Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Ministro Rivadavia
UN PUEBLO CREADO PARA HUIR DE LA EPIDEMIA DEL AÑO 1871
ISLOTE provinciano enclavado donde arrecia la fiebre de loteos que ensancha, día a día, los límites del Gran Buenos Aires, Ministro Rivadavia es todavía, como designación y como rincón, digno de conocerse, ignorado por casi todos los habitantes de la ciudad. Pregunte dónde queda a algún norteño, y lo verá. Y sin embargo, está apenas veintiocho kilómetros de la plaza del Congreso, aunque no figura en mapas ni en casi ninguna guía. Se llega por ferrocarril hasta Burzaco —unos cuarenta minutos en el General Roca—, o en ómnibus, en la línea que va a San Vicente. Pero, eso sí, a medio camino entre Burzaco y Longchamps, si se tiene apuro, hay que desviarse de la ruta del progreso, olvidarse de este promediar atómico del siglo y andar, hacia la izquierda, a la vera de una magnífica alameda, unas doce o quince cuadras. Por más que de un tiempo a esta parte, si se espera un poco y se está con suerte, un pequeño colectivo lugareño conduce al centro mismo del pueblo, desde la estación Burzaco.

Los orígenes
Ministro Rivadavia nació antes que Adrogué, la actual cabecera del partido de Almirante Brown. El lugar era anteriormente llamado Monte Chingolo —aunque nada tiene que ver con la actual estación de ese nombre, ubicada en los fondos de Lanús—. Parece que en uno de sus edificios —hoy panadería, y según nos refirió su actual dueño, el señor Pasardi, el segundo establecimiento de este ramo, cronológicamente, en el interior de la provincia— se hallaba una de las primeras postas de las diligencias que, por el “camino de la Paloma”, o “de las tropas” o “real” —designaciones estas últimas más o menos genéricas en nuestra campaña—, y hoy avenida República Argentina, se dirigían a San Vicente, Chascomús, etc. Se partía para ello de Barracas al sur —hoy Avellaneda—. Todo esto, naturalmente, era antes del ferrocarril, o sea, hasta alrededor de 1865.
Mientras tanto, se produce, en 1871, la espantosa epidemia de fiebre amarilla que asoló a la ciudad. Por entonces, muchas familias porteñas tenían casas de campo en Monte Chingolo. Aún se conservan los cascos intocados de antiguas estancias, como la de los Vizcondoa —hoy sucesión de Fernández Grova—. Del éxodo inicial ante las amenazas del mal, contra el que los habitantes adultos de la ciudad lucharon heroicamente, pero del cual trataron de salvar a los suyos, nació tal vez la idea de fundar un pueblo nuevo. Y se lo emplazó, al estilo tradicional, exactamente donde, y posiblemente, como hoy se encuentra. Una iglesia en frente de la plaza, dos o tres casonas principales —algunas de las cuales pudo convertirse en Municipalidad por haber sido éste un partido autónomo—, algo más allá, el colegio de Hermanas, hoy desaparecido, y muy poco más. Y las casonas, claro está, con rejas artísticas, aljibes, macetas con helechos y malvones, patios enladrillados, y hoy, una pátina añeja y la invasión victoriosa del verde por entre las junturas de la antigua mampostería.
La iglesia se llamaba parroquia de Nuestra Señora del Tránsito, y tenía cura y aun sacristán. Hoy es sólo una capilla atendida por sacerdotes del vecino Cottolengo Argentino de Claypole, quienes llegan allí a decir misa los domingos y días especiales.
Los fundadores de entonces —el 4 de junio de 1873 Mariano Acosta y Amancio Alcorta firmaban el decreto respectivo— fueron el terrateniente doctor Florentino Frías, el juez doctor Francisco Páez, don Ildefonso Zorrilla, primera autoridad administrativa; el padre, Pajares, cura párroco, y los vecinos señores Berazain, Jaureguiberry, Echeverría, Etchegoyen, Iturralde, Esoin, Irigoyen, Loperti, Trujillo, de Michelis, Morales, Loali, Chaves, etc. Tomamos estos datos de la reseña anotada por dos artistas que más de una vez inspiraron su labor en el retiro acogedor del pueblo, Sintes Amaya y Matías Vallejo. Muchos de los apellidos mencionados líneas arriba perduran entre los actuales pobladores, junto con el actual alud inmigratorio, de pintoresco cosmopolitismo, como veremos, que hoy está transformando la zona en un promisor laboratorio de subsistencias para las necesidades crecientes de la ciudad. Hace muy poco desapareció la señorita Teófila Etchegoyen, quien —verdadera reliquia del pueblo— daba aún, hasta no hace mucho, clases de piano en la casona solariega de los suyos.

El fin de su aislamiento
De todos modos, creo que llegamos exactamente a tiempo a los efectos de recoger, para los lectores de ESTO ES, una amplia documentación gráfica del Rivadavia tradicional. Ahora, por fin, el crecimiento tenaz de la ciudad lo está por alcanzar. Ya comienzan a morderlo los loteos. Incluso hay en su propio seno un establecimiento fabril, no muy grande, pero sí moderno, donde se trabaja en cerámica. Seguramente dentro de muy poco habrá desaparecido buena parte de su actual aspecto inusitadamente tradicional. Sea en buena hora, claro está. Pero, mientras tanto, vale la pena no perder el espectáculo poco frecuente de contemplar un poco las antiguas décadas a las puertas de Buenos Aires.
Digamos, por lo pronto, que la mayor parte de la actual población ya no está compuesta por aquellas familias señoriales que poseían casas de campo escasamente productivas. Hay, y como una posibilidad fecunda para los planes de aprovisionar cada vez más los centros urbanos, en Ministro Rivadavia se cultivan, en gran escala, las flores —esto a cargo de especialistas japoneses—; las quintas —italianos y eslavos de los más variados matices—; los frutales —aquí la mezcla racial es más variada—; las granjas combinadas con cría de perros, industrialización de la leche, etc. —en esto predominan los alemanes—; y, por fin, los consabidos tambos a la antigua, especialmente de vascos. Tal el mosaico nacional y productivo del actual Ministro Rivadavia, que, con ello, y a pesar de su aspecto, está muy lejos de ser un pueblo de fantasmas.

Los artistas y Rivadavia
Decimos esto porque su fisonomía, un tanto detrás del tiempo, inspiró a un cuentista argentino de valía —Adolfo Pérez Zelaschi— una poética historia fantasmal que encuadraba perfectamente dentro del aspecto de esta villa detenida, cuya plaza parece más bien un conmovedor cementerio de provincias. Y es bueno decir que los artistas, en general, son tal vez los únicos —o por lo menos de los pocos que no ignoran del todo el lugar. Ya nombrarnos a Sintos Amaya y Matías Vallejo. Rafael Jijena Sánchez también solía recorrer sus soleados rincones cuando vivía en Temperley, cerca de su tío Sánchez Gardel. En muchas tardes tibias del lugar, las gentes atareadas demoran un poco su prisa para observar a pintores, conocidos o no, instalar sus caballetes en lugares diversos. La plaza y la iglesia, especialmente, tienen ya su variada iconografía. Y por último, hay dos escritores, actualmente residentes a muy pocos pasos de Rivadavia, que están profundamente vinculados a su encanto y han sido, más de una vez, sus embajadores ante los círculos literarios de la ciudad. Se trata de Margarita del Campo y Juan Manuel Prieto, matrimonio de literatos de muy importante labor desde los tiempos ardidos y generosos del grupo de Boedo hasta éstos, más aquietados para ellos pero no menos fecundos de labor, en su encantadora casita de Burzaco. Allí los visitamos. Y ellos nos facilitan muchos de los datos que ilustran esta crónica. Juan M. Prieto, por su parte, en su último libro de versos —"Con mi voz y sin guitarra”—, nos habla de esos pinos rivadavianos que dan marco a los octosílabos tiernísimos de "Sin palabras”. Margarita del Campo, en un acto realizado en esta Capital no hace mucho, develó oralmente, como nosotros lo hacemos ahora por la vía periodística, la cortina de tiempo que oculta al viejo Monte Chingolo.

Flores y tambos
El mate que ceba Prieto, entibiado por su amistad cordialísima, invita a una larga plática en su rincón envidiable, pero no hay tiempo. No hallamos a Margarita del Campo, pero ella está presente en cada rincón de ese retiro de artista que ideó en cada detalle y decoró como un libro de versos. Nos vamos, porque nos esperan las horas de sol en el pueblo. Contamos con la gentileza de un antiguo poblador del lugar, el señor Joaquín Jáuregui, quien nos conduce en uno de esos guapos “Fordcitos” del 29 que se adaptan a las irregularidades de los senderos campesinos como si tuvieran patas equinas en vez de neumáticos. Primeramente visitamos un tambo “a la criolla”, donde, bajo un tinglado precario, se ordeñan unas cuantas vacas, pero ahora no es hora de faena, y sólo un ternero lame los tarros a falta de madre.

Artistas de la flor
Y luego, nos alejamos unas pocas cuadras del centro del pueblo para llegar a donde se origina una de las industrias más delicadamente poéticas y cuyos secretos, por lo demás, no están al alcance de cualquiera: la floricultura. Los campos de cultivo para flores de verano están más o menos yermos. Sólo algunos junquillos embellecen aquí y allá el verde amarillento de los pastos. Pero en los invernáculos unos claveles magníficos dicen, bajo el vidrio protector y con la ayuda del fuego entibiador del ambiente, de la habilidad del floricultor nipón. Este, por ejemplo, es un hombre joven, venido no hace mucho del imperio azotado por la atómica. Se llama Choyiu Kaminato, y, aunque él y su esposa apenas hablan nuestra lengua, sus pequeños son argentinos. Pronto los veremos en la escuelista del pueblo —que ya no está en una casona ruinosa, desde algunas de cuyas habitaciones el autor de esta nota y su esposa, directora de la escuelita, veían los relámpagos a través de las grietas de los muros, en las noches de tormenta, sino en un edificio adecuado y moderno— mezclando su apellido de lejana sugestión a los otros de los más variados orígenes.

Símbolo del Buenos Aires de hoy
Así, el Ministro Rivadavia que encontramos —aclaremos de paso que su designación no honra al prócer de la enfiteusis, sino al comodoro Martín Rivadavia— simboliza a la perfección, junto con esa poesía nostálgica de las cosas idas o que se van yendo despacio, el propio actualísimo Gran Buenos Aires, cosmopolita y trabajador, que, en la ancha esperanza de sus cauces diversos, va transformando, poco a poco, la fisonomía de la ciudad. Seguramente dentro de poco los loteos morderán definitivamente las últimas hectáreas estaderas, y la mayor parte de los edificios de verde pátina secular, serán remplazados por el blanco y rojo ostentoso de los chalecitos modernos, pero, y hasta que esto ocurra, no estará demás que permanezca por allá, testimonio sereno del pasado, alguna casona en la que el tiempo se demore. Hoy, lo repetimos, se puede verlo casi intacto. Que el lector curioso de los encantos más o menos ignorados del entorno ciudadano, se apresure y aproveche.
Horacio Raúl KLAPPENBACH
Revista Esto Es
26.10.1954
 
Ministro Rivadavia

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