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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Los Herederos del Miedo

Millones de niños vietnamitas presencian una guerra que les es ajena. Los del sur son testigos de un mundo destruido; los del norte, de una lucha armada donde la figura de Tío Ho ha reemplazado a la de papá y mamá. A los doce años, los de Saigón no temen a la muerte; en Hanoi se trasforman en guerrilleros

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Revista Siete Días Ilustrados
1968

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En un campamento de refugiados en las afueras de Saigón

 

 

"Los niños vietnamitas son afectuosos, alegres, corteses y cooperativos. Los lazos familiares son tradicionalmente estrechos y sólidos, pero más cálidos y menos rígidos que en el resto de Asia. Por eso el respeto de los hijos hacia sus padres y hacia los adultos en general, aunque muy profundo y auténtico, no tiene el matiz de miedo que en otros países asiáticos se trasforma en excesiva sumisión". El capitán francés Yves Gallais, quien vivió doce años en el país, registra este testimonio en su libro Memorias de colonización. Claro que su estudio se remonta a 1930, cuando Vietnam desaparecía englobado en la palabra Indochina, y era colonia francesa. Hoy, los niños vietnamitas no se parecen nada a los que conoció y quiso el capitán Gallais: son hijos del napalm y del orfelinato, de las ruinas y del odio. Son el producto de una guerra donde la muerte está en todas partes, entre las bombas estadounidenses y los morteros del Vietcong.
En Asia la infancia es corta. Pero en el Vietnam destrozada por una matanza que no permite distinguir amigos y enemigos, la infancia prácticamente no existe, borrada por los horrores vistos desde el nacimiento y enfrentados desde que se es capaz de moverse por sus propios medios. Es el caso de Quynh, un chico de nueve años, quien perdió a sus padres hace mucho tiempo, no sabe ya cuánto. Fue llevado a los suburbios de Saigón por una tía; ignora dónde están sus hermanos, sus abuelos. La ofensiva del Tet le quitó la última protección familiar que le quedaba: ahora vaga por la ciudad. aguarda los bombardeos para hurgar entre las ruinas cuando el peligro pasa y rescatar cualquier objeto que pueda vender o canjear con otros niños que también negocian con la destrucción. Sabe dónde están los puestos que dan arroz gratis, pero teme que "lo encierren". Sabe fumar, jugar, sacarle dinero a los soldados, buscar el hueco seguro donde dormir por la noche, esconderse cuando suena la metralla.
Los padres, en general, no son culpables. Han hecho esfuerzos por mantener la tradición familiar y sus valores. El periodista francés Jean Taillefer, que estuvo en Survietnam hace menos de un año, señala que los vietnamitas de todas las religiones tratan de mantener el culto de los antepasados. No sólo en casa de gentes ricas sino en las más míseras cabañas, se ven altares con fotos amarillentas y un bol con bastoncitos de incienso, que los niños queman solemnemente en las fiestas consagradas al espíritu familiar. Se busca así evitar la soledad, el desamparo, la desintegración psicológica qué provoca la ruptura violenta de los lazos de afecto. Pero Taillefer también notó que los niños vietnamitas ya no son afables y corteses como antes. Comenzaron por burlarse de los soldados a los que arrancan monedas; ahora ya desafían a cualquier adulto, porque nada esperan de ellos. Un poema lo explica: "Nuestro fin se acerca sin ruido / la luna luce / radiante de terror/ porque el padre ya no es un escudo / para su pequeño hijo". No son versos de un vietnamita desesperado que contempla la impotencia de los adultos frente a sus niños. Son de Robert Lowell, uno de los poetas más importantes de los Estados Unidos.
Dentro del horror, hay conmovedores cuadros de cooperación que muchísimos testigos occidentales confirman: niños de cuatro años se convierten espontáneamente en eficaces niñeras de los bebés, a los que limpian y dan de comer con verdadero afecto. Los pequeños vietnamitas salvaguardan restos de su antigua ternura, pero los reservan para otros niños, o para perritos que cuidan y defienden a veces con peligro de sus propias vidas. Mientras les queda su madre, aunque vivan huyendo de las bombas o enterrándose en refugios primitivos que comparten con gallinas y cerdos, son criaturas privilegiadas. Después, es el corte definitivo con el mundo de los adultos, cuya ayuda no traspasa la barrera interna que se ha levantado en sus pequeñas almas.
En Vietnam del Norte, los niños han sido evacuados, dispersados en pequeños grupos que habitan casas colectivas camufladas, al cuidado de una maestra. Al lado de cada camita hay un túnel estrecho, un refugio antiaéreo individual que cada niño aprende a usar, así como aprende a distinguir por el ruido qué tipo de avión se acerca y qué rumbo toma. El padre está en el frente; la madre forma parte de alguna unidad de trabajo. ¿Volverán a verse algún día? Nadie lo sabe. Pero Norvietnam responde a la desintegración familiar formando pequeños reclutas de dura valentía. El típico "cuco" de los niños occidentales es reemplazado, en Vietnam (Norte o Sur), por las máscaras grotescas de los jefes enemigos, que no son temidas, sino usadas como blanco de los proyectiles y de las burlas. En el Norte, el retrato del "Tío Ho" ha sustituido la cálida presencia viva y concreta de papá y mamá. También en Norvietnam la infancia dura menos que un soplo.
Las estadísticas sobre la guerra de Vietnam abundan. Tal vez demasiado. Pero faltan datos seguros sobre las destrucciones sufridas por los niños. La Organización Internacional Tierra de los Hombres, instalada en Lausana, Suiza, ofrece algunas cifras. Otras entidades, la Cruz Roja Internacional, o Caritas, agregan algunas más, no siempre coincidentes. Se supone que desde 1961 murieron 200 mil niños —tal vez 300 mil—; que medio millón de niños —algunas estimaciones arriesgan un millón— han sido quemados o heridos, convertidos en lisiados. Hay más de 700 mil niños en esos lamentables "campos de refugiados" con tétricas cercas de alambre, para control y defensa a la vez. Se calculan en muchos millares los pequeños vagabundos que viven como pueden y escapan al "censo" de las autoridades, que por otra parte no tendrían dónde alojarlos. Son cifras inciertas, dudosas. Lo único seguro es el sufrimiento. El pastor Everett Ball, pacifista canadiense, saca una conclusión escalofriante: "Aunque de inmediato llegara la paz y no se disparase más ni una sola bala, sería demasiado tarde para los hijos de esta guerra que les ha ametrallado el alma."

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Un vietcong capturado por fuerzas norteamericanas. Tiene 15 años

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Mujeres y niños en un campamento

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en un hospital de Saigón

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Saigón. La muerte no es para el niño ni juego ni sorpresa

 

 

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