Es muy flaco, muy
alto. Su pelo —rubio, lacio, sin gomina— se lo
tira hacia atrás. Da la exacta impresión de los 18
años, pero tiene 10 más. Cuando era chico —no
recuerda qué año ni qué día— se le ocurrió cantar.
Cuando era chico, también, se le ocurrió escribir
rimas. Se doctoró.
—¿Por qué poesía?
—Como manera de decir
mis cosas. Todo el mundo quiere decir sus cosas.
Yo también.
—¿Y el canto?
—La forma de dar mis
poemas a la gente. La mejor forma.
Vive en Haedo y se
llama Carlos Barocela. Es desganado, amigo del mar
y de sus amigos, odiador del estruendo. Ama las
cosas simples, purísimas: a los árboles y a los
caballos, a su barrio y a Villa Gesell; y, sobre
todo, a su mujer, Mónica Ker, una rubia
descendiente de escoceses.
Hace menos de un año
Carlos Barocela amenazó —con la guitarra empuñada—
convertirse en boom. Si no alcanzó las cimas y los
discos de oro y el delirio fue porque logró con
precisión lo que él más buscaba: ser el cantor de
un estilo de vida, acuñado entre las calles
tranquilas de los barrios semipueblos brevemente
alejados de la Capital. Barocela mismo es un
producto típico: en su alma no hay lugar para la
exaltación desmedida ni para el grito. Prefiere
reincidir en sus gustos. Y todos los domingos
sigue concurriendo al Club Discóbolo —como lo hace
su padre y acaso lo hacía su abuelo—, y todos los
días sigue enseñando y aprendiendo guitarra,
redactando su poesía, cantando su felicidad o su
delicada intranquilidad.
—¿Hay fuentes en tu
poesía?
—Lo clásico español.
Desde chico leí los clásicos. Góngora, Calderón,
Garcilaso.
—¿Tiene vigencia esa
poesía ahora? ¿Cómo es Góngora visto desde Haedo?
¿O desde Villa Gesell?
—Esa poesía no morirá
nunca. Tiene un impulso que está más allá del
tiempo. Toda la temática está allí. Un hombre
inteligente puede leer a Góngora en Haedo o en
Londres: si lo entiende, lo entiende. Si no, así
esté sentado en el corazón de España, sonó.
Le gusta repantigarse
en sus sillones de madera, mirar los avisos que
pegó en la pared, recorrer sus libros, estar
tranquilo.
—¿Cómo te trata la
fama?
—No lo noto. No hago
televisión, actué poquísimas veces. La gente no me
conoce por las calles. Si es que tengo fama —como
vos decís— no la noto para nada. Y me gusta así.
Sencillo sin pose,
Barocela se esconde del prestigio. La gloria que
desea ya la goza hace tiempo. Es el guitarrero
preferido en las fiestas de sus amigos, el tipo
más querido de las "barras viejas" de Gesell.
—Yo lo quiero así.
REMANSO. En la viola o
en la poesía, la suavidad de Carlos Barocela. Un
muchacho sencillo y sabio, como los criollos.
Amante de su "Patria chica" —Haedo—, acaso
Barocela es un ejemplo único de juventud:
trabajador, vive de su guitarra, pero no persigue
e| alarido.
Y lo quiere así, no
más. Por eso no repite historias: no es pobre ni
rico, no vendió cigarrillos al lado de un night
club, no le pagaban cinco pesos por cantar dos
piezas.
—¿Mi viejo? Si querés
saber algo de él, anda a verlo a él. Es macanudo.
Tiene un long-play ya
grabado y otro inminente, pero ningún problema
sentimental.
—Mónica es bárbara.
Así, suavemente, guía
a los periodistas al desconcierto.
La casa de Carlos
Barocela es simple por afuera y llena de colores
por adentro. "Obra de Mónica. Yo me dedico a
desordenarla". En un rincón hay un escritorio
sólido y antiguo, con muchos cajones y muchos
papeles y una máquina de escribir pequeñita. Es el
horno de los poemas de Barocela: los escribe
primero, los deja descansar algunos días, los
corrige y, por último, los pasa pulcramente en
limpio, en unos papeles muy chiquitos.
Sobre un costado
descansa la guitarra. Si el visitante se hace
amigo de Carlos, enseguida la rasga. "¿Qué
preferís?" Puede ser una milonga, una mejicaneada,
una canción de él. No toca de oído. Hace largos
años que estudia el manejo de la viola: de allí
que sus dedos vuelen, que las cuerdas griten lo
mejor que tienen. "Además, es una guitarra muy
buena", se vanagloria.
—¿Cómo grabaste por
primera vez?
—Me escuchaban en una
fiesta. Alguien se acercó y me lo propuso. Acepté,
claro.
—¿Te gusta grabar?
—¿Cómo no me va a
gustar?
—¿Qué sensación
sentiste al escucharte cantar vos mismo a través
de un long-play?
—No me acuerdo bien.
Me debe de haber emocionado bastante.
—¿Actuaste? ¿Dónde?
—Muy poco. En
Michelángelo, algunos días. Y en dos o tres lados
más. Muy poco. No me gusta.
—¿Vivís de tus
canciones?
—Me dejan unos cuantos
pesos, pero no vivo de ellas. Soy profesor de
guitarra.
—¿Cuál es la pieza
tuya que más gustó?
—¿Por qué no hablamos
de otra cosa? ¿Vos qué hacés?
"Humilde de poéticas
razones acata el corazón razón ajena| y pena por
penar su propia pena| en forma de poema y de
canciones".
Góngora jamás soñó
sucesor tal. Un muchacho tranquilo, que no empuña
aceros, no clama por la paz, tampoco por la
guerra. Jubones y golillas las reemplazó por una
camisa simple, por un sweater simple. Entonces,
quien conoce a Carlos Barocela desea que la fama
nunca lo acose, que siga viviendo en Haedo, amando
a Mónica Ker, escribiendo poemas, tocando la,
guitarra y cantando en las fiestas de los amigos.
"Amaba las muchachas y los peces, | las playas del
verano y su distancia. | Amaba las praderas, los
cipreses y el último confín de la elegancia". ¿Qué
más, Carlos Barocela?
ALEJANDRO SAEZ GERMAIN
Foto: Ricardo Alfieri.
Revista Gente y la
actualidad
6/11/1969
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