Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

la rendicion de pekin
ENERO 22, 1949
La rendición de Pekín

Ni la guerra ni la paz. Acaso el único síntoma que advirtieron los habitantes de la sitiada ciudad fue la luz: después de meses de baja tensión y apagones repentinos, Pekín resplandeció el 22 de enero de 1949, a las seis de la tarde, cuando el jefe nacionalista Fu Tao-yi hizo pública una declaración de trece puntos, que equivalía a una diplomática rendición incondicional ante el Ejército Rojo.
Sin embargo, ese acto simbólico probó al mundo que la suerte del Generalísimo Chiang Kai-shek estaba decidida, y nada podría impedir ya que las multiplicadas huestes de Mao Tsé-tung cruzaran el Yangtsé, el 23 de abril de ese año, ocuparan Shangai casi inmediatamente, y proclamasen la República Popular el 1º de octubre, después de arrollar y hacer prisioneros a los últimos 25.000 soldados nacionalistas que no habían alcanzado a refugiarse en Formosa al lado de su jefe. Del poderoso Ejército de más de dos millones y medio de plazas que, en 1946, parecía dispuesto a desmenuzar a los mal armados guerrilleros comunistas, no quedaba casi nada: precavido, el Presidente Truman había ya retirado a su enviado, el general George Marshall, cuya misión mediadora entre las facciones combatientes carecía entonces de sentido.
La contraofensiva comunista había comenzado la noche del 30 de junio de 1947. con la reconquista de Yenan, un baluarte donde se jugaba el orgullo del partido, ya que había destilado los primeros triunfos guerrilleros contra los ejércitos regulares en el remoto 1931, años antes de que la adversidad de las armas obligara a Mao a iniciar “La Larga Marcha”, una retirada alucinante que lo empujó diez mil kilómetros hasta los confines de la China.
Un año y medio después de la reconquista de esa Meca, hasta los generales de Chiang Kai-shek se negaban a luchar, y las deserciones se contabilizaban por regimientos enteros. En setiembre y octubre de 1948, las ciudades de Keifen, Tsinen, Tsichow y Linyu se rindieron a los comunistas sin intercambiar un tiro: en un par de semanas, Chiang perdió trescientos mil hombres de tropa, que comprendían la totalidad de los efectivos de tres de sus ejércitos. Ni uno solo de los jefes de cuerpo consideró la posibilidad de presentar combate, a pesar de que el Generalísimo había fulminado la orden de resistir hasta la muerte: medio centenar de generales optó por salvar su vida, entregándose a las victoriosas avanzadas de los irregulares. El general americano Barr, del comando de asesores oficiosos instalado por los Estados Unidos para colaborar con el líder nacionalista, informa por entonces que, en dos meses, “no menos de 18 divisiones, nueve brigadas y quince regimientos desaparecieron sin sufrir pérdidas: por todas partes aparecía la bandera blanca”.

La larga historia
Uno de los escasos testigos occidentales que han dejado un relato prolijo de la entrada de los comunistas a su futura capital —el sinólogo americano Derk Bodde— la describe como una entusiasta pero deslucida parada militar: hacía meses, en realidad, que nadie combatía en la ciudad ni en sus alrededores, y el desfile pekinés ocasionó, a lo sumo, el sentimiento de alivio que produce la oficialización de toda situación consumada previamente de hecho. “A los lados del camión y detrás de él —narra Bodde—, doscientos o trescientos soldados comunistas, en traje de combate, marchaban en seis columnas. Avanzaban con paso vivo y parecían tener calor, como si hubieran cubierto una larga distancia. Todos tenían las mejillas rojas, aspecto saludable y mantenían una elevada moral. La multitud reunida en las veredas estalló en aplausos. Cerca del grupo que encabezaba la marcha iba un personaje de civil, indescriptible, con ropas miserables: aparentemente, era algún oficial.”
No sólo los oficiales podían tener ese aspecto en la Pekín de 1949. La caída vertiginosa del fa-pi y de su sucesor, el yen (ambas, monedas chinas), había multiplicado casi cinco mil veces el precio de la bolsa de harina en algo más de medio año: las largas hostilidades entre comunistas y nacionalistas, iniciadas con la sangrienta represión de Shangai, en 1927, llegaban a su fin con el aniquilamiento de uno de los bandos. Pero alguien más había sido aniquilado durante esas dos décadas: el territorio chino, sobre el que casi no quedaba una vía férrea en buenas condiciones; la economía del país, sepultada en el caos.
Resultado de un penoso y humillante vasallaje, el rostro de la China moderna entra al siglo XX marcado por profundas endemias. El fin de la guerra de los boxers, como todos los intentos anteriores de establecer un principio de soberanía, sólo había servido para forzar al Imperio a otorgar nuevas concesiones, desde los derechos de extraterritorialidad para los ciudadanos de media docena de potencias extranjeras hasta el pago de abultadas indemnizaciones a esos países.
Después de la abdicación de Tsuan Tung, último Emperador de la dinastía manchú, en 1912, la flamante democracia procura organizarse bajo la égida de Sun Yat-sen (el llamado “padre de la República”): su muerte, en 1925, provoca la división del partido único —el Kuomintang— entre una fracción civil que considera la conveniencia de mantener una alianza pacífica con los comunistas, y el sector militar —dominado por el ascendente Chiang Kai-shek, un oficial de 38 años que había crecido a la sombra del Presidente Sun— que es partidario de liquidar a los peligrosos aliados. Imposibilitados de tramar un símil de la Revolución bolchevique en su país, sumergidos prácticamente en la baja Edad Media, los comunistas chinos habían aceptado de buena gana el estado de semilegalidad que favorecía su infiltración en el excluyente Kuomintang.
Chiang desbarata esa estrategia, cortando por lo sano la expansión comunista con la represión de marzo de 1927. El sedicioso Chou En-lai (futuro Primer Ministro) encabeza una rebelión que alcanza a copar Shangai, y proclama el primer Gobierno de los Ciudadanos. La represión nacionalista es feroz y enconada: una caza del hombre persigue hasta el último militante rojo de Shangai y su zona de influencia; las decapitaciones se cuentan por centenares. Refugiado en una zona casi inaccesible, entre Hunan y la región de Kiangsi, Mao organiza allí la primera estructura de un gobierno obrero y campesino: al año siguiente, siempre en la marginalidad, crea junto al estratego Chu Teh los primitivos cuerpos del Ejército Rojo. Creyendo haber amedrentado a una facción de revoltosos, el Generalísimo había firmado su sentencia: veinte años después, lamentaría esa dureza.

Marcha y contramarcha
Durante casi un lustro —el que duró la ocupación japonesa— ambos bandos llegaron a fraternizar sus tropas ante el enemigo común. La guerra civil, distaba mucho, sin embargo, de haberse suspendido. Implacablemente, los guerrilleros rojos continuaban aplicando las consignas tácticas de su jefe, redactadas básicamente en un breve poema paradojal: “Cuando el enemigo avanza, nos retiramos. / Cuando el enemigo se detiene, lo acosamos / Cuando el enemigo evita la batalla, lo atacamos / Cuando el enemigo se retira, lo seguimos.” Esa demoledora filosofía iba a socavar durante años los nervios y la moral de las tropas oficialistas, hasta convertir a uno de los más apabullantes ejércitos modernos en un desalentado montón de fugitivos.
El segundo hallazgo táctico de Mao durante su dilatada campaña fue la incansable tarea para cambiar la imagen del soldado a los ojos del pueblo. Un antiguo proverbio aseveraba que “El hierro bueno no sirve para clavo, ni el hombre recto para guerrero", resumiendo el desprecio milenario de los campesinos por sus depredadores. Mao comprendió que jamás conseguiría derrotar a un Ejército regular y bien provisto, si no contaba con la colaboración del campesinado, volviendo ese odio contra sus enemigos: si no podía contar con la actitud política de una plebe analfabeta y ancestralmente separada de la idea siquiera abstracta del poder, contaría con su complicidad y su agradecimiento. El decálogo de conducta que redactó para sus soldados, incluía las obligaciones de “devolver y enrollar las esteras de paja que hayan sido tomadas para dormir, sustituir todos los objetos estropeados, ser honrado en todas las transacciones y pagar todo lo que se compre, velar por la sanidad de las poblaciones en que se acampe.” La infracción a cualquiera de esas pautas era considerada delito de guerra: así consiguió formar las milicias populares, que para la época de la reconquista de Yenan sumaban ya setecientos mil voluntarios.
El último acto del prolongado conflicto, iba a comenzar para los protagonistas con la rendición japonesa: nacionalistas y comunistas se preocuparon, durante 1945, de tener sus tropas bien ubicadas en relación a las ciudades donde los japoneses iban entregando su parque, para capitalizarlo y mantener el control sobre la plaza. Una jugada astuta de Chu Teh, Comandante en Jefe del Ejército Rojo, permitió que, cuando el último contingente nipón fue evacuado del continente, las ventajas posicionales se inclinaran a favor de los comunistas: durante los cuarenta días de tregua combinados entre Mao y Chiang para las negociaciones de paz de Chungking —que no llevarían a ningún lado, por otra parte— el jefe rojo dictó siete solapadas "órdenes del día”, por las que sus efectivos se incautaron de unas doscientas ciudades pequeñas, maniobra que pasó inadvertida pero que demostraría su valor logístico en las operaciones de los dos años siguientes.
Casi exactamente un año antes de la caída de Pekín, los Estados Unidos advirtieron que su socio no merecía más apoyo: los asesores militares de Truman se habían cansado de recomendarle medidas drásticas para cortar los avances comunistas, y sitiar por hambre e incomunicación a los rojos, pero Chiang se resistía a tomar toda decisión que significase el sacrificio de un ferrocarril o media docena de puentes.
El 8 de enero del 47, el general Marshall abandonó Pekín: el 26 de enero del año siguiente, el sinólogo Bodde advirtió que los triunfadores entraban a la ciudad encaramados en camiones norteamericanos, arrebatados a quienes no habían sabido defenderlos.
PRIMERA PLANA
21 de enero de 1969
 
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