Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

mao tse tung
El regreso de Mao

“Bueno, ¿qué pasa en Pekín?”. “Todo está en calma”, responde al teléfono el corresponsal en Pekín.
“¿Es la guerra civil?”. “No”.
“¿El caos?”. “Sí”.


Son 43 los corresponsales extranjeros que envían información sobre la crisis china; más de la mitad proviene de países comunistas (de los seis rusos, tres fueron expulsados), pero hay también nueve japoneses, un canadiense, cuatro franceses y dos ingleses. Estos hombres corren día y noche, atraídos por los rumores que llenan las ciudades; nueve de cada diez veces, todo ha sucedido ya (o no ha sucedido nada). Algunos hablan chino, otros intentan el diálogo en inglés o quizás por señas. Nada más extraño que esta cobertura. Cuando su redacción los llama, casi no aciertan a explicarse: para comprender lo que pasa, o al menos para declararlo incomprensible, hay que estar allí. Si hablar de guerra civil es demasiado, la palabra caos sirve para todo. Pero tampoco es eso.

Aprendiendo a leer
Se trata, ante todo, de una guerra de carteles. Cada organización social, cada autoridad (legal o rebelde), cada destacamento de militares o de Guardias Rojos, imprimen unos papeles y los pegan a los muros, a veces encimados. Los hay de tres clases: del tamaño de una página de diario, y escrito en delicados caracteres; del tamaño de una hoja de oficio, mimeografiado para su distribución masiva; son, en suma, periódicos murales. Los carteles propiamente dichos (chuantm), lucen alguna ilustración simbólica y una o dos frases a lo sumo.
A veces, una simple frase obliga a llenar varias hojas del cartel de segunda clase; para escribir “Liu Shao-shi es el Kruschev de China”, por ejemplo, se necesitan unos 200 signos. La tradicional retórica de los chinos se presta a estos ejercicios, en los que se alternan la hipérbole y la sutileza.
Hay frases claves, lugares comunes que nadie entendería sin estar en el secreto. El ideograma “perro en el agua” se refiere a un enemigo que ya ha sido señalado, pero del que hay que cuidarse para evitar que regrese. “Gangsters negros”, "monstruos y fantasmas”, son figuras literarias relativas a los enemigos de Mao. Los antimaoistas, para reafirmar su lealtad al comunismo, pintaron de rojo paredes enteras; entonces los maoístas advirtieron:
“El océano rojo es un inmenso complot”. Porque, según se lee más adelante, “los que agitan la bandera roja” lo hacen “para oponerse a la bandera roja”; quizá “los izquierdistas de nombre son derechistas de alma”.
Los japoneses se han adiestrado en la lectura de estos oscuros mensajes. Como el frío es intenso, ya no se detienen en la calle a descifrarlos; les toman fotos, y luego —en sus oficinas, junto a la estufa— los copian, los amplían, traducen signo por signo.
También los dos checos hablan chino y se han especializado en estas traducciones. Días pasados redactaron un despacho concebido en estos términos: “Pekín, 9. Un grupo de insurrectos del Centro de Cálculo (de la Academia de Ciencias) informa en un cartel pegado hoy en las calles que la situación se caracteriza por una movilización general de los adversarios de la línea de Mao Tse-tung.
”Su contraofensiva plantea graves consecuencias:
1) En Shangai, las reservas de carbón alcanzan apenas para un día y medio. Los estibadores rehúsan descargar los barcos. Muchos talleres cerraron sus puertas.
2) En Nankín, todas las fábricas interrumpieron el trabajo; cesó el transporte sobre el río Yang-tse.
3) Cortadas las comunicaciones entre el Norte y Sur del país: trenes y barcos suspendieron su tráfico, los aeropuertos de Shangai y de Awuchán están rodeados.
4) Ciertas personas se esfuerzan por cortar el abastecimiento de agua y electricidad. En la misma Pekín se ha descubierto un complot.
5) A principios de mes se libraron combates en Nankín con la participación de medio millón de personas”.
¿Cómo hablar, en China, de fuentes de información en el sentido que otorga a estas palabras la prensa occidental? Un corresponsal de L’Express explica: "Dos diarios hay en Pekín; generalmente, sus artículos de fondo son , idénticos; pero a veces un ojo entrenado descubre algunos caracteres diferentes; pues bien, ésa es la noticia”. En cuanto a las recepciones diplomáticas, “allí, con un poco de suerte, el Embajador Tal le cuenta a uno algo que escuchó a su cocinero, que tiene un hijo entre los Guardias Rojos”.
¿Y cómo se puede prestar fe a noticias tan graves como las del punto 5 del cable de los colegas checos? Otro cartel, descifrado también por ellos, indicaba no sólo que en Nankín un grupo de obreros había atacado a los Guardias Rojos, que hubo unos 50 muertos y miles de prisioneros por ambas partes, sino también que a ciertos jóvenes maoístas les cortaron la nariz y las orejas. Cuando esa noticia llegó a Occidente, algunos diarios dedujeron que la guerra civil había empezado, que Nankín estaba en manos de los “insurrectos”.
No es que las paredes mientan, aunque también puede ocurrir: es que algunas frases no deben entenderse en sentido literal. Ciertos chinólogos explicaron que “cortar la nariz’’ o “cortar las orejas” son fórmulas alegóricas. Todo lo que se puede suponer es que recibieron unos sopapos.
Su oficina de Pekín informó a un francés, destacado en Nankin, que hubo una matanza en esta última ciudad. “No he visto nada”, respondió. “¿Desmentimos, entonces?’’ No, no se podía. El hotel del periodista estaba en las afueras de la ciudad; cuarido llegó al centro, unos viejos se paseaban silbando bajo los árboles. Aparentemente, no había sucedido nada; pero él sabía bastante de China para admitir que la matanza pudo ser. La tonada que silbaban era de miedo.

El bienestar es reaccionario
El 10 de enero, un diario de Shangai, ocupado por los Guardias Rojos, publicó un editorial que decía:
“Un puñado de dirigentes locales se esforzó por dividir al puéblo provocando combates fratricidas, cese del trabajo en ciertas fábricas, en la red ferroviaria y en el transporte por carretera; llegaron hasta suspender la carga en el puerto de Shangai, para dañar la economía”.
Al día siguiente, la prensa de Pekín parecía confirmar estos hechos, puesto que anunciaba: “Obreros de Shangai y de Pekín dejaron, en masa, su trabajo”. Pero en el mismo editorial se leía una frase sugestiva: "Han derrochado las riquezas, acordando aumentos injustificados de salarios y toda clase de subvenciones”. Luego, ¿los obreros protestaban contra sus dirigentes que les mejoraban su ingreso? Así parece.
Ese hecho preciso reaparece en varias proclamas que exhortan a los trabajadores a “renunciar a los estímulos materiales que les ofrece el grupo burgués", porque “el bienestar económico está destinado a engañar a las masas”.
Pero entonces, ¿qué significa todo esto? Es una resolución, sin duda: ¿marxista o no?
La mejor explicación parece ser que los maoístas atacan a la dirección del Estado y del Partido; que atacan "desde abajo”, no desde lo alto; y que sus enemigos, para contrarrestar el llamado de Mao a la subvérsión, distribuyen a los obreros mejores salarios.
Las ciudades de Shangai y Nankin, por lo menos, están en manos de gentes que oponen su inercia a la Revolución Cultural Proletaria: el comité del Partido, la Municipalidad y su Policía, la prensa local, no han sido removidos desde la aparición de los Guardias Rojos: en Pekín, por el contrario, la caída de Peng Chen —que ocurrió hace casi un año— dejó a los maoístas los resortes efectivos del poder.
Su posición es fderte, porque han concedido a los obreros cierto número de alicientes “materiales”; sin inmutarse, los maoístas. condenan esa conducta; exaltan “el igualitarismo en la pobreza”.
Este fenómeno, que se ha observado en la mayor parte de las regiones, tal vez explique la desgracia política de Tao Chu, un dirigente de 81 años que domina la organización partidaria en las provincias del Centro-Sud. Este hombre fue comisario político del 4º Ejército (junto a Lin Piao) durante la Larga Marcha.
El año pasado, al estallar la discordia, entró como suplente en el Politburó, y fue el único entre los seis grandes jefes regionales que se doblegó ante “el pensamiento de Mao”. Pero el 1º de enero, cuando se ordenó desde Pekín extender el movimiento revolucionario a las fábricas —y sobre todo a las provincias—, Tao Chu cambió su línea. No quería la “subversión” en su dilatado feudo. Con sus secuaces del Partido, y con algunas unidades de Guardias Rojos que se mantuvieron leales, trató de conténer la invasión de los jóvenes partidarios de Mao.
Es probable, pues, que tanto en Shangai como en Nankin se haya producido, más que una lucha abierta, con intervención de masas, un llamado maoísta a la huelga, la resistencia pasiva y la ocupación de edificios públicos. Todo parece indicar que la movilización fue
insuficiente, porque Tao Chu se conserva en su puesto, aunque flamígeros carteles —en Pekín, pero también en las ciudades donde ejerce su dominio— le prometen un amargo final.

Todo un continente
De estos incidentes se pueden extraer algunas conclusiones sobre el origen de la revolución cultural.
Se trata de una violenta ofensiva política lanzada por Mao Tse-tung contra el Politburó; con el pretexto de reformar la Universidad, se logró su clausura, luego extendida a las escuelas; esa juventud disponible fue invitada después a derribar todas las estructuras, a las que se considera “aburguesadas”; en especial, los comités locales y regionales del Partido. Parece claro que, salvo en Pekín, el aparato partidario se opone a las pretensiones subversivas de Mao y tratan, por todos los medios, de refrenarlas.
También se observa que el movimiento de los Guardias Rojos se dividió rápidamente en facciones antagónicas y que algunas, en el curso de la acción, cambian de sitio.
Un cartel de Pekín informó, por ejemplo, que unos Guardias Rojos de la provincia de Hou Nan recibieron con agua hirviendo a otros llegados de la capital; que encerraron a sus jefes y se pusieron al frente de los demás. Un técnico alemán que trabajaba en construcciones de la Mongolia Interior informó en Hong-Kong que, cuando los Guardias Rojos irrumpieron en esa región, los obreros reaccionaron con cólera y sostuvieron homéricas refriegas. En la misma Hong-Kong, viajeros llegados de Cantón hablaron de luchas callejeras entre obreros de mono azul y jóvenes de brazalete rojo. “La policía, aparentemente, desapareció de la ciudad”, dijo uno de ellos. “En cuanto se divisan, maoístas y antimaoistas vienen a las manos.”
Estos ejemplos permiten llegar a una segunda conclusión; por ahora, la revolución cultural no encuentra en las calles sino una resistencia obrera, pero una resistencia que parece espontánea y violenta.
A éste se añade un fenómeno nuevo en países comunistas: unas huelgas de amplitud nacional. La semana pasada, la radio de Cantón prevenía angustiosamente a los obreros de esa ciudad para que no desertaran del trabajo. El Primer Ministro, Chou En-lai, admitió que la mayor parte de los trenes está paralizada; pedia a los ferroviarios que no afluyeran a Pekín “con el pretexto de la revolución cultural”. En Mukden, el gran centro industrial de Manchuria, casi todas las chimeneas han dejado de humear.
En otro discurso, pronunciado el 8 de enero ante los Guardias Rojos de la industria del petróleo, Chou, que parece ocupar en el conflicto una posición intermedia, protestó contra los excesos de la facción maoísta. “Las masas revolucionarias —dijo, según los corresponsales checos— han invadido ya cinco veces las sedes de los órganos centrales del Partido; han escalado las puertas del Comité Central. El Presidente Mao me encargó de pedir a los estudiantes que no lo intenten, que desistan de apoderarse de Liu Shao-shi y Se Teng Hsiao-ping.”
Esta sería la tercera conclusión: el movimiento desatado por Mao, Presidente del Partido, y por el Ministro de Defensa, Lin Piao, es cada vez menos controlable. Ellos mismos —o Chiang Ching, la esposa del jefe máximo— han debido pedir prudencia a sus adictos, en algunos casos. Entonces, ¿cuál es su plan? Si no se trata de ocupar los centros neurálgicos de poder, si no es preciso arrestar a los líderes de la facción adversa, ¿cómo supone Mao que alcanzará el triunfo? Es como si contara con obligarlos a retirarse antes de una nueva sesión del Comité Central, el cual, después de eso, se limitaría a reemplazarlos.
En cuanto al grupo de Liu Shao-shi (Presidente de la República) y Teng Hsiao-ping (Secretario General del Partido), permanece impávido. No renuncian, no reaccionan, no polemizan. Ellos también esperan. ¿Esperan que los trabajadores reflexionen, que se percaten de que Mao los convoca para una empresa inhumana, que se decidan a defender su salario contra las remotas ilusiones que se les hace vislumbrar? La semana pasada, en varias provincias circuló la noticia de que Mao había muerto; sus adversarios, sin duda alguna, urdieron esa maniobra para sembrar el desánimo. La vejez, la mala salud del temible revolucionario, son desventajas sensibles.
Hace cinco años, dijo al norteamericano Snow que se aprestaba a reunirse “con el Buen Dios”.
Cunde, en suma, la certeza de que el maoísmo es la oposición, que el antimaoísmo es más fuerte, y que pudiendo poner fuera de combate al enemigo se abstiene de hacerlo, se mantiene a la defensiva. Procede así, tal vez, por respeto a quien fue, durante cuarenta años, el alma de la Revolución.
El escritor polaco K. S. Karol, en su reciente libro La China de Mao, ahonda en un paralelo con la Revolución Rusa. “Mao no tiene, como Stalin, un predecesor venerado; no necesita definirse constantemente con respecto a él; no es el hijo espiritual, el albacea de otro; es, en suma, su propio Lenin.” Más aún: es Lenin y Stalin a la vez.
Esto podría explicar las extrañas relaciones del jefe máximo con sus compañeros de lucha. Su pedestal es tan alto que no pueden mirarlo a la cara; aun disintiendo, reafirman su vasallaje intelectual. Así fue como él consiguió mantener la disciplina sin apelar al terror; por lo mismo, ellos resisten su ataque sin apartarse de la tolerancia. Ninguno de los dos sectores recurre al golpe de Estado clásico. A una manifestación responde otra; es un vasto debate con coreografía.

La lucha invisible
En las últimas semanas brotó la inesperada hipótesis de que Mao perdió el poder real en 1958 y ahora pretende reconquistarlo (ver Nº 212). Lo habria dicho él mismo. Nadie, en aquella época, lo sospechó. Se creía que, cediendo a Liu la Presidencia de la República y conservando la del Partido, quiso defender su derecho a una vida retirada, a la paz del hogar y a sus estudios filosóficos. En cambio, ahora se puede suponer que tomó esa decisión en un acto de despecho, porque el Politburó —quizás intimidado por la amenaza de una ruptura de la alianza con Moscú— no parecía dispuesto a prolongar indefinidamente la espiral revolucionaria.
La versión no es inverosímil, pero merece prolijo estudio.
El detonante de aquella primera crisis —sospechan algunos— fue el fracaso de la desorbitada aventura bautizada El Gran Salto Adelante (ver Nº 209). Entonces el Partido enunció objetivos demasiado ambiciosos; pronto se vio que no podría cumplirlos. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre normalmente en todo régimen de fuerza, el Partido no buscó un chivo emisario. Reconoció oficialmente “ciertos errores”, en términos tan lacónicos y vagos que no podían contentar a una opinión evolucionada. Sin duda, en expedientes celosamente guardados, que conciernen a la acción gubernamental del equipo maoísta, hay bastantes anomalías y deficiencias para alertar a un pensamiento racional; pero los moderados Liu y Teng no habrían hallado en esa documentación la fuerza de persuasión necesaria para desmistificar al pueblo chino.
Pero hay una diferencia de fechas que necesita explicación, porque el retiro de Mao se anunció en 1959 y El Gran Salto Adelante se malogró en 1960. La explicación más plausible es que la desinteligencia en el Politburó se había dirimido salomónicamente: la mayoría acoge la iniciativa del jefe, sin ánimo de aplicarla, y lo invita a “subir al Empíreo”, a conformarse con más y más nubes de incienso.
Se sabe de una misteriosa reunión del Comité Central en Wou Han; un plenario que duró varios días. Fue, al parecer, terriblemente áspera. La resolución final criticaba las “tentativas impetuosas”, las “actitudes brutales”; aludía a dirigentes “demasiado apresurados”; desenmascaraba “las tendencias pequeño-burguesas hacia el igualitarismo".
Liu, fuerte en los sindicatos, situó a la cabeza del aparato del Partido a Teng, quien, a su vez, envió hombres de su predilección a las seis grandes regiones. La Municipalidad de Pekín, el Departamento de Propaganda, los 23 millones de miembros de las Juventudes Comunistas estaban en sus manos. Se volvió a concepciones más serenas en materia económica. Bajo la influencia del especialista Suen Yeh-fang, se empezó a disertar sobre la rentabilidad de la empresa, el pago a los obreros según su producción; se restituyó a los campesinos sus parcelas privadas y se les permitió vendet en el mercado libre; a los obreros se les garantizaron ocho horas diarias de sueño. Era un antimaoismo práctico.
Pero Liu no se atrevía contra “el pensamiento de Mao”, que es un arma terrible.
“Es —comenta Karol— una interpretación concebida para educar a las masas, a las que se atribuye, con razón o sin ella, un nivel de cultura y de conciencia elemental; se reduce a un esquema escolar que permite explicar los acontecimientos y los cambios ocurridos, y al mismo tiempo empujar a la acción. La historia es considerada como un medio de inculcar a cada ciudadano un comportamiento político «correcto». Esta versión edificante nos parece ingenua, a veces chocante; sin embargo, su consumidor —hasta ayer iletrado— encuentra así la única explicación comprensible de las peripecias que vive y de sus pasados sufrimientos; encuentra, también, la justificación de los sacrificios que hoy consiente y un sentido nuevo para su vida.”
Durante ocho años está solo, o casi. A su lado, la antigua actriz Chiang Ching (“La que viene del río azul”), con la que se casó durante la Larga Marcha (y que perdió un hijo de su primer matrimonio, aviador en la guerra de Corea). De tarde en tarde lo visita el fiel Lin Piao, héroe de la guerra civil, quien ha logrado desplazar del Ministerio de Defensa, en 1959, al apolítico mariscal Peng Te-huai; otras veces viene Chen Po-ta, un escritor de segundo orden que en otros tiempos le sirvió de secretario.
Mao medita. El ejemplo ruso lo persuade de que la prioridad acordada a la economía conduce a renegar de todo ideal revolucionario. Está obsedido por la idea de una segunda Larga Marcha, necesaria para evitar el “aburguesamiento” del Partido.

La contraofensiva de Mao
Y de pronto, hace un año, Mao convoca a la juventud china, formada por su epopeya y su palabra; es, si se quiere, un ejército de provos, pero no hace preguntas ihcómodas. Ante ella, puede denunciar a los dirigentes "burgueses”, "revisionistas”, “kruschevistas”; son los que sabotearon El Gran Salto Adelante porque no tenían fe, fe en China, en su pueblo, en el comunismo. Ellos pretenden sustituir el Ejército del Pueblo por un puñado de “especialistas”, el dinamismo de las masas por una estrecha tecnocracia; los economistas destilan el veneno de “los estímulos materiales”, del lucro personal; aun los propagandistas chinos que atacan la evidente regresión doctrinaria del comunismo ruso, siguen la misma ruta.
Fue así como, sin otra fuerza que su formidable popularidad, con Lin Piao a la cabeza del Ejército y Chen Po-ta al frente de la propaganda, Mao Tse-tung desencadenó una segunda revolución. No es probable que logre persuadir a los campesinos de que se dejen encerrar nuevamente en “comunas agrarias” o que ellas intenten batir los records de producción de acero por medio de pequeños hornos domésticos; es difícil, también, que los obreros rechacen las primas adicionales, que eleven voluntariamente sus normas. Por ahora, sólo se trata de holgar, de ponerse unos brazaletes rojos y desfilar por las calles, de corear consignas ante los carteles murales.
Claro que así la producción se estanca. ¿Pero el maoismo no consiste, precisamente, en el dominio de la política sobre la economía?
¿Y no vitupera al “economismo”, según el cual la Revolución no sería sino el impetuoso crecimiento de las fuerzas productivas? El principal representante de esta corriente de ideas es Po I-po, uno de los cinco Viceprimeros Ministros y presidente del Consejo Económico del Estado. Po I-po ha sido enérgicamente denunciado por los Guardias Rojos como el teórico principal de la línea "burguesa”, cuyo jefe visible era, el año pasado, el Alcalde de Pekín, Peng Chen, el primero en ser derrocado por la revolución cultural. Liu y Teng, que entonces consintieron su caída, se habrían percatado de que las próximas victimas eran ellos mismos; están dispuestos a defenderse; Po I-po les presta un apoyo
doctrinario. (Radio Pekín lo “suicidó” la semana pasada.)
Con este trasfondo, o en el contexto de esta explicación, las noticias de la semana pasada se vuelven relativamente inteligibles.
Fuentes antimaoístas anunciaron que Liu salió de Pekín y que ahora está en libertad para dirigir la resistencia contra la subversión; en Hong-Kong, por el contrario, los servicios de inteligencia ingleses insisten en que el Presidente aún reside en el distrito amurallado de la capital, donde tienen su morada la mayor parte de los dirigentes; su situación sería, virtualmente, la de un prisionero.
Se informó, también, que el hijo varón del Presidente, Liu Yun Jo, fue arrestado por haber establecido contacto con “una potencia extranjera”; poco antes, se había sostenido que él y su hermana repudiaban el comportamiento “burgués” y “reaccionarlo” de su padre. La acusación de espionaje es una novedad; hasta ahora, nadie la había esgrimido. Los Guardias Rojos presentaron el mismo cargo contra Yang Chang-kun, un miembro del Comité Central destituido el año pasado: según parece, se entrevistó varias veces con el Embajador soviético y le trasmitió “secretos importantes”. El mismo funcionario habría colocado micrófonos en casa de Mao y detectado sus conversaciones con varios miembros de su grupo. Sin embargo, no se dijo que Yang haya sido detenido.
En algún momento la propaganda de los “proletarios revolucionarios” dio a entender que Pekín estaba totalmente de su lado; ahora parece que el sector adverso conserva posiciones importantes. Tampoco Shanghai, el puerto más activo de China, habría cambiado de manos; por el contrario, allí la ofensiva maoísta parece definitivamente contenida por las jerarquías regulares del Estado y del Partido.
El viernes último, Radio Pekín, controlada por los maoístas, denunciaba que en Shanghai la Comisión del Partido había movilizado a los cam
pesinos de la región para arrojarlos sobre esa ciudad de 10 millones de habitantes. Se lucha en las calles, añadió. No es preciso prestar fe a esta última afirmación, para admitir que el centro de los acontecimientos se ha desplazado de la tradicionalista Pekín a la moderna Shanghai, que los dos grupos rivales se esfuerzan por triunfar allí.
Los proletarios revolucionarios a que alude Radio Pekín no son, ciertamente, todos los obreros comunistas, sino una parte de ellos, su sector más aguerrido o más versátil; presumiblemente, los estibadores y los otros gremios del puerto. Los obreros encuadrados en los sindicatos se inclinarían más bien hacia el Presidente Liu.
La propaganda antimaoísta califica de “oportunistas” a quienes, amparados en la popularidad de su jefe, ponen en peligro la unidad nacional. Caso típico de oportunismo seria la destrucción del lugar donde se supone que nació Chu Fu, hace 2.440 años; se trata de Confucio, el sabio que predicaba la piedad, la mansedumbre, la templanza. En la nueva China, sometida a la revolución permanente, el pensamiento chino tradicional es tan incompatible como el burgués de Occidente o el marxismo revisionista: sólo hay lugar para un nihilismo radical.

Chou a la expectativa
Tanto o más significativa es otra declaración iconoclasta —en un periódico mural— que afecta al octogenario mariscal Chu Teh, “padre del Ejército de Liberación": él sería culpable del letargo en que estaría sumido el espíritu revolucionario de la clase militar. El Ejército (2.700.000) ha permanecido al margen del conflicto, pero todo indica que observa con desconfianza la agitación de los Guardias Rojos.
Lin Piao nombró un comité depurador (que fue también depurado); con el asesoramiento de la señora Mao, se sitúa en los altos mandos a una cantidad de comisarios politicos, afectos a la revolución cultural; de hecho, incitan a los oficiales a desconocer la autoridad de sus superiores, a ocupar su lugar. Hace unos dias, los cadetes de la Academia Militar de Whampoa fueron encerrados por sus jefes; esto indicaría que el grupo maoísta progresa en los niveles inferiores del Ejército, pero que éste resiste las pretensiones de Lin Piao y reafirma su veneración a Chu Teh.
El Ejército resiste pasivamente la penetración del subversivo espíritu maoísta. Un cartel mural de Pekín informó el jueves pasado sobre el arresto de Ho Lung (70 años), mariscal en la época anterior a la abolición de los grados; actualmente era vicepresidente del Consejo de Defensa Nacional. Es una noticia que puede formar parte de la “guerra de nervios" lanzada por los partidarios de Mao. En cambio, los corresponsales extranjeros se inclinaban a confirmar el suicidio de Lo Jui-ching, ex jefe del Estado Mayor del Ejército, anunciado tiempo atrás.
Es inevitable que las Fuerzas Armadas, en algún momento, tomen posición en el conflicto, y sería asombroso que no lo hagan en favor de la legalidad comunista. Será entonces, tal vez, cuando el cauteloso Chou En-lai movilizará a los militares contra la exhausta revolución cultural.
24 de enero de 1967 -Nº 213
PRIMERA PLANA
 







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