Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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Balanchine y los potros fuertes

Del diario de Suzanne Farrell, 15, estudiante en la Escuela del American Ballet, en el invierno de 1960: El señor Balanchine miró la clase durante unos cinco minutos, hoy. Jacques d’Amboise era mi partenaire en la clase de adagio. ¡Guau! Es tan buen mozo. Ya saben lo que quiero decir. Vimos el ensayo del New York City Ballet (por una rendija de la puerta). Fui a Capezio’s a comprarme zapatillas de punta. Compré las Nicolini, pero prefiero las Assoluta. No pueden imaginarse lo que pasó. Fui elegida para hacer de ángel en Cascanueces. Y el señor Balanchine preguntó mi nombre. ¡Deséenme buena suerte! Tengo sueños desmedidos. Comimos, como de costumbre, en el Automático.

Cascanueces le ha dado suerte a Suzanne Farrell, ahora 23. No sólo fue el vehículo para su primera aparición en escena con el New York City Ballet, sino que también, cuando tenía 10 años, allá en su natal Cincinnati, Ohio, debutó como Clara en Cascanueces, en la versión del hoy difunto Ballet Russe. Y durante la reciente temporada del New York State Theathre en Lincoln Center —hogar de la compañía de George Balanchine—, Suzanne interpretó el papel importante del Hada del Azúcar, y su partenaire fue Jacques d’Amboise.
Ya sea que proyecte la dignidad y elegancia cristalinas del Hada del Azúcar, el noble brillo del Diamante en Joyas, el erotismo electrizante de la stripper en Masacre en la Décima Avenida, o la incesante inventiva abstracta de la solista en Variaciones, Suzanne Farrell es el prototipo de la bailarina de Balanchine. Estos bailarines son una cría nueva, exclusiva, distinta de cualquier otra. Son especiales y su equipo es el mejor del mundo porque sirve a los ballets de Balanchine, uno de los mayores hitos en el arte del siglo XX. Sus trabajos, ya carezcan de argumento, como Joyas, o lo tengan, como Sueño de una noche de verano, divertidos, románticos o trágicos en su tono, han ido explorando lentamente el drama del movimiento intensivo, puro mas en modo alguno sencillo. Balanchine pone a prueba el cuerpo de sus bailarines exigiéndoles no sólo que lo antinatural parezca natural, o que sean gráciles hasta cuando les falta el aliento, sino que sean también lo bastante musicales como para reflejar visualmente el tempo y el sonido de la música difícil, de Strawinsky, Webern o Xenakis.

El verdadero clasicismo
Lo que hace tan especiales a los bailarines de Balanchine, es que pueden interpretar sus diabólicos ballets. “Yo no inventé la técnica —aduce el coreógrafo—, me limito a aplicarla”. La aplica a un elenco joven y exuberante, tan reluciente como el tecnicolor, de muchachos apuestos y chicas hermosas y sexy, restallantes de energía, incansables en la actividad. “Los ballets de Balanchine son los grandes maestros”, opina Edward Villella, quien junto con d’Amboise es el principal elemento masculino de la compañía. “Lo que enseñan —añade Suzanne Farrell— es velocidad, y que cuanto más uno hace, más uno ve y más puede uno hacer, y cuanto más se empeña uno”.
Las chicas de Balanchine bailan como si se jugaran a todo o nada, atacando salvajemente sus papeles, con mordiente, pero sin sacrificar el sex-appeal. Ninguna vuelta es lo bastante rápida, ningún salto lo bastante elevado, ningún adagio lo bastante lento. Balanchine es insaciable: “Un bailarín es un instrumento musical —enuncia—. Debe ser ejecutado con un tono total, y sin piedad”. Noche tras noche, sus incansables ballets, animados a retropropulsión, exprimen de los bailarines cada onza de energía, cada pulsación del aliento.
“Un bailarín es la coreografía —insiste el maestro—. Yo necesito a los bailarines más de lo que ellos me necesitan a mí. Los bailarines son como potros de pura sangre, fuertes, obedientes; no importa cuánto peso deban soportar, corren como locos y ganan. ¡Y cómo sienten la pureza y la dignidad del arte! No vomitan en el escenario, como el Teatro de Arte de Moscú. Son como el teatro japonés, los rostros enmascarados en la hermosura de la pureza, que es el verdadero clasicismo”.
A fin de entrenar sus cuerpos para lo que Suzanne Farrel llama “estos ballets chiflados”, los bailarines deben empezar jóvenes, como la excepcionalmente talentosa Gelsey Kirkland, 15, la figura más joven de la troupe. “Solía soñar que ingresaba a esta compañía —dice—. Ahora que estoy en ella, he dejado de soñar. Es demasiado real. Es mejor que los sueños”. La edad promedio en el cuerpo de baile es poco más de 20 años; en los solistas, 25. La gama de experiencia conduce a bailarinas tan veteranas como la inextinguible Melissa Hayden, quien ingresó en 1949, la francesa Violette Verdy y la insólita Allegra Kent.
Pero es en las chicas de 20 (fuertemente apoyadas por bailarines tales como Villella y d’Amboise, Arthur Mitchell y Conrad Ludlow), chicas que han madurado en los últimos cinco años, donde reside la potencia de la nueva cría. Y estas muchachas desmienten el mito de que todas las bailarinas de Balanchine son hechas a máquina con el mismo molde. Patricia McBride es acaso la mejor danzarina “natural” en el equipo, excepcionalmente bonita, con la gracia, la velocidad y la timidez de una gacela. La bien formada Marnee Morris tiene una técnica poderosa y gira como un ventilador en verano. En la frágil, delicada pero intrépida modalidad de Kay Mazzo, la compañía cuenta con una futura estrella. Carol Sumner resume la esencia del grupo: es vigorosa, ágil, inteligente.
Lo máximo y lo mínimo del equipo se encarnan en la menuda Suki Schorer, un explosivo y travieso signo de exclamación y de precisión, y en la estatuaria Gloria Govrin, una beldad de casi un metro ochenta, modelada como una escultura de Maillol, con grandes ojos semíticos y la gracia sorprendente de un Degas. Cuando baila Stars and Stripes, ella sola es todo un desfile; como Café en Cascanueces, parece prestada por un harén. Ella, más que ninguna otra, es la evidencia de la respuesta que Balanchine da a toda clase de cuerpos. Esta es la única compañía en el mundo en la que Gloria podría ser estrella, o en la que tan siquiera podría bailar, fuera de una comedia musical de Broadway, y lo sabe: “Aquí tengo un hogar”, afirma con emoción.

Baila, muchacha, baila
“Necesito una persona —proclama Balanchine—. Los cuerpos me inspiran. Siento la urgencia de hacer que eso se mueva”. El cuerpo que cada vez más ha estimulado la increíble creatividad del maestro durante los últimos cuatro años —años en los que lentamente ha ido empujando más allá los limites de la danza, en obras como Clarinada, Don Quijote, Variaciones, Joyas y Metastaseis & Pithoprakta— pertenece a Suzanne Farrell. Es ella quien se corresponde con la descripción que Balanchine hace de la bailarina ideal; hermosa, con cabeza pequeña, cuello, piernas y brazos largos, pies “limpios”; rápida, fuerte, sensual, inteligente, musical y obediente en todo momento.
Suzanne es todo eso y, además, flexible y blanda como un gato (un gato veloz y predatorio como un guepardo), y con la velocidad equivalente. Tiene el delicado equilibrio de los felinos, lo que otorga gracia a sus movimientos, en apariencia menos sincronizados. En Variaciones, contorsiona ese torso flexible y esas articuladas caderas en un incansable caleidoscopio de contorsiones atávicas, siguiendo las inflexiones de la música de Strawinsky con cada contoneo, cada sacudida, cada meneo, y devorando el espacio como si el escenario fuera una jaula y ella una fiera.
Farrell florece en el tablado. “Adoro bailar —explica—, pero no creo que sería capaz de hacerlo si no pudiera interpretar. Quiero ser amada. Quiero ser aplaudida. Quiero saber que mi trabajo ha rendido”. Opina su frecuente partenaire d’Amboise: “Suzanne se exprime a sí misma en un 100 por ciento, en el escenario”. En sus movimientos hay una claridad que deja en el público vividas imágenes del lugar en donde acaba de estar, de lo que acaba de hacer, como el trozo de Masacre en el que reclina su cabeza y su torso, aplastándolos contra el piso, junto a su pierna, o el timing de sus saltos del final de Cascanueces, cada uno de ellos tan nítido que parecen haber sido captados con la fotografía estroboscópica.
La quintaesencia de la Farrell como bailarina de Balanchine, reside en el dramático contraste entre su expresión facial y la corporal, Tiene una hermosa cara en forma de corazón, con ojos azul claro, pelo rubio oscuro y una piel impecable, nivea. Cuando baila, apenas si una sonrisa o un fruncimiento de ceño interrumpen la tranquila, desapasionada cara. Su cuerpo, sin embargo, es un incendio, moviéndose como poseído, con un abandono temerario, el rostro tan frío como el de la diosa Diana, el cuerpo tan ardiente como el de Venus. Esta dualidad intensifica su sex-appeal, pues implica, a la vez, sensualidad y candor. Opera, sobre todo, en La Valse, esa obra maestra sobre la inocencia perdida; en Variaciones, que encadena interminables cambios acerca de la seducción de la forma femenina; y en el erótico Bugaku, el tour de forcé de Balanchine sobre el acto amoroso, al estilo japonés, en el cual, aunque impasible, Farrell es eminentemente voluptuosa, ígnea.
Por esa pura, incorrupta máscara, y hasta por la descuidada facilidad con la que maneja su flexible cuerpo de un metro setenta y pico, Farrell ha sido acusada de frialdad, de insensibilidad. “La sonrisa fija es fácil —comenta—. E insincera. Hay bailarines que se preocupan de dar siempre la cara al público o de quedarse más tiempo en punta. Existe diferencia entre una pose y un equilibrio. Esto es ballet, no un concurso, y es bastante triste si uno no consigue que la gente lo mire sin equivocarse”.
“Otra persona con ese cuerpo no obtendría los mismos resultados —afirma Balanchine—. Suzanne tiene el deseo”. “El deseo no es suficiente —insiste Farrell—, el entusiasmo no reemplaza a la técnica”. Es una chica tranquila, modesta, aplomada, cuya belleza no disminuye vista de cerca. Por ningún lado se le advierten trazas del temperamento o el desdén comúnmente asociados con las bailarinas. “Una bailarina —reflexiona Suzanne— no es la suma de sus humores. Los amaneramientos no son necesariamente atractivos”.

Allá en tu aldea
Casualmente, su nombre figura primero, alfabéticamente, entre los principales bailarines de la troupe. Seguiría estando allí aunque ella no se hubiera cambiado el verdadero, Roberta Sue Ficker, nacida el 16 de agosto de 1945 en Cincinnati. “Me lo cambié cuando entré en la compañía. No es que en ese momento tuviera idea alguna de que necesitaría un nombre de teatro. Elegí Farrell de la guía telefónica. Sonaba elegante”. Es la menor de tres hermanas, cuya madre solía vestirlas igual, para zozobra de Suzanne: “Apenas había dejado atrás un vestido, al crecer, que ya estaba uno idéntico esperándome. Por eso es que adoro la ropa”, dice, indicando hacia el armario de los trajes.
En Cincinnati, Suzanne organizó un club de admiradores llamado The New York City Ballet Juniors, y bailaba pas de deux con una silla, a la que apodaba “Jacques d’Amboise”. La primera persona que la alentó en su carrera, a los 14, fue la bailarina del New York City, Diana Adams, quien estaba en gira con el fin de seleccionar candidatos destinados a las becas Ford, para la American School, de Balanchine. “Sus pies no eran muy buenos —recuerda Miss Adams, ella misma una de las grandes inspiradoras de Balanchine en los primeros años de la década del 60—. Pero se movía lo bastante bien como para que yo alentara a su madre para que la trajera a dar una prueba en Nueva York”.
La señora Ficker no perdió el tiempo: dejó a la hermana mayor, Donna, en la Universidad de Cincinnati, y manejando el automóvil donde había envasado a la hermana del medio, Beverly, que es pianista, y a Suzanne, se largó a Nueva York llevando sus pertenencias en un acoplado. “Todo el mundo sabe que Nueva York es el lugar donde se tiene éxito —sostiene la señora Ficker, quien no deseaba “sino lo mejor” para sus hijas—. Estaba decidida a no fracasar. No hubiera podido soportar un rechazo de Balanchine. En Cincinnati decimos que si un chico puede caminar, Balanchine puede hacerlo bailar”.
Uno de los regalos que recibió Suzanne al partir fue un diario, al que llamó “Diana” en honor de Mis Adams y en el que escribió al llegar a Nueva York: Es tan fabuloso. Vimos Radio City, Rockefeller Center y Carnegie Hall. Vimos Broadway. ¡Guau! Y la estatuía de la Libertad toda iluminada. Me avergüenzo de haberme perdido la misa, pero como no fue por pereza, no creo que sea pecado. Y dos días después, en su decimoquinto cumpleaños: Recibí el mejor regalo que jamás me hayan hecho. Una beca para la escuela del American Ballet. Mi prueba fue terrible. Apenas si pude entender una palabra de lo que decía el señor Balanchine.
La semana última, Suzanne evocó la escena: “Me hizo pasar a un estudio y creí entender que él quería saber si yo tenía un número preparado, algo de rutina. Después me pidió que hiciera algunos pliés, pero no pude comprender su pronunciación francesa. Me pidió que le mostrara los pies y me pareció que estaba contento de que yo fuera alta y delgada. En Cincinnati, un cuerpo es un cuerpo. La verdad es que yo tema un tremendo complejo de ser tan alta. Solía dormir replegada sobre mí misma porque había oído decir en mi casa que uno crece de noche”.
“Desde entonces —dice la señora Ficker— yo solía decirle: No escuches a nadie sino al señor Balanchine. Si a él le gustas, eso es todo lo que necesitas”. Pero Suzanne no era sino un cuerpo más para Balanchine, quien ha visto crecer a los más promisorios pura sangre, desde el punto de vista de la danza, hasta convertirse en caballos de tiro. “De 200 criaturas, hoy —piensa el maestro—, quizá diez lleguen a ser posibilidades a los 10 u 11 años. En dos años más, los diez se reducen a cinco y después a dos o tres con las proporciones correctas y el deseo de bailar”.
Suzanne tiene ahora su propio departamento (todavía sin amueblar), pero en aquel tiempo ella, su madre y su hermana vivían en un hotel de Broadway arriba, en una pieza con camas para dos. La señora Ficker, que es enfermera, trabajaba de noche para poder dormir mientras las chicas estaban afuera: Suzanne en el ballet y en la Escuela Profesional de Niños, y Beverly, la pianista, en la Escuela Superior de Artes y luego en la Academia Juilliard. Mi coeficiente de inteligencia es 115, lo que no está mal considerando que estoy tan ocupada. El señor Balanchine nos dio clase hoy. Nos llevó media hora interpretar y escuchar los principios del "plié". Pero qué emoción, me encontré con el señor Balanchine en el ascensor. Todo lo que pude pensar fue preguntar cómo estaba su gato, Mourka. Está bien. Soy una de las más jóvenes de la clase. Sin embargo, mi objetivo es ser mejor, siempre.

Para escucharte mejor
Pero a medida que pasaban las semanas, la vida se instaló en una sórdida rutina. “No pasaba nada —recuerda Suzanne—. Mañana parecía exactamente igual que hoy. Lo que veía en el espejo no me impresionaba”. Su diario registra principalmente descripciones de clases, buenas y malas, con ocasionales momentos de esplendor: Diana Adams nos enseñó una maravillosa clase de punta, y después Diana y yo caminamos juntas desde la calle 83 hasta la 79. Me sentí tan orgullosa. La quiero mucho.
En el verano, volvió a Cincinnati para bailar en la compañía de ópera, incluyendo una versión de Carmen. Más tarde, en octubre, se convirtió en el miembro más joven de la troupe neoyorquina. Pero la felicidad duró poco, aunque estaba interpretando todos los papeles para mujeres altas del repertorio: Me siento terriblemente deprimida. El señor B. no me presta mucha atención. Está empezando a ocuparse más de Marnee Morris. Mi rodilla todavía me molesta. Por lo menos ahora tengo dos cosas de que hablarle a él: su gato y mi rodilla. Me gusta tanto, pero no puedo pensar en nada para decirle.
El diario se acabó. Ya no era necesario. El señor Balanchine por fin se había fijado en ella. Uno de sus primeros papeles importantes fue el de Titania en Sueño de una noche de verano, en el cual debió mimar la conversación con el asno, Bottom. “No encontraba una clave —suspira Suzanne—. El patrón me preguntó: ¿No tiene un perro o un gato con el que hable? Entonces fui y me compré un
gato y lo llamé Bottom y le hablé hasta romperle las orejas”. El primer ballet que el maestro creó para ella fue Meditación, un pas de deux amoroso con Jacques d’Amboise. “Yo no sabía nada de amor —se ruboriza Suzanne—. Pero que me llevara el diablo si iba a salir y conseguirme un amante para saber cómo era.”
En 1966, su preeminencia en la troupe quedó establecida cuando “el patrón” le dio el papel de Dulcinea y otros avatares femeninos en la versión completa de su Don Quijote, que él mismo interpretó en la velada inaugural. Fue el momento en que se la consagró primera bailarina, pero lo que más recuerda la Farrell fue la alegría de bailar con el maestro: "Fue la noche más maravillosa de mi vida. Después fuimos a una fiesta con champaña y luego los dos nos escabullimos para tomar café con rosquillas. Eso es algo magnífico que él tiene. Es tan sencillo. Creo que fui para él una especie de alivio. El no espera que una chica sea intelectual, y yo descubrí que podía hacerlo reír”.
“Por otra parte —sonríe Suzanne con fingido orgullo—, él aprendió mucho de mí. Lo llevé por primera vez en su vida a un partido de baseball. No le gustó, le pareció deriiasiado lento. Y, después de todo, él nunca ha hecho punta. Cuando está preparando un ballet, puede preguntar: ¿Es posible hacer esto?, y yo puedo contestarle: No; y se le cae la cara y yo agrego: Tal vez sea posible mañana. Cuando necesitaba un final para Variaciones, me preguntó qué más podía hacer yo. Le dije que podía caminar con las manos, dar vueltas carnero, juguetear en el aire con un bastón y, si él lo quería, hacer pirouettes sobre mi nariz. Y así fue como puso el triunfo —el salto mortal— del final”.
Todos los bailarines de Balanchine sufren un intenso castigo físico. Las 216 representaciones en 33 semanas que dieron en 1968, significan el doble de las que ofrecen el Royal Ballet inglés o el Bolshoi ruso. Y estas compañías más antiguas, por lo general, presentan clásicos familiares en versión completa, en los cuales el cuerpo de baile trabaja poco y los protagonistas deben repartirse entre las primeras figuras. El New York City Ballet tiene un repertorio activo de unos 50 ballets, en su mayoría breves, que exigen constante ensayo en la tarde víspera de la función, además de la clase de toda la troupe por la mañana.

La lección del maestro
Balanchine da esta clase colectiva y es como ver a Einstein enseñando física avanzada a un grupo de graduados en esa disciplina. “Si uno es inteligente —opina Carol Sumner—, llega temprano y entra en calor o se rompe un tobillo”. El tirano comienza los implacables ejercicios, que crea allí mismo, desde el comienzo en alta tensión, y va acelerándolos sin cesar. Muchos de sus bailarines se quejan y algunos no toman su clase porque les exige demasiado. Pero se están engañando, y él lo sabe. Está claro que en este mundo total de la danza, sólo él sabe real y verdaderamente. “Cuando
el señor B. pidió por primera vez dieciséis tendus —dice Farrell—, creí que estaba loco. Ahora me siento defraudada si no lo hace”.
Y el maestro condimenta los ejercicios con lecciones de estética. “Un bailarín es ante todo un animal —les dice—. El animal es perezoso. La existencia es una lucha. Ningún animal va a correr como loco a menos que tenga una razón para hacerlo. Un león tan sólo corre cuando está hambriento, para cazar algo. Un caballo de carrera no correría si no tuviera al jockey. ¿A quién quieren ustedes recurrir para bailar? ¿A un médico? Les daría leche de magnesia. ¿Para qué vienen aquí? Para mejorar, para formarse buenos hábitos, para forzar el cuerpo, para sentir dolor. Y a hacer algo bueno, no una vez sino cuatro, hasta quedar exhaustos y sólo entonces es bueno”.
Los bailarines sienten dolor. “Si nada lo molesta a uno —sugiere Farrell—, entonces hay que empezar a preocuparse”. Apenas si hay una muchacha que no sienta músculos doloridos, rodillas y tobillos torcidos, callos ulcerados y sabañones infestados. “Habitualmente —opina Govrin—, duele menos si uno sigue bailando”. Lo que ocurre entre bambalinas durante una función, es una realidad distinta de la que el público ve. “No importa cuánto se haya entrenado uno —sostiene la Govrin—, la representación es un shock para el sistema nervioso”. Esas radiantes sonrisas del escenario, sufren un eclipse instantáneo con cada mutis: los bailarines salen empapados de sudor, con el pecho reclamando aire, y un instante después hacen una profunda aspiración y saltan al tablado de nuevo, sonriendo con vivacidad. Después de interpretar su parte de Rubíes en Joyas, Pat McBride se desplomó entre cajas, llorando: “Harta, harta, harta”. Después explicó: “Cuando se hace un mutis, es como morir un poco”.

La vida monástica
Las exigencias de su arte les dejan poco tiempo a estos bailarines para ocuparse del mundo exterior. Cuanto más joven es el bailarín, con más facilidad acepta las rígidas restricciones sobre su tiempo. Las muchachas mayores quieren más: Melissa Hayden y Allegra Kent están casadas y tienen hijos, una temporaria interrupción y una permanente distracción que Balanchine deplora. Kay Mazzo dice: “Cuando una se casa, hay que hacer algo así como firmar con él un contrato de que una no tendrá hijos.
Habitualmente, son las muchachas de más de 20 años, que han cultivado el celibato desde la adolescencia, las que empiezan a sentir la presión de los instintos sexuales y sociales. Farrell anota en su diario que durante la gira de la compañía por Rusia, fue besada por primera vez. “No me pareció nada extraordinario”, recuerda. Carol Sumner nunca salió con un muchacho hasta que tuvo 23 años: “Afuera —enuncia— la gran tendencia es al sexo. Adentro, es al baile”. La estabilidad del grupo en Nueva York hace que sea para ellos más difícil resistir el mundo exterior. Por otra parte, la intensidad de su entrenamiento físico sublima sus necesidades sexuales: "No hay nada como eso para frenar y satisfacer al cuerpo”, propone Violette Verdy.
Pero la curiosidad acerca de una existencia normal, indujo a Gloria Govrin a abandonar la compañía en 1968. Durante tres meses trabajó como recepcionista en una compañía de seguros. “En el instante en que empezó la temporada —informa—, yo estaba cada noche en el ballet. Qué escena tan cursi tuve que protagonizar cuando me fui de la oficina. Recuerdo que me paré ahí y dije: He descubierto que debo bailar. Todas las bailarinas comparten este sentimiento. “Para esto fue entrenado mi cuerpo —proclama Hayden—. Me colma”. La tranquila Pat McBride opina: “Soy tímida. En el escenario cobro vida. Es una sensación maravillosa”.
“Es muy divertido —asegura Farrell—. Y es una cosa física, hay que usar todos los músculos en Variaciones. Y también es bueno figurar en Masacre. Soy demasiado inhibida como para ir a una discothéque. Pero en el escenario, la pasarela me fascina, soy una stripper y realmente quiero quitarme toda la ropa. Una puede sentirse tan excitada ahí, que el estómago se da vuelta. Una vez, en el final de Sinfonía en Re, Conrad Ludlow tenía su mano sobre mi estómago y se me estaba revolviendo. Mejor que comas algo, me susurró. Claro que hay montones de veces en las que estoy mirando amorosamente a mi partenaire y pienso: Muchacho, qué bien nos vendría un buen bife”.
Que la alegría de bailar —y de pertenecer a esa comunidad exclusiva— fácilmente sobrepasa estos pesares, se hace claro entre bambalinas antes de una función. La nerviosidad, a menos que sea un estreno, no resulta aparente, no más que los dolores y los moretones escondidos debajo de las ropas. Unos a otros se desean suerte, perversamente, haciéndose cuernitos con los dedos o diciendo Merde y, ocasionalmente, Rómpete una pierna.
Carol Sumner invariablemente toma té con limón. Jacques d’Amboise espera el aplauso y después deja escapar un alarido trepanante. Suzanne Farrell, antes de abandonar su camarín, acaricia fugazmente cada uno de sus amuletos, como la medalla de la Virgen María, que Balanchine trajo de Rusia y regaló originariamente a Diana Adams, quien a su vez se la dio a Suzanne en la noche del estreno de Don Quijote. Después, ya entre cajas, se persigna diciendo: “Dios querido, deposito mi confianza en Ti, no me hagas hacer el papel de idiota esta noche”. Y un instante antes de entrar en escena, dedica su interpretación á Dios, a George Balanchine y a sí misma. “¿Por qué no a mí misma? —pregunta—. ¿No me merezco algo después de tanto trabajo? No voy a cocinar una torta y permitir que otro se la coma íntegra”.
Después de bailar Cascanueces en la víspera del último Año Nuevo, la Farrell expresó: “Si todavía escribiera mi diario, creo que esto es lo que pondría hoy: Querida Diana, hice feliz al señor Balanchine esta noche. Ya sabes cuán difícil es de complacer y después de la función me dijo: “Sabes, aunque me cuesta admitirlo, salió bien”. Estaré mejor la próxima vez. No me importa si el público me aplaude. O no. Al final —y al principio— lo que cuenta es el señor Balanchine. Copyright Newsweek, 1969
PRIMERA PLANA
21 de enero de 1969
 







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