Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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No es fácil volver a casa

En los últimos meses de la presidencia Yrigoyen, una acordada unánime de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal resolvió suspender las libertades condicionales. La insólita medida —que convulsionó los rígidos pasillos tribunalicios— se había fundado en la clausura que voluntariamente acababa de imponerse el Patronato de Liberados, cuya indigencia parecía no tener salidas. El Poder Ejecutivo de la época reaccionó, alarmado, y proveyó a la institución de 20 mil pesos anuales, de manera que los jueces volvieron a firmar excarcelaciones, y los condenados pudieron aspirar el aire de la libertad, bajo la vigilancia paternal de la institución.
A casi 35 años de aquel episodio, la semana pasada se corría el riesgo de su repetición. Los magistrados, con los ceños fruncidos, aguardaban la decisión del ministro de Educación y Justicia y del presidente Illia, ante quienes recurrió el Patronato para aumentar su magra asignación actual de 250 mil pesos anuales. Con esta cifra, la institución debe pagar a dos empleados administrativos y a cuatro inspectores, y afrontar los gastos que demandan 220 liberados condicionales. Un solo preso en la cárcel cuesta más que la subvención anual del Patronato; demanda al Estado, en efecto, treinta mil pesos mensuales.

Los horrores medievales
Francia, USA, Inglaterra, tienen desde hace mucho tiempo instituciones que se ocupan de vigilar y proteger a ex penados y liberados condicionales. En la Argentina, originalmente, el Patronato de Liberados de la Capital Federal tuvo la misión de mitigar la situación espantosa del preso, asaeteado por el hacinamiento, la falta de trabajo, los malos tratos, la promiscuidad, los frecuentes castigos medievales. Hacia 1918, el doctor Jorge H. Frías inició su cruzada de ayuda. Era la época en que un recluido, si tenía la suerte de hacer algún trabajo en la prisión, percibía veinte centavos diarios; al recobrar la libertad, se encontraba desvalido, con la familia atomizada. Para peor, las autoridades policiales entendían que un ex penado no debía gozar de las consideraciones normales de la sociedad. Era usual entonces que un antiguo delincuente, ya regenerado, se viera arrojado a la calle ante la sibilina denuncia de algún sargento: “Oiga, entre sus empleados hay un ex preso.”
Pero en 1922, la modificación del Código Penal introdujo una nueva figura jurídica, por vía del articulo 13: la libertad condicional, que se concedería al recluido luego de cumplidas las dos terceras partes de su pena, siempre que hubiera demostrado buena conducta. El beneficiario podía cumplir en libertad el resto de su condena, “con la protección y el cuidado del Patronato de Liberados”. Era el reconocimiento oficial por la labor que, desde cuatro años atrás venía desarrollando la institución, cuyo status continuó siendo privado, sin depender de ningún organismo ni poder del Estado.
El Patronato —a cuyo alrededor crecen decenas de entidades similares, en todo el territorio del país— creó un cuerpo de inspectores para controlar el trabajo, domicilio, medios de vida y la conducta del liberado. Uno de esos inspectores era un joven estudiante de derecho, entusiasta y voluntarioso, que permaneció veinte años en el puesto, luego de egresar como abogado. Hoy, el doctor Horacio F. Marsán (porteño, 58 años, casado, 2 hijas, hacendado con cuatro generaciones criollas) desempeña la secretaría del Patronato, cuyo titular es Hernán Elizalde, vicepresidente en ejercicio.
“En los veinticinco mil liberados que a través de estos años fueron protegidos por la entidad, el más alto porcentaje de reincidencia fue del dos por ciento. Ahora es del uno y medio por ciento”, explica triunfal mente Marsán, mientras su mano agita con energía los gruesos anteojos.

Beber según el oficio
El Patronato es apoyado por 250 socios, que pagan cuotas voluntarias: desde 50 a dos mil pesos mensuales. En los registros de asociados figuran con preferencia ex funcionarios judiciales y policiales (como Amleto Donadío, antiguo jefe de la División Judicial de la Policía), abogados y benefactores: Alzaga Unzué, de la Serna, el financista Américo Aliverti. Curiosamente, hay también algunos ex presos: uno de ellos —cabecilla de una asociación de proxenetas, en 1930— presta fuerte apoyo económico. Otro, hoy sólido comerciante, emplea a todos los presos que le recomienda el Patronato.
Pero la crisis económica vuelve pesimista a Marsán. Es obvio que el cuarto de millón de las arcas oficiales y los cuarenta mil pesos anuales de cuotas societarias están muy lejos de los dos millones y medio que necesita, según Marsán, el Patronato. Así se explica que un inspector cobre dos mil pesos por mes (generalmente los inspectores son estudiantes o profesionales del derecho) y que se ejecuten intrincados malabarismos para cubrir las necesidades de los protegidos: ropa, alojamiento, comida, a veces un pasaje para volver a casa.
“El impacto emocional que reciben estos hombres al comprender que todavía uno confía en su palabra, es tremendo”, explica reflexivamente Marsán. Siempre está, desde luego,-la excepción. Porque se les pide no sólo que no reincidan, sino que se abstengan de beber. Ciertos oficios requieren de los inspectores una vigilancia más estricta. Pintores y estibadores, por ejemplo, suelen caer con facilidad en la bebida: la pintura excita las glándulas que, entonces, requieren alcohol; el esfuerzo físico, por su parte, exige también un compensador. Pero los resultados generales son lo bastante buenos como para que jueces, abogados, penalistas y funcionarios teman que ahora, ante el derrumbe financiero de la entidad, la Cámara de Apelaciones en lo Criminal se vea obligada, como en 1930, a revocar las libertades.
22 de diciembre de 1964
PRIMERA PLANA
 

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