Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

helados
Helados
La consagración del verano

La nena, en puntas de pie, dijo de corrido: “Un cucurucho de crema, frutilla, chocolate, cereza, limón y damasco”. El dependiente le despachó un helado de crema y frutilla, y la nena se fue contenta, igual. Entonces, como lanzas, se precipitaron sobre el mostrador decenas de manos, cada una con su respectivo ticket. En verano, hay que ir a una heladería para conocer el rostro de la avidez, para comprender por qué la agencia Gallup de los Estados Unidos determinó que las cremas heladas constituían el invento más fecundo, después de la lamparita incandescente.
Algunas muestras de esa fecundidad pudieron palparse la semana pasada, en cuyo transcurso Buenos Aires ingirió unas 65 toneladas de helados y su millar y medio de negocios exclusivos (117 inaugurados a principios de diciembre último) padecieron una sofocación sin precedentes. Seis heladerías de la calle Florida vendieron, en total, un promedio diario de 18 mil cucuruchos —a 50 pesos cada uno—, cifra que casi duplica los topes máximos del año pasado, cuando el mismo cucurucho (unos 100 gramos) costaba 30 pesos. Por otra parte, los 1.800 heladeros ambulantes —a menudo víctimas de la insolación— pasaron a ser los más solicitados pregoneros de la ciudad, a la par de los canillitas. Por la calle, los repartidores de Noel, Laponia y Bonafide se disputan una clientela fantasma, generalmente menuda, que sin embargo suele hacer caso omiso de la marca. Desde que los fabricantes observaron que el aseo de los vendedores, antes que el propio helado, es el principal motivo de captación, los inspectores de cada empresa fiscalizan no sólo la calidad de la crema sino, sobre todo, las uñas y el cabello de quienes irán a ofrecerla.
El detalle contribuye a demostrar hasta qué punto la industria heladera responde a una prolija organización; otros, a su vez, pulen la imagen de su potencia: cada mañana un jet deposita en el aeródromo de Comodoro Rivadavia cientos de kilos de helado Bonafide. casi simultáneamente cuando una flota de camiones frigoríficos de Noel y Saint se ponen en marcha para cubrir la demanda de los alrededores de la Capital y de una veintena de ciudades del interior.

A gelati!
Tanta aceptación no fue soñada por el emperador Carlomagno (742-814), a quien la leyenda reconoce como el primer degustador de un manjar así de frío, preparado con frutas, licores y nieve de los Apeninos. Dicen que lo rechazó blasfemando y que por decreto prohibió su elaboración masiva; se sabe también que Carlomagno no tenía un solo diente que no estuviera cariado. Más seriamente, quienes buscan el origen del helado encuentran que sus huellas se derriten sin remedio; pero que constituye un postre elegante, sin contraindicaciones médicas, por lo menos desde que Catalina de Médicis lo enroló en su menú de cada día.
En Buenos Aires, la primera heladería pública se instaló en la Calle de la Federación (hoy Rivadavia), en 1855, como dependencia del Café del Plata. En la puerta relucía esta cuarteta: Soave vivando / di delicata neve / che cual piü si mangia / rendí piü piacere, la más cabal demostración de que fueron los italianos quienes propusieron disfrutar de unos minutos de refresco, seguidos de media hora de generosa exudación. A principios de siglo, los primeros tendedores callejeros empujaban un molinillo de madera al grito de A gelati!, deformado en achilata, el nombre con que se lo sigue llamando en Tucumán.
“Resultó un negocio redondo”, convinieron los herederos de Francisco
Saverio Manzo, instalado hace 57 años en su negocio de la avenida San Juan —Saverio—, convertido ahora, según dicen, en la heladería más grande de Sudamérica. Por lo menos se alinea entre las más notorias: “Los helados que saborearon Onganía y Barrientos [Presidente de Bolivia], durante su paseo por el Delta, en diciembre pasado, eran de nuestra casa”, se jacta Antonio Manzo. Otro italiano, Alfonso Cositore, fundó, hace casi medio siglo, El Antiguo Vesubio, en Corrientes al 1100, e introdujo la moda de la copa sofisticada, fama que todavía ostenta. Su helado Princesa, el más célebre, se integra con media docena de cremas, tapizadas de chantilly, dos baños de caramelo y salpicaduras de almendra.
Exquisiteces por el estilo ofrecen las heladerías de la cadena Zanettin, desparramadas a lo largo de la Avenida del Libertador y en Mar del Plata, cuyo primer eslabón abrió en San Fernando, en 1924. El helado de kinoto al whisky es su más reciente especialidad, y también la que prefieren los automovilistas que recalan, en sus sucursales de Olivos v Vicente López, a partir de las 10 de la noche. Los heladeros reconocen a Marino Zanettin como al verdadero pionero de una industria cuyo boom data de 1936, cuando Siam fabricó, en el país, la primera máquina productora de helados. Ahora, las más perfeccionadas cuestan medio millón de pesos, una suma que los principales heladeros arrostran con gusto: el negocio les exige tener más de una, si es que aspiran a cerrar las puertas a orillas del otoño, e invernar en paz o dedicarse a un ramo subsidiario, como la cafetería.

Los monstruos
Por lo menos, una decena de importantes propietarios de heladerías fueron, alguna vez, empleados de Zanettin, precursor de una técnica difundida como uso Napoli. Consiste en el simultáneo amase y enfriamiento (entre los 20 y 22 grados bajo cero) de cremas con base de leche, hasta conseguir una determinada consistencia. Un funcionario de la Dirección de Bromatología, dependiente de la Municipalidad de Buenos Aires, dijo la semana pasada que “el celo de los inspectores y el progreso de la industria heladera han terminado prácticamente con los peligros de la intoxicación”, una amenaza todavía en pie hace 15 años. La Dirección cuenta con. una oficina especial en donde diariamente se coteja la calidad del producto, cuyas muestras se recogen en tres cápsulas lacradas. “Una de esas cápsulas se guarda provisoriamente, por si se descubren irregularidades y el heladero quiere apelar.”
El dueño de una heladería de la avenida Quintana encontró una tercera causa, “la más importante”, que abolió definitivamente las prevenciones de los consumidores: “Desde que se liberó el precio del cucurucho, no hubo problemas en mejorar la calidad de la mercadería”. Inclusive, en incorporar gustos más caros (cereza a la pana, pistacho y una serie de granizados) ; de paso, el auge acarreó el nacimiento de una nueva profesión, la de diseñador de sundaes y bizcochuelos helados, unos mastodontes en donde naufragan los más golosos. Algunas confiterías del centro les adjudican nombres igualmente ostentosos: bomba H, supersónico, James Bond. Una boite de Olivos inventó, este año. una variedad de helado de nuez y frutas tropicales, moldeado con formas de mujer y adornado con unas guindas muy estratégicas: se llama Anita Iceberg.
24 de enero de 1967 -Nº 213
PRIMERA PLANA
 

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