Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

50 millones de argentinos
LAS INVESTIGACIONES DE “ARGENTINA”
¿Habrá algún día 50 millones de argentinos?
POR HUGO WAST
ILUSTRACIONES DE MELGAREJO MUÑOZ

El día 6 de diciembre de 1880 el general Julio A. Roca, Presidente de la Nación, exclamaba en un discurso: “¡Felices aquellos que puedan contemplar a la República Argentina dentro de cincuenta años con 50 millones de habitantes!”
Hay que recordar que en aquel tiempo nuestro país tenía 2.400.000 habitantes.
El plazo fijado por Roca venció en 1930: la Nación había alcanzado a 11.200.000 habitantes, bastante menos de la cuarta parte de los anunciados.
El fracaso de la profecía era evidente.
En el siglo pasado la población del país había ido duplicándose cada veinte años, ritmo que parecía lento a los propagandistas del famoso “gobernar es poblar”. Alberdi sostenía que un gobernante que no duplicase la población del país en diez años sería un pobre hombre.
Como era absolutamente imposible que la población pudiera aumentar con esa rapidez por crecimiento natural (nacimientos), los que sostenían esas doctrinas pensaban en la inmigración, que en el último cuarto de siglo marcó cifras asombrosas.
Hubo años en que nos llegaron más de 200.000 extranjeros: y, en la euforia de esta pleamar, aquellos hombres se dieron a imaginar mayores aportes: 500.000, 800.000, 1.000.000 de inmigrantes anuales.
(¿Qué habría sido de nuestra Nación si esos deseos se hubiesen cumplido?)
Buenos Aires atraía al extranjero con más fuerza que nuestros campos despoblados.
En 1887 esta ciudad tenía 433.000 habitantes, de los cuales más de la mitad eran extranjeros. Entre éstos había 138.000 italianos y 39.000 españoles.
Un viajero que nos visitó, y que pudo observar el fenómeno y al mismo tiempo la influencia preponderante de la finanza inglesa en los negocios del país, describió de este picante modo a Buenos Aires: “Es una ciudad inglesa habitada por italianos que hablan un mal español” . . .
Diversos factores modificaron paulatinamente esta composición.
En el siglo presente siguieron llegando a nuestras playas miles y miles de inmigrantes, pero fué decayendo el impulso anterior; y hacia 1930 cesó casi del todo. Los gobiernos de los países de origen no miraban con gusto la despoblación de sus aldeas, y opusieron a la emigración toda suerte de trabas. Por su parte, el gobierno argentino restringió de diversas maneras la entrada de extranjeros.
Los pueblos tienen dos modos de acrecentar su población: los nacimientos y la inmigración.
Cuando cesa la inmigración no queda otro factor de crecimiento que la natalidad.
Si la natalidad es fuerte, es decir, si las familias tienen muchos hijos, y si al mismo tiempo una buena higiene y el mejoramiento del nivel de vida hacen disminuir la mortalidad (que es siempre muy alta en los pueblos pobres), la población crece en forma constante y natural.
Los hombres de gobierno y todos los que se interesan por la prosperidad de su patria, y creen que su principal riqueza es su población, viven preocupados por este problema y no apartan los ojos de eso que los estadígrafos llaman “tasas” de natalidad y de mortalidad.
¿Cuántos nacimientos anuales hay en un país por cada mil habitantes?
¿Cuántos muertos anuales por cada mil habitantes?
La diferencia en favor o en contra de estas dos cifras revela si una nación progresa o decae.
Es un hecho que se observa en todos los países civilizados del mundo: la tasa de la natalidad va disminuyendo de año en año, o en otras palabras: las familias tienen cada vez menos hijos.
Algunas naciones tenían a principios del siglo tasas de natalidad bastante elevadas: Alemania, más de 35 por mil; Austria, 37; España, 35; Rumania, 39; Estados Unidos, 33; Argentina, 36; Chile, 38.
Pero el promedio de la mayoría de ellas, según cálculos hechos por el ingeniero Alejandro Bunge, llegaba solamente a 32 por mil.
La mortalidad acusaba esta cifra: 19 defunciones por cada mil habitantes.
Lo cual significa que los nacimientos excedían a las defunciones en 13 unidades por mil, en el conjunto de las naciones blancas.
Las poblaciones aumentaban, pues, con un ritmo bastante acelerado.
Treinta y siete años después las cifras habían variado fundamentalmente: por cada mil habitantes ya no había más que 19 nacimientos.
Verdad es que la tasa de la mortalidad también había disminuido: de 19 que eran las defunciones, en 1900 habían descendido a 12 por mil. Pero ya la ventaja de los nacimientos no era tan grande: apenas 7 por mil en beneficio del aumento de la población.
El adelanto de la medicina y de la higiene, el mejoramiento de las condiciones en que se trabaja y en que viven las clases populares, habían logrado disminuir la mortalidad y prolongar el promedio de la vida humana.
En el siglo XVIII la vida humana en Francia, en un término medio, era de 33 años. Hacia 1900 ese término medio se había elevado a 52 años.
En Alemania, en 1833, el promedio era de 33 años. Casi un siglo después se había prolongado hasta 54 años.
Quiere decir, para el conjunto de la población, un gran aumento de personas de edad madura: los pueblos defienden su población, pero se envejecen.
Vayamos al fondo de esta gran cuestión.
¿Cuál es la causa universal de que los nacimientos sigan disminuyendo de año en año, inexorablemente?
Un miedo también universal que se ha apoderado de la raza blanca: miedo a la vida.
Los hogares renuncian a propagar la vida, por temor a las obligaciones y sacrificios que impone cada hijo que se ofrece a Dios y a la Patria.
“Crisis moral de la humanidad blanca —dice el ingeniero Nicolás Besio Moreno en su excelente libro Buenos Aires, publicado en 1939—; esto es, de la humanidad civilizada, pues no a otro factor que al moral debe atribuirse este desolador descenso: falta de coraje para afrontar la vida; falso concepto de las necesidades ordinarias del hombre; egoísmo profundo y destructor; prematuro suicidio, acaso, de una raza intelectualmente poderosa, físicamente fuerte y bien dotada, robusta y enérgica para todo, menos para someterse a las venturas del hogar, que fueron en la colonia las únicas conocidas y no escasas por cierto, aun para los seres más poderosos y exigentes”.
Se dice que este miedo a propagar la vida nace de la falta de recursos para costear la crianza y educación de una familia numerosa.
Los estudios de los sociólogos, desde muchísimos años, vienen demostrando la falsedad del argumento.
Según las estadísticas y según lo que vemos nosotros mismos, son más prolíficas las familias pobres que las ricas. Precisamente, la tasa de natalidad es más elevada en las poblaciones de escasos recursos, que en las ciudades donde se hacen buenos negocios y las clases populares ganan mejores salarios.
Allí donde sube el nivel de vida baja la tasa de natalidad.
En su magnífico libro Una nueva Argentina, el ingeniero Alejandro Bunge estudia prolijamente el problema, y dice:
"La muy pobre provincia argentina de Santiago del Estero, con su indigente infancia, da como excedente entre los nacidos y los fallecidos en el año casi tantos hijos a la patria como la opulenta Capital Federal con cinco veces más de población”. (Pág. 43).
En 1914, cuando Buenos Aires no tenía más que 1.500.000 habitantes, daba a la patria cada año 50.000 niños. Tasa: 33 por mil.
En 1936, cuando tenía ya 2.415.000 habitantes, sólo daba 42.000 niños. Tasa: 18 por mil.
No se han publicado estadísticas de los últimos años, pero dada la tendencia a la disminución es seguro que el número de nacimientos no ha subido de esa marca: 18 por mil.
El aumento de la población en las grandes ciudades no es vegetativo o natural: se debe, en su mayor parte, a que ellas se van tragando la población de las campañas y de las ciudades menores. Las urbes populosas se envejecen paulatinamente.
Estas migraciones internas que se realizan en perjuicio de las poblaciones rurales es otro problema grave que merece llamar la atención de nuestros sociólogos, porque despuebla las campañas y hace mermar la producción, que es base de la riqueza nacional.
Con esta amenazante perspectiva, economistas de gran autoridad anuncian para nuestro país que la población se estancará antes de que haya alcanzado los 20 millones. Y entonces empezaría a descender. Todos nos equivocamos, y los profetas humanos se equivocan más que nadie. Pero gobernar es prever, y aún a riesgo de cometer errores el gobernante debe ser un poco profeta.
En su reciente mensaje al Congreso Nacional el presidente de la República le ha comunicado que hacia fines del corriente año de 1949 el país tendrá 17 millones de habitantes.
La noticia es sobremanera agradable, ¡pero qué lejos estamos de los 50 millones anunciado por Roca para 1930!
¿Los alcanzaremos algún día?
Por el crecimiento natural, debido a los nacimientos parece empresa interminable.
La tasa de la natalidad argentina es actualmente de unos 25 por mil. Descontándole un 10 por mil que es la de la mortalidad, queda un saldo de 15 por mil como adelanto de la población, cada año.
Quince por mil para una nación de 17 millones significa un poco más de 255.000 habitantes de aumento anual.
Para ganar los 33 millones de habitantes que nos faltan hasta los 50, sería necesario más de un siglo.
Podrá objetarse que el aumento de 255.000 habitantes se produciría en el primer año, y que en los sucesivos, como la población iría creciendo, al acrecentarse el número de las familias aumentarían los nacimientos.
La cuota anual ascendería a 300.000, con el tiempo a 350.000 y aún más.
No olvidemos que esto ocurriría así en el caso nada probable de que se mantuviera el promedio de 25 nacimientos por mil habitantes.
Nada probable decimos porque la tendencia universal, en las naciones de raza blanca, es la disminución implacable de la tasa de los nacimientos. En muchas de ellas se está ya por debajo de esa cifra y hay años en que los nacimientos son menos que las defunciones.
En la Argentina la tasa de 25 por mil, es un promedio relativamente elevado, gracias a la contribución de las provincias. En las ciudades grandes, Buenos Aires, especialmente, ya ha descendido hasta 18, y no hay duda que el pésimo ejemplo de los grandes y de los ricos, que por egoísmo o por cobardía disminuyen su aporte de hijos a la patria, se irá propagando e inficionará las campañas.
"La pálida muerte con el mismo pie penetra en los palacios de los reyes y en las chozas de los pobres”, dice el poeta latino.
Las dos tasas, la de la mortalidad que no puede reducirse mucho más, porque todos han de morir, y la de la natalidad, que puede descender hasta cero, tienden a igualarse y ésta a seguir bajando. No falta algún escritor cínico que ha dicho que el nacimiento es un desagradable accidente.
Para contener la despoblación no quedaría otro recurso que fomentar la inmigración.
¿Qué debemos esperar de este recurso?
Los gobiernos europeos que se encuentran acorralados también por la amenaza de la despoblación y en condiciones aún más graves que nosotros, y que consideran a los habitantes de un país como su más noble y preciosa riqueza, han entrado en una severa política de restricciones, para evitar el desbande de sus connacionales.
Nuestro gobierno, con previsión y habilidad, puede obtener que se levanten las barreras en ciertos países cuya emigración nos interesa recibir.
Pero es imposible calcular la importancia que tendría este aporte, en forma permanente.
Se anuncia que para 1950 podríamos recibir, si no cambian las circunstancias, algo así como unos 300.000 europeos. Mas no parece probable que la inmigración llegue a exceder de 400.000 personas de raza blanca.
Si las inagotables fuentes asiáticas o africanas, donde la tasa de la mortalidad es incomparablemente más alta que en los pueblos europeos, desbordaran sobre nosotros, entonces sí, podría hincharse enormemente el caudal inmigratorio.
¿Es esto lo que nos conviene?
Si por parte de aquellos pueblos no habría compuertas que atajaran la corriente, por parte nuestra la prudencia nos aconseja ser cautos, a fin de que la nación no se encuentre un día sumergida en las olas de un mar negro o amarillo.
“Pensemos —dice Bunge—, que inmigración sin crecimiento natural no sería deseable.
"No podemos recibir más inmigrantes que la cifra que puede ser razonablemente determinada con relación a los nacimientos. Por ejemplo, un inmigrante por cada cuatro niños que nacen cada año a manera de definición del concepto, sin determinar la proporción”. (Pág. 53).
De nuevo tocamos el punto neurálgico de este problema, a donde iremos a parar por todos los caminos, si la patria no ha de renunciar a su historia y a su personalidad.
El problema de la semi esterilidad de la familia argentina, es a todas luces el más importante y el más urgente que se nos plantea.
Pero no siendo por esencia un problema político ni económico, sino moral, no está en la sola mano del gobierno el resolverlo.
Su solución debemos buscarla más bien, en la conciencia y en el corazón de los padres de familia.
La patria será grande, sin necesidad de llenarla de inmigrantes de todos colores, cuando los padres argentinos recobren la confianza que han perdido en la Providencia y hagan letra viva aquel mandamiento que la primera pareja humana recibió de su Creador: "Multiplicaos y llenad la tierra”.

Revista Argentina
01/07/1949
 
50 millones de argentinos

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