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Comunidades: La utopía de O‘Higgins
La relación existente entre el auge de las comunidades como intentos de socializaciones al margen de los modelos urbanos habituales y la vida alienada de las metrópolis pone de manifiesto —por su oposición— el germen de una necesidad que va haciéndose cada vez más aguda entre los jóvenes de todo el mundo. Aparentemente, todo lo que el gran ámbito del consumo ofrece a las nuevas generaciones no basta ni convence como propuesta de una felicidad que ellos, los jóvenes disidentes, reconocen como falsa, soñada por otros y sostenida obsesivamente a pesar de sus evidentes signos de fracaso. La irrupción hippie, la granja colectiva, inclusive las comunas terapéuticas a la manera de Laing y Cooper, y aun aquellos intentos de revivir las estructuras del falansterio cristiano, apuntan a fortalecer esa crítica dinámica. Preguntarse sobre el destino de ellas sería incurrir en mera futurología; sí importa, en cambio, señalar que hoy se levantan como respuesta no violenta a un mundo que sólo parece servirse de la violencia.
Hace unas semanas, el periodista Femando Flores viajó por segunda vez a la localidad de O'Higgins, en la provincia de Buenos Aires, para visitar allí a los miembros de la comunidad Andrea Ferrari, una isla de experimentación social sobre la base de un cristianismo al que podría llamarse crítico.

REDUCTO DE VERDOR. La llanura pampeana se vuelve más verde, más fresca, al llegar a la zona cerealera-ganadera de O’Higgins (noroeste de la provincia de Buenos Aires, a la altura del kilómetro 230 de la ruta nacional 7). El acceso que conduce al tranquilo pueblo tiene unos diez kilómetros de extensión. A menos de una legua de Oijins (según la obstinada pronunciación criolla de sus habitantes) emerge un conjunto de casitas, y unas pocas cuadras más allá aparece la enorme casona (tres alas) de estilo hispano con detalles del barroco italiano. En un galpón trabajan algunas jovencitas: de allí salen tejidos, camisas, bolsos y objetos de artesanía que contribuyen a la economía de la comunidad. En otro galpón está instalada la carpintería —en la que se fabrican camas, ventanas, muebles en general— y más lejos se ven el tambo, la quesería, los criaderos de gallinas y de chanchos, que con la huerta y el rico campo esmeradamente trabajado componen la zona activa de esta especie de Arcadia. No faltan, desde luego, los árboles añosos: parque y bosque donde se aprecian las más variadas especies de árboles, cercan la comunidad.
Esta es una descripción somera de lo primero que ve uno de los numerosos visitantes que se acercan a la comunidad "Andrea Ferrari” del Movimiento Generación Nueva (GEN).
Después seguramente se enterará —de boca de alguno de los setenta jóvenes que la componen— que allí vive gente que proviene de diversos lugares del planeta (España, Colombia, Italia, Ecuador, Irlanda, Argentina —de varias provincias—, Suiza, Paraguay, Chile, Uruguay, entre otras), que en las cincuenta hectáreas que poseen cultivan sobre todo trigo y maíz, que unas veinticinco vacas suministran la leche para el consumo interno y para la fabricación de quesos (muy ricos, se venden), que los dos millares de gallinas les dan bastante trabajo, o que están dejando descansar la tierra de la huerta para luego plantar tomates y lechuga. Si no fuera porque están surgiendo incipientes industrias (carpintería, fábrica de camisas) podría decirse que esta es una granja común para una familia bastante numerosa.
El predio fue tomando lentamente una fisonomía distinta desde que los capuchinos donaron estas pertenencias a los gen. Los sacerdotes de esa orden tenían allí —hace tiempo— un convento que luego abandonaron. Fortuitamente —en 1965— supieron que los GEN querían hacer una experiencia similar a la que habían comenzado ya en Loppiano —Italia— y en Fontem —africana aldea del Camerún—, y para tal fin les facilitaron estas tierras. Años antes, una acaudalada familia italiana había regalado al movimiento unas cien hectáreas para levantar una comunidad cerca de Florencia, y el FON (rey) del Camerún se había desprendido de unas setenta hectáreas de su territorio para que los jóvenes se instalaran en suelo africano. Nuevas donaciones y el trabajo intenso en esas áreas hicieron crecer las ciudadelas (como ellos las definen). En la actualidad, hay unos quinientos gen viviendo en Loppiano. En la aldea de los indios bangwá se construyeron un hospital, una escuela y se formó la comunidad en medio de ellos.

UNA VIDA DIFERENTE. Para poder participar en la experiencia de O'Higgins no hay requisitos rigurosamente definidos. Se exige "haber dado prueba —fuera de la comunidad— de un compromiso con este mismo ideal de vida”. Hay excepciones: algunos conocieron el lugar, se interesaron vivamente y fueron admitidos sin más trámite.
¿Por qué están aquí? Oscar Vozi (rosarino, de 20 años) se apartó la abundante cabellera que le caía sobre la frente, apoyó el soldador que tenía en la mano sobre una mesada del taller, y contestó: “Porque aquí encontré una nueva forma de vivir. Descubrí cómo se puede experimentar el amor a nivel social. Es difícil definir con precisión el alcance de esta vivencia. Puedo decir que para mí significa tratar de estar al servicio de los demás en todo momento, desde la mañana —en el trabajo— hasta la noche en el grupo con el cual vivo”. María Estela (22, cordobesa) aclaró, mientras le colocaba la manija a un bolso, que con esta vida comunitaria intentaban "destruir el individualismo y el egoísmo que cada uno lleva adentro. Cada día lo puedo vivir plenamente si me pongo a amar a quienes me rodean, si me despreocupo de mis cosas para cargar con los problemas de los demás", confesó.
Una disciplina nada espectacular caracteriza los días en la comunidad. Los integrantes se levantan casi al amanecer y —antes del desayuno— se reúnen un rato para efectuar una breve meditación comentada. Por lo común, leen un párrafo de la Biblia y luego algunos cuentan cómo lo han aplicado o cómo lo piensan poner en práctica. También aprovechan este primer encuentro diario para resolver algunas cuestiones de trabajo urgentes. Los gen se ufanan de tomar sus decisiones de común acuerdo —por unanimidad— hasta en los asuntos de menor importancia; de esta manera llevarían a la acción una especie de democracia directa.
Para desarrollar una convivencia más íntima se dividen en grupos de ocho o diez personas. Los muchachos —medio centenar— viven en la casona, mientras que las chicas —una veintena— habitan en casas recientemente construidas. Pronto comenzarán a levantarse las viviendas para las familias que se instalarán allí para seguir el ejemplo de la ciudadela de Loppiano (Italia), donde ya hay treinta núcleos familiares, o de la comunidad de El Camerún, compuesta principalmente por familias aborígenes.
Cada grupo desayuna en su comedor. En las privilegiadas mesas abundan la leche fresca obtenida pocas horas antes, el queso o los dulces de leche, zapallo o higo que ellos mismos fabrican, o la miel extraída de los panales de la comunidad. A las ocho de la mañana se encaminan hacia los diferentes trabajos, en el curso de la mañana se realizan las labores más pesadas. Se reparten en equipos de trabajo formados por personas que integran distintos grupos de convivencia. De esa forma, piensan, se logra una mayor relación entre miembros de la ciudadela y se evita la formación de núcleos cerrados.

ECONOMIA COMUNITARIA. Los muchachos se dedican fundamentalmente a las tareas agrícolo-ganaderas, a la elaboración de quesos y dulces, o a la fabricación de muebles y otros productos de carpintería. Las chicas han iniciado hace pocos meses la confección de camisas —femeninas y masculinas—, que complementan con la producción en serie de bolsos de lona o con la preparación de artesanías (collares, medallas, platos, postales). Quizá para demostrar que no le tienen miedo a las tareas rurales, cultivan verdura en la huerta ubicada cerca de las casas. La separación en sectores —de acuerdo al sexo— tiene causas funcionales más que morales. Según ellos, existe una gran interrelación entre todos los equipos de trabajo y —en este caso también— las decisiones que se refieren a la economía de la comunidad se toman de común acuerdo "por unanimidad".
Al entrar en la comunidad los 'gen' "socializan” sus bienes; allí no existe la propiedad privada. Todo refuerza el fondo común y sirve para satisfacer la necesidad de autoabastecimiento.
Cuando el reloj de sol que hay en una pared marca el mediodía suena una campana próxima; es la hora de dejar el trabajo para ir a almorzar. Para la comida también se utilizan algunos productos propios: huevos, queso, verduras y legumbres, frutas (duraznos, higos, naranjas y mandarinas), gallinas, y a menudo alguna vaca que faenan ellos mismos. Las suculentas sopas ("meto de todo adentro”, asegura el cocinero) son infaltables.
Después de un breve descanso, a las tres continúan las tareas. Algunos dedican la tarde al estudio, ya sea porque tienen que rendir alguna materia en la Universidad, o porque están interesados en profundizar aspectos de la espiritualidad del movimiento. Nuevamente se escuchará la campana a las siete para indicar la finalización del día de trabajo. Una hora más tarde se celebra la misa con una sencilla y rápida ceremonia religiosa; después seguirá la cena, con menos platos que al mediodía. Las últimas horas de la noche se aprovechan muchas veces para efectuar un encuentro —ya sea de todos los miembros o por grupos de convivencia— en el que evalúan los aspectos positivos o negativos de la jomada. Otras noches se utilizan para preparar actividades extras, como los ensayos de los dos conjuntos musicales de los gen —"Anuncio" y “Mundo Nuevo”, se llaman— o del elenco que tiene a su cargo la representación de una obra teatral. Tanto la música y la letra de las canciones como las obras de teatro fueron creadas por los jóvenes. Por fin, otras noches las emplean cada uno libremente: para leer, escribir, estudiar o charlar, por ejemplo.
Esto sucede todos los días menos los sábados a partir de la tarde, y los domingos hasta el crepúsculo. Muchos jóvenes, tal vez cientos de ellos, suelen acercarse a O’Higgins movidos por la curiosidad que plan, tea la experiencia. Los que llegan pueden permanecer allí algunos días, siguiendo de cerca la vida del grupo en la amplia casona que sirve de cuartel general. Habitualmente, los fines de semana los gen encaran festivales musicales y artísticos, a veces incluso al aire libre.

ESCAPISMO O LUCHA. Los gen declararon que ellos quieren ser una especie de maqueta de una sociedad nueva, donde no exista ni odio ni egoísmo, ni ricos ni pobres. Otras comunidades juveniles que nacieron con esos utópicos propósitos fueron acusadas de evadirse de la realidad; Hernán Apezteguía (argentino, 24 años, vivió dos años en O’Higgins) salió al paso de esa crítica y negó que la experiencia de la comunidad esté motivada por una necesidad de escapismo. "Obedece más bien a la exigencia de responder a los problemas de una sociedad individualista”, puntualizó.
Otra observación que se ha lanzado contra comunidades de corte utópico es que la tolerancia del sistema que permite su funcionamiento invalida el ideal propuesto. Sin inquietarse demasiado por tales comentarios, Hernán argumentó: "Probablemente ese hecho se deba a que nosotros también somos tolerantes. Pensamos en una revolución hecha en base a la tolerancia, no a la prepotencia. Pero ojo: esa tolerancia no implica una adaptación de nuestra vida al sistema sino una comprensión de otras posiciones. Tratamos de superar los enfrentamientos, y por más que en la práctica y en nuestro pensamiento estamos en una posición de antítesis con respecto al sistema actual, buscamos el diálogo con quienes están a su favor porque todos tenemos algo de razón”.
Para certificar esa idea sacó de una carpeta la declaración del último congreso gen internacional, donde se rechazó tanto al capitalismo como al comunismo porque éste “termina por sustituir un capitalismo privado por otro de Estado”. Los gen se muestran partidarios de la nacionalización de una parte de los medios de producción de cada país: las industrias claves. No aceptan —sin embargo— la denominación de "socialistas” porque esa palabra “está ligada históricamente al materialismo y al ateísmo”. Proponen, en definitiva, una vía no violenta de cambio.

NO SON HIPPIES. Las edades de los integrantes de la comunidad son diversas (el promedio es de unos 23 años). Antón Emil Coleman es el más joven de todos, tiene 15 años y hace cuatro meses que abandonó la ruidosa Nueva York para habitar la silenciosa pampa. Algunos huéspedes han creído encontrar ciertos rasgos hippies en la ciudadela. Antón, quien dijo tener amigos enrolados en el Flower Power, expresó enfáticamente: "Para mí no somos como los niños flor, porque ellos recriminan a la sociedad y hacen proselitismo. Nosotros no queremos forzar a la gente. Sólo deseamos mostrar esta vida y llevarla adelante en diálogo con todas las orientaciones que hay en la sociedad".
Otro aspecto en el que se diferencian de los hippies es en la actitud frente a las relaciones sexuales. Las comunidades de los niños floridos se proponían —en la mayoría de los casos— una especie de "liberación" en el campo sexual, que eludía los convencionalismos o ciertas normas, como por ejemplo el matrimonio. Ana María Fernández (24, casi abogada), una gen que está de novia con Daniel Martínez (26, casi profesor de matemáticas, estuvo en O’Higgins un año), fijó su posición al respecto: "El amor en la pareja —sostuvo— es la aventura de dos seres que quieren conocerse, hasta donde es posible a criaturas humanas, y fundirse en una sola cosa. En este contexto se incluye también la relación física, que por sí misma no es mala. Nosotros la vemos negativa fuera del matrimonio porque si el amor es verdadero y total lleva a la fusión de dos seres en uno, reconocida como indisoluble en un acto público: el matrimonio. Por ello, tomarlo a la ligera es algo que va contra el amor”.

LA UTOPIA, ¿SIRVE? En la comunidad "Andrea Ferrari" (llamada así en homenaje a uno de sus miembros, ya fallecido) funciona el Centro Gen Latinoamericano, encargado de coordinar las actividades de los jóvenes que trabajan para el movimiento en ciudades de casi todos los países de América latina. Allí se planificó un "operativo” en la subdesarrollada localidad entrerriana de Feliciano, realizado en los meses estivales de 1973. Las tareas se efectuaron con éxito —dijeron—, no tanto porque los ayudaron en la apremiante situación material en que se encuentran, sino más bien por el vínculo profundo que lograron con los lugareños. Ese operativo —que se repetirá este verano— es parte de un amplio plan de trabajos en villas de emergencia y barrios obreros, destinado fundamentalmente a "establecer en cada lugar, entre todos, una comunidad”.
A pesar de estas acciones concretas, el ideal de los gen se inscribe dentro de los proyectos utópicos que a lo largo de la historia han forjado distintos grupos cristianos. Resulta interesante dilucidar hasta qué punto esa utopía puede dar frutos saludables para solucionar los problemas personales y sociales. El propio Pablo VI ha advertido que la apelación a la utopía es a menudo un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas refugiándose en un mundo imaginario. "Pero, hay que reconocerlo, esta forma de crítica de la sociedad existente provoca con frecuencia la imaginación, prospectiva a la vez, para percibir en el presenté lo posiblemente ignorado que se encuentra inscripto en él, y para orientar hacia un futuro nuevo. Ella sostiene así la dinámica social por la confianza que da a las fuerzas inventivas del espíritu y del corazón humano", sostuvo en la célebre Carta al Cardenal Roy.
Los frutos de la comunidad de O’ Higgins serán tema de discusión para los que la miran desde afuera, especialmente los científicos sociales. Hernán Apezteguía —que vivió allí y ahora volvió a la gran ciudad de Buenos Aires— precisó al respecto: "Esta experiencia puso en mí la exigencia dé crear la comunidad, no ya en un lugar aislado sino donde hoy actúo: en la Universidad, en el trabajo, en el partido político, en la familia. Este es un trabajo de resultados no tan inmediatos y gratificantes, pero más profundo y de más largo alcance. O’Higgins fue para mí un campo de entrenamiento y —además— una oportunidad única de probar esta «utopía» en los hechos”.
PANORAMA, ENERO 24, 1974

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