Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

princesa margarita de dinamarca e illiaLos agitados días de una Princesa
Su metro ochenta y pico de estatura podía deslizarse aún, gallardamente, por encima de la alfombra roja que conectaba el bimotor de la Fuerza Aérea Argentina con el Cadillac negro que debía trasladarla a Buenos Aires; pero, en el tumulto de funcionarios (casi todos más bajos que ella) que la saludaban, la agasajaban y la timoneaban de aquí para allá, la cara —redonda y aniñada— de su Alteza Real la Princesa Margrethe Alexandrine Thorhidur Ingrid, heredera del trono de Dinamarca, denunciaba un agotamiento perfectamente explicable. Porque desde el momento en que puso el pie en San Carlos de Bariloche, Su Alteza no había cesado ni por un instante —a través de Tres Arroyos, Necochea y Tandil— de recibir ramos de flores, distribuir sonrisas, agradecer gentilezas, besuquear niñitos y estrechar manos.
Quizá por eso (aunque tal sea el oficio de las princesas) fue que, allí, en el Aeroparque, Margrethe tuvo el primero —y mínimo— gesto de mal humor en su visita de siete días a la Argentina: con firmeza, exigió que un camarógrafo retirara sus focos, demasiados próximos a su real persona.

Margrethe Segunda
Hace 600 años, hubo otra Margrethe que fue reina de Dinamarca, Suecia y Noruega. Desde entonces, el camino del trono danés (no por razones de mal gobierno de aquella soberana —todo lo contrario—, sino por la paulatina cristalización de una costumbre) estuvo abierto sólo para los varones: Hasta que en 1953, el rey Federico IX, padre de Margrethe —y de otras dos mujeres: Benedikte, que visitó la Argentina en 1964, y Anne Marie, reina de Grecia—, solicitó y obtuvo una reforma constitucional para que su hija mayor heredase la corona. Esta responsabilidad pesa sobre los sólidos hombros de Margrethe sin que ella decline, en ningún momento, su condición de muchacha (cumplirá 26 años el día 16 de este mes) moderna, estudiosa de Derecho Internacional —lo frecuentó en su país, en Inglaterra y en la Sorbona—, apasionada por la arqueología (ha hecho excavaciones en Italia y en Egipto, acompañando a su abuelo materno, el rey Gustavo Adolfo VI, de Suecia), campeona de judo, conocedora de varios idiomas (aunque no del castellano), dibujante y pintora, de formación académica.
Tal vez por razones protocolares, Margrethe declinó hacer ningún comentario que no fuese estrictamente convencional. “No soy una persona de importancia política”, aclaró cuando se le pidieron noticias de su conversación con el Presidente Illia. A través de la intérprete Susana Grané (provista por la Cancillería argentina), el mandatario y la princesa departieron veinte minutos en el despacho presidencial, e intercambiaron obsequios: para ella, la Orden del Libertador en el grado de Gran Cruz; para él, fotografías de Su Alteza, autografiadas. Alguien recordó entonces que con el Intendente de Tres Arroyos, Anker Kergaard (de origen danés), Margrethe había sido algo más espléndida: le regaló un botellón de cristal de Dinamarca, para contener el típico aguardiente de los países escandinavos, el aquaint, a cambio de las llaves de esa ciudad bonaerense, labradas en oro, platino y brillantes.
La conversación con Illia formó parte del día más colmado en la agenda de la Princesa: el lunes de la semana última, que era también el día del cumpleaños de su madre, la reina Ingrid. Desde las 9 de la mañana, Margrethe abandonó sus habitaciones del Plaza Hotel (368 y 369, en el tercer piso, con vista a la plaza San Martín: las mismas que ocuparon el Cha del Irán y Farah Diba, el año pasado) y, con un vestido de seda verde claro mezclado con celeste —sus colores favoritos—, un gorrito al tono, guantes, zapatos y cartera de cuero marfil, y pulsera y aros de perlas, se encaminó a la Iglesia Luterana Dinamarquesa, en Carlos Calvo al 200, donde no se permitió entrar a nadie que no participara de la función religiosa (es decir, periodistas y curiosos). Luego vino la visita a la Biblioteca Nacional, para entregar una donación de libros procedentes de su colega de Copenhague, y una conversación con Jorge Luis Borges, quien aludió —en impecable, aunque sofocado, inglés— a la literatura danesa refiriéndose a los cuentos de Andersen y “a ese personaje de la casa real de Dinamarca: Hamlet”.

Un vestido tras otro
Siempre el mismo lunes, al salir de la Biblioteca, Margrethe colocó una brazada de flores al pie del monumento a San Martín, después cumplió la ritual visita al Presidente, hizo algunas compras y se aprestó a afrontar la segunda parte de la intensa jornada. Al regresar a su suite del Plaza (sala de estar, con los retratos de los reyes de Dinamarca, padres de la Princesa; pequeño comedor íntimo, donde todos los días se renovaban los claveles blancos y rojos, colores de aquel país; y el dormitorio, con retrato de la familia real en pleno), Su Alteza se vistió con un imprimé de seda, en verde claro, ocre, blanco y amarillo; se puso zapatos blancos escotados, se colgó del brazo una cartera gris, se alhajó con un anillo de turquesas y un prendedor haciendo juego, en forma de trébol, y bajó al salón donde la aguardaban periodistas y fotógrafos. Por segunda vez en su visita, manifestó alguna impaciencia con las cámaras e hizo un gesto terminante para que cesara el estallido de los flashes a su alrededor. Cuando se restableció la calma, enarboló una sonrisa de auténtica simpatía y se deslizó por el tobogán que usan las princesas para escapar de los interrogatorios de prensa: no contestar nada que exija una afirmación o una definición. Hubo sólo dos excepciones: negarse a informar sobre lo que había comprado (“Ese es un asunto privado”) y reconocer que los Beatles no la inquietan.
La hora de los periodistas dejó paso a la de la colectividad danesa en Buenos Aires. Nuevo ascenso al tercer piso, y nuevo descenso —pero a un salón distinto—, esta vez con un vestido corto, de brocato celeste, zapatos y bolso plateados, tres vueltas de perlas al cuello, clips y broche de platino y brillantes, y aros de zafiros (toda su ropa es hecha en Dinamarca, precisó). La ronda del besamanos sólo terminó cuando el embajador de Dinamarca susurró en la enjoyada oreja de Margrethe que era la hora de marcharse a Olivos, a la comida ofrecida en la residencia presidencial. Allí aguardaban a Su Alteza una opulenta tajada del elenco gubernativo, y la imprescindible intérprete. El Presidente y su mujer parecen sentirse ahora bastante cómodos con sus huéspedes reales, después de haber recibido ya a varios (sin olvidarse del imperial Charles de Gaulle); el Vicepresidente Carlos Perette, en cambio, soslayó empeñosamente toda ocasión de aparecer junto a la altísima Princesa, como no fuera estando ambos sentados.
Por fin, el martes pasado, a las 10 de la mañana, Margrethe —vestido de mangas cortas, estampado en verde y blanco; capelina blanca, anteojos negros, tapado turquesa en el brazo— trepó al yate, Itatí, propiedad de la Secretaría de Marina, para zarpar rumbo al Uruguay. Precedida por un imponente equipaje (medio centenar de bultos, entre baúles, valijas, cajas de sombreros y bolsones), Su Alteza agitó una mano enguantada de blanco y se despidió de una tierra que sus compatriotas contribuyeron a colonizar, y de una ciudad que, cuando arribó a ella, le mereció un elogio que en su boca sonó a espontáneo. “La bella Buenos Aires”, dijo; y pareció que, escapándose del protocolo, estaba afirmando algo que sentía de verdad. Margrethe fue la cuarta visita real del doctor Illia; los íntimos afirman que son las únicas que le agradan al Presidente.
5 de abril de 1966
PRIMERA PLANA
 







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