Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado



carnavales

Ese Carnaval que sucumbió en 1930
Esta noche me hago el loco; / son chispazos / los desaires de la suerte. / La vida es mascarita de la muerte / y esta noche es carnaval.
Yo me quiero divertir (Dante Lanchen y Julio de Caro, 1929).
Hacia 1925, las dimensiones de Buenos Aires pueden medirse a través de estas cifras: más de 3 mil tranvías, 908 ómnibus, 27 mil automóviles, 161 motocicletas, 1.500 carruajes y más de 100 mil teléfonos para casi dos millones de personas. Aún no existía el obelisco; era la ciudad de
la torre del pasaje Barolo, Corrientes angosta y los corsos oficiales de la Avenida de Mayo. A medida que van desapareciendo sus personajes y que sólo se vuelve accesible mediante un conocimiento indirecto —fotos y crónicas—, esta atmósfera pertenece casi totalmente al pasado. Sin embargo, no resulta tan extraña como aquélla que vivieron Rosendo Mendizábal y los esposos Gobbi. Esas noches del Chanteclair, el Montmartre y el Royal Pigall —con su champagne y sus drogas (llamadas familiarmente "Blancanieves”, "enanitos” y "príncipes”)—, pueden ser recreadas gracias a alguna memoria excepcionalmente rica. Para recuperar momentos de aquellos carnavales, Panorama recurrió a ambos modos de acercamiento.
Enmarcados por tres períodos presidenciales claves (Yrigoyen-Alvear, 1922-8-Yrigoyen), los años 20 permitieron cierta comunicación entre los sectores de clase media y alta y el nacimiento de un proletariado que, en la década del 30, crecería conflictivamente. Tanto los estilos de vida dispares como las características comunes se reflejaban en las letras de tango y, sobre todo, durante los festivales de ese catárquico mes de febrero. En la década siguiente, el tema sería casi irremediablemente la falta de moneda (¿Dónde hay un mango?, Los amores con la crisis). Los letristas del 20, en cambio, acumularon "champán”, "medias de seda”, "Pigall” y —el índice de un problema anterior a la ciudad industrial— "milonguitas”. Los luminosos carnavales del reinado de Marcelo de Alvear y su mujer, Regina Pacini, constituyen la vidriera de ese Buenos Aires enterrado por la crisis del 30. El 22 de febrero de 1925 anotó un cronista de La Razón: “Si el bienestar económico pudiera medirse por esta clase de índices diríamos que en Buenos Aires podrá haber pobreza pero no hay miseria. La frase «un día de vida es vida» debe haber nacido en nuestra ciudad y en un día de carnaval”.

CHARLESTON Y PISO ENCERADO. La fragmentada lista que sigue pertenece a la cartelera de espectáculos que publicó La Nación en su edición del sábado 6 de febrero de 1926. El carnaval de ese año comenzaría sólo una semana más tarde; sin embargo, los diarios destinaron buena parte de su espacio a detallar las características de cada baile y, sobre todo, a recomendar modelos de una extravagancia que los hippies más imaginativos ni siquiera han igualado. Entre los anuncios de obras de teatro (con su dosis de sensualidad en títulos y aclaraciones) se destacan ya las salas dedicadas a la fiesta pura:

Maipo. Techo corredizo. Éxito grandioso de Labios pintados. A las 22 horas, 16ª representación de ¡Abajo los hombres!

Smart. Carne de vicios (no apta para nerviosos), el espectáculo más sensacional de esta temporada, horrenda, estupefaciente pintura del Buenos Aires inmoral. A las 22, Casa amueblada (no apta para señoritas), 0,80 pesos. Buenos Aires. Compañía Argentina de teatro realista. El Hombre, la Bestia y la Virtud; Los cocainómanos; Su Majestad, la Carne; Un incendio. Por sección, un peso.

Comedia. Debut: ¿Dónde vas con mantón de Manila? Estreno: Por Ahí Que Ya Te Chamarei.

Opera. Empresa Lombart y Cía. Los seis grandes y tradicionales bailes de máscaras, fantasía y particular. Las dos mejores orquestas argentinas formando el conjunto musical más completo de la Capital, con 70 profesores (15 bandoneones) bajo la dirección de los renombrados maestros Francisco Canaro (típica criolla) y American Jazz Band con A. Carabelli. Entrada: caballeros, 10 pesos.

Otro. Hoy, a las 23.30, Cuarto Gran Baile de los Aviadores. El festival clásico de más éxito, trascendencia y distinción. Numerosos concursos con valiosos premios; extraordinario programa de varietés cooperando las principales artistas de varios teatros de la capital. Coronación de la Reina de la Aviación. Gran farándula entre toda la concurrencia. Entrada para caballeros, 10 pesos; señoras, dos.

Callao Theatre. Dos grandes orquestas de 50 profesores, dirigidos personalmente la de Jazz por Gordon Stretton y Julio de Caro en la Típica y por primera vez en esta capital el baile de moda, el Charleston. Esta sala es la más fresca por su techo corredizo.

Parque Japonés. Gratis, al aire libre. 6 grandes bailes en los días 13, 14, 15, 16, 20 y 21 de febrero. Dos regias bandas orquestales compuestas por 30 profesores dirigidos por D'Aló y Censi.

Luna Park. Al aire libre. Orquesta Típica Stacasso y Jazz-Band. 40 profesores. Salón de 1.500 metros cuadrados. Piso de madera. Caballeros, 1,50 pesos. Señoras y señoritas, gratis.

Teatro San Martin. Seis grandes bailes de disfraz y fantasía, las dos mejores orquestas: Típica Criolla Fresedo, Jazz-Band Frederickson. Aireación moderna. Piso encerado. Abono a los 6 bailes: palcos bajos y balcones, 180 pesos.

En principio, resulta notoria la diferencia entre los diez pesos que costaba subir las escaleras del Teatro de la Opera para mezclarse con apellidos y estrellas, y los avisos del Parque Japonés y el Luna Park, que consignaban "gratis, al aire libre”. Otro fenómeno que surge de esta enumeración es la coexistencia de la orquesta típica y la "jazz-band”. Por esos años, alternaban el tango-canción con el shimmy, el fox-trot y el charleston. Y algunos directores —Canaro, por ejemplo— incorporaron abundantes shimmies a su repertorio e instrumentos típicos del jazz (batería, trompeta) a su orquesta.
Desde sus respectivos escenarios de lujo, en ese Carnaval de 1926 compitieron intérpretes de distinto estilo. El estridente conjunto de Canaro contrastaba con Fresedo, siempre preocupado por la elegancia y, sobre todo, con el virtuoso Julio De Caro. Los tres directores habían coincidido, sin embargo, en ampliar el “sexteto típico criollo" (dos bandoneones, dos violines, un piano y un contrabajo) y presentar descomunales franjas de 15 bandoneonistas vestidos de blanco. Poco a poco, los bailes de carnaval de la Opera y del San Martín se convirtieron en festivales de tango, propicios para estrenar temas y, luego, entregarlos a la industria del disco.
Consigna al respecto Francisco Canaro en sus omnipotentes Memorias: "Solamente los que han vivido aquella época y conocido la magnificencia y lujo de algunas tradiciones de la aristocracia porteña pueden apreciar la suntuosidad y elegancia de los famosos bailes de Carnaval del Teatro de la Opera, donde el refinamiento, buen gusto y riqueza rivalizaban en la exhibición de disfraces de fantasía, creados por los mejores modistos de entonces. Alejandro Lombart, hombre sagaz, activo y emprendedor, había tomado en 1921 la concesión del Teatro de la Opera y organizó para el carnaval de ese año una serie de grandes bailes en el aristocrático coliseo. El teatro fue profusamente iluminado y regiamente alfombrado; los palcos, que únicamente se vendieron por abono, fueron adornados con hermosos mantones de Manila y realzaban la suntuosidad del ambiente las bellas damas vestidas de "soirée” o con elegantísimos disfraces y antifaz. Por cierto que estos bailes contaron con la asistencia de mucha gente distinguida, de ambos sexos, que hasta entonces no había concurrido a esa clase de espectáculos festejando el carnaval. No hay para qué decir que ese año fueron ésos los más calificados e importantes bailes del momento”.

LOS AVIADORES MIMADOS. El 11 de febrero de 1926 —dos días antes de Carnaval— arribó a Buenos Aires el hidroavión español Plus Ultra, comandado por Ramón Franco, hermano del Generalísimo. Desde su partida de Palos de Moguer —el 22 de enero—, los diarios le dedicaron notas extraordinariamente minuciosas. Mientras la sociedad porteña presenciaba con ansiedad la llegada del Plus Ultra, un cronista de La Nación relató: "Venía rectamente hacia el corazón de la ciudad, con la velocidad vertiginosa que le daba el funcionamiento de sus dos hélices. Avanzaba alto, muy alto, como si quisiera avistar toda la ciudad antes de llegar a ella. El monoplano, grande, poderoso, parecía abrir los aires como un hipogrifo y se agrandaba rápidamente. La claridad del sol brilló más vivamente sobre las alas blancas. En cierto momento, el Plus Ultra viró hacia el Norte y voló durante un trecho así, para enfilar de nuevo hacia la ciudad. A medida que se acercaba, podía apreciarse mejor su magnífica armadura, su gran tamaño y la soberbia impulsión de su vuelo. Entre la multitud de aeroplanos que circulaban a su alrededor —para recibirlo— se adelantó señoreándolos a todos, como un rey del espacio’’.
Los bailes de ese año y hasta el corso de Avenida de Mayo estuvieron connotados por la presencia de los héroes españoles. Después de corresponder a los cumplidos oficiales, bailaron el tango en el Armenonville y en el Callao Theatre y se dejaron admirar por los hombres y mujeres más prestigiosos del país.
Era la época de los raids aéreos, y los aviadores —ricos, aventureros y de alcurnia— formaban una especie de casta. Vedettes y cantantes daban la vida por sus favores y, durante la ronda de Carnaval, las novias de familia se entregaban al olvido cada una a su manera. Una semana antes de la llegada del Plus Ultra, se celebró el Cuarto Gran Baile de los Aviadores en el Teatro de la Opera (consignado en la cartelera). Esa noche brillaron Jorge Hillcoat, Carlos Dix y, especialmente, Bernardo Duggan (héroe del raid Nueva York-Buenos Aires y en cuyo honor hasta se compuso un tango: Duggan-Olivero). Después de haber bailado '“un charleston con algún anónimo aviador, Gloria Guzmán —vestida de blanco— se encontró misteriosamente con un ramo de rosas en las manos. El Bello Duggan apareció detrás de una columna y no tardó en formarse una pareja que, durante largo tiempo, constituiría un tema obsesivo en las conversaciones tanto de la farándula como de la alta sociedad porteña. Contó la mítica vedette a Panorama: "Fue un príncipe azul. Hizo un culto de mí en su familia. Se dijeron muchas mentiras aunque, sin duda, es cierto que me gustaban sus regalos. Entre las innumerables joyas que recibí de él, recuerdo un anillo que, en lugar de estar realizado en platino con brillantes, era un racimo de brillantes débilmente unidos con platino. Se me estaban cayendo todo el tiempo. No sé si nos conocimos en Carnaval pero es seguro que, durante esas fiestas, fuimos muy admirados y felices”.

SIRENAS DE LAME. Para aquellas damas refinadas, el antifaz era lo de menos. Durante semanas se ocupaban de consultar diarios, revistas y modistos. Algunas se daban el lujo de encargar sus disfraces a casas francesas —directamente a París, o a las sucursales en Buenos Aires—; la mayoría se afanaba por calcar los modelos propuestos. Se hablaba incansablemente de este tema. Mientras las mujeres de clase media compraban trajes tradicionales en Almacenes San Juan, por ejemplo, o —a un precio más alto— en Harrods, las más pudientes relegaban el "dominó” y la "princesa rusa” y se entregaban sin miedo a la fantasía.
Para los Carnavales de 1927, la casa Harrods publicaba este aviso: “Nuestros departamentos de Sedas y Gasas ofrecen un notable surtido de fantasías alta moda en collares, aros, pulseras, lentejuelas, cintas, puntillas y cordones”. Y estos modelos: “Vendedora de cerezas, disfraz en raso rosado, cartucho y sombrero en blanco, con muy finas frutas, a 52 pesos; Cubilete, bonito disfraz de juego de dados, en raso blanco con pintas de terciopelo negro, a 39,50 pesos”. Por su parte, los Almacenes San Juan recomendaban disfraces para chicos —princesita, fado portugués, marquesita— junto con "banderas de todas las nacionalidades y peinetones de galalith, modelos altos, especiales para mantillas, en color carey, lacre, verde y blanco a 12,50, 10 y 5,50”. Mientras tanto, Casa Tow regalaba Agua de Colonia 4711.
Pero los modelos más notables aparecían en las páginas centrales de La Nación o La Prensa y en El Hogar. Dibujados con minucia y muy ornamentados, los trajes representaban la imaginería de la época. Junto a cada modelo surgía algún objeto — un florero, una mesa de noche, una ventana— con alusiones nouveau. Aunque los ejemplos que siguen son representativos, el verdadero aire de época reside en los dibujos.
En 1927, La Nación propuso, entre muchas otras, estas fantasías: “Chinciserie: Es un disfraz suntuoso, con bordados exóticos. Su amplia falda o volados de encaje plateado y el corsage cubierto de perlas y strass completan con el vistoso tocado este modelo chinesco. La falda puede armarse con crinolina o alambre; Sirena: realizado con tela de escamas color nácar. Las aletas y la cola van bordadas en canutillo del mismo tono. Es un modelo de originalidad indudable que sentará bien sobre todo a un cuerpo esbelto; Lenguas de fuego: La base de este disfraz son las plumas color fuego. Lleva un corsage de terciopelo del mismo tono y gran tocado de plumas”. Más aún: al día siguiente se aconsejaba un traje de Vid: "en laminado morado, con racimos de uva de ese mismo tono adheridos a la falda y hojas de vid pegadas al cuerpo”; Lluvia de perlas: sobre un vestido derecho de crépe georgette color Opalo se aplicarán las perlas en guías. El gorro que completa esta toilette está trabajado le la misma manera”. A juzgar por el dibujo —de líneas largas y rectas—, este traje habrá requerido varios centenares de perlas. Dos días antes del sábado de Carnaval, continuaban las propuestas. “Traje de baile: Bordado en strass y perlas, el corsage de este vestido de lamé da ungular elegancia al conjunto, que es de mejor efecto bajo la luz copiosa de un salón. Fantasía oriental: el tocado es de pluma y cristal y el cuerpo del vestido de lamé bordado en perlas. La pollera, muy amplia, puede hacerse de crépe georgette. De
la espalda penden tules sujetos a los extremos de las mangas; Ornar Kayyam: lleva una túnica blanca de voile con cinturón de tela metálica estampada en colores vivos, siendo la casaca y el turbante color borravino”. A su lado, El témpano de hielo: “Se consigue con un tarlatán blanco ribeteado de vivos muy finitos plateados. El adorno de cabeza puede armarse con el mismo material y alambres cubiertos de plateado”.
Parece imposible que estos modelos llegaran a concretarse y a transitar por la ciudad; sin embargo, innúmeras fotos registraron el fenómeno. Además, una conspicua sobreviviente —Gloria Guzmán— afirmó su participación: “Recuerdo que una amiga mía, amante de un marqués y ahora monja, estrenó un traje egipcio que se hizo confeccionar en París. Estaba armado como una joya. Una gasa sobre otra, en colores verde, amarillo y blanco y, para ajustar la cintura y ocultar el ombligo, una faja engarzada en rubíes, esmeraldas y brillantes. Sobre la cabeza, el pájaro sagrado egipcio hecho en piedras y plumas que semejaban lenguas de fuego. Me lo prestó para la obra La corte del faraón. En el carnaval del 26, yo salí Estrella Máxima de la Opera con mi disfraz de “periodismo”: era un traje íntegramente negro con franjas blancas y los nombres de La Nación, La Prensa, La Razón y algún otro”. Claro que Gloria Guzmán estaba acostumbrada a experiencias singulares. Basta el dato de que festejó sus quince años en Manila, con varias decenas de mantones de regalo.

SERPENTINAS PARA EL PUEBLO. Para la curiosidad actual, tal vez impresione más el corso oficial de Avenida de Mayo que los trajes costosos y las orquestas de baile con infinito número de violines. En los Carnavales del 26, cien mil lámparas de colores formaron arcos, guirnaldas, pavos reales y caras renacentistas entre ambas veredas. Mariposas de papel ornamentaron el alumbrado público. A lo largo de la Avenida, 756 palcos alojaron odaliscas, aldeanas eslavas, damas de 1830, colombinas. Era la verdadera fiesta multitudinaria. Allí recalaban carrozas, carruajes y comparsas de todos los barrios. Sin embargo, había que respetar algunas reglas: el diseño de los palcos, por ejemplo, debía ser presentado días antes a la comisión del corso.
Pero, según la crónica de La Razón (¡en 1926!) corsos eran los de antes:
“Faltan aquellas hermosas orquestas y aquellas disciplinadas masas corales que nos presentaban los Pelotaris, Marina Argentina, Orfeón Gallego y tantas otras que Buenos Aires aplaudía con fervor. Faltan, también, aquellas otras que, como los Turcos de Barracas, provistas de infantería, caballería y artillería, con un sultán y su sultana, constituían un espectáculo siempre atrayente”. Aquel año se advirtieron algunos cambios: “El juego de agua ha muerto. Pertenece el triunfo a la serpentina y a su democratización ha contribuido la baratura del precio. Las primeras que vinieron a Buenos Aires no podían, por su costo, ser utilizadas sino por los que en aquellos tiempos concurrían a los bailes del Club del Progreso. Hoy ocurre como con las medias de seda. Las usa todo el mundo”. Sin embargo, dos años antes no resultaban tan inocentes: con letra de Juan Caruso, José Bohr estrenó un tango que decía Primero medias, después vestidos, / Luego melena a la garçonne. / Sombreros buenos, alhajas finas, / Y un cotorrito muy coquetón. / Paseos en auto, de noche al Tigre. / Farras corridas, loca ilusión. / Fueron las medias finas de seda / Las que causaron tu perdición.
Mientras en Almagro, Flores y la Boca se sucedían mascaritas y murgas, un grupo de eufóricos incendió, en Avenida de Mayo, a un hombre disfrazado de oso: “Nos disgustó que un ser humano gruñera”, declararon. A su alrededor, la gente jugaba con flores y serpentina. Y, en los salones del Teatro San Martín, los artistas se cruzaban “bromas espirituales”.
Copyright Panorama
21.02.1974

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