En los últimos 30 años, la Argentina vivió uno de sus períodos
políticos más críticos y convulsos: por la Casa Rosada desfilaron 14
presidentes y centenares de ministros, la mayoría de los cuales tuvo
efímera duración en el cargo. Sin embargo, existe un personaje casi
legendario que ante la opinión pública representa el único y
paradojal mojón de estabilidad institucional: Jorge Ernesto Garrido
(67, cuatro hijos), escribano general de gobierno. En medio de las
más tempestuosas revoluciones, chirinadas y crisis de gabinete, las
cámaras fotográficas y televisivas que rondaron por las salas y
pasillos de la casa de gobierno tropezaron con su presencia casi
fantasmal, casi inevitable. Su neutra apostura era —quizá por esa
misma característica— lo único que quedaba en pie mientras los
presidentes eran depuestos y exiliados.
¿Cómo es J. E. G., ese personaje inamovible que circula silencioso
por la historia argentina de los últimos años? SIETE DIAS dialogó,
larga y pausadamente, con él en su señorial mansión del barrio de
Palermo, una finca con atmósfera de museo.
Los Garrido constituyen una suerte de casta en la cual la profesión
de escribano parece trasmitirse de padres a hijos. Sin embargo, el
primer escribano general de gobierno no fue un Garrido: el cargo,
creado por Bartolomé Mitre —decreto del 21 de agosto de 1863— "para
documentar aquellos negocios de la Nación que por su naturaleza
requieran la intervención de un escribano", fue inaugurado por Juan
Francisco Gutiérrez, quien lo ejerció hasta 1880; el segundo en
cuestión fue Manuel Ponce (1880-82); el tercero, Félix Romero
(1882-88). En 1888 el sobrino de Romero asumió esa responsabilidad:
se llamaba Anacleto Resta y fue el cuarto; en 1902 lo sucedió su
hermano político, Enrique Garrido, hasta que en 1940 lo reemplazó su
hijo, Jorge Ernesto, sexto funcionario de una dinastía que ya
cumplió 108 años en un país donde muy pocas tradiciones logran
sobrevivir.
Atestada de libros, vitrinas iluminadas (donde reposan las 400
lapiceras de los personajes cuyo juramento presenció Garrido),
bustos, armas antiguas y panoplias, la mansión del escribano parece
congelada en el tiempo; un silencioso sirviente negro con chaqueta
blanca se desliza escanciando café, con un solo terrón de azúcar.
Lanzas, bayonetas, fusiles: espesas cortinas rojas, cierta ostentosa
suntuosidad: ése es el refugio de Garrido cuando no fiscaliza las
tareas de su bufete en la zona de Tribunales. Durante los 26 años
que permaneció en el cargo, su padre presenció el juramento de 11
primeros mandatarios; los 14 que ya conoció el actual escribano
general están -quién lo duda- sujetos a exasperadas polémicas.
—Hable de los presidentes que conoció.
—Dentro de treinta años.
—¿Por qué?
—Es el tiempo que tardarán en ingresar al Museo de la Casa de
Gobierno: Justo, por ejemplo, entró recién en 1968. La distancia
permite limar asperezas y evaluar mejor la obra realizada.
—Usted es prudente. Es parte de su trabajo. Pero ¿hasta qué punto no
es un mero convidado de piedra en un período colmado de
revoluciones?
—No. El convidado de piedra es el invitado que no tiene
intervención. Yo, en cambio, doy fe de lo ocurrido, documento el
hecho para la historia sin poner el porqué ni el cómo se ha
producido.
—Pero en un período tan crítico, ¿qué siente al ser principal
testigo de que todos los mandatarios cambian mientras usted
permanece? ¿Lo alegra, lo excita, lo entristece?
—Ni lo uno ni lo otro. La alegría satisface, pero un hecho
revolucionario no me alegra ni me apena. Son momentos difíciles. No
intervengo, solo sigo el curso de los acontecimientos. Una vez
producidos, no hay técnica que regule nuestra actuación: está
librada al azar.
—¿No está cansado de esa tarea?
—Físicamente, sí.
—¿Qué horario cumple?
—El que me fijen las autoridades: es muy dispar. Un ministro llega a
las 7, otro a las 10.
—¿Qué es lo que más le fastidia?
—Nada me fastidia. Lo que no desagrada, no molesta.
—Además de recibir juramentos, ¿cómo es su vida privada? Por
ejemplo, ¿es de buen paladar, es glotón?
—No. Un poco tentado, pero prudente.
—¿Lo gusta el fútbol?
—Soy hincha, pero no fanático, de Chacarita Juniors. Soy socio
vitalicio. Mi padre fue presidente. Además, soy uno de los
fundadores del Hindú Club.
—¿Va al cine?
—Prefiero las comedias. Nada de tragedias, son una escuela
peligrosa. No voy al cine a sufrir. Con los dramas de la vida tengo
bastante.
—¿Por qué tan elegante?
—Hay que vivir con cierta coquetería.
—¿No teme que lo exoneren? ¿Cuánto más durará en sus funciones?
—Mientras no decline mi buen desempeño y el presidente no me retire
la confianza ...
—¿Cuál presidente?
—El que fuere.
—¿Tiene temor a algo?
—Sólo a la Divina Providencia; no, no tengo miedo: poseo
tranquilidad material y espiritual.
—¿Cuáles son sus escritores predilectos?
—Hugo Wast, Borges, Victoria Ocampo, Silvina Bullrich.
—¿Y en el ámbito de la literatura extranjera?
—Los clásicos, ¿quién no los ha leído?
—¿Y entre los modernos?
—Son tantos y tan buenos ... Me llevo a la cama pilas de libros pero
generalmente me quedo dormido.
—¿Tiene bodega?
—Tengo.
—¿Viajó a Europa?
—Con una vez fue suficiente. Pobreza, riqueza, cultura: una mélange.
—En su juventud usted conoció a la bohemia porteña. Hable de ese
momento.
—He tenido mi bohemia. Lo más importante: conocí a Juan de Dios
Filiberto, un autodidacto, un filósofo; su tango Malevaje encierra
toda una visión del orillero y el compadrito.
—¿Frecuenta algún café?
—No tengo tiempo.
—¿Es un hombre de la noche?
—No. Hago vida nocturna como cualquier padre de familia.
—¿Conoció el cabaret?
—¿Y quién no?
—Entonces, ¿le gusta el tango?
—El de antes.
Cuidadoso, contemporizador, prudente, elusivo, Garrido se desata en
elogios a "dos hombres: Andrés Chazarreta y Fernando Ochoa, cuyos
personajes al principio no se entendían. Eran hombres que defendían
lo nuestro".
—¿Piazzolla también lo hace?
—No es el tango tradicional, pero implica una evolución.
—¿Le molesta la publicidad en torno a su figura?
—Es tremenda: durante el sorteo de la lotería de Navidad de este
año, por ejemplo, tuve que revisar 80 cajas de 50 bolillas cada una,
me sentí mirado por infinitos micrófonos y cámaras de TV.
—¿Qué hace, además de trabajar como escribano general, y aparte de
su profesión jurídica en el ámbito privado?
—Estoy preparando una obra de arte que se llama El juramento,
pintada por Antonio González Moreno. Yo lo asesoré: es un mural de
ocho metros por cuatro y medio que contiene a todos los presidentes.
—¿También a Perón?
—También fue presidente. La serie culmina con Onganía: González
Moreno falleció el año pasado. Se inaugurará en 1971. El mural
representa al Salón Blanco de la Casa Rosada. Aparece el busto de la
República, el sillón de Rivadavia; en el centro está Bartolomé Mitre
tomando juramento a Guillermo Rawson: el primer ministro registrado
en los folios de la documentación oficial por el primer escribano;
todos los que juraron desde entonces (ocho arzobispos de Buenos
Aires, seis escribanos de Gobierno) figurarán, entre otros, como
público. Se verán las figuras de Rivadavia, Justo José de Urquiza y
Santiago Derqui; entre nubes se observa a San Martín, el Padre de la
Patria, presenciando la escena; en un extremo, tres figuras
femeninas (la República, la Justicia y la Ley). La República muestra
un pergamino con el lema del cuadro: "Nada es superior a la Fe": es
toda una síntesis histórica en símbolos.
—Además de tareas tan importantes se comenta que deseó escribir
letras de tango.
—Sí. Hubiera querido. Pero mi inspiración y mis conocimientos
musicales no daban para tanto.
—Su padre ejerció el cargo durante 26 años, usted supiera ya los 30:
antes de ser escribano, ¿con quién se inició en la función pública?
—Con el presidente Hipólito Yrigoyen.
—¿Cómo lo definiría?
—Una personalidad cautivante, un gran argentino, un gran patriota.
Un gran caudillo.
—¿Y a Agustín P. Justo?
—Era la pujanza, la acción: conservó el acervo cultural del país;
como el general José Félix Uriburu, era un hombre muy enérgico; pero
en Justo a veces la astucia del político estaba disimulada por un
matiz de ductilidad; ambos podían defender una posición con
tenacidad incomparable, pero Justo podía ceder en lo peor del
forcejeo para hacer rodar al adversario por el suelo. Me acuerdo de
una anécdota: un día, Justo fue al hipódromo para presenciar un
clásico. Se lo recibió con un murmullo hostil. Más tarde, cuando un
hombre rompió los cordones policiales y se echó corriendo sobre el
grupo de gritones, todos descubrieron en él al presidente Justo.
Tuvo tiempo de lanzar un par de interjecciones no aptas para damas,
con lo que hundió a la tribuna en un silencio de estupefacción.
Garrido habla de la "suavidad enérgica" de Ramón Castillo y de la
"confusión que reinó entre el 4 y 7 de junio de 1943, cuando los
protagonistas de las disputas eran todos jefes de tropa". Tras
sobrevolar la revolución del 43 y la sucesión de diversos
presidentes, su enumeración lo lleva a 1946.
—¿Cómo era Perón?
—Sumamente enérgico. Recuerdo cuando me llamó para informarme que el
gobierno había comprado los ferrocarriles: "Tiene que hacer las
escrituras enseguida", ordenó. Le hice notar que eran decenas de
miles de propiedades y que los 30 días que me pedía no eran
suficientes para terminar con el trabajo. Tanto insistió que
finalmente tuve que hacer la revisión de todos esos documentos en un
mes.
—¿Y Lonardi?
—Su paso fue breve; no se pudieron apreciar todas sus cualidades de
patriota. Tengo aquí su retrato.
—Es el más grande.
—Y el más pequeño el de Perón; pero no se puede juzgar a los hombres
por el tamaño de sus retratos.
—¿Y cómo era Aramburu?
—Afable, serio. Había adquirido el dominio de la cosa pública. Tuvo
dificultades como todos; tuvo el gran mérito de haber buscado la
salida constitucional; una de las fotografías que tengo corresponde
a su última firma, en el momento de retirarse.
—¿Y Frondizi?
—Quiso agilizar, apurar el proceso; con nuestras luchas políticas
nos atrasamos. A fines de siglo, con Roca, se dio un gran paso.
Ahora, muchos, en vez de trabajar, se dedican a opinar,
obstaculizando a los que saben. Frondizi tiene gran carácter,
singular inteligencia, con una experiencia política muy valiosa.
Está ahora muy seguro de sí mismo, más animado. Y eso se le nota en
el rostro; recuperó su estado físico. ¡Es que el gobierno desgasta
tanto!
—¿Qué hay respecto al infundio de que José María Guido era poco
afecto a la sobriedad que exigía el cargo?
—Guido fue la gran solución para un momento determinado. Subió sin
equipo, en completa orfandad; era un hombre prudente y se rodeó de
buena gente. El retirarse habla de su calidad. El resto es falso.
—¿Cómo encuadraría a Illia?
—Un hombre difícil y honesto que seguía la línea de don Hipólito
Yrigoyen. Importa la honestidad de las intenciones; la tenía en sus
palabras, en sus actos; tenía, eso sí, cierta lentitud.
—Onganía, ¿tenia humor?
—El escribano de gobierno no tiene tiempo para que el presidente le
cuente chistes.
—¿Nunca le contó uno?
—Bueno, sí; recuerdo un juego de palabras en la trastienda, cuando
vino Neil Armstrong, el astronauta: estábamos en el Salón Blanco y
faltaban diez minutos para que se iniciara la entrevista. Entonces
le dije a Onganía: "Me he permitido labrar un acta". Muy bien
—respondió—, a este acto le faltaba un acta. La respuesta, de algún
modo, revela cierto sentido de humor ¿no?
—Para usted, todos los presidentes han sido buenas personas.
—La historia recoge los aspectos constructivos de todos. Yo también.
—¿Los presidentes duermen la siesta?
—Casi todos; es que son jornadas muy largas.
Garrido conversa con SIETE DIAS mientras deambula por los jardines
de su residencia; adentro queda la increíble colección de lapiceras
que se inicia con la que usó el general Julio A. Roca en 1898; la
más insólita es una que, en oro, imita la forma de la clásica pluma
de ganso y que perteneció a Manuel de Iriondo, un ministro de
Economía que ejerció en 1907. El silencio que pesa sobre el jardín
aísla a la casa de la ciudad. Garrido revela hasta qué punto le
apasiona el estudio de la historia y de qué modo asume, con algo de
ritual familiar, la tarea de testimoniar, con aire prescindente, el
tumultuoso ir y venir de la política argentina. De pronto, su
esposa, María Ester Gorchs Mosconi, lo vuelve a la realidad: "Tenés
gente citada en la escribanía y te esperan". Entonces Garrido, con
su aire pausado, minucioso, preciso, recapacita en torno a lo que
debe hacer en el resto del día. Se despide, hasta el próximo
juramento, en el cual todo el país volverá a verlo, como a una
especie de sacerdote laico, controlado, invariablemente silencioso.
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