de Martins y Zenteno. Comparte esas responsabilidades con un puñado de peronistas, radicales y marxistas de distintas cofradías.
Para Rodolfo Galimberti, joven peronista, el cuadro era casi similar: "Por momentos da la impresión de que a Néstor lo quieren afiliar al Partido Comunista ahora que está secuestrado. Es un poco triste el espectáculo que dan algunos grupos; quieren ponerle un sello al dolor".
Que las presiones en sentidos contrarios existen, quedó demostrado con una carta abierta a los secuestradores suscripta por el cura párroco Juan Moglia, que atiende una capilla cercana a "Ciudad Oculta". En ella sólo pedía la libertad de Zenteno y el tono de la nota parecía sugerir que tal vez Martins fuera culpable de algún pecado que merecía el rapto.
Pero los delincuentes no respondieron. Los únicos signos de contestación fueron dos comunicados, probablemente apócrifos. El primero apareció el 29 de diciembre y lo firmaba un extraño Comando Libertad: aseguraba que Martins y Zenteno habían sido muertos "y sus cenizas lanzadas al viento". El tono agnóstico parecía deliberado, como si se buscara enfrentar al liberalismo con la izquierda y los peronistas. La razón del ajusticiamiento invocada por los presuntos gorilas era la desaparición del general Aramburu y la supuesta vinculación de Zenteno Delgadillo y su abogado con "las oscuras fuerzas del comunismo". Para completar la mise en scéne terminaban amenazando de muerte al juez Enrique Ramos Mejía y a los abogados Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde y Mario Hernández, actores todos del proceso por el secuestro y muerte del ex presidente provisional.
La otra esquela la firmaba MANO, la organización que se adjudicara el frustrado secuestro de un cónsul soviético en abril pasado. Según ellos los dos desaparecidos estaban vivos y los soltarían cuando "terminaran de interrogarlos".

INCOGNITAS. Por último, no parece quedar más que preguntas sin respuestas. ¿A quién atribuir el secuestro de Martins y Zenteno? ¿Qué razones tuvieron para planearlo y ejecutarlo? ¿Cuál ha sido la suerte de los dos desaparecidos?
Las hipótesis que se barajan son numerosas. Para el abogado Hugo Landaburu "estamos ante un nuevo caso Vallese. Martins no tenía enemigos políticos porque no tenía coberturas facciosas. Sólo puede suponerse culpables a las fuerzas represivas, a las que Néstor siempre se esforzó por arrancarles sus presas".
Atilio Librandi, el socio de Martins, coincide con la apreciación de Landaburu: "Hay aparatos estatales y paraestatales que son anteriores a los mismos gobiernos; aquí también opera la idea del producto enajenado que se llega a enfrentar a sus creadores. Como el aprendiz de brujo, a los poderes que no se basan en la legalidad y la democracia, la fuerza que los origina termina por escapárseles de las manos".
La dureza de las opiniones cede a la hora de los pronósticos. Hay, es cierto, un escepticismo generalizado respecto de la suerte de los desaparecidos. Pero nadie quiere admitir una definición fatal. De alguna manera, hacerlo significaría bajar los brazos.
El débil corazón de Martins, sin embargo, obliga a computar definiciones temibles. Quienes piensan así no descartan que esta grave aventura haya condenado al joven abogado. En ese caso, la suerte de Zenteno también estaría jugada.
Más allá de estas lucubraciones, más allá también de los pálpitos y sortilegios de gitanas y hechiceros, la suerte de dos hombres subraya un interrogante dramático: ¿es que el terror no quiere dejar a la Argentina?
Rodolfo Rabanal
Jorge Raventos
PANORAMA, ENERO 26, 1971

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