Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

rosa luxemburgo
ALEMANIA
La lección que heredaron

El 15 de enero se cumple medio siglo de la llamada Revolución Espartaquista y del asesinato de sus jefes, Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht. La fecha será recordada en ambos Estados alemanes, pero los mayores preparativos se observan en Berlín Oeste; el Gobierno comunista parece desconfiar de las tendencias “espartaquistas" que florecen en Europa, animadas por Rudi Dutschke y sus camaradas de la Universidad Libre.
Esta paradoja —póstuma— no es la única en la trágica historia de la pareja que fundó el Partido Comunista alemán, uno de los más fuertes de Europa hasta el advenimiento de Adolfo Hitler.
Hija de un comerciante judío, Rosa nació en una aldea polaca el 25 de diciembre de 1870; al año siguiente, el 13 de agosto, vino al mundo Carlos, hijo de un Diputado prusiano que fue amigo de los expatriados Marx y Engels y fundó en su nombre el Partido Socialdemócrata alemán. Ambos cursaron estudios superiores, ella en Zurich y él en Berlín.
De la mano de su padre, Guillermo Liebknecht, el joven abogado se incorporó, naturalmente, a la vida política, y en el partido conoció a la lúcida y autoritaria polaca, alemana por adopción desde su casamiento —a los 28 años— con Gustav Lübeck, otro militante socialista. Desde entonces, ambos pasaron la mayor parte de sus días en las cárceles, asociados políticamente a través de un nutrido epistolario; el agente de enlace era Sofía, la esposa de Liebknecht
Rosa fue la primera en vincularse con los bolcheviques rusos; en la Revolución de 1905 conoció a Lenin, a Trotski, y adoptó algunas de sus tesis en dos libros, La acumulación de capital y La crisis de la socialdemocracia alemana, que le granjearon un elevado prestigio entre los teóricos marxistas. Por su parte, Liebknecht sería el único parlamentario alemán que en 1916 votó contra la renovación de los créditos de guerra, leal —como Lenin y sus secuaces— a los compromisos asumidos en vísperas de la contienda por todos los partidos de la II Internacional. Ante esa actitud, el Gobierno lo llamó a filas, y como participara —ya despojado de sus fueros— en una demostración antibélica, lo condenó a siete años de cárcel.
Salió en libertad, amnistiado, durante el efímero Gobierno formado por el Príncipe Max de Badén para solicitar un armisticio a los aliados. Los comunistas rusos, impotentes para detener el avance de las tropas alemanas, habían firmado con el Imperio la implacable paz de Brest Litovsk. En noviembre de 1918, el Gabinete, al que se incorporaron los socialdemócratas, rompía relaciones con Moscú, alegando que el Embajador soviético, Joffe, se entregaba a una abierta propaganda revolucionaria. Era verdad: él mismo se jactó, más tarde, de haber utilizado con ese fin el local de la Embajada. Eran tiempos convulsos, en que estos procedimientos no extrañaban a nadie. Por otra parte, los Embajadores occidentales en la URSS no se comportaban más correctamente.
Lenin respondió, el 13, repudiando el tratado de Brest Litovsk: a su juicio, ya había comenzado la Revolución alemana. disipando el peligro militar que se cernía sobre la URSS recién nacida.
Tuvo razón en ese punto; pero la premisa era falsa. Los socialdemócratas “burgueses” retuvieron claramente la mayoría; y hasta los “independientes”, escindidos del viejo tronco, no revelaron otra ambición que la de sentarse en el sector izquierdo del Reichstag. Los marineros de Kiel se sublevaron, grupos de obreros y soldados se reunieron en “soviets" (Consejos); pero los oficiales del Ejército vencido consiguieron, a la postre, reprimir el movimiento. Federico Ebert, el ebanista elegido primer Presidente de la República, fue detenido por los insurgentes, luego liberado.
Alemania no era comunista; la guerra civil en Rusia la disuadió de toda aventura. No sólo los rentistas, golpeados por la inflación, anhelaban el restablecimiento del orden; también los intelectuales, los campesinos, y no pocos trabajadores manuales que ignoraban al filósofo alemán que atribuyó a la clase obrera la maravillosa misión de “realizar la filosofía”.
Entonces Lenin envió una delegación presidida por Carlos Radek, un cínico y talentoso periodista judío —el mejor del mundo en aquella época, según el historiador Louis Fischer, que lo conoció— que moriría una década más tarde ante los pelotones de ejecución de Stalin. Por entonces habitaba en el Kremlin, junto a Lenin; y sin tener cargo alguno en el Gobierno, era su principal consejero en política exterior. Nacido en Polonia, se había educado en Alemania. Todos los miembros de la delegación fueron capturados por la policía fronteriza, menos él, que llegó a Berlín disfrazado; furioso extremista, sus erróneos informes hicieron creer a Lenin y a Trotski que el pueblo alemán repetiría la hazaña bolchevique de San Petersburgo.

El fracaso del putsch
Radek recibió instrucciones para dirigir la Revolución. Ya “el 23 de octubre de 1918, cuando liberaron a Liebknecht —escribiría más tarde en sus Memorias—, pensamos que ahora la Revolución alemana tenía un jefe”. Se había formado la Liga Espartaco (nombre de un capitán tracio aprisionado por Roma, que dirigió la sangrienta Guerra de los Gladiadores y fue muerto en 71 a.C.): la presidia Clara Zetkin, amiga de Lenin en tiempos de exilio, pero sus caudillos eran Carlos y Rosa. La liga Espartaco fue el embrión del P.C. alemán. El panfletista borroneaba febrilmente —en lengua germánica— los denuestos que debían enardecer al pueblo; entretanto, Luxemburgo y Liebknecht armaban a los obreros, gracias al oro en lingotes que el emisario recibía de Moscú.
El 15 de enero de 1919, Radek ordenó la insurrección. El pueblo permaneció impasible. Los dos jefes fueron capturados y, cuando un camión los trasladaba a la prisión, oficiales del Ejército los molieron a golpes. El cadáver de Liebknetch fue arrojado a un canal del Spree; ella murió en el hospital unas horas más tarde.
La actualidad de Rosa Luxemburgo reside en unas cartas polémicas de los últimos meses de su vida: los bolcheviques habían instituido el partido único y prohibido las “luchas fraccionales" en el suyo. Ella afirmaba proféticamente que, de ese modo, la dictadura del proletariado se concentraba en el Partido, la del Partido en el Comité Central, la del Comité Central en un solo hombre.
Dzerjinski, fundador de la Cheka (policía política comunista), fusilaba a los rusos por centenares. “El terror no nos destruyó a nosotros: ¿cómo podemos creer en el terror?”, alegaba Rosa. Radek respondió: “La confianza la tenemos puesta en la Revolución mundial, pero hemos de ganar unos años de tiempo. En ese caso, ¿cómo puede usted negar la utilidad del terror?”
Liebknecht estuvo de acuerdo con él. Desde luego, los comunistas no pudieron sostenerse en Rusia sino por el terror; pero Rosa advertía que esos medios acabarían por comprometer los fines del comunismo. No concebía la dictadura revolucionaria; sin embarco, murió dirigiendo un putsch, técnica que Hitler emplearía cuatro años después, pero también sin éxito.
Los “luxemburguistas” de hoy coinciden con ella en el putschismo, que la llevó al desastre, antes que en su doctrina, en su luminosa critica a Lenin por haber cedido a la necesidad del terrorismo.
14 de enero de 1969
PRIMERA PLANA
 

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