En un campamento de refugiados en las afueras de Saigón
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"Los
niños vietnamitas son afectuosos, alegres, corteses y cooperativos. Los lazos familiares
son tradicionalmente estrechos y sólidos, pero más cálidos y menos rígidos que en el
resto de Asia. Por eso el respeto de los hijos hacia sus padres y hacia los adultos en
general, aunque muy profundo y auténtico, no tiene el matiz de miedo que en otros países
asiáticos se trasforma en excesiva sumisión". El capitán francés Yves Gallais,
quien vivió doce años en el país, registra este testimonio en su libro Memorias de
colonización. Claro que su estudio se remonta a 1930, cuando Vietnam desaparecía
englobado en la palabra Indochina, y era colonia francesa. Hoy, los niños vietnamitas no
se parecen nada a los que conoció y quiso el capitán Gallais: son hijos del napalm y del
orfelinato, de las ruinas y del odio. Son el producto de una guerra donde la muerte está
en todas partes, entre las bombas estadounidenses y los morteros del Vietcong.
En Asia la infancia es corta. Pero en el Vietnam destrozada por una matanza que no permite
distinguir amigos y enemigos, la infancia prácticamente no existe, borrada por los
horrores vistos desde el nacimiento y enfrentados desde que se es capaz de moverse por sus
propios medios. Es el caso de Quynh, un chico de nueve años, quien perdió a sus padres
hace mucho tiempo, no sabe ya cuánto. Fue llevado a los suburbios de Saigón por una
tía; ignora dónde están sus hermanos, sus abuelos. La ofensiva del Tet le quitó la
última protección familiar que le quedaba: ahora vaga por la ciudad. aguarda los
bombardeos para hurgar entre las ruinas cuando el peligro pasa y rescatar cualquier objeto
que pueda vender o canjear con otros niños que también negocian con la destrucción.
Sabe dónde están los puestos que dan arroz gratis, pero teme que "lo
encierren". Sabe fumar, jugar, sacarle dinero a los soldados, buscar el hueco seguro
donde dormir por la noche, esconderse cuando suena la metralla.
Los padres, en general, no son culpables. Han hecho esfuerzos por mantener la tradición
familiar y sus valores. El periodista francés Jean Taillefer, que estuvo en Survietnam
hace menos de un año, señala que los vietnamitas de todas las religiones tratan de
mantener el culto de los antepasados. No sólo en casa de gentes ricas sino en las más
míseras cabañas, se ven altares con fotos amarillentas y un bol con bastoncitos de
incienso, que los niños queman solemnemente en las fiestas consagradas al espíritu
familiar. Se busca así evitar la soledad, el desamparo, la desintegración psicológica
qué provoca la ruptura violenta de los lazos de afecto. Pero Taillefer también notó que
los niños vietnamitas ya no son afables y corteses como antes. Comenzaron por burlarse de
los soldados a los que arrancan monedas; ahora ya desafían a cualquier adulto, porque
nada esperan de ellos. Un poema lo explica: "Nuestro fin se acerca sin ruido / la
luna luce / radiante de terror/ porque el padre ya no es un escudo / para su pequeño
hijo". No son versos de un vietnamita desesperado que contempla la impotencia de los
adultos frente a sus niños. Son de Robert Lowell, uno de los poetas más importantes de
los Estados Unidos.
Dentro del horror, hay conmovedores cuadros de cooperación que muchísimos testigos
occidentales confirman: niños de cuatro años se convierten espontáneamente en eficaces
niñeras de los bebés, a los que limpian y dan de comer con verdadero afecto. Los
pequeños vietnamitas salvaguardan restos de su antigua ternura, pero los reservan para
otros niños, o para perritos que cuidan y defienden a veces con peligro de sus propias
vidas. Mientras les queda su madre, aunque vivan huyendo de las bombas o enterrándose en
refugios primitivos que comparten con gallinas y cerdos, son criaturas privilegiadas.
Después, es el corte definitivo con el mundo de los adultos, cuya ayuda no traspasa la
barrera interna que se ha levantado en sus pequeñas almas.
En Vietnam del Norte, los niños han sido evacuados, dispersados en pequeños grupos que
habitan casas colectivas camufladas, al cuidado de una maestra. Al lado de cada camita hay
un túnel estrecho, un refugio antiaéreo individual que cada niño aprende a usar, así
como aprende a distinguir por el ruido qué tipo de avión se acerca y qué rumbo toma. El
padre está en el frente; la madre forma parte de alguna unidad de trabajo. ¿Volverán a
verse algún día? Nadie lo sabe. Pero Norvietnam responde a la desintegración familiar
formando pequeños reclutas de dura valentía. El típico "cuco" de los niños
occidentales es reemplazado, en Vietnam (Norte o Sur), por las máscaras grotescas de los
jefes enemigos, que no son temidas, sino usadas como blanco de los proyectiles y de las
burlas. En el Norte, el retrato del "Tío Ho" ha sustituido la cálida presencia
viva y concreta de papá y mamá. También en Norvietnam la infancia dura menos que un
soplo.
Las estadísticas sobre la guerra de Vietnam abundan. Tal vez demasiado. Pero faltan datos
seguros sobre las destrucciones sufridas por los niños. La Organización Internacional
Tierra de los Hombres, instalada en Lausana, Suiza, ofrece algunas cifras. Otras
entidades, la Cruz Roja Internacional, o Caritas, agregan algunas más, no siempre
coincidentes. Se supone que desde 1961 murieron 200 mil niños tal vez 300
mil; que medio millón de niños algunas estimaciones arriesgan un
millón han sido quemados o heridos, convertidos en lisiados. Hay más de 700 mil
niños en esos lamentables "campos de refugiados" con tétricas cercas de
alambre, para control y defensa a la vez. Se calculan en muchos millares los pequeños
vagabundos que viven como pueden y escapan al "censo" de las autoridades, que
por otra parte no tendrían dónde alojarlos. Son cifras inciertas, dudosas. Lo único
seguro es el sufrimiento. El pastor Everett Ball, pacifista canadiense, saca una
conclusión escalofriante: "Aunque de inmediato llegara la paz y no se disparase más
ni una sola bala, sería demasiado tarde para los hijos de esta guerra que les ha
ametrallado el alma."
Un vietcong capturado por fuerzas norteamericanas. Tiene 15
años
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Mujeres y niños en un campamento
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en un hospital de Saigón
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Saigón. La muerte no es para el niño ni juego ni sorpresa
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