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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Mato Grosso
Crónica del exterminio

No hace mucho, una denuncia insólita conmovió al mundo: tribus indígenas del Brasil, que poblaban desde hace siglos distintas regiones del Amazonas y Mato Grosso -así como otros estados- habían sido exterminadas por hombres blancos en un operativo calificado de genocidio. El suceso no era nuevo: fuentes oficiales brasileñas reconocieron que los crímenes se remontaban a más de treinta años, y que significaron el aniquilamiento de varios millares de aborígenes. Sin embargo, recién ahora empieza a conocerse la verdad, con la agravante de que es el propio servicio de protección a los indios el acusado de la matanza. Duilio Pallottelli, conocido periodista italiano, viajó hasta aquella zona, desde la cual brinda un dramático testimonio de los hechos.

Revista Siete Días Ilustrados
1968

 

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Pobladores del Amazonas

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indio nhambiquara ejecutando una melodía ritual

 

Volamos desde hace tres horas sobre el Mato Grosso, una selva verde y compacta. El pequeño Cessna 108 ronca bajo las nubes negras, las últimas de la estación de lluvias, que este año resultó más larga que de costumbre. Raúl, el piloto, consulta el mapa: nos encontramos a unos setecientos kilómetros al norte de Cuiabá, capital del estado. "Un poco más, y llegaremos", advierte Raúl.
Ya estamos allí: en plena selva, entre los ríos Juruena y Juina. Es la zona de los indios nhambiquara, una de las pocas tribus que sobrevivieron a los estragos sistemáticos perpetrados por los blancos; y que continúan aún hoy con una ferocidad superior a la de cualquier guerra. Es un genocidio a nivel industrial: la llamada "desinfección de indios",
Aquí, en la selva que sobrevuelo con mi Cessna, vivían también los tapaiuna y los pataxo. Pero estos hombres, vivos hasta ayer, han desaparecido totalmente. Tal vez, en algún lugar, alguien escriba en un libro de etnología: tapaiuna y pataxo, razas extinguidas del Mato Grosso. En realidad, fueron exterminadas. A los tapaiuna les regalaron varios cajones de azúcar. En los años, meses y días pasados, los blancos "civilizados" continuaron llevando estos cajones, dejándolos en los claros de la selva. Los indios, en un primer momento recelosos, se acercaron luego a los cajones y los abrieron...
Dentro del azúcar estaba el arsénico. Los tapaiuna desaparecieron así. Toda una raza envenenada. Después envenenaron a los pataxo, enviando en gira a falsos médicos que aplicaban "inyecciones": una o dos inyecciones para cada pataxo. Y dentro de las jeringas hipodérmicas pululaban gérmenes mortíferos de viruela.
¿Quién distribuyó el azúcar con arsénico a los tapaiuna? ¿Quién inyectó la viruela a los pataxo? Las mismas personas, los mismos grupos que exterminaron a la tribu de los cintas largas. Los cintas largas vivían también en esta misma selva; hasta que un día (y no hace mucho tiempo) en vez de un Cessna los cintas largas vieron desde sus cabañas volar sobre ellos un avión de caza. Y el caza comenzó el ametrallamiento sistemático. Actualmente, también los cintas largas son una raza casi extinguida.
¿Quién, y por qué, destruyó et grueso de estas tribus, cuyos últimos sobrevivientes se esconden en la selva? Mi Cessna está por aterrizar en la zona de los indios nhambiquara. Allí vive un misionero norteamericano, el único que en estos tiempos se mantuvo en contacto con los indios. Desde el avión, Raúl y yo divisamos un claro a nuestra derecha.
Raúl desciende un poco. "Indios" exclama, indicando un descampado en medio del mar de árboles. Damos una vuelta y descendemos aún más. Se distinguen tres o cuatro cabañas distribuidas en semicírculo. Bajamos casi hasta rozar el techo de las chozas con las ruedas del avión. Uno, dos, tres veces. Nadie sale para ver qué pasa. El lugar parece desierto."Deben de estar todos muertos. Si pudiera aterrizar te haría ver los esqueletos dentro de las casas", dice Raúl.

Tesoros en la entraña de la selva

Llegué hasta aquí desoyendo el consejo de las autoridades de Río de Janeiro. En Río, los funcionarios gubernamentales me habían recibido con una sonrisa amable, moviendo con incredulidad la cabeza.
"Pero, ¿qué quiere ir a ver a la selva? ¿La destrucción de los indios? Es una cuestión resuelta. Los culpables serán castigados. Háganos caso, no vaya a la selva: lo torturarán el calor y los insectos. Lástima que ya terminó el carnaval; eso sí que merece ser fotografiado. Además, hay tantas cosas hermosas para ver en Brasil..."
Yo respondía: "Tienen razón, ¿qué diablos voy a hacer en Mato Grosso?" Y me dirigí en un DC3 a Campo Grande y Cuiabá. Desde la costa se necesita una jornada entera con avión bimotor para llegar a Mato Grosso. Cuando subo al avión aún no sé bien qué hacer y dónde ir, pero no puedo olvidar que los indios, o mejor dicho los sobrevivientes, están en las densas selvas del Mato Grosso.
Y en las selvas hay hombres que avanzan para llevar el progreso y la civilización con pistolas, ametralladoras, veneno y dinamita. Una de las tragedias más alucinantes de nuestro tiempo transcurre allí, entre una vegetación impenetrable, sobre los ríos color fango, en la tierra que durante decenas de siglos perteneció a los hombres de piel rojiza y que ahora los blancos quieren para ellos. Los indios no saben que son ricos; van a cazar y viven en territorios que ocultan tesoros inmensos: diamantes, oro, caucho y un suelo fértilísimo. La sociedad organizada quiere apropiarse de estos tesoros a cualquier costo, y sin reparar en los medios.
"Ya llegamos", anuncia Raúl. Entre los árboles se ve brillar el techo de hojalata de la misión. Vecino a la casa se extiende un prado de doscientos metros. Nos dirigimos allí y aterrizamos esquivando penosamente las desigualdades del terreno. Después de algunos minutos estamos sentados delante de un café -pésimo- preparado por el misionero protestante Ed Pedersen.
De pronto, tres o cuatro indios completamente desnudos emergen desde las matas y se apoyan en la pared de la galería, mirándonos en silencio. "Necesito ir al pueblo-digo al pastor-. Quiero ver a los últimos indios del Mato Grosso. Los que aún no han sido exterminados."
"¡Ah!, vino aquí por la matanza -murmura gravemente-. Es un hecho muy triste, pero los indios parecen destinados al exterminio: si no son las enfermedades, son los blancos. El pueblo está a tres horas de marcha, pero a los indígenas no les agradan las visitas de extraños." Insisto: "Acompáñeme usted".
El norteamericano no parece muy convencido. Por fin sale de la galería y se acerca a uno de los indios; le habla en lengua nhambiquara.
"Envío a uno de ellos para anunciar nuestra llegada -me dice. Nos pondremos en marcha dentro de media hora."
Caminamos por la selva, seguidos por un grupo de muchachitos indios que parecen excitados y felices ante la novedad. Saltan detrás nuestro y cada tanto desaparecen entre las matas para volver a aparecer más adelante. Se mueven entre los arbustos con la agilidad y la velocidad de pequeños monos felices. Forman parte de la naturaleza que los circunda, y yo me siento verdaderamente un intruso. Pedersen vuelve a hablarme de la masacre: "Tal vez mueran más a causa de las enfermedades que de los cruentos estragos. Para el indio es peligrosísimo el simple contacto con el blanco. Un resfrío contagiado por éste puede trasformarse rápidamente en tuberculosis, porque el hombre de la selva no tiene ninguna resistencia para los tipos de gérmenes que nosotros trasportamos. Una simple gripe puede matar a un indígena en pocos días. Cuando mis hijos tienen un poco de fiebre, las tribus de los alrededores están en grave peligro."
"Pero entonces, ¿por qué no se va de la selva? ¿Por qué no dejan en paz a esta gente para que viva como lo crea mejor, sin epidemias?" La respuesta es obvia: "Estamos aquí para predicar la palabra del Señor. Para enseñarles que Cristo vivió y murió también por ellos. Otro motivo de mi permanencia es el deseo de aprender bien la lengua nhambiquara, a fin de traducir la Biblia. De esta manera, inclusive ellos podrán leerla, o hacer que se la lean. Y descubrirán la verdad. Se necesita mucha paciencia y perseverancia para vencer la desconfianza y el miedo de los indios. Hay que considerar que los blancos que llegan hasta aquí buscando diamantes, oro o caucho, son en su mayor parte aventureros sin escrúpulos, que tal vez tienen deudas con la justicia y entran en Mato Grosso para evitar la cárcel. Gente de este tipo no piensa dos veces para eliminar a los indios, si éstos significan un obstáculo para sus planes. Los salvajes reaccionan como pueden, y combaten en verdaderas guerras contra los que llegan a la selva. Los estragos ocurridos no se hicieron en frío; son la consecuencia de una larga serie de hostilidades entre blancos e indios."
"¿Y a usted le parece extraño que los indios traten de defender su tierra?", pregunto al pastor. No me responde.
En el ínterin llegamos a las proximidades del pueblo. La vegetación es muy espesa y no logro ver a más de diez metros de distancia.
"Ahora, sentémonos y esperemos a que salgan -susurra mi acompañante-. Seguramente están escondidos, espiando que hacemos. Hay un millar de nhambiquara en esta región, dispersos en grupos de cincuenta o cien. Estos son los que están más cerca mío, y los únicos con los que pude entablar amistad. Los otros pueblos están por lo menos a uno o dos días de camino de la misión, y aún no puedo aventurarme hasta allí porque estoy seguro que me recibirían con hostilidad. Mi predecesor, en julio del 65, fue al sur con dos indios de este pueblo que oficiaban de guías: el grupo fue capturado y mataron a los dos guías ante los ojos del misionero. Del incidente nació una verdadera guerra inter-tribal, que aún no terminó. Actualmente hay una especie de tregua, pero los dos grupos están al acecho."
De improviso emerge de la vegetación -a menos de dos metros de nosotros- un indio con un enorme arco y cuatro flechas de bambú. Después aparecen otro, y otro, luego dos más. En pocos minutos hay diez. El clérigo se levanta y los saluda. Se intercambia una rápida conversación y después nos dirigimos todos hacia el pueblo. Se halla más cerca de lo que yo creía. Basta atravesar un último tramo de espesa vegetación para salir al sol en un gran claro.
Las cabañas están dispuestas en semicírculo, de acuerdo con la costumbre india. Los niños juegan y corren, alguna mujer va a buscar agua a un pozo poco distante y las otras están sentadas, inmóviles delante de las cabañas de paja. Un indio, que debe ser el jefe y que se llama Etreka, me toma por un brazo y me arrastra dentro de su cabaña. El misionero nos sigue. No hay por qué preocuparse: Etreka sólo quiere ofrecernos una taza de una bebida dulzona hecha con maíz. La bebemos, sin muchas ganas.

Una atmósfera extraña

A pesar de que todo sucede tranquilamente, percibo una atmósfera extraña, aunque nada hay de amenazante en el comportamiento de Etreka. El jefe se comporta con gentileza. al parecer preocupado por cumplir bien con su papel de dueño de casa. El interior de la cabaña es paupérrimo. Estamos sentados en el suelo y la vajilla está constituida por escudillas de varios tamaños, obtenidas de calabazas secadas al sol y cortadas. De cuando en cuando Etreka me dirige la palabra en su incomprensible idioma, rico en sonidos. Después parece darse cuenta de que no lo comprendo, y renuncia a continuar el discurso. Pedersen interviene para traducir, pero aun a él parecen escapársele ciertas palabras.
En cierto momento Etreka dice algo e indica con la mano fuera de la cabaña, hacia una altura. "Dice -me explica Pedersen- que desea mostrarnos su campamento."

En el descampado que constituye el corazón del pueblo nos reciben todos los habitantes. Son pocas personas, que nos observan en silencio. Etreka dice algo dirigiéndose a mí. "¿Qué dice?", pregunto a Pedersen. "Es muy complicado, les explica los parentescos". Me doy cuenta de que el jefe está haciendo las presentaciones.
Miro atentamente a los indígenas.
En el transcurso de una hora escasa me parece que la desconfianza primitiva ha desaparecido. Una de las mujeres sonríe. Los niños han vuelto a correr y a jugar. Sólo Pedersen está tenso, no participa de esta relativa despreocupación.
"Padre Pedersen -le digo-, pregúnteles qué saben de los estragos." El norteamericano me mira asustado. "Pregúnteles", insisto. Pedersen dice algo a Etreka y sus palabras caen en un silencio imprevisto y profundo. Hasta los niños parecen impresionados; tal vez sólo sea sugestión, porque en realidad siguen corriendo, aunque se han alejado y ya no gritan. El jefe de la tribu mira fijamente a Pedersen, levanta lentamente un brazo, luego lo baja también lentamente. Las mujeres y los otros hombres lo miran. Etreka comienza a hablar y me parece que el sonido de sus palabras está cargado de una tristeza que nace del fondo del corazón. Su mirada y la carga que soporta cada hombre, primitivo o civilizado, esa actitud frente al miedo, al dolor o la muerte, es común tanto a los habitantes de Mato Grosso como a los de Nueva York, en un único y primordial sentimiento.



El hombre blanco: un enemigo

Pedersen traduce: "Dijo que la muerte siempre habitó entre los hombres, y que la guerra siempre acompañó el camino de los hombres. Pero que hay guerras que comprende, y otras que no comprende. Guerras que dan valor y guerras que dan miedo. Y ahora ellos tienen miedo. Dijo que su pueblo combatió en muchas guerras, pero que la guerra de los hombres blancos no la puede combatir, porque no la comprende." El pastor agrega: "Los verdaderos estragos todavía no llegaron. Los nhambiquara se encuentran en una situación relativamente privilegiada. Aún no han probado a fondo las bombas y la metralla."
Miro a Etreka y a los suyos. La atmósfera de cordialidad parece desmoronarse. Nuevamente hay desconfianza en los ojos de estos indios. Mi pregunta suscitó fantasmas de miedo que por un momento, tal vez, habían desaparecido. Para ellos soy nuevamente un blanco, un enemigo, un ser del que básicamente hay que desconfiar porque siempre atrae el mal. Tomo la máquina fotográfica y escapan. Voy hacia las mujeres y las sigo, corriendo. Una se detiene y me arroja un puñado de arena, después escapa, recoge un trozo de madera y me lo tira. Parece que bromea (hay una semisonrisa en sus labios), pero los hombres se agrupan en silencio y Pedersen me pide que me detenga. Los nhambiquara no son guerreros feroces, como eran los xavantes o los cintas largas, pero saben que el blanco decidió apoderarse de sus tierras, por una u otra razón, y que lo hará apelando a todos los medios, riéndose del artículo cuarto de la Constitución brasileña que garantiza a los indígenas el derecho de propiedad absoluta de la tierra en que viven. Mientras me alejo del pueblo, seguido por los alegres muchachitos, pienso que la única cosa justa que me dijeron los empleados gubernamentales de Río es que ésta es una vieja historia.
De hecho, es la misma historia que se verificó en el momento en que los primeros blancos desembarcaron en América. Hacia mediados del siglo XVI, Belem, el gran puerto en la desembocadura del Amazonas, era ya un floreciente mercado de esclavos, donde se vendían indios. Ahora Belem es el centro de la trata de mujeres nativas.
A pesar de lo cruel y espeluznante que pueda parecer, es rigurosamente cierto que muchas tribus indias fueron exterminadas completamente. Nos damos cuenta de esto viniendo a la selva y hablando con los hombres de aquí. Directa o indirectamente, el hombre blanco va eliminando a los indígenas. Antes de morir, alguno de ellos tal vez tendrá la oportunidad de leer la Biblia, gracias al empeño de pastores como Pedersen.

Los escuadrones homicidas

Lo increíble es que en estas matanzas esté implicado el Servicio para la Protección de los Indios, el ente que debería proteger y salvaguardar sus derechos. El SPI, al que muchas personas en Brasil llaman también "sociedad para la prostitución de los indios", fue acusada oficialmente por el Ministerio del Interior de tos crímenes perpetrados.
Se hicieron públicos algunos documentos sobre la actividad de este organismo en los últimos veinte años, y los hechos son horripilantes. Hablo con el coronel Joao Franchi, de origen italiano, que dirige la sexta sección del SPI.
"Estoy aquí desde hace dos meses. Soy un militar y se me ordenó tomar las riendas de esta sección para comprobar cómo están realmente las cosas. Hice apenas un viaje por nuestros puestos indígenas y puedo decir que ahora las condiciones son satisfactorias. En el puesto indígena Simóes López, por ejemplo, albergamos a casi toda la tribu de los xavantes, que fue pacificada hace unos diez años. Me pareció que los indígenas estaban muy satisfechos en ese campo. Hasta se logra hacerlos trabajar un poco, y ahora todos los xavantes se han acostumbrado a vestirse como hombres civilizados y ya no andan desnudos."
Pero el coronel agrega algo más, que da una idea sobre la mortandad ocurrida en estas regiones: "En Simoes López hay actualmente unos doscientos xavantes. Tal vez otros ciento cincuenta estén esparcidos en los restantes puestos indígenas. Sin embargo, cuando la tribu fue pacificada existían algunos miles. Antes de eso, es difícil precisarlo. Hace cincuenta años quizás fueran unos veinte o treinta mil. Pero las epidemias son frecuentísimas entre los indios, el servicio médico no existe; por lo tanto, se extinguen poco a poco Es un proceso natural. Claro que si los indios fueran más astutos se adaptarían a la expansión en que se halla empeñado Brasil: aprenderían a leer, a escribir y a trabajar, se integrarían en la sociedad civilizada. En este país no existen los problemas raciales, hay lugar para todos. Lo habría inclusive para los indios, si fueran menos haraganes."
Joao Franchi hace enseguida una aclaración que debería ser innecesaria: "Por supuesto, nadie quiere matarlos. Nosotros estamos muy orgullosos de nuestros indios. Si desaparecen es porque son una raza ya en vías de extinción. Y contrariamente a lo que se dijo, el SPI no tiene nada que ver con esos crímenes: fueron cometidos por aventureros al servicio de las grandes familias brasileñas, que quieren acaparar la tierra cualquier costo. Estas familias mandaron a la selva a verdaderos escuadrones homicidas, con la misión de exterminar a sus primitivos pobladores."

Indios: libertad o progreso

Simóes Bucair es un constructor de Cuiabá, apasionado por las cosas indias. Colaboró a menudo con el ente de protección y muchas veces se aventuró en regiones inexploradas para acercarse a los indígenas. En la actualidad prepara una expedición que irá al norte para tratar de pacificar a la tribu de los cintas largas, o lo que reste de ella. Bucair da su opinión sobre los gravísimos hechos:
"No fueron muertos todos los cintas largas. La tribu fue ametrallada desde un avión, hace algunos meses. Muchos murieron, pero una gran cantidad de cintas largas está aún en ia selva, en los confines de la Amazonia. Allí iré a verlos, para pacificarlos. No es una tarea fácil: se parte hacia el centro de la zona donde vive la tribu; por el camino hay que dejar regalos, para atraer a los indios. Estos salen para tomar los regalos y se los llevan. Se trata de cualquier objeto: vidrio, utensilios varios, comida. Si el indio sale una vez, volverá con toda seguridad. Cuando se observa que desaparecen los regalos, se colocan otros, y luego otros, hasta que los indios toman confianza y se dejan ver. Entonces se trata de entablar amistad con ellos. Después, sólo es cuestión de paciencia. Hay que acostumbrarlos a nuestras costumbres y a nuestra comida; a que vengan a los puestos indígenas donde tienen asistencia médica, un misionero y alimento asegurado."
Le pregunto a Bucair si los indios están conformes por tener que trasladarse a los puestos.
"¿Qué importancia tiene? -responde- Dejarlos en libertad, además de ser un peligro para el que va a la selva, es un retroceso en el progreso. Estamos en 1968, y es increíble que aún existan salvajes en la tierra. Si bien en los puestos se enferman, se desalientan y muchos mueren, lo mismo morirían si se los dejara en libertad. Son una raza terminada -agrega-; no tienen nada que ver con el resto del mundo. Lograran sobrevivir sólo aquellos que se dejen integrar."

 

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