Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Hollywood al desnudo
Hollywood 1967: De la Meca a la Ceca
Desde el centro de Los Angeles, Pico Boulevard se lanza, sinuoso e interminable, a recorrer cientos de kilómetros, a lo largo de los barrios más melancólicos de la ciudad.
Aunque parezca que ya se llega al campo, es una ilusión: Los Angeles prosigue, extendida hasta el infinito, ramificada en mil comunidades con vida propia pero que tan sólp son fragmentos de un coloso implacable. Cuando ya se ha recorrido una distancia aproximada a la de Plaza de Mayo a Liniers, sobre las colinas hay un inesperado brote de monoblocs gigantescos, tan aislados entre sí y tan idénticos como las pirámides de Egipto. Un cartel indica que se trata de Century City; y entonces, cuando cien metros más allá se abren las verjas de Jos estudios de 20th Century Fox, se empieza a comprender qué viene sucediendo en Hollywood desde hace un Rustro, cuál es la diferencia entre la Meca del Cipe de 1937 y la Meca de la Televisión de 1967.
Porque Century City es el resultado de la venta de gran parte de los terrenos de la Fox, obsoletos ya para la industria cinematográfica y transformados en una poderosa inversión inmobiliaria. A la puerta de los estudios, Andy avizora con inocultable desdén la mole del Century Hotel y masculla lo previsible: “No señor, no es lo mismo”. Aparentemente es lo mismo: automóviles de sport y limousines zumban junto a la verja, muchachas platinadas y muchachos atléticos entran y salen, con ese obstinado aire saludable de los norteamericanos, y desgranan sobre el mostrador de Andy un cordial Hi! Más allá de la garita de cristal, donde el viejo portero (66, uniforme azul, a la cintura un revólver seguramente descargado) lleva hilvanados 30 años de vigilancia, el mundo se bifurca en dos ámbitos igualmente secretos: las oficinas de la empresa, un laberinto donde no aguarda ningún Minotauro, porque los big heads residen ahora en Nueva York; y los sets, tan colmados de algarabía y de ficcjones como siempre.

La nariz de Cleopatra
Sin embargo, Andy tiene razón, y él mismo se encarga de explicar la diferencia: “La primera persona que vi pasar por esta puerta cuando entré a trabajar aquí fue Tyrone Power, que venía para iniciar su carrera con Lloyds de Londres. Y ahora, mire quién viene”. Se mira, y se tropieza con un rostro pecoso, convencionalmente simpático, y un revuelto jopo colorado (Hi, Andy!). Hay que preguntar quién es: se llama Ryap O’Neal, y no nació astro como Tyrone Power, sino qué tuvo que formarse a golpes de televisión. Ahora es el Rodney de Peyfon Place (La caldera del diablo), y todas las colegialas norteamericanas viven prendidas de su sonrisa y su jopo. Su éxito, sin embargo, no es el fruto de la improvisación: “Ryan acumula más horas de vuelo en
sus dos años de televisión que Errol Flynn en toda su carrera”, informa el ti émulo Skip Heinecke, un jovencito con anteojos llegado hace seis meses a las oficinas de publicidad de la Fox. ¿Y cuántas son esas horas? Doscientas cincuenta, responden las minuciosas estadísticas del estudio.
El barómetro de la transformación hollywoodense puede estar en este hecho sintomático: Fox es la mayor productora de televisión en USA, asociada con otras empresas y con las trps grandes redes de transmisión (ABC, CBS y NBC). Su máximo blasón actual es nada menos que Batman; un blasón que, no obstante, ha de marchitarse pronto, porque el hombre murciélago tiene previsto un sucesor, ya puesto en órbita desde hace unos meses: Green Hornet. De todas maneras, 20th Century lanza hoy al aire nueve series: La caldera del diablo es precedida en pq-pularidad —aunque parezca mentira— por otra del mismo sello, Felony Squad. Y el diligente y larguirucho Heinecke se apresura a aclarar: “Nosotros no matamos nunca una serie o a un personaje; son las transmisoras las que lo hacen, según los ratings”.
De ahí que la televisión sea un negocio mucho más riesgoso y aventurado que el cine. “Cuando se emite una nueva serie —observa el juicioso Heinecke—, nadie sabe qué va a pasar. Con el cine es distinto.” No tan distinto, si se piensa que un monstruo como Cleopatra, donde la Fox volcó 40 millones de dólares, el escandaloso romance de Elizabeth Taylor y Richard Burton el prestigio de Rex Harrison y una chatarra seudohistórica como para abastecer varios colosos en pantalja panorámica, sumió a la compañía en el mayor desastre financiero de su historia. Si no hubiera sido por los jarabes lírico-sentimentales de La novicia rebelde, no habría bastado la venta de los terrenos para enjugar el déficit.
Pero ahora todo eso quedó atrás: la novicia sigue enbaucando al público con sus canoras tribulaciones, el público sigue pagando para llorar con ellas y Fox sigue adelante (acaba de vender Cleopatra a la televisión en 5 millones de dólares). Por eso, tal vez, se advierte optimismo en el equipo de La caldera del diablo, un grupo de sonrientes lunáticos que, mientras el termómetro señala los 24 grados de un benévolo día de otoño, a las 5 de la tarde, se empeñan en abrigarse y echar resoplidos de frío. El escenario, al aire libre, representa un pequeño puerto: Heinecke, a zancadas sobre la nieve artificial, seguido por Primera Plana, proclama las virtudes del plantel escenográfico, capaz —dipe— de remedar cualquier cosa. “Fíjese, esos caños parecen oxidados”, señala con entusiasmo, mientras abre y cierra puertas de utilería para mostrar que dan al vacío o a un tablero de luces. Y únicamente se apaga un poco al comprobar que, después de todo, los caños están oxidados de verdad.

Letras de oro
Hace tres años, Fox no había lanzado ninguna serie y el óxido corroía sus arcas, dilapidadas por una casquivana reina egipcia. En ese momento apareció el hombre que no sólo practicó con energía el tratamiento de urgencia que la empresa necesitaba, sino que, de paso, revolucionó a Hollywood y lo precipitó de una vez en el gran cambio que venía insinuándose desde una década atrás. “Si algún nombre merece estar junto al de Darryl Zanuck, escrito con letras de oro en el frontón de nuestra casa —propone un retórico ejecutivo de 20th Ceptury—, es el de William Self.” Porque fue Self quien, en 1963, desde un cargo relativamente modesto en los cuadros de producción, tuvo la idea genial: ¿por qué no filmar las series de televisión, exactamente como si fueran películas, y por qué no recurrir para ello a los estudios cinematográficos, ópticamente equipados y más idóneos que los sets televisivos?.
La caldera del diablo, fue, precisamente, el vehículo para esta nueva experiencia. Y si bien es cierto que Metro-Goldwyn-Mayer se dedicaba desde dos años antes a producir televisión además de films, no puede arrebatarse a Fox la iniciativa de Self ni, tampoco, la primacía en cuanto a la cantidad de series que sus estudios arrojan, “Todas se filman en colores”, informa con orgullo Heinecke. La caldera se registra en 16 milímetros y es luego transportada a video tape; los mismo ocurre con Viaje al fondo del mar (uno de los mayores éxitos del año), sólo que ésta, en razón de sus complicados efectos especiales, se registra en 35 milímetros.
Aunque las series (no todas, pero sí la mayoría) se filmen ahora como películas, en estudios cinematográficos, la semejanza termina ahí. Porque no se pueden comparar los presupuestos (infinitamente superiores en el cine, salvo en el caso de un show espectacular o de una fantasía científica como Viaje al fondo del mar), ni el cuidado —mayor en el cine— puesto en la ejecución. Es notorio que ciertas secuencias que se repiten insistentemente en la televisión, en los westerns o en las historias de pistoleros y espías, son siempre las mismas: el montajista echa mano dél material ya filmado y lo intercala en el momento oportuno, y hasta llega a adaptarse el guión original y el decorado para que coincidan aproximadamente con esos fragmentos prefabricados. “Total —filosofa un asistente de dirección, mientras el jopo de O’Neal es sometido a una pequeña nevisca de urgencia para ponerlo a tono con los arbolitos blanqueados del escenario—, el televidente no tiene tiempo para recordar si ya lo vio antes.”
No son, sin embargo, estas mínimas distracciones las que suscitan la desaprobación de Andy, el portero. Es algo más. Por un instante depone su máscara de viejo rezongón y musita confidencialmente: “Les falta clase”. Quizá fuera inútil decirle que el estilo de vida ha cambiado en el mundo entero, no solamente en los estudios de la Fox. Para él, como para millones de nostálgicos en todas partes (sobre todo si tienen más de 40 años), Hollywood es un templo profanado, una leyenda que sobrevive a la ruina. Y que tal vez la sobrevivirá para siempre, así como los mitos de la ambigüedad sobrevolaron las fronteras del tiempo, las catástrofes y hasta los idiomas distintos.
Porque, lo mismo que Atenas o Bagdad, en todos los idiomas Hollywood quiere decir lo mismo: la Meca del Cine. Aunque ya no lo sea. Pero de todas maneras es siempre un lugar fascinante, un laboratorio que no cesa de resoplar y rechinar con el esfuerzo de miles de personas, encaminado a crear la mayor cuota de ficción producida en el mundo. De todas esas personas (y no son demasiadas: Metro, que es un coloso, emplea a 30 mil hombres y mujeres en el total de sus oficinas desperdigadas por los cinco continentes), unas 16.000 residían, hasta hace un lustro, en la parcela de territorio norteamericano de más alta valuación fiscal; Beverly Hills, prácticamente un barrio de Los Angeles, “una comunidad” según lo quiere la respetuosa tradición del folklore local.
Esas 16.000 personas eran “los artistas de cine”, personajes fabulosos, depositarios de toda la belleza, todo el magnetismo sexual, toda la capacidad financiera y, además, del elixir mágico que les permitía zambullirse en orgías desaforadas y emerger de ellas aún más jóvenes, resplandecientes y saludables que antes. Por lo menos, así los veía —y los seguirá viendo— el candor popular, convenientemente azuzado por las oficinas de publicidad de los estudios. De vez en cuando, algún resentido informaba que Charles Boyer era calvo, que Rodolfo Valentino era homosexual, que Greta Garbo era frígida o que Mary Pickford era avara y maligna, que Jackie Cooper era un enano, y que Marlon Brando debía treparse a una silla para besar a sus amadas de la pantalla. Nada de esto pudo hacer mella jamás en el fervor de los fans. Pero el star-system, que fabricó la grandeza y la leyenda de Hollywood, se murió hace varios años (más precisamente, al terminar la Segunda Guerra Mundial), de muerte en parte natural y en parte provocada.

El crepúsculo de los dioses
Para la ciudad-mito, edificada sobre el culto delirante de la personalidad (a Hollywood la inventaron Rodolfo Valentino y Mary Pickford, Douglas Fairbanks y Gloria Swanson), este crepúsculo es verdaderamente el de los dioses, una catástrofe cósmica. Ante todo, porque ya nadie vive en la Meca del Cine. Es en vano que Jimmy, el chofer de las excursiones Gray Line que hacen el tour cotidiano de Los Angeles cinematográfica, intente todavía sacar lustre a bromas venerables: “Esas 16 mil personas monopolizan 72 mil teléfonos”, por ejemplo. Es en vano, también, que los excursionistas le crean, festejen sus chistes y enfoquen sus fumadoras desde las ventanillas del ómnibus, sobre las mansiones —algunas, las menos, bellísimas— que la opulencia de los artistas (y, más a menudo, su mal gusto) agolpó en los lomos de las colinas. Porque la realidad habla por boca de esa lánguida teenager que, dejando pasar un hilo de aliento por la espesa pared de chicle que le tapiza la boca, interroga. “¿Y quién fue ese Van Johnson?”,
El recorrido es bastante patético. “Aquí vivió Debbie Reynolds, cuando se divorció de Eddie Fisher” (la caduca Debbie vive ahora en Nueva York, y alquila su casa de las colinas para la televisión); “aquí vivió Bing Crosby hasta que murió su primera mujer; aquí, el difunto Thomas Mitchell; aquí, Natalie Wood hasta que se separó de Robert Wagner (Natalie es también huésped de Nueva York); aquí, Burt Lancaster, hasta que se fue a Europa; aquí, Gloria Swanson” (otra neoyorquina de adopción). Hay pocos sobrevivientes ilustres: Mary Pickford, invariable castellana de Pickfair, la mansión que se hizo construir con su primer marido, Douglas Fairbanks (un inmenso chalet normando, cuyos techos puntiagudos asoman por encima de la verja, las copas de los árboles y los ladridos de tres mastines que alejan a los intrusos), y que comparte ahora con el segundo, Charles Buddy Rogers, y varias botellas de gin al día; Bárbara Stanwyck, derrochadora de mármoles italianos —un millón de dólares en angelitos, escalones, terrazas, fuentes— en el frente de su residencia (Hedda Hopper, siempre mordaz, se descalzó el día de la inauguración, para no manchar tantos esplendores); Dean Martín, quien no vive allí pero, de todas maneras, hace colocar todas las mañanas, en la proa de césped que diseña el parque, la cáscara vacía de un Rolls-Royce beige, que todas las noches se retira.
Y mientras los turistas filman prolijamente el cadáver del Rolls, la enumeración de los habitantes de Beverly Hills retrocede con premura al pasado (la casa de ponald O’Connor, olvidado saltarín y cantante; la de Jane Whi-teis, niña perversa de los años 30, que en castigo a su maldad debe de haber recibido la estatua entronizada en su jardín) o recala en la televisión. Desde tres cuadras antes, Jimmy anuncia la residencia de Milton Berle, y asegura que no es improbable que el comediante se asome a la ventana para improvisar en honor de los excursionistas (todos los cuellos se tienden, expectantes), o doble la esquina en su Rolls y rinda el mismo homenaje a la Gray Line (los cuellos son ya un tirabuzón de premoniciones). Pero nadie aparece, y las cabezas se amustian, pesarosas aunque nunca desanimadas.
¿Adónde están los demás? Las dos reinas del cipe norteamericano han preferido el exilio: Elizabeth Taylor engorda en las nieblas londinenses o bajo el sol de Roma, Shirley MacLaine absorbe la humedad de Tokio (por razones de trabajo de su marido). Kirk Douglas mantiene su bungalow seudo-tropical, oculto por lianas, heléchos y gigantescas hojas de bananero, en Beverly Hills (por la puerta del garage asoma la nariz de un Jaguar verde, y Jimmy anuncia, jubiloso: Kirk está aquí; pero no se lo ve); Jack Lemmon se tuesta al sol de Bel Air, al norte de Los Angeles; y Kim Novak abandona su chalet de ese mismo lugar, dilapidado por las recientes lluvias, y vuelve a marcharse a orillas del mar, más arriba aún de Malibu Beach, lejos de Los Angeles. Frank Sinatra y su Corte de los Milagros deambulan entre Hollywood y Nueva York, cada vez más afincados a orillas del Hudson y no dej Pacífico.

El salón de baile encantado
Hasta el año pasado, había un lugar para la sociabilidad de las estrellas: Sunset Strip, ese curioso jalón de Tierra de Nadie, que no pertenece a ningún municipio sino al Estado de California. Allí, en los dorados 30 y 40, estaba Ciro’s, el restaurante donde era seguro encontrar, noche a noche, a Rita Hayworth con Orson Welles, a Marlene Dietrich con von Sternberg, a Claudette Colbert, a Hedy Lamarr, a Clark Gable, a Judy Garland, a Ava Gardner con Sinatra. Los nigiht-clubs reunían a la crema de Cinelandia, y la noche era un zigzagueo de flashes en pos de los rostros famosos. Pero llegaron los teenagers y, como en todos los lugares de USA por donde ellos pasan, en Sunset Strip no ha vuelto a crecer la hierba. Todo lo han invadido los adolescentes, con su desaliñado —aunque carísimo— vestuario, sus convulsiones coreográficas, sus chillidos histéricos. El conflicto de jurisdicciones impedía, hasta un mes atrás, que la policía de Los Angeles pudiera intervenir para aplacar a los revoltosos (pues, en lugar de estrellas, todas las noches había vidrieras pulverizadas, mesas volcadas, botellazos y riñas entre pandillas rivales de menores alcoholizados). Ahora se restableció dificultosamente la calma, por enérgica acción —demasiado enérgica, según el periodismo— de las autoridades del Estado: sobre la zona se derramaron carros de asalto rebosantes de gendarmes con cachiporras, camiones Neptuno y prohibición de vender otra cosa que gaseosas a los menores de 18 años. Pero el prestigio mundano de Sunset Strip ya está deteriorado para siempre.
Es esa mundanidad pretérita la que evoca, con nostalgia, Elianne Morgan, la peinadora en jefe de la peluquería del increíble Biltmore Hotel, en el centro de Los Angeles. “Yo estaba sola aquella noche —dice (y era una noche de sarao hollywoodense, en 1929, un poco antes de la depresión, con breves faldas femeninas hechas con cadenitas metálicas, mantones de Manila y ondas Marcel)—, no me había ido a casa porque tenía curiosidad de ver a las estrellas. ¿Se da cuenta? Hasta dijeron aue iba a venir la Garbo, pero no vino.” Elianne —bajita, regordeta, el pelo sin color, la cara sonrosada de maquillaje, el único chispazo vital le brota de los ojos azules, enormes como los de una muñeca— vuelve a tener 20 años, a bañarse en la atmósfera pecaminosa y despreocupada de los twenties, a espiar de cerca, por amistad con la encargada del toilette de señoras, el inmenso salón de baile del Biltmore, supuesta copia (con rejas doradas y arañas de caireles) del de un palacio renacentista español. Lo español se usaba mucho en esa época: Dolores del Río, Ramón Novarro y Antonio Moreno daban el tono a un Hollywood que deliraba por las mantillas y los sombreros cordobeses.
“Y de repente, ¿quién cree usted que se me acerca, y me dice: Por favor, ¿podría usted retocarme el peinado. La lluvia me ha puesto a la miseria, el automóvil se descompuso en la otra esquina de Pershing Square? Pues nada menos que Clara Bow, la chica del It. Después se convirtió en cliente mía, yo iba a peinarla a su casa, hasta que se casó con el Gobernador y se fue. Era muy nerviosa, siempre le dolía la cabeza.” Para Elianne, como para muchos otros, la vida de Los Angeles adquiría sentido a través del cine y por el cine. Privados de ese alimento, languidecen, se vuelven pura memoria. Como Andy, como Jimmy.
Pero la melancolía no sirve más que para marcar la diferencia entre 1937 y 1967. Aunque casi todas las grandes superproducciones se filmen en Europa (o en Asia, o en Africa), aunque los dioses ya no habiten el Walhalla, aunque la gente de la televisión no conserve el estilo del anden régime, nada de eso significa que Hollywood se haya detenido. Simplemente, de Meca del Cine pasó a ser Meca de la Televisión, eso es todo. Para comprobarlo, basta asomarse a un estudio, empaparse (además de la lluvia que se descuelga sobre Los Angeles desde hace 48 horas) de su atmósfera vertiginosa, cambiar apresuradas palabras con gente apresurada pero contenta de estar en lo suyo.

Cantando bajo la lluvia
Bajo un gran paraguas de plástico transparente, el explorador de la Metro —guiado por una hostess juvenil, uniformada de rojo— tararea inconscientemente Cantando bajo la lluvia. Es casi inevitable, porque la canción fue pergeñada allí mismo, para la Hollywood Review de 1929, cuatro años después de la fundación del sello como resultado de la fusión de Metro Pictures Corporation (una subsidiaria de Loew’s Inc.) con los estudios de Samuel Goldwyn en Culver City (donde aún están) y Louis B. Mayer Productions Inc. Al frente estaban el propio Mayer, el juvenil Irving G. Thalberg (nacido con el siglo) y Harry Rapf. Thalberg iba a ser el marido de Norma Shearer y desaparecería en 1936, a consecuencia de una nunca aclarada enfermedad: el gran edificio central de Metro lleva su nombre, y es a partir de allí que se inicia la recorrida de los inmensos sets.
La hostess, por obligación, no puede evitar los lugares comunes: “Las calles del estudio tienen fachadas de distintas épocas y países, para facilitar la filmación; pero nuestros escenógrafos son capaces de reproducir fielmente cualquier rincón de cualquier ciudad del mundo, en el siglo X o ahora”. La camioneta desafía la lluvia y transita por sitios presuntamente prestigiosos, mientras la voz mecánica enumera, en beneficio de un grupo de azorados visitantes: “Este patio sirvió para filmar Romeo y Julieta; en este cottage vivía Elizabeth Taylor, en National Velvet; ésta era la casa de Rosa de abolengo, y en ese puente bailó Leslie Carón para Papaíto piernas largas; la familia Hardy habitaba allí, y el tren sirvió para La rueda de la fortuna”. Y ahora, ¿qué están filmando? “Nada más que televisión, claro; las películas, casi todas en lugares de Europa.”
El panorama se anima un poco cuando la hostess tropieza con su primo, el cómico Keenan Wynn, y puede hacer infiltrar a Primera Plana en el set donde Richard Creena (productor, director y actor) conduce un episodio de la serie Mrs. Thursday, historia de un ama de llaves entrometida, su patrón millonario y viudo (Wynn) y tres hijas insoportables. El ama de llaves es la indeclinable Joan Blondell, que está allí, memorizando su papel en un escenario fastuoso (un dormitorio rococó, con auténticos muebles de época), rebosante de kilos, arrugas, vulgaridad y simpatía. Tiene una vaga idea de la ubicación de Buenos Aires (“down, down South”, musita), agradece con énfasis que el público argentino la recuerde (“Los de cierta edad, claro”, comenta, guiñando un inmenso ojo celeste, y vuelve a Mrs. Thursday). Keenan Wynn ejerce una demagogia más sutil: de entrada asegura estar enterado de su popularidad en la Argentina, tiene un emotivo recuerdo para su papá, el cómico Ed (“¿Sabía usted que mi papá fue el primero que tuvo un show en televisión coast to coast?”), y está convencido de que la TV se entiende perfectamente con el cine: “Pero claro, si el gran hit de 1966 ha sido El puente sobre el rio Kwai, tuvieron que pasarlo dos veces a pedido del público, eso significa algo, ¿no?”.
Significa que la televisión se alimenta de Hollywood: del de ayer y del de hoy. Para probarlo, basta conversar con el menudo y taciturno David Mc-Callum, que está ahí no más, en el set de la vuelta, descansando entre una toma y otra de El agente de CIPOL (o The Man from UNCLE); McCallum es escocés y sus sonoras erres lo denuncian en cuanto se entusiasma un poco. Pero es difícil que se entusiasme, quizá porque se compenetra de su personaje, el enigmático Illya Kuryakin, en El agente, o quizá porque su rostro —un triángulo ligeramente eslavo, bajo una cabezota rubia— sólo expresa algo cuando tiene un libreto. Mientras Dan O’Herlihy (casi un facsímil de James Coburn) se equivoca varias veces con su letra y hay que rehacer la toma, McCallum explica, en un rincón del estudio: “Míreme, yo trabajé 14 años en el teatro inglés, y en el cine, y nadie me conocía: vine aquí para hacer Judas en La más grande historia jamás contada, y lo mismo. Y ahora, no sólo la gente me persigue por la calle, después de tres años con CIPOL, sino que consigo mejores contratos y papeles en el cine”.
Para capitalizar debidamente este éxito, Metro ha lanzado en 1966 The Girl from UNCLE (algo así como La chica de CIPOL), y Douglas Benton está dirigiendo un episodio en el sound stage vecino. “A diez minutos de serie ñor día —contabiliza el austero Benton—, en seis días se completa un episodio de una hora.” Stephanie Powers, la esbelta protagonista de Girl, aclara que “esos diez minutos llevan muchas horas de trabajo” y se va almorzar porque se muere de hambre: “Estoy aquí desde las 6 de la mañana, no puedo más”. Su compañero en la serie es Noel Harrison, el hijo de Rex, pero esa mañana no pasea el duplicado de Ja cara de su padre por los callejones de Metro, “Pronto lo lanzaremos en el cine”, asegura instantes después, en el restaurante del estudio (que se llama The Lion’s Den, algo así como “La guarida del león”), Frank Shearlock, asistente “para asuntos latinoamericanos” de uno de los leones que más ruge en la empresa, Robert Vogel, quien en ese momento parece encarnar al propjo Lep, mientras habla por teléfono, durante el almuerzo, con Australia.

Para nosotros, la libertad
“Pensar que éramos 47 en el Departamento, y ahora estoy yo solo”, suspira Shearlock, más preocupado, sin embargo, en el fondo, por saber si los católicos argentinos comen carne los viernes. Pese a que Pablo VI acaba de dispensarlos de esa abstinencia en USA, el asistente está a punto de escandalizarse cuando se entera de que la única veda de carne que hubo en la Argentina (con excepción de ciertas fechas religiosas) fue gubernamental. No lo entiende muy bien, y sale de la confusión recomendando el pastel de manzana como postre: “Cómalo, es típicamente norteamericano”, aconseja. Después medita, con ojos tristones, y agrega: “Además, está muy rico” (lo que es cierto).
Aunque los negocios de Metro son prósperos, y aunque sus series de televisión se destacan, Shearlock es otro memorioso acosado por el tiempo que fue. Los propios actores tienen la culpa, insinúa, y sus palabras no desentonan en el ámbito de la Metro, que alguna vez se jactó de tener “más estrellas que el cielo”. No era para menos: en 1936 acumulaba en sus contratos a Greta Garbo, Clark Gable, Jean Har-low, Wallace Beery, Lionel Barrymore, Pobert Taylor, Joan Crawford. Louise Rainer, William Powell, Mirna Loy, el dúo canoro Jeanette MacDonald y Nelson Eddy, Katharine Hepburn, Spencer Tracy, el pequeño Freddie Bartholomew. También fue el año en que la Metro ganó su cuarto Oscar, por El gran Ziegfeld (los anteriores fueron por La melodía de Broadway, 1929; Grcmd Hotel, 1931-32; Motín a bordo, 1935): y el año en que, después de asistir a la proyección de un corto musical con dos cantantes noveles, una de jazz v otra lírica, Judy Garland y Diana Durbin, decidió quedarse con la primera y desdeñar a la segunda.
¿De qué son culpables los actores? De haberse independizado, naturalmente. El debilitamiento del star system empezó después de la Segunda Guerra, cundo los italianos se atrevieron a buscar sus intérpretes entre la multitud anónima de la calle. Era un recurso desesperado y algo que convenía a la esencia del neorrealismo: pero unos poros advirtieron que así se demostraba que la personalidad y la potencia expresiva no estaban únicamente en los rostros sabiamente maquillados de Hollywood, sino también en la gente del montón. La clausura de la contienda señalaba el fin de una época, de una manera de vivir y de una filosofía: las experiencias bélicas y las proposiciones existencialistas invitaban a abandonar el mundo ficticio y acolchado que “sólo existe en las películas”, para mirar al hombre con otros ojos. Pero estas razones no pasarían de ser meramente marginales, si no se hubiera precipitado una crisis que la guerra contenía: el problema de los excesivos impuestos sobre las ganancias de los actores.
Hacia 1950, ya se había descubierto el quid: un actor debía pagar hasta el 75 por ciento de sus ingresos si estaba contratado por un estudio, pero ¿qué ocurría si se convertía él mismo en empresa productora? En tal carácter, la tasa descendía por lo menos a un 50 por ciento. Como ya por entonces la competencia de la televisión era grave, los estudios recibieron la novedad con los brazos abiertos y hasta invitaron cordialmente a sus estrellas a participar en la competencia. Muchos fracasan, pero hace una década se consolidaban dos triunfos rotundos de actores-empresarios de sí mismos: Burt Lancaster y Kirk Douglas. El fenómeno más asombroso —e increíble— de los últimos tiempos, después del estruendoso alejamiento de Jerry Lewis de su alma mater, Paramount, es un intérprete mediocre, no tan joven (si se lo ha de estimar según sus pretensiones de galán) y de popularidad relativa: Rod Taylor, que en 1966 se transformó en coproductor de sus films y series con Metro (The Liquidator) y Paramount (Chuka), nadie sabe muy bien cómo.
Es un ejercicio apasionante recorrer, en Los Angeles Times, las columnas de ofrecimientos de las agencias que se encargan de descubrir y promocionar “valores nuevos”. Quizá no pocas de ellas sean engañabobos (“nosotros buscamos y cultivamos nuestros propios talentos jóvenes”, sostiene Shearlock, y es corroborado por sus colegas de otros estudios), pero lo curioso es observar que la tradicional asociación entre Movie & TV (cine y televisión) figura ahora, casi exclusivamente, como TV & Movie.
En 1936, las cinco “figuras juveniles” con mayor rendimiento de boletería, eran: Robert Taylor, Carole Lombard, Cary Grant, Alice Faye y Errol Flynn. Tres décadas más tarde, sus equivalentes podrían ser: Natalie Wood, David McCallum, Robert Vaughn (Napoleón Solo) y Jane Fonda. No llegan a cinco, y dos de ellos pertenecen típicamente a la televisión; y la Fonda vive en Francia. Dore Freeman, uno de los ejecutivos de publicidad de la Metro, es muy capaz de indignarse si en esta lista no se ubica también a Elvis Presley; y mucho más si se le informa que el público argentino no gusta demasiado del mofletudo Rey del Rock. “No entiendo por qué —farfulla Freeman, amoscado, y su irritación se explica al observar las paredes de su oficina, tapizadas con efigies múltiples de Presley, McCallum y Natalie Wood—. ¿A ustedes quién les gusta, entonces?”. “Los Beatles”. “¡Bah, los Beatles...!”, desdeña con un gesto que parece borrar los detestados flequillos, e insiste: “Elvis es uno de los mejores cantantes del mundo”. Ante el silencio, opta por atacar por otro flanco: “¿Y qué piensan de Natalie Wood?”. “Y... en fin...” Alzando un dedo admonitorio, Dore pontifica: “Yo he visto pasar por esas puertas a las mujeres más hermosas
del, mundo, y le aseguro que Natalie no tiene nada que envidiarles”. Es probable.

Como antes, más que antes
En contraste con el frenesí televisivo de los otros estudios, en Paramount prefieren declarar, altivamente: “Aquí no producimos televisión, a lo sumo alquilamos los sets para que otros vengan a hacerla". Detrás de sus barrocos portones (de ese estilo capaz de incorporar cualquier cosa, que se llama “californiano”), Paramount es como Shangri-La, un islote de la belle époque hollywoodense. Impecable en su dos piezas de color amaranto, cordial bajo una pulcra mole de pelo rubio, Rose Goldstein (“mi marido es ruso, se llama Zimanich, pero ese es un nombre que los norteamericanos nunca aprenderán a pronunciar, así que dígame Goldstein no más”) hace los honores de la casa. Treinta años de permanencia ajlí, ocupada de las relaciones exteriores del estudio, le han dado la flexible ambigüedad de los diplomáticos veteranos: “La televisión nos parece una aventura riesgosa. ¿Para qué embarcarnos, si nuestros films marchan bien?” “¿Bien, quiere decir como siempre?” “Como siempre”, corrobora, enfática. “Y Jerry Lewis, ¿por qué se fue?” “Porque quería ganar más, supongo. No hard feelings”, sonríe la encantadora Rose.
Sin embargo, Miss Goldstein se apresura a agregar que no se sabe qué ocurrirá en el futuro: “Paramount acaba de cambiar de manos, ¿sabe usted? Se ha fusionado con Gulf & West Industries” (una de esas compañías mastodonticas que poseen desde flotas pesqueras hasta diarios, desde fábricas de automóviles hasta cadenas de funeral parlors). Pero ése no es un hecho aislado: los bien informados acotan que Columbia es insistentemente cortejada por un banco suizo, y Metro también estaría en trámite de grandes modificaciones. Pese al cambio de manos, el funcionamiento de los estudios es el mismo de costumbre: hasta —cosa insólita en un tiempo que prefiere las grandes masas en acción al aire libre, y que reclama autenticidad— se ha reconstruido prolijamente un fuerte dentro del set, para Chuka, el film auto-producido por Rod Taylor, en asociación con Jack Jason y Paramount, para su propio sello, Rodlor.
Y allí está, en toda su gloria, una reliquia del Hollywood mitológico: el Fuerte Clendennon, una inmensa estructura erguida contra un panorama de cielo con nubes pintadas, envuelta en el intenso olor amoniacal de las cuadras donde se agitan, aburridos, los caballos. No hay nada fingido, salvo el horizonte: los establos y los galpones para los soldados, los almacenes y la cárcel, la oficina del comandante y los caminos de ronda, los paredones de tierra ocre, todo es real, corpóreo, de tamaño natural, encerrado dentro de la caja de cemento del sound stage, apenas denunciado en su impostura por las luces de la parrilla, allá arriba. Un practicón de larga historia, Gordon Douglas (casquito amarillo, campera colorada, camisa azul, pantalón verde), es el encargado de concertar a toda la gente que va y viene, se agita, se ríe o bosteza, entre la tierra y el polvillo de paja que se levanta del suelo.
Douglas se desespera: el maquillador no ha destrozado lo bastante la cara barbuda y abrupta del retacón James Whitmore (“hace el papel de un scout —[un baqueano, se diría en la Argentina]— herido por los indios”, informa un paje de Miss Goldstein), y hay que triturarlo un poco más. Sentado en un banco, a un costado de la oficina del comandante, Ernest Borgnine se encoge en una siesta improvisada; Rod Taylor discute con la peinadora porque la onda no le cae demasiado bien sobre la ceja izquierda; dos muchachitos se pasean de un lado a otro del área despejada ante la comandancia, abanicando a todos con sendos ventiladores elécr tricos (“¡No me echen tierra encima!”, ruge y estornuda Douglas). Escéptico como todos los iluminadores, el director de fotografía en color, Hal Stine, se concentra en un pocket book erótico; y como desembarcado de otro planeta, el inglés John Milis se cae de sueño o de tedio, y recuerda “claro, sí, aquel Festival de Mar del Plata, todo muy lindo, qué bien”. En Chuka, Milis es un oficial británico que por alguna circunstancia comanda el cuerpo de caballería norteamericano asediado por los indios en el fuerte. “¿Así que me vio en televisión, en El joven Mr. Pitt, con Robert Donat? A ver, déjeme pensar, ¿cuándo hice eso? En el 38 ó 39... ¿No? ¿Antes, dice usted? ¡No puede ser! Peyó es verdad, debió ser en el 36, ó en el 34...", La tristeza habitual del rostro de Milis parece más auténtica ahora, como si se preguntara: “¿Qué estoy haciendo aquí, cómo he venido a parar a este western?”.
Pero ya las trompetas de Douglas convocan a filmación. Whitmore ha vuelto, más harapiento y ensangrentado que antes. Borgnine se despierta, se pone de pie —es altísimo, gordo, hinchado—, se asusta cuando recuerda que debe cargar en brazos a Whitmore, a quien se supone que Rod Taylor trae, malherido, en ancas de su caballo. “¿Cuánto pesas?”, interroga Borgnine; y Whitmore, con cierta ferocidad, le contesta: “Cien kilos. Cada pierna”. “¿Con qué la cargas?” “¿Qué diablos te importa?”, finge indignarse Whitmore; y Borgnine, con voz aflautada y meneando las cadenas: “Si no me lo dices, esta tarde me iré a casa con una cierta curiosidad...” Estallan risotadas; y el caballo vuelve una y otra vez a detenerse ante la puerta, Borgnine finge derrumbarse bajo el peso de Whitmore, Taylor se peina la ceja, Milis se asoma, como un cucú de reloj, a la puerta de la comandancia, y en lugar de la hota dice; “A mi oficina, sargento”. Douglas vocifera hasta que se da cuenta de que todo esto obedece a un plan no concertado de antemano, pero que de todas maneras le está dirigido; y entonces se ríe, se asegura de que cuando llegue la toma todo estará en crden, le hace un guiño a Stine, que no se lo contesta.

El circo más grande del mundo
Y llega la toma, y Borgnine vuelve a rodar con Whitmore a cuestas, el caballo resopla inesperadamente, a Taylor se le cae estruendosamente el revólver al suelo, el cucú no funciona a tiempo, y algunos preferirían que llegaran los indios de verdad, antes que soportar las imprecaciones del ofendido director. El mensajero de Miss Goldstein pilotea sagazmente a Primera Plana, para que no escuche los insultos, y logra aterrizar en el set contiguo, donde se filma Bonanza, la serie que lleva echo años adherida a las pantallas de televisión norteamericana, en varios de ellos triunfadora absoluta en el ranking. Aquí también se trata de alguien que lleva en brazos a otra persona: el alguien es Lorne Green, el gigantesco actor que se hizo millonario con su personificación del rústico y honrado padre, en Bonanza; el pese aue debe portar es, sin embargo, leve Se supone que Diane Baker, la estrella invitada de este capítulo, se ha desmayado, y Lorne la saca en vilo de una cabaña y pide, con urgencia: “Un médico, un médico”.
En el callejón, detrás del set, se alinean los camarines rodantes de cada une de los actores con un gran letrero con el nombre de la serie, y debajo, en letras minúsculas, el de cada uno. “Nosotros les alquilamos el estudio, no tenemos nada que ver con la producción”, insiste el acompañante, que desemboca ahora en un típico villorrio del Far West, reconstruido hasta en sus menores detalles. Ni un alma circula por la polvorienta calle principal, como en las ghost towns mineras que todavía quedan en rincones de California o de Texas: al fondo, una montaña, impresionante de veracidad, pierde algo de su prestigio —pero no de su artesanía— cuando se sabe que es de material plástico. Basta dar la vuelta a la montaña, para encontrarse, en su otra vertiente, con un edificio gris, en cuya puerta negra reluce una placa dorada que reza: Otto Preminger.
Unicamente en Londres pueden encontrarse, quizás, ejemplares humanos tan insólitos como los que pueblan, de la mañana a la noche, las escasas cuadras de Hollywood Boulevard. No son únicamente los muchachitos con pelo suelto hasta los hombros y pantalones excesivamente ajustados, ni los adeptos de la nueva moda del pantalón corto, desflecado y si es posible remendado con parches de colores distintos, y las zapatillas deshilacliadas (vienen así de fábrica). También están las ancianas con gorro de lentejuelas, estola de piel y chancletas, que conversan interminablemente en los banquitos de cemento de cada esquina; y las negras con collares de piedras falsas, largos hasta las rodillas, que van pisando coquetamente las estrellas metálicas encastradas en el pavimento y consagradas, cada una, a una personalidad “que haya prestado importantes servicios a la industria —instruye la guía—; debajo de su nombre está el símbolo de su profesión” (y hay una con el nombre de Zsa Zsa Gabor, y el símbolo no es el que se esperaba, sino una cámara); y las chicas con pantalones y gorras a cuadros, modelo Sherlock Holmes (y que fuman en pipa, también); y los cowboys recién llegados de Brooklyn, en busca de productores comprensivos; y un viejo disfrazado de Buffalo Bill, con melena y todo, que reparte las tarjetas del Museo de Cera de Hollywood.
Desde las ventanas de su oficina ultramoderna, en un décimo piso del Boulevard, Morton Bixby II (“Mi padre fue el descubridor de Theda Bara —anuncia al visitante— y de Tom Mix”; y no es cierto) otea la multitud. Pero no se molesta en bajar a la calle, tomar a alguien del brazo y susurrarle la fórmula mágica: ¿Quiere ser estrella de cine? Sabe que, tarde o temprano, todos van a pasar por allí, los muchachitos y las chicas, los cowboys y los mods. Aunque Bixby sea uno entre miles de agentes y talent scouts, la ronda de aspirantes gira en torbellino de una oficina a otra, con una especie de obstinada desesperación: “Vea, este cambio del cine a la televisión, a nosotros nos ha favorecido: la pantalla chica devora a la gente con mucha mayor rapidez que la grande, hay que estar reponiendo el stock constantemente”. Y, entre la nube de humo de su cigarro, pasea la orgullosa mirada por su reluciente despacho; “No damos abasto, estamos en plena expansión”, proclama.
Si los negocios de agentes y representantes prosperan, los exhibidores de cine no están del todo satisfechos. En las grandes ciudades, los colosos —Hawai, La Biblia— siguen atrayendo multitudes; pero en las comunidades más reducidas, el cine es ya casi una leyenda, como la linterna mágica. Hay otra amenaza: hace pocas semanas, el Wall Street Journal condescendió, quizá por primera vez en su trayectoria, a ocuparse de un tema artístico: “El cine norteamericano —dijo— debe financiar películas de directores europeos de primera calidad, como Truffaut, Godard y Antonioni. La televisión era el vivero de los nuevos realizadores, pero la rutina ha marchitado ese brote, que ya no existe”. Y, con franqueza, reconoció que sú propuesta estaba dirigida, “en primer lugar, a panar dinero”. Los pequeños exhibidores dieron un respingo: su negpcjo es, justamente, proyectar films no rutinarios. de arte, en contraposición a los estólidos megaterios de la industria. En The Villaae Voice (el semanario del Greenwich Village neoyorquino. una tribuna de originalidad, audacia y capricho genial), uno de ellos resumió la alarma: “¿Será 4ste el fin de las minorías selectas?", Quería decir: “¿Será éste el fin de nuestro negocio?”.

El boulevard de la desilusión
Despreocupado de estas anécdotas, Hollywood Boulevard sigue acomodando, elásticamente, a todos los que, desde innumerables recovecos de USA y sus adyacencias, aspiran todavía a triunfar en la Meca: no importa por qué medios, y de ahí la reputación de wicked que forma parte de la leyenda del Boulevard. Aspirantes y turistas suelen detenerse, extasiados, ante el abominable Teatro Chino, que Sid
Grauman construyó en pleno esplendor de los twenties. Los guías aconsejan, no obstante, al excursionista aplicado, que previamente alce la vista y observe, en la cumbre de una colina próxima, una construcción tan antojadiza como el Teatro Chino, Es una mapsióp de estilo japonés, convincente hasta en los menores detalles: allí vivían los hermanos Grauman, cuya pasión oriental se explica porque eran importadores de mercaderías chinas y japonesas. Desde su veranda de madera labrada, Sid vigilaba su Teatro y todo el panorama de Hollywood desplegado a sus pies.
La casa —1999 No. Sycamore— es ahora un restaurante japonés, Yamashiro Skyroom, y de noche (sobre todo si algunos jirones de niebla vagan sobre el valle) ofrece un avisión incomparable de Los Angeles iluminada. Conviene tomar allí una copa, asomarse a un patio con estanque y arbolitos enanos, enterarse de que Sayonara se filmó parcialmente en ese reducto, recorrer, una vez más, los apuntes sobre la actividad de Hollywood en 1936, un año tope en su Edad de Oro. Paul Muni y Louise Rainer ganaron los premios de la Academia, por Pasteur y El gran Ziegfeld (que fue también el mejor film); Frank Capra conquistó el laurel directivo, por Mr, Deeds goes to Washington, una oda al New Deal y a la honrada sensatez de la clase media. Las realizaciones más festejadas del año fueron: Romeo y Julieta, San Francisco, Fuego otoñal, Praderas verdes, Adversidad (con un fogoso y todavía juvenil Fedric March) y Camille (Margarita Gautier), con la Divina Garbo. La Fox depositaba sus esperanzas en la apostura de Tyrone Power, y la Paramount en el exotismo casual de Dorothy Lamour. John Ford había dirigido a Katharine Pepburn en un honroso fiasco, María Estuardo; surgían Robert Cummings y David Niven; Margo y Burgess Meredith asombraban con el realismo inusitado de Bajo el puente; se importó de Francia a Lily Pons y Simone Simon.
Entre todos los personajes de la época —Shirley Temple y Ronald Colman, Marlene Dietrich y el incipiente Eprol Flynn, Humphrey Bogart
(revelación de El bosque petrificado) y Gary Cooper—, únicamente dos debutantes de ese año en la pantalla iban a llegar intactos a 1966: Mae West, cuyas dos películas iniciales apenas sortearon los escollos del entonces inapelable (y hoy difunto) Código Hays, Go West, Young Man y Klondike Ánnie, y Bugs Bunny, el conejo de la televisión. Mae estaba, el mes pasado, todavía sacudiendo sus caderas octogenarias, entre un coro de nuevaoleros imberbes —y musculosos—, en los cabarets de Malibu Beach; Bugs Bunny sigue siendo el dibujo animado que apasiona a los Chicos de toda USA.
Tan sólo entonces, después de esta recapitulación, habría que lanzarse colina abajo, devanando un vertiginoso camino en espiral, y frenar ante el Teatro Chino. Están proyectando The Fortune Cookie, con Jack Lemmon, y una efigie de cera del actor, prestada por el Museo, imparte un aire ligeramente macabro al atrio de la sala (junto a la vitrina, protegiéndola, monta guardia el falso e infatigable Búfalo Bill, que durante el día invita al Museo). Un viejecito con una túnica supuestamente china se ofrece para fotografiar a los curiosos que, a toda hora, se inclinan con reverencia sobre las losas de cemento que aspiran, con prepotencia faraónica, a coagular para siempre la leyenda de Hollywood. Sobre ellas dejaron sus firmas, y las huellas de manos y pies, celebridades de todos los tiempos; To Sid, from his pal Marion Davies, 1928 (y desde su castilla de Saint Simeón, sc-bre el mar de California, William Randolph Hearst dilapidaba millones para imponer a Marión como estrella, en vano); Gloria Swanson y su rival, Norma Talmadge; Maurice Chevalier, Alice Faye, Greer Garson, Betty Grable, Rita Hayworth. Jeanne Crain, Gary Cooper, Errol Flynn; y, juntas, porque ambas protagonizaban Los caballeros las prefieren rubias, Jane Russell y Marylin Monroe, 1953.
Las hojas del otoño se pudren sobre las losas, y el agua de la lluvia reciente se estanca en los huecos que dejaron manos y pies ilustres. No falta más para que revelen lo que realmente son: lápidas.
ERNESTO SCHÓÓ
24 de epero de 1967
PRIMERA PLANA
 



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