NOTICIA DEL BUHONERO PORTEÑO
por Armando Stiro
FOTOS DE URTEAGA
buhonero

Entre los sinónimos que la Academia de la Lengua endilgó solemnemente al desusado sustantivo de buhonero, que sustancia a una de las más antiguas y populares profesiones, cuenta con un elenco de lo más divertido: "gorgotero", "quincallero", "bufón" y "cajero". El terminejo tiene alcurnia italiana —diz que viene de "bugione", que traducido significa embaucador o embustero— y lo adoptó más luego España, heredándolo nosotros en línea directa, con su correspondiente adaptación y nomenclatura popular, en un motear pintorescamente porteño que va desde "charlatán", "charlatán de feria", "mercachifle", "baratijero", "marchante" y "tutaveinte", hasta pluralizar graciosamente con la frase cuatripalábrica de "los de la víbora". Hágase el lector la composición de ambiente caracterológico que más plazca a su buen saber y entender.
Años ha, un viejecito plantado en una esquina frontera con la plaza de Mayo, pregonaba con euforia juvenil y estentórea voz, mientras ofrecía una metálica variación del pito clásico: "¡Para que aprenda a cantar el canario y al mismo tiempo se divierta el niño...!" Brincaba y hacía piruetas, pito en boca, demostrando al tupido corro la excelencia de su mercancía. Paralelo en tiempo y oficio, anduvo por las calles y bares porteños otro popular buhonero, vendedor éste de una suerte de cerbatana complicada en mecánico acertijo, que pregonaba con esta cantinela:
Sopla, sopla...
Sopla el grande,
Sopla el chico;
Sopla el pobre,
Sopla el rico.
Todos soplan.
¡Sopla, soplaaaa ...!

Anteayer . . . Ayer . . .
Otro buhonero popular porteño fué un vendedor, esta vez silencioso y sin gutural pregón, que ofrecía por las calles y confiterías de la ciudad un contorsivo muñeco construido con bolillas de madera, que, accionado por una tijera maderil, se descoyuntaba en contorsiones payasescas.
También silencioso y austero, un provecto anciano de blanca pelambre, ataviado en traje de etiqueta —inclusive, reluciente chistera—, paseó no hace mucho nuestra calle Florida, empujando un monopatín que conducía un último modelo de zapato. Mas este buen ejemplar encaja ya en la profesión de agente de publicidad, propiamente clasificado...
Ya se enorgulleció y plació el Lazarillo de Tormes, hace siglos y allá en Toledo, del quehacer buhonero que actualizó en su época con el término de "pregonero", ascendiente inmediato de nuestras modernas y dinámicas agencias de publicidad.
Decía el Lazarillo, ya madurado por el sol de la experiencia: "Y es que tengo cargo de pregonar los vinos que en esta ciudad se venden, y en almonedas y cosas perdidas, acompañar a los que padecen persecuciones por justicia y declarar a voces sus delitos: pregonero, hablando en buen romance ..."
Los porteños que peinan cabellos color luz de luna suelen recordar en sus sobremesas al "tutaveinte", al "hombre orquesta" y a los muñecones de mimbre y papel pintado. Ellos rememoran aquella pareja de turcos, los "tutaveinte", portando un catre-tijera que sobre su lienzo exhibía los cacharros y baratijas más diversos y heterogéneos, vendiéndolos al precio uniforme de veinte centavos cada ejemplar. El "hombre orquesta", un ser humano que accionaba con pies, cabeza y brazos, haciendo sonar los instrumentos de toda una orquesta, incluso bombos y platillos, atrayendo público para que un individuo que marchaba a su vera vendiese incontables chucherías a precio módico. Los "muñecones", gigantes de mimbre y papel que remedaban personajes grotescos y aumentados caballeros de levita y chistera, en cuyo vientre obturaba una mirilla por donde se divisaban dos ojos en altura normal. El muñecón hacía reverencias y zalemas, mientras a sus lados redoblaba prolongadamente un tamborilero y voceaba un vendedor de vinos, galletitas o novedades ...

El oficio y sus cultores
Flores del jardín de la picaresca porteña, los buhoneros nacen, no se hacen. En boca del segundo Lazarillo puso H. de Luna esta opinión que es aplicable a la psicología buhoneril: "Si he de decir lo que siento, la vida picaresca es vida, que las otras no merecen este nombre; si los ricos la gustasen dejarían por ella sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos, que por alcanzarla dejaban lo que poseían; digo por alcanzarla, porque la vida filosófica y pícara es una misma; sólo se diferencia en que los filósofos dejaban lo que poseían por su amor, y los picaros, sin dejar nada, la hallan. Aquéllos despreciaban sus haciendas para contemplar con menos impedimento en las cosas naturales las divinas y movimientos celestes; éstos, para correr a rienda suelta por el campo de sus apetitos; ellos las echaban en la mar, y éstos en sus estómagos; los unos las menospreciaban como caducas y perecederas; los otros no las estimaban por traer consigo cuidado y trabajo, cosa que desdice de su profesión; de manera que la vida picaresca es más descansada que la de los reyes, emperadores y papas".
Transplantado a Buenos Aires, el pícaro español se bifurca en dos personajes típicos: el buhonero de que venimos hablando y el "linyera". La buhonería es el bachillerato que lleva a la Facultad de las deslumbrantes agencias de publicidad, donde se doctora definitivamente quien pasa todas sus pruebas.
He ahí a un arrapiezo de no más de nueve años —atento, simpático, vivo, ágil— que trisca entre las mesas de un café céntrico. Ofrece "ballenitas" para evitar el arrugue de los cuellos. Entre la jarana, o irrumpiendo en medio de las discusiones serias de los parroquianos —que se ponen serios, los unos, o interrumpen la discusión, los serios, para dedicar un instante al aliño personal—, "coloca" varios pares de sus blancas tiras de celuloide. Es un buhonero en mantillas, que hace sus primeras armas en el oficio... Aprendizaje de práctica y menuda psicología. Entre bromas y saetazos graciosos de parroquianos "avivados", el chico se foguea en el arte de la picaresca buhoneril. Pierde timidez y gana desparpajo. Pronto se hará ducho y, consecuentemente, eficaz en la venta y aprovechado alumno en la ciencia del embauque, simpático "bugione" con creciente y festiva clientela. Dejará las "ballenitas" y se le encomendarán trabajos más complejos y audaces —la implícita logia buhoneril no lo pierde de vista— y se incrementarán en grados picariles que se escalonan desde la venta de uña baratija novedosa, previo un pregón aprendido de memoria, ascendiendo luego por la "prueba de la víbora" y remontándose indefinidamente en insondables cielos mercantiles ...
—¡Tres artículos por un peso, caballeros! ... (al viandante común le es grato que lo llamen "caballero", bien que sea un término desusado y anacrónico. Al vulgo le gusta que el sagaz buhonero le traiga mágicamente una reminiscencia que se le antoja romántica) ... ¡Las tres últimas maravillas del progreso a su alcance, caballeros, por la ínfima suma de un peso: un enhebra-agujas infalible, un mondador de papas ultramoderno y una pasta maravillosa con la cual ustedes podrán reproducir en cualquier papel y en cualquier momento las más hermosas láminas!... Todo esto por sólo un peso ... No desaprovechen esta única oportunidad ...
Otros buhoneros apelan al recurso de la víbora domesticada, luciendo fácil valentía ante cien bocas abiertas.
Otros, sabios en malabarismos psicológicos, hacen complejas e intrigantes pruebas con barajas, iniciando su perorata con la promesa de enseñar al fin los secretos del truco; pero en lo más interesante del problema se interrumpen para vender sus
chucherías. Terminado el proceso de venta de las consabidas baratijas, que muchos compran ansiosos de abreviar la expectativa que en ellos ha provocado la inminencia de la revelación cartomántica... el buhonero vuelve a iniciar su perorata, sus pruebas misteriosas y su promesa de revelación del secreto, previa —naturalmente— la venta de algunos de los artículos que pregona ...
Otros, más completos y trashumantes, son ventrílocuos y concitan las delicias de la apretada reunión haciendo parlar chistes a sus muñecos, entre venta y venta ...

Están agremiados
Todos sabemos que los tiempos han cambiado. Mejor dicho, no son los tiempos ni el tiempo lo que ha cambiado, precisamente, sino el ritmo social contenido en el tiempo y los tiempos.
En Europa, ese ritmo —quebrado en descomunal catástrofe— se atascó en medio de horrible osamenta sobre un escenario donde yacen aún los espectros de muchos cadáveres importantes y de decisiva influencia en el drama humano; con la cuerda rota, búscase a sí mismo proyectando atónito sus miradas hacia atrás, unas veces, hacia ilusorio y fantasioso porvenir, otras... tal un ciego que, sin notarlo, se precipita en un abismo cuya profundidad ignora. En la Argentina de hoy, promisoria al advenimiento de las masas y consciente de su incidencia definitiva, ese ritmo no ha perdido la cabeza y sigue seguramente su marcha. Adelanta con lentitud aplomada y con gravitación plena hacia su destino de realización. Sincroniza el dicho ritmo con la organización gremial, con la nucleación de intereses y reivindicaciones sindicales, apoyado y estimulado por un gobernante despejado y comprensivo. Este sagaz gobernar nos ha deparado una concreción sorprendente con la sindicalización disciplinada de los más indisciplinados de los gremios, aglutinando las profesiones más crudamente individualistas, como es el caso de la formación de sindicatos de artistas o de periodistas, famosos cruzados de anárquicas bohemias.
Para terminar espectacularmente, como si procediéramos a bajar el telón final de un "grand guignol" sensacionalista, diremos que los buhoneros de nuestro país —caso único en el mundo— han formado también su sindicato, que está a punto de obtener personería gremial por parte de la autoridad pertinente. Se llama "Asociación Gremial de Vendedores, Propagandistas y Afines".
Revista Argentina
1/11/49

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