Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Canaro
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Un adiós a 700 tangos

Envuelto en las banderas argentina y uruguaya, sus patrias de adopción y origen, y acompañado por tres centenares de personas —entre las que marchaban Mariano Mores, Osvaldo Fresedo, Juan D’Arienzo y Roberto Maida—, el cuerpo de Francisco Canaro fue conducido hasta el panteón de SADAIC, en la Chacarita, el martes último. Su cortejo peregrinó por la calle Corrientes, como otras grandes figuras del tango. Sin embargo, su despedida no tuvo la presencia apretujada de otras recientes exequias: las de Juan de Dios Filiberto y Julio Sosa. Su muerte no produjo sorpresa ni conmoción: en cambio, un prolijo respeto cubrió su magro cuerpo.
No sabía música: tocaba de oído. Recorriendo con sus dedos las cuerdas de su violín, solía añadir la melodía a los versos que escribía su hermano Mario (que firmaba Francisco, sin embargo). Así redondeó setecientos tangos y milongas, a lo largo de 56 años: empezó en 1908, cuando el tercer hijo —y primer varón— del itálico matrimonio Canaro tenía veinte años. Dos años antes había invertido todos sus ahorros (cinco pesos) para comprar una guitarra; le sirvió para reemplazar su inverosímil violín de lata, construido con un envase de aceite de oliva. Hasta 1908, Francisco Canaro alternaba el trabajoso aprendizaje musical con la pintura de brocha gorda, indispensable para reforzar el presupuesto familiar.
A su muerte, en cambio, su fortuna se estimó en 150 millones de pesos, pacientemente amonedados con el tango. Con ella pudo vengarse de su infancia de pies descalzos, comprando casas y más casas en el mismo barrio de San Cristóbal, reducto de tauras y corralones, que lo vio crecer. Toda su vida la dedicó a institucionalizar la música que él llamó típica, y que nadie se atrevió a rebautizar. Fue Canaro quien planteó como un negocio —y no como un simple ejercicio de bohemia— la actividad de las orquestas. Fue él, también, el primero en utilizar cantores (en 1921, Roberto Díaz cantó con él, por primera vez, Así es el mundo). Y el primero en injertar el tango en las comedias musicales porteñas. Quien, en definitiva, logró la agremiación obligatoria de todos los autores y compositores: él creó SADAIC, junto a cuya tesorería lo velaron la gente de tango y cinco millares de curiosos.
SADAIC, como todo lo que hizo durante su vida, le proporcionó el reconocimiento y, a veces, el repudio de sus colegas. El claroscuro del cálido apoyo popular llegó hasta a darle su nombre a un teatro de Constitución. Para algunos músicos, en cambio, su imagen se acercaba más a la de un frío hombre de negocios que a la supuesta simpatía de una figura que “estaba de vuelta”. Su influencia, de todos modos, se hacía sentir: a veces bastaba su recomendación o su veto para decidir la suerte de un intérprete o de una orquesta. Y ésta era una opción que jamás declinaba; por lo menos, en el vasto círculo de su influencia.
No era un hombre culto, y sus amigos lo sabían. Pero reemplazaba ese vacío con una pujanza que siempre sorprendía, en especial para los negocios. Sus colaboradores más inmediatos —los hermanos Lomuto, sus propios hermanos Juan, Rafael y Mario— solían seguir ciegamente lo que él llamaba sus “pálpitos”. Así nació en !a
Argentina, COMAR, entidad dedicada a controlar la distribución —a veces criticada como caprichosa por los músicos— de los derechos de intérprete, un nuevo canon aplicado en todo el mundo y que estaba bajo su exclusiva responsabilidad. Fue en esas oficinas donde lo sorprendió un síncope: “En ese momento —confesó Mariano Mores— murió la historia viviente de nuestro tango. Canaro era un testigo de la época que nunca volverá.”
Un testigo, por lo demás, frecuentemente socorrido. Su imagen había llegado a ser objeto de explotación comercial por los organizadores de programas, y un canal de televisión quiso aprovechar su nombre para mantener un ciclo. Alguien avisó al maestro, luego del primer programa, de que estaba haciendo gratis algo con lo que otros ganaban. Si su fino olfato comercial no lo advirtió fue porque en los últimos tiempos se le había agudizado una forma de vanidad que lo llevó, frecuentemente, a exigir intervenciones habladas en sus emisiones musicales. También quiso ser actor en las comedias que le escribió Ivo Pelay; en ellas, a veces, protagonizó a padres arrepentidos que reconocían tardíamente a hijos naturales. En la vida, en cambio, lo acompañó la versión maledicente de que sus hijos musicales sólo lo eran de adopción.
Revista Primera Plana
22.12.1964
 

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