Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

El barco de los niños
POR BERTA NORCÁN
En los riachos del Tigre se ven de cuando en cuando algunos navegantes solitarios que no aspiran a realizar una proeza, sino, simplemente, a gozar de la soledad. Se los distingue en que reman flojamente y, de tanto en tanto, alzan las palas del agua, como si quisieran secarlas al sol. Por un rato, abstraídos, mirando sin ver, se dejan llevar por la corriente. Parecen cansados, pero, en realidad, están pensativos, y más que a la deriva de la correntada, van arrastrados por el sereno huir de sus propias ideas. El remero solitario suele ser un hombre contemplativo, al que perturba el bullicio de los paseantes dominicales, irrita el disparo isócrono de los motores de las lanchas y alarma el oleaje ficticio que provocan a su paso las embarcaciones de mayor porte. Entonces, saliendo de su ensimismamiento, da unas remadas vigorosas y endereza el bote, que se balancea peligrosamente. ¡Adiós su ensueño! Reanuda el bogar, no así el hilo de sus pensamientos, que roto y desflocado ha quedado atrás, en la suave estela de la perezosa canoa.
Por un tiempo, el remero solitario boga regularmente, tan regularmente que parece un remero que se adiestra para una regata. Pero a él no lo acucia el afán de un triunfo deportivo; lo espolea, sí, la irritación que le producen las lanchas de paseo, los yates de lujo, las falúas rápidas en que viajan con inútil apuro los marinos de la Prefectura, todo, en fin, lo que altera la patriarcal serenidad del paisaje.
Ya se han alejado los importunos; las aguas recobran su placidez de siesta y, poco a poco, el remero va dilatando las remadas y haciéndolas más cortas, hasta que de nuevo se queda con las palas en el aire, como para secarlas al sol. Otra vez se deja llevar por la corriente: el bote va aguas abajo, mas su pensamiento remonta el río. ¿En qué iba pensando cuando pasaron esos excursionistas gritones? ¡Ah. sí! En Don Marcos Sastre. . .
El hombre sonríe al recuerdo remoto de sus primeros años de escolar, y la visión del libro de lectura, pobremente ilustrado, sustituye al panorama presente de las islas, como el tul de un visillo intercepta la luz del sol.
Don Marcos Sastre. . . "El Tempe Argentino". . . Desde niño hasta la edad madura sus únicas impresiones del Delta eran tres o cuatro frases dislocadas que habían quedado prendidas en su imaginación como alas de mariposa pegadas en las hojas de un cuaderno.
¿Y ese nombre misterioso —"El Tempe"— que nunca supo qué significaba? ¡Si hasta el apelativo "Delta", que también figuraba en los teoremas de geometría, lo arrojaba en una inextricable confusión! ¿Qué tendrían que ver las islas y los ríos con los axiomas, los postulados y los teoremas? ¿Y el Tempe, esa palabra cabalística? ¿Qué significaría? ¿Tendría algo que ver con la temperatura? Porque decían que el clima de las islas. . .
El remero recuerda los penosos esfuerzos que debió hacer para llenar una página, cierta vez que tuvo que escribir una composición sobre el Delta. ¡Con qué desesperación trataba de acordarse de las minuciosas descripciones de don Marcos Sastre! ¿Por qué se someterá a los chicos a la tortura de describir lo que nunca han visto? ¡Ah, las escuelas!. . .
Con retrospectiva indignación, el remero hunde las palas en el río y da una media docena de vigorosas bogadas, pero al cabo de ellas retoma el andar de sus pensamientos.
"Si, de chico, me hubieran traído un día al Delta; si hubiera recorrido los riachos; si hubiera corrido por una de las islas; si hubiera visto colgado de un alero el nido de un picaflor ¡qué sentido habrían tenido para mí las palabras del libro de lectura! ¡Pero, así, a ciegas, no eran más que palabras, palabras vacías!
"Si se diera a los niños argentinos el mismo trato que a los visitantes extranjeros, a los cuales no se les perdona la excursión por el Delta; si se pusiera a disposición de los niños de las escuelas el yate presidencial, que con tanta facilidad se otorga a congresistas y periodistas forasteros; si..."
En este punto de sus reflexiones, debió el solitario navegante requerir de nuevo los remos porque oyó aproximarse a uno de los enemigos de su calma. Descorrido el velo de los recuerdos, tuvo de nuevo ante los ojos el panorama del Delta: por la mitad del río subía —de vuelta seguramente de una excursión— el yate presidencial. El remero abrió tamaños ojos; casualmente, en él estaba pensando.
Venía el "Tecuara" remontando la corriente, a media marcha, pero ni aun de cerca podía oírse el ruido de la „ máquina, cubierto por la algarabía de cien voces infantiles. Asomados a la borda, subidos al puente, agolpados en la proa, los niños de una escuela ciudadana parloteaban y chillaban de placer, contemplando el paisaje de las orillas.
Todavía sin dar fe a sus ojos, el navegante solitario observaba y oía: ¡Los niños argentinos a bordo del "Tecuara", tratados como ilustres visitantes extranjeros!
Así era, no más. . . Asombrado, estupefacto como ante un milagro, el remero, que veía materializado su pensamiento de a poco, seguía bogando pausadamente por la mitad del río, a pesar de que el "Tecuara" venía a su encuentro. Una pitada ronca lo arrancó de su alelamiento; la sirena del yate mugió por segunda vez y la advertencia le llegó coreada por el clamor de los chicos agolpados en la proa, alarmados y regocijados por el descuido del remero. El cual, vuelto, en sí, con ridícula premura, viró hacia la orilla.
Desde allí contempló el paso del barco de los niños. A su oído llegaron algunas frases sueltas de los infantiles excursionistas:
—. . .Juntan juncos que van a vender al Tigre y San Fernando.
—. . .Te vas a pescar pejerreyes, pero a veces te salen mojarritas.
—. . .Al Delta lo llaman así porque tiene forma de D, pero más bien tiene forma de un ranchito. . .
Acunado por el oleaje que a su paso había levantado el "Tecuara", nuestro remero se quedó pensando que si de niño él hubiera tenido la fortuna de pasear por el Tigre en el yate presidencial, como estos chicos de hoy, no habría sufrido al escribir la composición sobre el Delta, y con seguridad habría puesto en ella que más que a una letra se parece al techo de un ranchito.
Revista Argentina
1/6/1949

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