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Patria! Patria! Tirito é un canto,
tutto é un canto infinito.
Canto natío col mattino.
Tocca il cuore ferito degli eroi,nelta terra nera.
Gabriele D'Annunzio (Cántico della Vittoria)
La voz se desangraba en una
letanía imprevista, sorpresiva: los alicaídos fascistas italianos que esa tarde -el 8 de
septiembre de 1943, hace poco menos de tres décadas- sintonizaron igual que todos los
días la onda de radio Roma, se hallaron de golpe ante los síntomas de un caos ya
incomprensible. Si para ellos había resultado un golpe catastrófico la destitución de
Benito Mussolini, dispuesta el 25 de julio por el Gran Consejo del Fascismo mediante una
votación paradójicamente democrática, aquella proclama radial del mariscal Pietro
Badoglio iba a derrumbar las últimas esperanzas. Porque el anuncio -en realidad, una
grabación magnetofónica- implicaba un reconocimiento formal de la capitulación frente a
los aliados, la primera confesión pública del armisticio, pero arropada en términos tan
confusos que nadie com prendía nada. Mientras, el propio Badoglio y el rey Víctor Manuel
III hinchaban sus maletas para escapar rumbo a Brindisi, sede provisional del gobierno, y
Mussolini sufría la penúltima de sus prisiones; esta vez en II Gran Sasso, un paraje
montañoso de la Alta Italia.
El dramático episodio habría de epilogar -al menos, transitoriamente- cuando un
indignado Adolfo Hitler decidió desconocer la "traición" del mariscal,
rescatando a su socio para imponerlo otra vez al frente de su Primo Mínístero: entre el
12 y el 15 de septiembre, una operación-comando encabezada por el paracaidista germano
Otto Skorzeny y la pasividad del rey itálico (aliviado por la perspectiva de que el
Führer resolviera ese entuerto) posibilitarían la rentrée del Duce; una caricatura de
poder prolongada, en la franja de territorio peninsular todavía bajo control alemán,
hasta mediados de 1945; en esa fecha el cuerpo del líder acribillado por las balas de los
guerrilleros antifascistas terminó colgando lúgubremente de un farol.
De este modo culminaba una parábola en que la estrategia geopolítica de alto nivel -e
inclusive motivaciones mucho más episódicas y menudas- corrieron de la mano con la
inestabilidad social y la frustración de grandes sectores populares, para detonar un
capítulo acuciante de la historia mundial: la experiencia nazifascista. Reverdecida por
la incertidumbre institucional que con algunas pausas acecha -treinta años después- a la
actual república italiana, esa crónica de mesianismo y violencia parece cobrar hoy nueva
carnadura: el fantasma de Benito Mussolini o de alguien que sepa cómo reeditar tas claves
de su apabullante carrera, rondaría los más empinados burós europeos.
No se trata, claro, de una predicción: simplemente, es el latiguillo esgrimido con
alarmante frecuencia por decenas de comentaristas políticos. Por eso quizás pudo
ilusionarse, hace dos semanas, un vocero del neofascismo romano:
"Igual que el 15 de septiembre de 1943 volveremos muy pronto a recapturar nuestros
derechos. Pero ya no los cederemos. Nadie ha de llamarse a engaño: una segunda Marcha
sobre Roma nos convoca. La consigna: salvar a la patria, rescatarla de la
corrupción". Esos supuestos profetas del orden dicen, a quien quiera oírlos:
"La situación de 1970 no es diferente a la de 1922, cuando llegamos a la
cumbre". Y muchos observadores optan por atender a la pizca de verdad que encierra
ese desafío, para revitalizar a la democracia así amenazada. La mejor comprensión de la
odisea mussoliniana invade artículos y ensayos, una manera de prevenir el temido rebrote.
UN AMIGO: NICOLÁS LENIN
El herrero Mussolini, cuyo taller
de forja aturdía incansablemente las callejuelas de Predappio, decidió que era
indispensable consultar a un especialista: su hijo no sabía pronunciar ninguna palabra, y
eso que en 1886 tenía ya tres años de edad. Pero el foniatra estuvo lejos de inquietarse
por ese retraso; al contrario, ensayó una broma: "Conociéndolo a usted, puedo
jurarle que el muchacho será tan verborrágico como el mismo Demostenes".
Es que el artesano gozaba de una módica fama a causa de su militancia, a mitad de camino
entre el socialismo y el anarquismo finisecular. Toda la familia, incluida su esposa,
institutriz en el mismo villorio, solía arracimarse en torno de la tribuna tutelada por
una bandera roja; y ambas vertientes -el proselitísmo de signo radical, la vocación
didáctica- marcaron por largo tiempo él desenvolvimiento del futuro capo dei fasci:
sería sucesivamente maestro de escuela, periodista y agitador socialista. Es cierto que
la primera de tales actividades fue practicada a disgusto, y sustituida poco a poco por
una cátedra de sesgo más ambicioso; el caudillo despuntaba, ya, en ese joven que el 29
de enero de 1901, a los 18 años, ocupó la primera plana de los periódicos milaneses por
su "brillante discurso sobre el compositor Giuseppe Verdi, en el teatro Coliseo de
esta ciudad". Pero más todavía, cuando el 18 de abrri de 1904 fue expulsado del
cantón de Ginebra, en Suiza, donde se hallaba por haber desertado del servicio militar en
su patria; causa invocada para la expulsión: "la militancia socialista del
extranjero Mussoiini, jefe de los italianos rojos que alborotan esta región", según
glosaron los partes policiales.
Al margen de las condiciones naturales, aquel liderazgo precoz tenía que ver también con
las experiencias de infancia, objeto de una atención renovada por parte de los
sociólogos que se desvelan en la actualidad por la posible radicalización de la
juventud. Ante todo, la persuasión materna obtuvo el ingreso de Benito en el colegio de
sacerdotes de Faenza, donde atisbó -ya en carne propia- algunos flancos de la
discriminación social: mientras él compartía la mesa reservada "a los
pobres", sus compañeros de mejor posición los ignoraban desde la mesa principal.
Entre tanto, otro factor irritativo iba ovillándose en torno de la división europea y
las alianzas supra-nacionales que diluían cualquier apelación lírica a la solidaridad
mundial: hacia el 1900 las ententes entre el imperio austro-húngaro, Alemania e Italia,
por una parte, y la triple alianza de Gran Bretaña, Francia y Rusia, por la otra,
reproducían en gran escala y con un tinte autoritario y chauvinista la política de
bloques antagónicos experimentada en la escuela de Faenza. Curiosamente, Mussolini se
inclinaría más tarde en favor de una estrategia también ultranacionalista y
pragmática: el afán de dominio reemplazó a la pretensión ideológica: las banderas de
Marx cedieron el lugar a la utilización de frustraciones sociales o patrióticas.
En el breve interludio suizo, sin embargo, todavía era un agitador de izquierda que
apenas abandonaba su trabajo como albañil corría a charlar con otro exiliado famoso:
Nicolás Lenin. La amistad entre ambos brotó a partir de una circunstancia poco conocida:
el 18 de marzo de 1904, un mes antes de su expulsión de Suiza, Mussolini trepó a la
tarima durante un mitin socialista y allí inflamó a la muchedumbre hablando "en
nombre de mis camaradas italianos, degli operai e contadiní ancora oppressi".
Nikolai Ulianof, célebre por su seudónimo de Lenin, lo escuchaba mezclado con el
público, formándose un alto concepto del orador; lo demuestra el reproche descerrajado
años más tarde a una delegación comunista italiana que visitaba a Moscú: "Ustedes
dejaron ir al único dirigente capaz de llevar a cabo la revolución en Italia".
Antes, en julio de 1912, cuando aún no asomaban en el horizonte político los símbolos
del fascismo, el revolucionario ruso escribió en Pravda: "Con Mussolini, el
socialismo de la Península está encontrando su propio camino".
Con todo, el eclecticismo intelectual mussoliniano lo llevó desde un principio a alternar
las lecturas del marxista Plejanov con las de los filósofos Georges Sorel, Federico
Nietzsche y Henri Bergson: este último le proveyó el respeto por la intuición, como
aliada de la inteligencia; un concepto ligado al culto de la violencia que pregonaba
Sorel, y al del superhombre anunciado por la teoría nietzschiana. Con ese bagaje habría
de regresar a su país: la madre enferma, la amnistía que entonces lo amparó, fueron el
punto inicial de una nueva etapa, durante ila cual reemprendió tos estudios. Un Mussolini
volcado a desentrañar los enredos del latín y saboreando su flamante título de
profesor, dotado edemas de cierto atractivo personal -aunque la calvicie se insinuaba ya
junto con la fina línea del bigote-, fue quien se erigió a los 29 años como redactor en
jefe del periódico socialista Avanti. Paralelamente comandaba un sinfín de movimientos
reivindicatoríos y piquetes de huelga.
LOS IDUS DE OCTUBRE
Apretó las mandíbulas, en el
gesto nervioso que ya no habría de abandonarlo. Entonces, contemplando a sus compañeros
del comité central partidario, les espetó su desprecio: "Voi non capite al
popólo!" (Ustedes no entienden al pueblo). Era el mes de octubre de 1914 y Mussolini
afrontaba por primera vez una sanción adversa de sus cofrades; ahora traducida en la
expulsión del partido, por haber propiciado fervientemente la intervención italiana en
la Primera Guerra, contra el eje austrogermano. Ya lo estimulaba en ese momento la
pretensión de canalizar el resentimiento popular contra la monarquía austríaca, que
detentaba zonas fronterizas en disputa, así como un pretexto magramente ideológico:
"Debemos estar al lado de Francia, paladín de los derechos sociales". Al mes
siguiente fundaría su propio periódico: Il Popólo d'ltalia.
Como sea, participó personalmente en la contienda, hasta que en 1917 -luego de ser herido
y hospitalizado- encararía su empresa más ambiciosa; la que estuvo a punto de
convertirlo, con su aventajado discípulo Adolfo Hitler, en dómine de Europa y quizás
del mundo. Los Fascio di Combattimento, nucleados alrededor del emblema que conjugaba el
hacha y los haces de mimbre, fueron creciendo día a día tras su fundación en Milán en
1919; conglomeraron tanto a los veteranos de guerra, enfurecidos por la demora en
reconocerse los -a su juicio- inalienables derechos de Italia sobre la región de Fiume,
como a una multitud de desocupados y trabajadores cercados por la miseria. Un activo grupo
de sindicalistas integró asimismo aquellos primeros haces; los motorizaba la desilusión
generada por el zigzagueo de las izquierdas -su tradicional cauce político-, divididas en
1918 en dos ramas: el antiguo socialismo y el naciente Partido Comunista. Esa bifurcación
acarreó, en lo inmediato, una relativa parálisis frente al fascismo, similar a la
inoperancia de los conservadores, incapaces de domeñar la agitación social crecida a su
sombra.
Así, mientras Italia se apabullaba en la anarquía y la ausencia de salidas visibles, el
movimiento liderado por Mussolini adquiría gradualmente la estatura de un gobierno
paralelo auxiliado por su misma indefinición, esa capacidad casi proteica para tomar la
forma más deseada por sus adherentes. Desde Einstein a Lenin o Nietzsche, una baraúnda
de mentores se confundía en cada artículo o discurso'. "Los fascistas no somos ni
republicanos ni monárquicos; ni católicos ni anticatólicos; ni socialistas ni
antisocialistas. Nuestro realismo nos indicará, en el momento justo, la conveniencia de
la colaboración de clases, de la lucha de clases o de la expropiación al gran capital.
Dado que la idea de partido lleva en sí la idea de programa, nosotros estamos contra todo
partido", aulló el caudillo -que eso significa la palabra Duce- desde los pasos
augurales.
Los Ardití (es decir, los arriesgados) componían el cuerpo de choque que, a su modo,
llevaba a la práctica tal antiprograma: cuando la huelga de los obreros del riel,
acudieron en su apoyo proclamando: "¡Hay que otorgar todos los reclamos! ¿Se
precisan para ello dos, tres, cinco millones de liras? ¡Bien, que se los saque de donde
sea!". En cada rincón del país surgían los puñados de fanáticos que -mediante
audaces golpes de mano, facilitaban el reaprovisionamiento de una villa aislada de los
centros administrativos, o presionaban sobre comerciantes e industriales arrancándoles
concesiones de fuerte impacto local: distribución de mercaderías entre la población,
rebaja en los precios de algunos productos imprescindibles. Una técnica que les
permitiría, más tarde, arbitrar la difícil conjunción entre los intereses de los
monopolios y las fantasías populares, centradas en un ideal: la Grande Italia. |
El deporte fue otro pivote populista
El Duce en la boda de su hija Edda con Galeazzo Ciano. Luego lo
fusiló
Principal consigna: exhibirse en público
Mussolini piloteando su Alfa Romeo
La mayor parte de su iconografía tendió al impacto como esta
foto marcial
Mussolini saludando junto a su legión balilla, soñó con un
poder que fue fugaz, quedó el mito
No fue casual el
apoyo prestado, ya en la hora cero del movimiento, por los mayores jerarcas de las
finanzas y los grandes terratenientes: ellos supieron comprender al Duce. Por fin, al
negarse a firmar el decreto preparado por el primer ministro Luigi Facta, que instauraría
la ley marcial, el rey Víctor Manuel allanó el camino al fascismo. La connivencia frente
al "peligro comunista" se acrecentó más aún cuando la izquierda calculó mal
la fuerza de una carga explosiva, colocada en el teatro milanes Diana:destinado sólo a
causar conmoción, el atentado provocó graves heridas a 127 personas.
Sólo faltaba la orden de Mussolini; que el ultimátum dictado en Milán por 40 mil
activistas, en octubre de 1922, amenazara trocarse en realidad. Al grito de
"¡marchemos sobre Roma!", las banderas negras flamearon sobre los atiborrados
automóviles y empezaron a encolumnarse a lo largo del camino. No fue necesario que la
Marcha llegara a destino: el 29 de octubre, Benito Mussolini es ungido Primer Ministro de
Italia. Se compromete a salvar la dinastía monárquica: la reina madre, entusiasta
mussoliniana, da el visto bueno final. Eran, exactamente, las once y cuarenta y cinco de
la mañana.
EL FINAL
EL MITO
"Existe una luna de miel
entre la opinión pública y el fascismo." La frase del conde Sforza logró diseñar
un estado de cosas que habría de prolongarse muchos meses; el itinerario deparó la
asunción de plenos poderes por parte del dictador y, en el período inicial, la
impresión generalizada de que se asistía a un renacimiento de Italia: el
"orden" volvía a renacer, la estabilidad monetaria corría pareja con un alza
salarial, la producción iba in crescendo mientras nuevas obras públicas mantenían un
satisfactorio nivel de ocupación. Ni siquiera el asesinato del diputado socialista
Giacomo Matteoti, aniquilado por los fascistas en 1924 -luego de la elección que otorgó
amplia mayoría a los representantes de Mussolini en el Parlamento-, bastó para remover
de su puesto al dictador.
Sin embargo, la bonanza inicial estaba sustentada sobre una creciente ola de violencia y
abusos; los mismos que intentó denunciar Matteoti, y que le valieron ser acribillado a
balazos y arrojado en un camino. El crimen, detonador de un auténtico alud de
indignación, sería sólo el primer paso en los hitos que, sucesivamente, entronaron al
Primer Ministro como cabeza de gobierno, sólo responsable ante el rey, y al Gran Consejo
del Fascismo como órgano rector encargado de oficializar las listas electorales
adversarias. El silenciamiento de la prensa opositora escoltó, fielmente, esta
sistemática persecución a los rivales políticos. Una represión completada después -a
impulso de la naciente inestabilidad económica y de la crisis monetaria que castigó a
amplios grupos de población- por la que se desencadenó sobre los gremialistas más
activos. Se dibujaban, pues, las fisuras que habrían de agrietar aquella "luna de
miel".
No obstante, todavía el campo de la diplomacia exterior sería capaz de redituar jugosos
dividendos para el régimen; la acción en este terreno se orientó, en un primer tempo, a
nutrir la rivalidad con Francia, pero adquirió su pleno dinamismo a partir del ascenso al
poder del Führer germano, en 1933. Quien exhibiera durante largo tiempo su admiración
por Mussolini echó a rodar una estrategia que proponía el copamiento de Europa; para
esto le era preciso contar con el acuerdo italiano. El célebre Eje despuntó de este
modo, en andas de la entrevista celebrada por los dos jefes en junio de 1934; pero ni
entonces ni después el Duce dejó de alentar una inocultable hostilidad hacia su exigente
socio:
"Los alemanes concluirán por desbarrancar nuestro ideal -se quejó más de una vez-;
son, todavía, los bárbaros que ampararon a la Reforma, los eternos enemigos de
Roma".
En julio de ese año, cuando Hitler montó su putsch contra Austria, Mussolini destacó
para detenerlo cuatro divisiones en el paso del Brennero, invitando a Francia e Inglaterra
a oponer una enérgica barrera contra el avance del Tercer Reich. El Führer se frenó por
un momento; ese hecho, más la conquista de Etiopía en el bienio 1935-36 llevaron al
cénit el prestigio de Mussolini; claro está que, como una vuelta de tuerca en el
complejo proceso, la opinión liberal enriquecía sus andanadas para coartar ese
"resurgir del Imperio". La campaña antibritánica en el Cercano Oriente, la
intervención en la Guerra Civil Española respaldando al general rebelde Francisco Franco
y la formalización del Eje, que en 1939 alcanzó la categoría de una poderosa entente
militar, terminaron por alinear a Italia codo a codo con "el eterno enemigo de
Roma". Una sociedad en la que las ganancias no fueron siempre parejas: a las
anexiones de Austria y Bohemia por Alemania correspondió a Italia la menos importante de
Albania, en 1939.
Mussolini tampoco fue advertido del ataque hitlerista a Polonia: sabiéndose desguarnecido
para afrontar una guerra en gran escala, intentó aferrarse a una neutralidad que ya le
era a todas luces imposible. Su ilusión -jugar un jerarquizado, brillante papel de
mediador internacional- mostró pronto su verdadera naturaleza: era, a lo sumo, un mero
comodín en los planes de Adolfo Hitler.
La contienda significó para Italia -como para nadie, quizás- una retahila de desastres
de los que Mussolini, como ministro de Guerra y Primer Mariscal del Imperio, aparecía
como el responsable directo. No pudo asombrar que, dentro de tal cuadro, prosperara a
principios de 1943 un plan que culminó con el arresto del máximo jerarca fascista.
Diecinueve votos sellaron su suerte el 25 de julio de aquel año: los que avalaban la
famosa moción Grandi en el Gran Consejo, "invitando al jefe del Estado a rogar a Su
Majestad, el rey, asuma personalmente el comando de todas las fuerzas armadas por el
tiempo que estime necesario..."
Era el fin. la liberación del arrestado Mussolini que urdió Skorzeny con su cuerpo de
paracaidistas un 15 de septiembre, los fusilamientos que en enero de 1944 castigaron a sus
censores en el Consejo -entre ellos, a su propio yerno, el conde Ciano-, no bastaron para
impedir lo inevitable. Las cartas estaban echadas. Concluía una era ajetreada por el
exhibicionismo histriónico del ex izquierdista Mussolini, por los ejercicios
paramilitares de niños y adolescentes, por irreales ensueños de grandeza.
Sin embargo, al morir a manos de los guerrilleros el 28 de abril de 1945 junto con la fiel
Clara Petacci, empezaba a nacer el mito. El mismo que pretende resurgir hoy en la voz de
sus fieles seguidores, profetas de "una nueva marcha sobre Roma". |