Entre los sinónimos
que la Academia de la Lengua endilgó solemnemente
al desusado sustantivo de buhonero, que sustancia
a una de las más antiguas y populares profesiones,
cuenta con un elenco de lo más divertido:
"gorgotero", "quincallero", "bufón" y "cajero". El
terminejo tiene alcurnia italiana —diz que viene
de "bugione", que traducido significa embaucador o
embustero— y lo adoptó más luego España,
heredándolo nosotros en línea directa, con su
correspondiente adaptación y nomenclatura popular,
en un motear pintorescamente porteño que va desde
"charlatán", "charlatán de feria", "mercachifle",
"baratijero", "marchante" y "tutaveinte", hasta
pluralizar graciosamente con la frase
cuatripalábrica de "los de la víbora". Hágase el
lector la composición de ambiente caracterológico
que más plazca a su buen saber y entender.
Años ha, un viejecito
plantado en una esquina frontera con la plaza de
Mayo, pregonaba con euforia juvenil y estentórea
voz, mientras ofrecía una metálica variación del
pito clásico: "¡Para que aprenda a cantar el
canario y al mismo tiempo se divierta el niño...!"
Brincaba y hacía piruetas, pito en boca,
demostrando al tupido corro la excelencia de su
mercancía. Paralelo en tiempo y oficio, anduvo por
las calles y bares porteños otro popular buhonero,
vendedor éste de una suerte de cerbatana
complicada en mecánico acertijo, que pregonaba con
esta cantinela:
Sopla, sopla...
Sopla el grande,
Sopla el chico;
Sopla el pobre,
Sopla el rico.
Todos soplan.
¡Sopla, soplaaaa ...!
Anteayer . . . Ayer .
. .
Otro buhonero popular
porteño fué un vendedor, esta vez silencioso y sin
gutural pregón, que ofrecía por las calles y
confiterías de la ciudad un contorsivo muñeco
construido con bolillas de madera, que, accionado
por una tijera maderil, se descoyuntaba en
contorsiones payasescas.
También silencioso y
austero, un provecto anciano de blanca pelambre,
ataviado en traje de etiqueta —inclusive,
reluciente chistera—, paseó no hace mucho nuestra
calle Florida, empujando un monopatín que conducía
un último modelo de zapato. Mas este buen ejemplar
encaja ya en la profesión de agente de publicidad,
propiamente clasificado...
Ya se enorgulleció y
plació el Lazarillo de Tormes, hace siglos y allá
en Toledo, del quehacer buhonero que actualizó en
su época con el término de "pregonero",
ascendiente inmediato de nuestras modernas y
dinámicas agencias de publicidad.
Decía el Lazarillo, ya
madurado por el sol de la experiencia: "Y es que
tengo cargo de pregonar los vinos que en esta
ciudad se venden, y en almonedas y cosas perdidas,
acompañar a los que padecen persecuciones por
justicia y declarar a voces sus delitos:
pregonero, hablando en buen romance ..."
Los porteños que
peinan cabellos color luz de luna suelen recordar
en sus sobremesas al "tutaveinte", al "hombre
orquesta" y a los muñecones de mimbre y papel
pintado. Ellos rememoran aquella pareja de turcos,
los "tutaveinte", portando un catre-tijera que
sobre su lienzo exhibía los cacharros y baratijas
más diversos y heterogéneos, vendiéndolos al
precio uniforme de veinte centavos cada ejemplar.
El "hombre orquesta", un ser humano que accionaba
con pies, cabeza y brazos, haciendo sonar los
instrumentos de toda una orquesta, incluso bombos
y platillos, atrayendo público para que un
individuo que marchaba a su vera vendiese
incontables chucherías a precio módico. Los
"muñecones", gigantes de mimbre y papel que
remedaban personajes grotescos y aumentados
caballeros de levita y chistera, en cuyo vientre
obturaba una mirilla por donde se divisaban dos
ojos en altura normal. El muñecón hacía
reverencias y zalemas, mientras a sus lados
redoblaba prolongadamente un tamborilero y voceaba
un vendedor de vinos, galletitas o novedades ...
El oficio y sus
cultores
Flores del jardín de
la picaresca porteña, los buhoneros nacen, no se
hacen. En boca del segundo Lazarillo puso H. de
Luna esta opinión que es aplicable a la psicología
buhoneril: "Si he de decir lo que siento, la vida
picaresca es vida, que las otras no merecen este
nombre; si los ricos la gustasen dejarían por ella
sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos,
que por alcanzarla dejaban lo que poseían; digo
por alcanzarla, porque la vida filosófica y
pícara es una misma; sólo se diferencia en que
los filósofos dejaban lo que poseían por su amor,
y los picaros, sin dejar nada, la hallan. Aquéllos
despreciaban sus haciendas para contemplar con
menos impedimento en las cosas naturales las
divinas y movimientos celestes; éstos, para correr
a rienda suelta por el campo de sus apetitos;
ellos las echaban en la mar, y éstos en sus
estómagos; los unos las menospreciaban como
caducas y perecederas; los otros no las estimaban
por traer consigo cuidado y trabajo, cosa que
desdice de su profesión; de manera que la vida
picaresca es más descansada que la de los reyes,
emperadores y papas".
Transplantado a Buenos
Aires, el pícaro español se bifurca en dos
personajes típicos: el buhonero de que venimos
hablando y el "linyera". La buhonería es el
bachillerato que lleva a la Facultad de las
deslumbrantes agencias de publicidad, donde se
doctora definitivamente quien pasa todas sus
pruebas.
He ahí a un arrapiezo
de no más de nueve años —atento, simpático, vivo,
ágil— que trisca entre las mesas de un café
céntrico. Ofrece "ballenitas" para evitar el
arrugue de los cuellos. Entre la jarana, o
irrumpiendo en medio de las discusiones serias de
los parroquianos —que se ponen serios, los unos, o
interrumpen la discusión, los serios, para dedicar
un instante al aliño personal—, "coloca" varios
pares de sus blancas tiras de celuloide. Es un
buhonero en mantillas, que hace sus primeras armas
en el oficio... Aprendizaje de práctica y menuda
psicología. Entre bromas y saetazos graciosos de
parroquianos "avivados", el chico se foguea en el
arte de la picaresca buhoneril. Pierde timidez y
gana desparpajo. Pronto se hará ducho y,
consecuentemente, eficaz en la venta y aprovechado
alumno en la ciencia del embauque, simpático
"bugione" con creciente y festiva clientela.
Dejará las "ballenitas" y se le encomendarán
trabajos más complejos y audaces —la implícita
logia buhoneril no lo pierde de vista— y se
incrementarán en grados picariles que se escalonan
desde la venta de uña baratija novedosa, previo un
pregón aprendido de memoria, ascendiendo luego por
la "prueba de la víbora" y remontándose
indefinidamente en insondables cielos mercantiles
...
—¡Tres artículos por
un peso, caballeros! ... (al viandante común le es
grato que lo llamen "caballero", bien que sea un
término desusado y anacrónico. Al vulgo le gusta
que el sagaz buhonero le traiga mágicamente una
reminiscencia que se le antoja romántica) ... ¡Las
tres últimas maravillas del progreso a su alcance,
caballeros, por la ínfima suma de un peso: un
enhebra-agujas infalible, un mondador de papas
ultramoderno y una pasta maravillosa con la cual
ustedes podrán reproducir en cualquier papel y en
cualquier momento las más hermosas láminas!...
Todo esto por sólo un peso ... No desaprovechen
esta única oportunidad ...
Otros buhoneros apelan
al recurso de la víbora domesticada, luciendo
fácil valentía ante cien bocas abiertas.
Otros, sabios en
malabarismos psicológicos, hacen complejas e
intrigantes pruebas con barajas, iniciando su
perorata con la promesa de enseñar al fin los
secretos del truco; pero en lo más interesante del
problema se interrumpen para vender sus
chucherías. Terminado
el proceso de venta de las consabidas baratijas,
que muchos compran ansiosos de abreviar la
expectativa que en ellos ha provocado la
inminencia de la revelación cartomántica... el
buhonero vuelve a iniciar su perorata, sus pruebas
misteriosas y su promesa de revelación del
secreto, previa —naturalmente— la venta de algunos
de los artículos que pregona ...
Otros, más completos y
trashumantes, son ventrílocuos y concitan las
delicias de la apretada reunión haciendo parlar
chistes a sus muñecos, entre venta y venta ...
Están agremiados
Todos sabemos que los
tiempos han cambiado. Mejor dicho, no son los
tiempos ni el tiempo lo que ha cambiado,
precisamente, sino el ritmo social contenido en el
tiempo y los tiempos.
En Europa, ese ritmo
—quebrado en descomunal catástrofe— se atascó en
medio de horrible osamenta sobre un escenario
donde yacen aún los espectros de muchos cadáveres
importantes y de decisiva influencia en el drama
humano; con la cuerda rota, búscase a sí mismo
proyectando atónito sus miradas hacia atrás, unas
veces, hacia ilusorio y fantasioso porvenir,
otras... tal un ciego que, sin notarlo, se
precipita en un abismo cuya profundidad ignora. En
la Argentina de hoy, promisoria al advenimiento de
las masas y consciente de su incidencia
definitiva, ese ritmo no ha perdido la cabeza y
sigue seguramente su marcha. Adelanta con lentitud
aplomada y con gravitación plena hacia su destino
de realización. Sincroniza el dicho ritmo con la
organización gremial, con la nucleación de
intereses y reivindicaciones sindicales, apoyado y
estimulado por un gobernante despejado y
comprensivo. Este sagaz gobernar nos ha deparado
una concreción sorprendente con la sindicalización
disciplinada de los más indisciplinados de los
gremios, aglutinando las profesiones más
crudamente individualistas, como es el caso de la
formación de sindicatos de artistas o de
periodistas, famosos cruzados de anárquicas
bohemias.
Para terminar
espectacularmente, como si procediéramos a bajar
el telón final de un "grand guignol"
sensacionalista, diremos que los buhoneros de
nuestro país —caso único en el mundo— han formado
también su sindicato, que está a punto de obtener
personería gremial por parte de la autoridad
pertinente. Se llama "Asociación Gremial de
Vendedores, Propagandistas y Afines".
Revista Argentina
1/11/49
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