Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

madame sapho
Rosario: El ocaso de Madame Sapho
“No estará de más que manifieste que vivo entre Jujuy y Pichincha, vale decir en el propio corazón del barrio de la gente de avería, donde tenían su asiento casi todos los quilombos de la ciudad, los que dieron en su tiempo a estos sitios propiedad y fama ... ”.
(José María de Pedreira. “Doña Casta, historia de una gran mujer”.)
Quizá la razón más importante por la cual Rosario no consigue hacer valer su mayor población, su similar —aunque disperso— parque industrial y otros factores por el estilo en la estéril puja con Córdoba por ostentar el blasón de “la segunda ciudad de la República”, sea esa inevitable, profunda chatura que la caracteriza y de la que toda “gran ciudad” se ha desprendido alguna vez.
Desparramada en un área de apenas unas pocas manzanas menos que la Capital Federal, ofrece grandes lunares sin edificación y sus más altos rascacielos son solitarias agujas en medio de una construcción aún más chata. La ciudad no soporta más de cuatro semanas una pieza teatral de éxito y, salvo unas aisladas jomadas esplendorosas al año, las grandes figuras espantan con sus “cachets” a los empresarios locales. Cuna hace una década de uno de los movimientos teatrales independientes más importantes del país, acabó por contagiarle su sopor cuando éste ya naufragaba en la indiferencia oficial. Lo mismo ocurrió con la mayor parte de los grandes plásticos argentinos que aquí se formaron, emigrantes de un ambiente demasiado propicio al rastacuerismo.
El Monumento a la Bandera viene a ser la expresión más clara de los vanos esfuerzos que los sectores representativos han desplegado a lo largo de los años para dotar a la ciudad de una imagen “for export”. El enorme adefesio de mármol deja impávidos a los visitantes y no concita mayormente la atención local, salvo en los actos oficiales. Carente hasta de un fundador con nombre y apellido, Rosario no ha conseguido otros brillos y oropeles que los de una permanente y provinciana tranquilidad y una actitud laboriosa que son precisamente las mejores razones para vivir en ella.

UNA HISTORIA CUCHICHEADA. Para colmo, su mayor, su único mojón de esplendor internacional en el plano de la vida mundana, aquella época en que la ciudad estaba en boca de todos y muchos viajeros preguntaban cómo se llegaba a ella en cuanto ponían pie en el país, fue hasta hoy una parte de su historia púdicamente soterrada, una mácula imborrable que convenía ocultar.
Es que hasta 1932, cuando se esfumó como en los cuentos orientales, en la sección novena de la ciudad de Rosario funcionó el Barrio de Pichincha, un conglomerado de fondas, restaurantes, bares y "varietés” enancados en la infraestructura del negocio central: los prostíbulos.
Fue una idea del intendente Luis Lamas, un aristócrata local, la que determinó parabólicamente el destino final de Pichincha. Para “embellecer la ciudad” dictó una ordenanza por la cual todos los ranchos pobres debían desaparecer del radio urbano. Encomendó la tarea a una cuadrilla de limpieza que arrasaba con ellos, remediando el consiguiente problema de viviendas ofreciendo a sus moradores, en un sitio apartado, un nuevo alojamiento... de carpas de lona.
Lo cierto es que la zona de Pichincha, frente mismo a la estación de ferrocarril, quedó súbitamente limpia del pobrerío y sus miserables edificaciones. Hacia allí emigraron —desde la sección 4ª— con ojo avizor y en rápida sucesión, la mayor parte de las "madamas” y empresarios de los burdeles de la ciudad. En los años 20, ya Pichincha tenía muchas de las características distintivas que lo convertirían en foco de atracción internacional.

ENTRE PARAISO Y MULADAR. “Fingida o real, local o internacional, Madam Safó es la mujer de más aureola con que cuenta Rosario, la que primero martillea en la memoria al desembarcar en Súnchales (la Estación Rosario Norte. N. de la R.). La imaginación de la gente, incluso esa gente que hace una cruz en el aire como pidiendo licencia para pronunciar el apelativo de ciertas cosas, ha hecho de la Safó una matrona olímpica, rodeada de una corte de jóvenes mujeres hermosísimas. La leyenda de Pichincha, repercutiendo en el país y fuera del país, la ha consagrado como una gloria rosarina. Y ella quedará, como no ha quedado todavía ningún artista, ningún literato, ningún hombre de negocios. En el Retiro, los familiares de los que viajan con destino a Rosario, soplan al oído de éstos frases de sonoridad voluptuosa: ¡Cuidado con la Safó!... ¿Van a visitar a la Safó?".
Así caracterizaba el periódico “Rosario Gráfico”, en 1932, a una leyenda viviente. Es que el “Madame Sapho” (Madam Safó, para los rosarinos) era la gema, la fortaleza, el estímulo de mil fantasías y el impenetrable castillo del señor para la gran mayoría de los que no podían darse el lujo de visitar “el de cinco pesos”. Esa era la cotización de las polacas, judías, italianas, españolas y francesas, reales o fingidas, que trabajaban en el Sapho.
Propiedad de un corso de apellido Malatesta, más conocido en el ambiente y en los archivos policiales como “Búfalo Bill”, el Sapho era regenteado por su mujer, la enigmática y hermosísima Madam Safó, de la que, leyendas aparte, sólo se sabe hoy por hoy que en realidad era italiana —aunque se expresaba en francés— y que regenteó el negocio durante años con discreción y mano de hierro.
El edificio de piedra actualmente hace las veces de hotel-posada, a tanto la hora. Pero su intacta estructura edilicia posibilita explicarse el por qué de las leyendas. Del Madam Safó llegó a creerse que tenía un zoológico en su interior y ciertos delirios afirmaban que sus pupilas extranjeras defecaban dulce de leche.
Sin embargo, los memoriosos que apelan a la cordura ponen las cosas en su lugar. Es cierto que el ambienté era muy lujoso y que todas las mujeres eran excepcionalmente bellas, así como que era imprescindible concurrir de cuello y corbata. Las reglas de la casa eran que “en la pieza cualquier cosa”, pero había que guardar una extrema compostura en el salón. Elegir con discreción y sin estirar la mano ni entretener demasiado a las pupilas. Un moño rojo en la puerta del cuarto indicaba a la que por esos días no podía atender.
El Safó era el sitio donde se regodeaba la aristocracia y los grandes señores. A tanto llegaba su prestigio que en los jardines solían organizarse comidas en agasajo a personalidades de paso por la ciudad. Allí recibió un homenaje el revolucionario español Indalecio Prieto.
Con tarifa decreciente, más de treinta prostíbulos de diverso tipo se apretujaban en las seis manzanas de Pichincha. Estaban el “Petit Trianon”, de propiedad de un suizo llamado Enrique Chatel y dirigido por su concubina, Madame Georgette, que en realidad era argentina y se llamaba María Peña. También el “Armenonville”, el “Glorié”, el “Chabannes”, “El Elegante” (dirigido por una madame a quien llamaban “la Sarmiento”, porque nunca faltó al trabajo), “El 90”, “El Norteamericano”, el “Venecia”, el "Moulin Rouge”, el "Gato Negro”, el “Trípoli Italiano” y muchos otros entre cuatro y un peso la tarifa.
Alrededor de los burdeles se gestó en pocos años un ambiente entre elegante y patibulario, donde el lujo y la miseria, el drama y la alegría, se enrevesaban con demasiada frecuencia. Obviamente, no había casas de familia en todo el radio, por lo que las calles —que gozaban de una iluminación especial a partir de las ocho de la noche— eran una sucesión de fondas, bares y parrillas. En
Pichincha se podía comer todo tipo de manjares o tomarse un guindado escuchando “al Oriental” antes de visitar el burdel.
También el rubro gastronómico tenía su gema en Pichincha: el “Gianduia”, más conocido por “la Carmelita”, en referencia a Carmela Tamagno, que lo regenteaba. Envueltos en el humo de la parrilla que atizaba “Churrinche” —un famoso asador— allí recalaron para ser agasajados por la crema rosarina personajes como Gardel, Caruso y el mismo Humberto de Saboya.
Bajo el brillo de la iluminación especial dispuesta por la municipalidad, en el barrio, desfilaba todos los días a partir de las ocho de la noche una corte de extranjeros y nativos que se apiñaban en los bares y restaurantes y hacían colas ruidosas en los burdeles. “¿Pichinchou? ¿Do you knoxv Pichinchou?", preguntaban los marineros apenas pisaban la ciudad. Es que Rosario fue por varios años, alrededor de 1921, el primer puerto exportador del mundo, superando a Montreal y Nueva York.

A LATA POR CABEZA. “¿Cuánto hacía una mujer como promedio, en el “Mina de Oro”, por ejemplo? Semanalmente, trescientas latas. Ganaba la mitad de lo producido. Ni el gerente del ferrocarril ganaba eso. En los de un peso, en cambio, cuando habían ganado diez o doce pesos a la semana estaban contentas. ¡Amigo, quién las paraba!”.
Los testimonios reviven el régimen a que estaban sometidas las pupilas, común a todos los lenocinios. El cliente entregaba el importe a la madame, que a su vez le entregaba una lata, a manera de ficha. Una vez prestado el servicio, el cliente se la entregaba a la mujer elegida, que acumulaba durante la noche tantas latas como hombres recibía. Al final de la jornada, recibía el importe del cincuenta por ciento del total de latas obtenidas.
Por supuesto que no había posibilidad de rechazar clientes, ni tampoco interés. Para las pupilas, cada hombre era un rostro de latón que representaba tantos pesos al final de la jornada. La única posibilidad de obtener más ganancias, era la de ser más solicitada o ascender a un burdel de más categoría.
Pero la expoliación no terminaba en el prostíbulo. Vigilando atentamente la puerta, camuflado de cochero o vendedor, o simplemente rondando, esperaba el panzón, atrabiliario receptor final del producto de la faena. Insistentemente descripto por el folklore como un compadrito de tacos altos, pantalón bombilla y melena grasienta, decidor y más pregonero que valiente, esta representación del cafisho, caftén, cafiolo o macró excluye algunos tipos —quizá los más siniestos— y acaba en lo superficial.
Porque ocurre que estos panzones criollos, entre despiadados y sentimentales, eran por lo general macrós de una sola mujer, la propia. Muestra suburbana y de principios de siglo del subdesarrollo, eran las víctimas propiciatorias de cuanta redada policial se encaraba para guardar las apariencias y acababan —rapados y con los tacos cortados a machetazo limpio— en la seccional. (La policía les cortaba un solo taco y así los trasladaba, rengueando, hasta la comisaría. De allí lo de “taqueros” con que se conoce a los policías de civil.)
Nunca imaginaron que muchos de esos señorones que visitaban Pichincha tenían bastante que ver con un nivel más alto de la explotación, ni se les ocurrió compararse con sus predecesores franceses de la sección cuarta —que explotaban cuatro o cinco mujeres cada uno— o mucho menos con los grandes macrós extranjeros, principalmente judíos y polacos, que regentearon el negocio de la prostitución en la Argentina.

LA ZWI MIGDAL. “Este es un país de libertad. Nadie está obligada a ser prostituta. La que quiera dejar de serlo, avise a la Asociación Nacional Argentina contra la Trata de Blancas, calle Tucumán 307, que será defendida y auxiliada”. Así rezaba un editorial de “La Nación”, del 30 de diciembre de 1892. En la misma nota, el diario de los Mitre denunciaba a “una banda de judíos-polacos” como los principales gestores de la prostitución en el país.
El diario se anticipó en catorce años a la confirmación oficial de lo que denunciaba. Porque el 1º de mayo de 1906 se constituía en Buenos Aires la Sociedad “Varsovia”, que no era otra cosa que la agrupación legal de todos los cafténs judío-polacos que traficaban en la Argentina. La organización debió cambiar más adelante su nombre por el de “Zwi Migdal” (que en idish significa “Gran Fuerza”, aunque se cree que el nombre responde a un tal Migdal, que habría sido su fundador) porque el cónsul polaco Wladislaw Mazurkiewitz protestó ante el gobierno, ya que "una sociedad de rufianes no podía llevar el nombre de la capital de Polonia”. Por la misma época se fundó la “Asquenasum”, un desprendimiento de la Migdal del sector de rusos y polacos.
Los cafténs asociados en la Migdal llegaron a explotar en el país alrededor de dos mil prostíbulos, de los cuales varios de los más importantes estaban en Pichincha. Treinta mil mujeres de distintas nacionalidades contribuían a que cada burdel arrojara una ganancia promedio de tres mil pesos mensuales. Las entradas de la Migdal en esos años, por prostitución y otros rubros derivados, llegaron a los ciento ocho millones de pesos anuales. La Asquenasum, en tanto, recaudaba la mitad de esta cifra y otro tanto lograban los prostíbulos regenteados por franceses, alemanes o italianos.
Para explicarse tanto auge conviene echar una mirada a la situación de Europa y la Argentina por esos tiempos. Mientras aquélla se precipitaba en la primera guerra mundial y sus consecuencias, el país asistía a sus efímeros años dorados. Ya entre 1870 y 1887 el Hotel de Inmigrantes de Rosario había registrado a 75.254 extranjeros, mientras el primer censo provincial, también del 87, indicaba que la cifra de residentes provenientes de Europa era de 20.943. Nada menos que el 41 por ciento de la población.
Los métodos de la Zwi para reclutar pupilas en Europa eran simples. El más común, un polaco con aire soñador que viajaba a su país a engatusar a alguna joven hermosa y embarcarla en un sueño americano. Hasta llegaban a casarse con ellas, cuando la miseria de la familia no era tanta como para que una hija menos no representara un alivio. Una vez en el país no había muchos caminos. Si el rufián no lograba convencerlas, las brutales palizas y el desamparo las precipitaban en el burdel. La Asociación Nacional Argentina contra la Trata de Blancas, un rubro más de beneficencia aristocrática, poco podría contra la asociación de la Migdal con jueces y policías.

LA VALEROSA RAQUEL. La impunidad de la Migdal y las otras sociedades de rufianes estaba garantizada por la corrupción policial y la de algunos jueces, particularmente en los últimos años del gobierno de Yrigoyen y todo el interinato de Uriburu. Sin embargo, fue precisamente por esos años cuando el imperio comenzó a desmoronarse. En Rosario, alrededor de 1928, se intensificó una verdadera batalla periodística entre detractores y propulsores de la prostitución legal y organizada. Salieron a la luz muchos entretelones y la opinión pública comenzó a escandalizarse. Finalmente, la ordenanza municipal número 7, del 30 de abril de 1932, decretaría el cierre de los prostíbulos y la muerte de Pichincha. No se sabe si por piedad o resentimiento, el artículo 5 de la ordenanza rezaba: “Recábese de los agentes consulares extranjeros facilidades para el regreso a sus países de las mujeres que así lo desearen ... ”.
Y fue una mujer la que puso en marcha todo el proceso que desmembraría a la Migdal, junto a la ofensiva de la opinión y la acción de algunos jueces y policías. Raquel Lieberman había llegado a la Argentina en 1924, del brazo de un rufián llamado Broni Koyman. Trabajando en Buenos Aires en un prostíbulo de la calle Valentín Gómez, se independiza al cabo de unos años e instala en el centro un local de venta de objetos de arte. Simultáneamente, solicita a la policía su eliminación de los prontuarios y deja de concurrir al dispensario.
Pero la historia de Raquel Lieberman no tendría ese final feliz. Es que a la Migdal no le convenía tener un antecedente de esa naturaleza, que tendería a ser imitado por otras pupilas. De manera que la sociedad destaca a uno de sus mejores elementos, un rufián llamado Mauricio Kirstein, que al cabo de un tiempo la seduce, se casa con ella ante el rabino, en la sinagoga de la calle Córdoba 3280 —sede de la Migdal— y la obliga a prostituirse nuevamente. La operación le reportó además a Kirstein ochenta mil pesos que la Lieberman tenía ahorrados.
Raquel no soporta la estafa y lo denuncia en 1929. Toma el asunto . en sus manos el juez Rodríguez Ocampo, que con su secretario Frías Padilla inicia un expediente que llegaría a tener cinco mil hojas. Con la colaboración del comisario Julio Alsogaray (que escribiría un libro sobre el asunto, "La Trilogía del Placer en la Argentina”), Rodríguez Ocampo denuncia reiteradamente la impunidad de la Migdal y termina allanando el local de calle Córdoba, el 19 de mayo de 1930. En la sinagoga aparecen libros, planillas, correspondencia, ficheros, contratos y pagarés probatorios de las actividades de la Zwi Migdal. El 27 de enero de 1931, la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional revoca los autos y ordena la liberación de los rufianes. En una curiosa interpretación, la Corte entendía que no había asociación ilícita "si todos los miembros de la sociedad no están incursos en el mismo delito”, cosa imposible de probar en una organización de las características de la Migdal.

LOS RASTROS DEL PASADO. "¡Todo muerto! La calle Salta, Jujuy... Se acabó todo, las personas, los bares, los peringundines, todos con las persianas bajas. Ni comités había... ¿Para qué iban a querer el comité si no había más presos que sacar? Y se quedaron sin trabajo los lustradores, los vendedores de maní. Uno de los testigos vivientes evoca el fantasmal aspecto de Pichincha luego del cierre de los burdeles. El barrio esplendoroso de otrora, apenas si asistió a un fugaz y pálido renacimiento poco tiempo después, autorizado con motivo de una campaña electoral, pero ya su estrella se había eclipsado.
En el cementerio de Granadero Baigorria, a pocos kilómetros de Rosario, en un sector separado por un muro que lo rodea totalmente y no habilitado al público, están enterrados los dueños de prostíbulos, rufianes y prostitutas a quienes la colectividad judía negó el derecho de ser enterrados en el cementerio de disidentes. Allí está León Rubinstein, el que fuera dueño del "Venecia”, uno de los lenocinios más cotizados.
Pichincha es una parte de la historia de Rosario y del país que los libros no mencionan. Un recuerdo nostálgico para algunos ancianos que cuentan anécdotas pobladas de delirios y fantasías. Las tumbas, el tapial grande y la puerta de hierro del cementerio de Granadero Baigorria, el antiguo esplendor que puede atisbarse en el edificio que fuera sede del Madame Sapho, apenas si son elementos fragmentarios, transformados por la muerte y el tiempo, de una historia de muchas vidas.
La prostitución no ha muerto con Pichincha, sino que ha cambiado de formas. Lo que desapareció con ese barrio fue un estilo de explotación destinado a ser suplantado por otros; se cubrió el rastro y se quitó el sello oficial a la válvula de escape de una moral de almidón. También desapareció con él parte de una época, representada quizá como en ninguna otra parte por los brillos y sordideces del barrio prostibulario.
Carlos Alberto Gabetta

_recuadro en la crónica_
Los testimonios de una epopeya en el recuerdo de algunos de sus protagonistas
Con el título “Prostitución y Rufianismo— Comportamiento Sexual de una comunidad”, la Editorial Encuadre de Rosario editará en breve una medulosa historia del barrio de Pichincha, De la lectura de ese original, nuestro corresponsal extrajo la mayor parte de los datos de la nota que antecede.
Obra de los periodistas Rafael Oscar Ielpi y Héctor Nicolás Zinni, “Prostitución...” es un trabajo que excede la mera descripción y enmarca el fenómeno del crecimiento del barrio de Pichincha —único en el país— en sus causales económicas y sociales. Fruto de un largo y paciente trabajo de investigación, el libro garantiza verosimilitud a historias casi fantásticas con una abrumadora cantidad de datos y referencias. Elude, sin embargo, lo farragoso y reiterativo con una redacción ágil y mediante el recurso de la transcripción de numerosos testimonios.
Testigos vivientes que fueron asiduos clientes de los burdeles, un comisario —Sabatino Paletta— que condujo la represión en Pichincha y artículos periodísticos de la época —en los que aparecen firmas como la de Rodolfo Puiggrós— apoyan los pasajes más fascinantes de la obra.
Aunque hubiera debido gestarlo, Pichincha no tuvo un poeta que fuera capaz de evocar los alucinantes encuentros de “El Paisano Díaz” y “El Peligroso” o la sórdida muerte de “La Gallega”. Tiene en cambio ahora una historia escrita que apoya sus pasajes de novela en el rigor de la investigación.
Panorama ofrece a sus lectores, a manera de anticipo, una selección de esos testimonios.
“En el Mina de Oro había que hacer cola para entrar. Uno veía que
la cola se movía continuamente para entrar, mientras que por la. puerta, a un costado, salían los clientes servidos como escupida de músico. A veces, alguno gritaba en la cola: “Apuráte, che... También se daba el caso, bastante frecuente, de los que hacían cola frente a una determinada pieza, como la de la feria o del colectivo: es que esa mujer gustaba más. Increíble...”.
(Entrevista a Satanás). ...
"Nos dijeron que el Madam Safó tenía espejos hasta el techo, en las habitaciones...
—Pero no todas, eh... Había dos con espejos en los costados y en el techo. Entonces, a solicitud del cliente, iba a esa pieza. Pero había que poner más. Había que poner una diferencia. Ya no eran cinco pesos. Serían quince o veinte ...
—Y había con perrito también. Las francesas tenían un perrito amaestrado. No es cuento, es en serio. Era un perro de esos falderos, y decían: ¿Cómo quegués, con peguito o sin peguito ... ? Si el cliente decía que sí, metían el perrito en la cama para que hiciera cosas raras ...
—¿Era lujoso?
—¡Si lo era! En el centro de la sala había jarrones grandes y tenía sofás de este lado y de este lado, para, dos personas. El que entraba se sentaba. Venía una, usted le decía que no y venía otra. La tercera, lo escupía... Usted deciá que no si venía a acompañar a algún fulano y entonces no lo molestaban más, porque era la madama la que las mandaba. La madama mandaba a las mujeres. No era como los otros prostíbulos que venía una, agarraba la otra y así... No. Ahí las mandaba la madama.
—No había franela. Ahí no había franela...
—Ahí había que tocar el timbre, el punto levantaba el visillo, lo miraba y si no iba con cuello, no entraba... Yo me acuerdo porque entraba tupido. Yo tenía mi pintita, siempre con mi cuellito duro; y siempre iba a acompañar a alguno, porque por cinco mangos no, no me gustaban esas mujeres ...
—¿Usted siempre podía entrar de compañía.... ?
—Claro. ¿Cómo iba a dejar al amigo en la puerta? Entonces yo conocía bien ahí adentro, conocía algunas piezas también. Ahí no había un zoológico como dicen algunos, ni nada. Había una delicadeza única. Nada de que usted le iba a tocar, así, la mano a la mujer. No. Usted iba dispuesto a hacer uso con ella, y allá en la pieza hacía lo que quería. Pero ahí, en la sala, no... ”.
“—Muchos iban al quilombo cuando salían de La Carmelita y morían al hacer uso con el estómago lleno. Las ambulancias corrían en esos tiempos cada dos por tres, por los tipos que reventaban en la cama de los prostíbulos...”.
—“Está el record de “La Gallega", que en una noche se pasó treinta tipos en un prostíbulo de un peso y otra noche, en uno de dos pesos, se pasó a cincuenta. Cincuenta latas hizo en una noche. Terminó mal. Se mató’’.
(Entrevistas a Jorge Ordóñez, Satanás, Ricardo Sequalino, Sabatino Paletta, Nicolás J, Zinni, Hugo Ibarra.)
“Enfrente del Safó, que ahora es un hotel por horas, el Ideal, estaba otro prostíbulo, el Charleston. En ese lugar me tocó, cuando era jefe de Seguridad Personal, detener al autor de la muerte de aquel canillita conocido por todos en la calle Córdoba como El Negrito Blancaflor. Era muy simpático. Paraba en San Martín y Córdoba. Me acuerdo que había una gran tormenta y después de todos los datos que habíamos reunido, supimos que el matador se había ocultado en ese lugar. Nos quiso atacar con una daga y tuvimos que apelar a las armas, aunque felizmente se entregó sin tener que usarlas. El lugar estaba como en la época del Charleston aunque entonces se había convertido en un refugio de camas baratas, para la gente pobre que pululaba por Rosario Norte. Camas de a un peso, diríamos ...
“La Carmelita era un lugar famoso también. Pichincha era un punto neurálgico, donde iba todo el mundo. Es decir, todo el mundo varón. Después de dar las consabidas vueltas, la mayoría recalaba en la famosa parrilla La Carmelita, que estaba frente a otra parrilla llamada El Infierno, de un tal Riera. En la primera, estaba el famoso Churrinche, un gran asador, y se tomaba un guindado uruguayo a 10 centavos la copa. En ese lugar, según me han contado, tocó el famoso ciego Azpiazú, y cantaba El Oriental, con su tristeza... El Oriental desapareció y nunca más se supo de él. Creo que fue por un desengaño amoroso. Así como se veían las cosas por afuera, no todo podía juzgarse por las apariencias, porque había hombres en Pichincha que también tenían buenos sentimientos. Respecto a El Oriental, parece que una mujer le hizo una mala acción y el hombre, amargado, tomó un tren en Rosario Norte y se fue de acá para siempre
—¿Es cierto que cuando les venía la menstruación ponían un moño colorado en la puerta de la pieza?
“Eso era en el Madam Safó. La mujer no trabajaba, pero estaba en sala lo mismo. Alternaban con los clientes lo mismo ...”.
—¿Cómo vestían?
“Por regla general en los de dos pesos, era de largo y en los de un peso de corto. Algunas así no más como venían de la calle se metían y chau pinela. Los sábados las obligaban a que estuvieran mejor vestidas, a ponerse vestido largo de soiree. El Trianón y el Safó ni qué hablar ... Era despampanante lo que ahí se veía lucir en medio de un ambiente oriental..
“Rosario, la ciudad de los burdeles, trata de reprimir los deseos de sus habitantes para calmarlos y sanearlos. Rosario es una gran represa. Pichincha se llama su válvula de escape. La moral de sacristía de nuestros burgueses requiere para descubrirse esa salida de la libido colectiva. Censurase, por un lado, con muecas de santo horror. Admítese por el otro, con calculada tolerancia. En la educación —por medio de la escuela, el libro, el periódico y las costumbres filisteas— se imprime un concepto falso de la moral. Y el pueblo recibe esa educación y se deja moldear por ella. El choque con la vida es fatal, porque crea esa duplicidad, esa inquietud erótica, ese desequilibrio que trastorna completamente la conducta del hombre. Y mientras las esposas e hijas de obreros son absorbidas por la burguesía que las explota, de allí mismo recolecta sus pupilas el burdel, tan despiadado como la dueña de casa o el gerente de empresa.
La moral del obrero es un reflejo de la moral burguesa cuando no se hace revolucionaria. La moral burguesa levanta el índice y condena despiadadamente a quien se atreva a profanarla o mejor dicho a comprometerla. Vivimos en medio de la gran tragedia erótica que nos impone conceptos que se deshacen. Y el gran señor del club desprecia a las prostitutas, pero compra hijas del pueblo para hacerlas sus queridas. Así es la vida de la ciudad moderna. Así es la vida de la ciudad del comercio, de la burguesía recién llegada, de los prostíbulos admirados por merengues novelistas ...”.
(Rodolfo Puiggrós, que firmaba con el seudónimo Facundo. “Rosario Gráfico, 11-2-1932).

Revista Panorama
21.03.1974
 
madame sapho

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba