Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Publicidad: los tatarabuelos del shock
Oscilando entre la ingenuidad y el desparpajo, los anuncios y campañas promocionales, aparecidos en el país hasta las primeras décadas del presente siglo proponen una divertida retrospectiva. Una selección de los avisos más curiosos, publicados en diarios y revistas locales, desempolva símbolos y valores de una época lejana

La publicidad gobierna al mundo: desodorantes, presidentes, calditos concentrados, partidos políticos, mayonesas, ministros, automóviles, quesos, lavarropas, subsecretarios y flanes necesitan y usan la publicidad, reina indiscutida de la sociedad de consumo. "¡El capitalismo ha muerto! ¡Viva el consumismo!", ha dicho un directivo de la National Sales Executives, citado por Vance Packard en 'Las formas ocultas de la propaganda'.
La investigación motivacional —conjunto de técnicas psicológicas encargadas de hurgar en las entretelas del alma de los consumidores— demostró que la gente no siempre elige aconsejada por la razón: por el contrario, les depth boys (muchachos de la profundidad, nombre que, junto con el más familiar de reducidores de cabezas reciben estos investigadores en USA) llegaron a la conclusión de que la gente compra o deja de comprar guiada por insondables y tenebrosas motivaciones inconscientes. Para ello, nada mejor que las encuestas de mercado: ellas sirven por igual para averiguar el futuro de un salamín en la provincia de Córdoba o para indagar, digamos, cuántas señoras de Topeka, Kansas, entre 20 y 41 años, hubieran votado por Richard Nixon si éste tuviera bigotes.
Con estas depuradísimas bases técnicas, los publicitarios elaboran
luego los avisos que se dispersan en los medios de comunicación; especialmente, el video. Claro que al finalizar una jornada, es probable que el atribulado destinatario de semejante artillería, desasosegado por la lluvia de incitaciones al consumo, dude entre correr a abrir una cuenta al 24 por ciento, fumarse un largo con filtro, ponerse un tigre en el tanque y cambiar de marca de dentífrico (dejando el que está usando y adoptando uno con simpaticola en los triángulos violetas, alegrina en los verdes, sonriol en los grises y X-69 en los azules). Puede no hacer nada de eso (o todo a la vez) pero siempre le faltará tiempo para comprar una lustradora con luz de mercurio y palanca al piso, atracarse de margarina o gastar de una vez por todas los 74 metros, en meditación y soledad.
De todas maneras, nadie duda que la moderna publicidad desplazó, en parte, a las ondulantes modelos, reemplazándolas por rondas catongas de niñitos que estremecen las fibras más reacias del espíritu con sólo mencionar la marca de una mayonesa, la ternura de un banco, o sugiriendo cómo realizar las mejores inversiones. "Parece natural: después de tanto sexo, vinieron los chicos", suele bromear un conocido publicista porteño.
Claro que al margen del sexo y la ternura —dos tremendos motivadores— la publicidad suele crear fuertes condicionamientos culturales: así, por ejemplo, hay quienes asocian instantáneamente a la Gioconda con el dulce de batata, a Adler —el célebre psicólogo— con queso para untar, y a Borges —el escritor— con tesoros, combinaciones y cajas de acero. Pero son insignificantes coincidencias. La publicidad gobierna al mundo. Que es, claro, un slogan creado por la publicidad.
Pero si hoy, con las armas del sexo, la investigación motivacional y las encuestas, resulta difícil vender, ¿qué habrá que decir de aquellos candorosos anuncios de antaño, que pignoraban esclavos, buscaban amas de leche, exaltaban restauradores de cabellos, vendían trabucos y pistolas, terrenos altos, agua nupcial, depiladores y hasta abanicos art-nouveau? Tal el aviso que don Lázaro Costa insertaba en Caras y Caretas, el 24 de enero de 1903: "La casa de Lázaro Costa y Cía. a sus clientes les obsequia con este abanico de beldades. Hay que tener cuidado al abanicarse, pues las varillas pueden lastimar el corazón''. Inmediatamente debajo (sin duda para las distraídas con el manejo del letal abanico), don Lázaro recordaba delicadamente su otro ramo profesional con este texto: "Por 200 pesos, un correcto servicio fúnebre a 4 caballos con todos sus accesorios, pudiéndose modificar este servicio a satisfacción del interesado".

NEGRAS DE OCASION, VENDO
Cuando nadie pensaba seriamente en preguntar si se quería a la Argentina (en realidad, faltaban aún 9 años para que naciera) el que tuviera 800 pesos podía realizar pingües negocios, tales como comprarse una familia completa. Una edición de El Telégrafo Mercantil de 1801 anunciaba que "Doña Josefa Carballo quiere vender a 2 esclavos suyos, marido y muger, con una hijita de pechos como de edad de 1 año en 800 ps. libres de escritura y alcabala, mozos, sanos y libres de todo vicio: el marido en 350 ps. y la muger con la hijita en 450 ps. y esta es costurera, lavandera y planchadora".
Treinta años después, en 1831, El Lucero anunciaba: "Se vende un criado de 26 años llamado Saturnino, criollo y oficial albañil y es de a caballo. El que guste comprarlo vease con su amo que vive en la calle de Potosí núm. 196".
Incluso 18 años después de abolida oficialmente la esclavitud la compra-venta de personal florecía en todo su esplendor. Por eso algunos se tomaban las de Villadiego y entonces aparecían avisos como éste, que publicó El Lucero en 1829: "Se ha huido un negrito de edad de 13 a 14 años, del partido de Morón, llamado Juan, sus señales son: regordete, cara redonda, renegrido, vestido de campo, con chiripá, poncho y calzoncillo. El que lo encontrase podrá avisar o entregarlo, calle de la Victoria, panadería de D. José López, que será gratificado separado de los costos".
Claro que hay anuncios que hacen sospechar que algunos —o mejor, algunas— no sólo huían de la esclavitud, a juzgar por el interés que ponían sus ex amos en recobrarlas. Y si no véase este aviso que publica Grito del Sud en 1812: "A D. Juan Tomas Coguet, maestro oribe, y clavador, que vive calle derecha del costado de la iglesia de San Miguel en un cuarto de la casa del presbítero D. Domingo Cano se le huyó una negra de su propiedad, llamada Felisarda, hace cinco meses, de edad de 14 á 15 años, de mediana estatura, gruesa, hocicona, color fulo y con un diente doble en la parte inferior. Ofrece dos onzas de oro al que se la lleve y algo más según lo merezca el trabajo de su aprensión".
No todas, claro, tenían la suerte de Felisarda, que a pesar de su color fulo y su diente doble ofrecían por ella dos onzas de oro. A algunas no las querían ni regaladas: "En la casa de Egercicios se halla una morena llamada Francisca, buena cocinera y de excelente servicio, pero que necesita corrección. La persona que quiera tomarla, puede acercarse a la casa Nº 8 calle de Suipacha" (El Lucero, 1831).
Eran tiempos felices, ignorantes de la leche en polvo, condensada y del mismísimo biberón. Si la mamá no podía criar al hijo, insertaba un aviso como el que aparecía en El Lucero (1829): "Se desea conchavar un ama de leche, de buenas costumbres y sana". O simplemente buscaba en la sección Amas de leche ofrecidas donde florecían ejemplos como éste: "Al público: Ama de leche, una señora italiana, a quien se le murió un hijo de dos meses se ofrece" (El Progreso, 1853). Algo más abajo, otro ofrecimiento: "Ama de leche se ofrece una muy buena, recién parida y joven, de nación francesa".

ADIOS A LAS ARMAS
Por supuesto, no todos eran avisos laborales. La incipiente publicidad del siglo XIX conocía ya la honda preocupación de los argentinos por el cuidado exterior de sus cabezas: "Restaurador de cabello De Rossetter. Devuelve al cabello cano su color natural. No es un tinte y no contiene aceite. Reemplaza perfectamente a las pomadas. Quita la caspa y demás impurezas de la cabeza. Hace crecer y fortalecer el cabello y le da el lustre y vigor de la juventud (La Pampa, 1873).
El afán por mantener cabelleras lozanas no impedía que los porteños derramaran sobre sus testas ciertos hidrocarburos —como el Petróleo Gal—, un viscoso menjunje comparable a cierto multigrado especial para camiones. El proceso inverso —eliminar pilosidades de lugares indeseables— podía lograrse mediante innumerables procedimientos; uno lo ofrecía el Depilatorio Martins, publicitado en la revista P. B. T. (circa 1905) por una modelo gorda y enmascarada, con los brazos lampiños y cruzados como los de La Momia. El texto argumentaba: "Próximas las fiestas de Carnaval, no olvidéis lo feo que es mostrar el vello. El Depilatorio Martins lo evita. Su efecto es instantáneo e infalible sin dañar el cutis en lo más mínimo, siendo muy útil para las señoras y señoritas que tengan vello en el rostro o en los brazos".
Además del cuidado personal, por entonces también se valoraba el dinero. La maratón de desposeídos que corre hoy tras un préstamo puede consolarse con un aviso de El Lucero (1829): "Se necesita 6000 pesos por seis meses, pagado el 2% y se hipoteca una casa junto a las Catalinas que vale 3000 pesos metálico y una chacra cerca del puente de Barracas que vale 7000 pesos papel. Ocúrrase a Francisco Lavalle y Cía. calle de Potosí Nº 36".
Por lo visto, las motivaciones del público no se alteraron demasiado a través de los años. Claro que las circunstancias del momento regulaban las apelaciones publicitarias. Por ejemplo, un aviso que de no haberse publicado en 1873 hubiese tenido hoy una fuerte connotación política es el que rezaba: "Con música y sin bombo JP vende terrenos altos", que insertado en La Pampa, daba idea del furor del boom inmobiliario. El mismo anuncio invitaba más adelante: "Tren gratis —lunch y cerveza— tendrán todos los domingos este verano los compradores de terrenos en la Estación Banfield, situada entre Lanús y Lomas de Zamora, pues seguramente daremos remates semanales ¡Ojo!. . Títulos garantidos y gratis. Alerta pobres y ricos".
Pero en la historia íntima de las transacciones, nada alcanza el áspero misterio de los avisos de armas que inquietan las páginas de los diarios desde los primeros días del siglo pasado: "Pistolas hay de venta en la calle del Restaurador Rosas, número 124" (Diario de la Tarde, 1840). "Espadas baratas para oficiales. Las hay en la mercería del As de Bastos, Plaza de la Victoria N 84" (El Progreso, 1853). "En la calle Federación, corralón núm. 271, se ponen los fusiles a raya, para que tengan el mismo alcance que los rifles" (ídem).
Estaba muy lejos aún el dulce mundo de los radiorreceptores transoceánicos, de los sistemas de audio y del impagable cassette. Pero en 1899, el señor Lepage, desde las páginas de Caras y Caretas, prefigura la despreocupada sensualidad de la belle époque: "El Teatro en casa con los Nuevos Gramófonos que cantan y hablan en alta voz y reproducen los sonidos. Desde $ 55 con cilindros. Para el que compra un gramófono el aburrimiento se hace imposible, en casa, en el campo, en les baños, pues cuando lo desea podrá oir las mejores óperas, canciones, bandas militares, orquestas, monólogos, etc., etc. Enrique Lepage y Cía. Bolívar 375 Bs. As."
Claro que no todo estaba por perfeccionarse. La burocracia, por ejemplo, estaba bastante adelantada: "Aviso Oficial. Desde la publicación del decreto del 23 de mayo de 1831, los caballos del estado que antes se llamaban Reyunos, ya que no ha podido ni puede dárseles este nombre, pasarán a llamarse Patrios" (El Lucero, 1831). Es más; quienes hoy se espantan frente a la agresividad argumental de ciertos anuncios que sugieren abonar en término los impuestos, seguramente ignoran qué tipo de advertencias se esgrimían hace 120 años: "Cuerpo de Inválidos e Inútiles. La comisión pagadora avisa a los individuos de estos cuerpos se sirvan concurrir a percibir sus haberes de Marzo hasta el día 25 del corriente por tener que cerrar la cuenta" (El Progreso, 1853).

SALUD, DINERO Y AMOR
Al promediar el siglo XIX ningún habitante de Buenos Aires vivía como hoy, acosado por los fantasmas de la hipertensión arterial y la arterioesclerosis, ni necesitaba atosigarse de pastillas y gotas. Con sólo ir a la peluquería y hacerse succionar la sangre por las eficaces sanguijuelas —con la misma simplicidad con que hoy se aplica un fomento— resolvía el problema. Para mantener el stock de las hemofílicas y voraces criaturas, El Progreso anunciaba en 1840: "Sanguijuelas hamburguesas: se ha recibido una partida de superior calidad y se venden a un precio más acomodado que en cualquier otra parte por mayor y menor: también se aplican a precios cómodos; ocúrrase calle La Merced numero 72, barbería frente al café de Los Catalanes".
Pero no se piense que los nativos estaban con ello libres de flagelos. Si no véase la horripilante lista de enfermedades que prometía curar Eduardo Salas. Con el título de "Avisos Nuevos" lo publicaba el Diario de la Tarde en 1840: "Importantísimo a la Humanidad. Todos los incurables o dejados de los médicos, sea del mal que fuere (a excepción de tísicos, o hidrópicos ya inveterados), los demás sean de pujos, evacuaciones, lombrices, epilepsia o gota coral, ahogos, arestín o lepra, mal de San Lázaro, lamparones, aire perlático, dolores reumáticos, llagas interiores o exteriores, detenciones de regla, flua blanco y señoras que no tengan sucesión, vómito de sangre o vómito por erudenes de estómago, mal venéreo, etc. O sea en la enfermedad que fuere, viéndose con Eduardo Salas o con su hijo José Vicente, hallarán remedio para sus males (como lo han hallado un sinnúmero de enfermos desahuciados) en la calle Cangallo número 498, de la Plaza Nueva o de las Artes, siete y media cuadras para el campo en la última puerta de calle a la izquierda, a espaldas del Molino. Esta medicina se puede trasportar a los pueblos interiores o a los reinos estrangeros".
Pero a esta curiosa versatilidad de la clínica médica se añadían mágicas pócimas o atrevidos recursos tecnológicos, tales como "las píldoras de la Mandrágora del doctor Schenck (para indigestión y jaqueca)", el cepillo eléctrico del doctor Scott para el cabello, las placas eléctricas del mismo Scott "para curar los dolores del cuerpo", el elixir del doctor Pacard contra la tos, asma, bronquitis, fatiga y resfriados en general, la célebre pomada "para borrar las feas marcas de la viruela" que ofrecía la Botica de las Artes y ciertos lujos que se daban los habitantes de Buenos Aires, como el de contar con un célebre dentista que, según se publicitaba, había reparado si aparato manducatorio de los últimos Borbones: "Leymarie, médico dentista de los últimos reyes de Francia, condecorado con una medalla de honor por Luis XVIII, que ha egercido esta especialidad durante 30 años en París, y se retiró de la Francia por motivo de la Revolución. El Dr. Leymarie es el autor de una nueva invención que tiene por objeto arreglar una dentadura con resortes que jamás se gastan y conservan siempre su misma fuerza; este descubrimiento le ha valido la aprobación de todos aquellos que han usado de su feliz sistema. El saca muelas por medio del cloroforme y de este modo no causa el más mínimo dolor, empleándolo solo para las personas demasiado sensibles. Calle Esmeralda Nº 7, esquina a la Federación (en los altos)".
Pero en ningún rubro aguzó tanto sus dardos la publicidad de antaño como en los fortalecedores de la virilidad. Con la aterradora advertencia de "¡No arruine su vida de casado!" el Instituto Strongfort (nótese la bilingüe sugestión de fuerza del apellido) publicaba en 1931 uno de los más curiosos y divertidos textos que aludían a la cuestión: "Es un crimen casarse cuando se sabe que no se está capacitado físicamente. Esa niña pura está cegada por el amor que usted le inspira y no ve sus deficiencias. Ella lo cree un príncipe entre los hombres; ideal de masculinidad vigorosa. Ella se lo imagina como ejemplar esposo y padre de sus hijos. Y usted sabe que no está preparado, no se atreve a casarse en su actual condición física. El futuro se le presenta tenebroso, triste. Pero ¡anímese! Yo le brindo mi mano de amigo. Yo puedo ayudarle", decía Lionel Strongfort, un musculoso alemán autodenominado "El hombre perfecto y creador del Strongfortismo", una disciplina filosófico-muscular ideal para deprimidos, debiluchos, tímidos, gastados, doloridos, desanimados y edípicos.
Era un mundo candoroso, que se resistía a aceptar las teorías del subconciente, no hacía mucho formuladas por un oscuro médico vienés llamado Sigmund Freud. Faltaban 20 años para que llegase la televisión. Las imágenes, generalmente dibujadas, se inscribían en las estilizadas figuras del art-déco y del Baühaus, viñetas inocentes y gráciles, símbolos inocentes de un mundo que desaparecería, irremediablemente, en la gran hoguera de la Segunda Guerra Mundial.
Revista Siete Días Ilustrados
15.01.1973

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