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Cuando tomamos el poder en octubre
éramos tan sólo una chispa aislada, pero ahora el incendio se extiende y se difunde a la
mayoría de los países. Fue la gran obra que pudimos realizar: toda una serie de países
son invadidos por el incendio de la revolución obrera", escribió Lenin en 1918. Era
la época de euforia de la revolución bolchevique en Rusia, y entonces parecía cierto:
KarI Liebknecht y Rosa Luxemburgo se hallaban al borde de sovietizar Alemania; lo mismo
ocurría con Bela Kun en Hungría. Toda Europa semejaba una descomunal guerra civil con el
proletariado a punto de tomarla por asalto. Es que no sólo los socialistas, sino hasta el
más común de los mortales podía advertir que con el fin de la guerra del 14, un mundo
se había derrumbado.
Pero aquella euforia leninista abortó en 1919, a poco de desatarse, con la muerte
o el encarcelamiento de los principales jerarcas bolcheviques europeos. Recién a partir
de 1945, al término de la segunda hecatombe mundial y en un contexto que no tenía nada
que ver con los primeros años de la revolución, los ejércitos de Stalin -un heresiarca-
se encargaron de consumar a su manera la profecía de Lenin, sovietizando todo el centro
de Europa.
No fue el único fracaso histórico del hombre que llegó a ejercer una influencia
intelectual y política tal vez sin precedentes en el siglo XX sobre el fin de sus días
agonizando en su casa de Gorki, en las afueras de Moscú, Lenin desesperaba por crear un
cuerpo de trabajadores que contrarrestara el poder gigantesco que los burócratas
partidarios habían llegado a acumular en sus manos. Fue un intento vano. En las notas,
mensajes y artículos que forman su famoso Testamento, advertía tardíamente -de un modo
extraño, como si se avergonzara de su propia premonición- contra el factótum de aquella
distorsión casi demoníaca: Josiph Stalin. Para entonces éste ya había alcanzado el
puesto clave de secretario general del partido Y León Trotsky, el elegido para presentar
un flanco de alternativa frente al futuro dictador, perdió la partida.
UN BACILO EN EL VAGÓN SELLADO
La revolución rusa había
comenzado sin Lenin cuando el zarismo se desmoronó como un castillo de naipes en febrero
de 1917. El tren que lo trajo desde su exilio en Suiza, junto con un grupito de 30
bolcheviques, salió de la estación de Berna el 9 de abril con un extraño salvoconducto:
el Estado Mayor alemán consideró que el cargamento soliviantaría aún más la caótica
situación interna de Rusia y terminaría por anarquizar a las hambrientas tropas rusas
que se desbandaban en el frente oriental. No se equivocaron. Sólo que nunca alcanzaron a
imaginar las consecuencias que depararía la maniobra. "Los espantosos vagones de
tercera clase, el amontonamiento de soldados, todo era tremendamente bueno",
escribió a su mujer Nadezhda Konstantinova Krupskaya, a quien había conocido en 1894
trasformándose en su compañera de toda la vida. El arribo del tren a San Petersburgo fue
una pequeña apoteosis: lo aguardaba la multitud, los reflectores, la escolta de
vehículos blindados, las banderas rojas que ondeaban sobre la vieja capital de los zares.
Sin embargo Lenin era casi un desconocido. Para los revolucionarios de Petrogrado,
para los cenáculos extremistas que pululaban por Occidente, para un puñado de policías
de Londres, París o Ginebra, el nombre de Vladimir Llich Ulianov, alias Lenin, Richter,
Fedor, Tulin o Llyn (llegó a usar 140 seudónimos a lo largo de su actividad de
revolucionario profesional) podía significar algo. Para la masa de trabajadores, soldados
y campesinos del imperio ruso cuyo motín espontáneo fue creciendo hasta trasformarse en
revolución, el metálico sobrenombre del futuro caudillo significaba poco y nada. Con su
voz gutural y su estilo contagioso, enardecido, Lenin comenzó a derramar consignas en el
mismo hall de la estación de Petrogrado donde se le tributó la bienvenida. Les dijo lo
mismo que en 1915 lo escindió del socialismo europeo durante el congreso de Zimmerwald:
rechazar la idea del mero pacifismo proclamando que la "guerra imperialista"
debía devenir en guerra civil, en revolución armada. Ahora agregaba que el gobierno
provisional de Kerensky debía desaparecer para implantar la "dictadura del
proletariado". Todos los que lo escucharon en silencio, como si les golpearan la
cabeza con un látigo, supusieron que el exilio lo había trasformado en un fanático,
alejándolo de la realidad. Sólo una pequeña minoría se plegó a sus
"fantasías".
Pero a medida que transcurrieron los meses, el vacilante gobierno de Kerensky se
hundía cada vez más en la confusión y la inoperancia: los generales zaristas
concentraban a los cosacos del Don para desatar la contrarrevolución, mientras la causa
bolchevique -como advertían los informes de los corresponsales británicos destacados en
Rusia- se propagaba como el fuego a través de las provincias. Con todo, la fracasada
intentona insurreccional que éstos hicieron estallar en julio fue aprovechada por el
gobierno para golpear a los bolcheviques en su plaza fuerte: el soviet de Petrogrado.
Lenin se afeitó la barba, cubrió su calva con una peluca y fue a esconderse en
Finlandia, última etapa de sus infinitos exilios. Cuando volvió en octubre, dio la
orden: ¡Todo el poder a los soviets! En la madrugada del día 7 de noviembre, mediante un
confuso y bien aplicado golpe de estado, los bolcheviques se adueñaron del poder.
EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN
Lenin -que nunca tuvo hijos- se
trasformó en el padre de la Unión Soviética. A causa de todas sus idealizaciones sobre
la "democracia directa" y el creciente temor que le inspiraba el poder excesivo
de la burocracia que él mismo había fustigado en su libro El estado y la revolución,
que apareció unos meses antes, su hija creció salvajemente.
Tal vez no pudo haber sido de otra manera: la revolución debió pelear contra los
ejércitos blancos de los generales zaristas enancados en el hambre y el caos que asolaban
a Rusia.- mientras en el frente externo los cañones alemanes continuaban disparando sobre
una tropa también hambrienta y desarticulada. A ello se agregaría de inmediato la
intervención armada de los ejércitos japonés, británico y francés. Entonces, la
revolución comenzó por liquidar a sus traidores y enemigos, para terminar fusilando a
los que dudaban. El partido tomó el mando absoluto y los sueños de la democracia masiva
dé los soviets y los consejos obreros se desvanecieron: en 1921 se sofocó la guerra,
pero el ejército profesional y la policía secreta permanecieron. Los viejos bolcheviques
habían despreciado ambas instituciones, pero la Rusia dislocada resultaba ingobernable
sin la sanción de la fuerza. Lenin, sin duda contrariado en lo más íntimo, esparcía
burlas sobre "los mezquinos intelectuales liberales" que no podían soportar la
faena de la Cheka (Policía Secreta). El empuje juvenil de la revolución parecía tocar a
su fin.
Nada hacía suponer, por ejemplo, que el mundo estuviera a las puertas de una
revolución generalizada. La ilusión de que el "microbio bolchevique"
contaminaría a los obreros de todos los países, también se había desvanecido. Lenin
había dicho: "La fundación de la Tercera Internacional Comunista es el prefacio de
la República Internacional de los Soviets, de la victoria internacional del comunismo. La
Internacional debe oponer su estrategia a la estrategia de la burguesía mundial, contra
el capital mundial que opone al proletariado bandas armadas". El resultado fue la
creación de un Comintern, integrado por los partidos comunistas de todos los países del
mundo, que segregó una burocracia internacional donde el principio absoluto fue la
"lealtad a la Unión Soviética". Entonces fue nada más que un atisbo: Stalin
sólo necesitó reforzar esta noción a balazos, para hundir en la esquizofrenia al
movimiento comunista mundial.
El comunismo de guerra, régimen draconiano erigido transitoriamente para aplastar
la guerra civil y comunizar la industria, se hizo permanente, imponiendo por la fuerza la
colectivización de las granjas campesinas, sumiendo a la economía en un estado mucho
más caótico: los campesinos escondían como un tesoro los excedentes de cereal, las
ciudades se morían de hambre y la clase trabajadora, en la que tanto confiaban los
bolcheviques, parecía desmoronarse emigrando para el campo.
Muchos comunistas de la primera hora, aún se esperanzaban con la idea de que
sería posible alcanzar una estabilidad que permitiera la creación de una genuina
democracia obrera a través de los soviets y los consejos fabriles. Idealistas
decepcionados, viejos camaradas de Lenin, comenzaron a organizarse en contra suya. Así,
dentro del propio partido surgió la "oposición proletaria", exigiendo igualdad
de salarios para todos los trabajos y control .de la industria por parte de los
sindicatos. El movimiento deflagró en marzo de 1921, cuando los marinos de la isla de
Kronstadt -una base naval de las afueras de Petrogrado- se alzaron en rebelión para
reclamar un retorno al comunismo proletario: poder real para los soviets, libertad de
opinión y de palabra, libertad de los izquierdistas encarcelados. La revuelta fue
sofocada por el Ejército Rojo, y muchos de sus líderes ejecutados sin dilación.
Kronstadt se erigió, quizás, en la primera gran tragedia de Lenin y de la revolución
bolchevique.
LOS PASOS ATRÁS
Fue la última efervescencia
revolucionaria. A partir de entonces, Lenin comenzó a introducir cautamente la Nueva
Política Económica, conocida con las siglas NEP, que consistió en una vuelta limitada y
temporal al capitalismo asociando el capital estatal con empresas privadas, en un país
acosado por el hambre. La NEP dio buenos resultados: en pocos meses los campesinos
accedieron a vender nuevamente sus alimentos en las ciudades, y los inversores extranjeros
vieron -a pesar de todo- un buen campo para sus negocios. Admitiendo el hecho, y
confesando al país con extraordinaria franqueza que su políticas previas habían
fracasado, Lenin salvó a Rusia del desastre. |
dueño de una oratoria enardecida y contagiosa sabía convencer
y manejar masas
Trotsky: el exilio y la muerte
con Stalin, en 1910 durante el VIII congreso: altri tempi
con delegados italianos en un congreso de la III internacional
A partir de ese
momento decisivo, y durante los pocos años que le restaron de vida, se formaron muchos de
los rasgos que luego cristalizarían definitivamente en el comunismo soviético. La
creciente inclinación de Lenin por los especialistas, los técnicos bien entrenados, y su
convicción de que el futuro de Rusia dependía de su industrialización masiva
("comunismo es igual a poder soviético más electrificación", fue la
consigna), devendrían luego en los ítem preferidos del stalinismo y en la ascensión
segura, implacable, de la tecnocracia, cuyo máximo exponente actual es el primer ministro
Alexei Kosygin. Porque cuando Stalin llegó al poder, los expedientes que para Lenin eran
temporarios adquirieron el sesgo de una política permanente, ejecutada con un método de
su exclusiva preferencia: el terror.
Lenin, en cambio, había intentado mantener en vigencia algunos atisbos de
democracia: pese a que la "dictadura del proletariado", teóricamente
transitoria, se erigía en algo permanente; aun cuando el Estado se fortalecía cada vez
más, en lugar de marchitarse luego del aplastamiento de la burguesía, las distintas
facciones y tendencias partidarias podían discutir y cabildear con relativa libertad,
pregonando un curso de acción diferente. Polemista vigoroso, Lenin, lejos de sofocar la
polémica, le daba dimensión pública admitiendo las más diversas opiniones en los
periódicos y opúsculos editados por el partido.
Cuando terminó la guerra civil, le quedaban tres años de vida. El atentado de la
joven anarquista Fanny Kaplan, quien trató de ultimarlo en agosto de 1918, y los
violentos avatares que siguieron a la toma del poder, minaron su salud hasta dejarlo casi
incapacitado para escribir. Murió el 21 de agosto de 1924, cuando sólo tenia 53 años.
Inevitablemente, desde entonces, el mundo se ha preguntado si la Unión Soviética hubiera
sido diferente en caso de haber vivido más tiempo. Más específicamente: ¿habría
repudiado a la Rusia de Brezhnev y Kosygin?
EL JUICIO FINAL
Para muchos comunistas que no
comulgan con el Kremlin, inclusive para algunos sovietólogos occidentales, resulta
demasiado fácil suponer que Lenin habría rechazado de plano la moderna realidad
soviética. Nada hace suponer que el monstruoso terror stalinista, la degradación del
partido y de los hombres, convertidos en simples objetos de la paranoia del dictador
georgiano, hubieran contado con el beneplácito de Lenin. Pero la Rusia de Brezhnev no es
la de Stalin -aunque sea su resultado visible-, y Lenin no era Dubcek, porque nunca tuvo
nada que ver con el credo liberal.
Lo cierto es que hacia el ocaso de su vida, se había adaptado a algunos fracasos
importantes: el futuro cercano no depararía la revolución mundial; su viejo sueño de
una democracia obrera descentralizada a través de los sindicatos, le parecía entonces
difícilmente realizable; por razones de sobrevivencia económica, sería inevitable un
largo período de coexistencia pacífica con los países capitalistas. Había aceptado
como necesaria una cierta dosis de terror, y reorganizó el partido de modo que pudiera
ser regido férreamente por una elite de altos funcionarios: Stalin se remitió a llevar
estas pautas al paroxismo para construir su tiranía y erigirse en una nueva especie de
zar. Sólo aceptando a Lenin como la encarnación antagónica del dogma y el fanatismo se
lo puede imaginar meneando la cabeza ante la Rusia de hoy, un imperio de inmovilidad,
rutina y burocracia.
Pero tal vez resulte engañoso invocar sus ideas fuera del contexto histórico. El
había escrito que "la unidad fraternal entre los trabajadores de todos los países
no puede aceptar tiranía directa o indirecta sobre otro pueblo", refiriéndose al
Comintern. Y sin embargo es probable que hubiera aprobado la intervención soviética en
Checoslovaquia, aunque también es probable que estallara por la manera con que se manejó
el proceso, así como también ante la agria disputa con China. Seguramente, su gran
preocupación hubiera sido la absoluta falta de energía creadora y vitalidad crítica del
partido soviético. De todos modos, su nombre -o su memoria- fueron invocados; en vano,
cuando estallaron los intentos de retorno al pasado revolucionario en Berlín (1953) y
Budapest (Hungría) tres años después, aplastados primero por Stalin, y luego por los
tanques de Kruschev.
Con todo, nadie podría afirmar que Stalin destruyó lo que fundó el leninismo. En
todo caso, se trata de una distorsión de un método que exageró las aristas más
peligrosas de la primera época. De aquel entonces Lenin emerge, sin duda, con el mérito
histórico de haber abordado el problema de la realización práctica del marxismo. De
"ejemplo fascinante" lo 'bautizó Rosa Luxemburgo.
Pero a la vuelta del último medio siglo, los resultados no son otros que los que
están a la vista: Rusia convirtió a Lenin en un objeto de veneración religiosa, en un
fetiche nuevo de un dogma rígido que hoy casi ha perdido por completo su signo
inquietante. Durante el verano de 1968 las paredes de la Praga ocupada ostentaban leyendas
como esta: ¡Lenin despierta, Brezhnev ha enloquecido! Era demasiada generosidad. Lenin
yace en el mitológico mausoleo de la Plaza Roja, embalsamado y adorado de un modo que él
juzgaría absurdo. Pero si despertara y abriera sus ojos ante lo que es hoy la Unión
Soviética, un imperio seguro, autoritario, dominador de la mitad de Europa, con una
industria socializada que compite en la conquista del espacio sideral, con un pueblo
satisfecho de confort, que prefiere la carne a los cañones, ¿la aprobaría, finalmente?
Es probable que sí, porque a pesar de sus enormes distorsiones, es suya.
NEAL ASCHERSON. |