Los herméticos colegios privados
"ERAN otros tiempos, créame. Hasta hace poco —explicó la semana pasada una profesora— yo tenía en mi curso apellidos como Ramos Mejía, González Balcarce, Colombres Posse o del Carril. Después, las cosas fueron cambiando: primero, los hijos del dueño de una confitería del Rosedal, luego un chico cuyo padre era concesionario de una playa de estacionamiento... Una veía a esas madres nuevas ricas que le caían a las cuatro de la tarde con visones, o que venían de recorrer —en su Rambler último modelo— su cadena de quioscos de cigarrillos y... bueno, a mí no me importa, total, pobre gente, pero, claro, ¡no es lo mismo!"
Colegios privados

Durante las últimas tres semanas —tiempo que insumieron varios redactores de Primera Dama en hurgar el universo de los colegios exclusivos— ese eufemismo ("no está mal, pero no es lo mismo"), se reiteró hasta convertirse en letanía. Si aquella profesora quejosa por la invasión de parvenúes, esgrimía en su defensa el arma más filosa del arsenal de la exclusividad, también aquellas familias que optan por mandar sus hijos a unos de "esos pocos colegios" se aferran a ese imponderable plus: nadie dudará que pagar 100 mil a 400 mil pesos anuales por la educación de un jovencito, no es lo mismo que arrojarlo a la Siberia de la enseñanza (tal es la imagen dominante de los modestos institutos oficiales). Además, ese esfuerzo suele redituar un halago adicional para los solícitos padres: saben —y aceptan complacidos— que no más de ocho mil jóvenes comparten con su vástago los verdes parques del prestigio.

Los altibajos de la virtud
Elegir un colegio no es cosa fácil. Si se acepta que —a más de las bondades de su enseñanza— una school debe brindar a sus alumnos una razonable dosis de fulgor, el optar por uno y no por otro claustro, pasa a exigir delicadas ponderaciones. El antiguo mecanismo que protegía, a las familias más sofisticadas, de peligrosas contaminaciones —el arancel lo bastante alto como para ahuyentar intrusos—, perdió toda su efectividad frente a los azares de la historia social argentina: mientras un sector impecable debía contentarse con subdividir cada vez más sus predios, una creciente cantidad de familias no tradicionales alcanzaba, con alborozo, insospechados niveles económicos.
Pero si en la progenie patricia cundió la alarma, los directivos de colegios otrora insospechables tampoco las tenían todas consigo: para seguir incubando sólo los mejores pollos, debieron alzar barreras más empinadas —aunque también más permeables para los elegidos— en torno a sus aulas. Ahora, la admisión de alumnos se rige por distintos criterios: desde los 400 mil pesos que cuesta un año en el St. George, hasta el hermetismo del Mallinckrodt, donde son aceptadas casi exclusivamente las hijas de ex alumnas. El temor a la contaminación puede llegar a excluir —paradojalmente— a los apellidos de hispana prosapia: "Acá no hay gallegos ni italianos —se ufanó Beatriz Zimermann, quinto año del Paula Montal— y casi todas las alumnas son de origen inglés y francés".
Cuando los filtros han funcionado con eficiencia, el colegio puede pavonearse con una ristra de pobladores refulgentes, encumbrarse con el prestigio — de sus graduados y alentar a los indecisos con el anzuelo de su inmaculada composición. De todos modos, ningún colegio cometerá el error de alardear públicamente de sus linajes, una actitud considerada de mal gusto; en cambio, son las madres de futuros alumnos las que realizan la investigación por su cuenta.
Esa geografía del prestigio —según pudo comprobar Primera Dama— se desdibuja cuando varios establecimientos se disputan los jirones de alguna familia prolífera y poco compacta. Aun así, puede conocerse la nómina de familias cuyos hijos concurren —o lo han hecho— a esos institutos: pueblan el Jesús María (Martínez de Hoz, Bustillo, del Valle, Estrada, Ezcurra, Soje), el Sagrado Corazón (Avellaneda, Ayerza, Braun Menéndez, Giménez Zapiola, Marcó del Pont, Nazar Anchorena, Quesada Ocampo), el Michael Ham (Beccar Varela, Elizalde, Ezcurra, Paz, Pueyrredón, Zavalía), el Asunción (Anchorena, Casares, Figueroa Alcorta, Ibarguren, Peralta Ramos, Santamarina), el Champagnat (Furst Zapiola, Álzaga, Entrada, Guerrico, Hueyo, Lastra, Leloir, Milberg, Zorraquín), el Cardinal Newman (Casares, Marcó del Pont, Ocampo, Ortiz Basualdo, Peralta Ramos), el St. Andrew's (Álzaga, Beccar Varela, Blaquier), el St. Catherine (Iriondo, Sojo, Bellocq Nazar), el Río de la Plata (del Carril, del Valle, Martínez de Hoz).
Aun cuando un colegio haya demostrado su excelencia, debe cuidarse de otros riesgos: aunque el prestigio y la calidad de la enseñanza suelen fundamentar la estima a un instituto, el capricho es un taimado sube y baja que, cada tanto, arroja una nueva víctima al canasto de las cosas out. Las alzas y bajas son difíciles de estimar, pero al menos dos casos parecen ser significativos. Uno de ellos es el del Euskal Echea, que hace diez años era considerado absolutamente "bien"; ahora, un menosprecio que nadie sabe explicar le ha arrebatado esos laureles y provoca el recíproco desdén de sus adeptos: "Actualmente no nos interesa ser un instituto aristocrático, sino simplemente un colegio de barrio, por eso pusimos nuestros aranceles a la altura de la gente de esta zona (Sarandí al 700)", justificó su directora. En cambio, una eclosión notable fue la del Río de la Plata, que hacia 1964 comenzó a crecer desmesuradamente, amenazando desplazar a otros colegios de venerable curriculum. La migración también tuvo, sin embargo, sus consecuencias moderadoras: no siempre fueron los mejores y más disciplinados alumnos quienes más dispuestos se sentían a cambiar de aires, y la expansión retomó su ritmo normal cuando los padres advirtieron la novedad.
En general, la tendencia es la apertura hacia otros sectores, un cambio que toma distintas vías según los colegios, pero que tiende a incorporar a industriales y nuevos ricos en sus pulcras áreas. De todos modos, aun en los más herméticas, la recomendación de un obispo (especialmente Monseñores Segura y Rocca), o una generosa donación, pueden obrar milagros. Ese aggiornamento no es casual; aunque algunos directores, como el Hermano Paul Gallagher, del Cardinal Newman, consideran que sus feudos están destinados "a las clases altas argentinas, para que puedan mandar sus hijos a una escuela católica que enseñe inglés", el criterio dominante es el que manifiesta Bemard Green, director del Belgrano Day School: "Me gustaría tener entre el alumnado más hijos de profesionales y altos funcionarios", farfulló.
Solamente algunos colegios religiosos, de mujeres, mantienen con pleno vigor la tradición de clase: "No soy demasiado sensible —narró una señora muy distinguida, pero egresada del Lenguas Vivas (estatal y gratuito)—, pero cuando traté de anotar a mi chica en el Mallinckrodt y, sin abrirme la puerta, la Hermana me cerró la mirilla, tuve ganas de llorar. Me dijo: Si usted no es ex alumna nuestra, no hay vacante para su hija". Ese rigor apenas, lo comparten otros tres colegios: Esclavas, Sagrado Corazón y Asunción, este último hasta el punto de haber sido clausurado durante la administración peronista, por no querer admitir a alguna niña políticamente encumbrada.

No sólo de status vive el hombre
Aunque la ambición de prestigio explique parcialmente su existencia, no debe pensarse que los colegios exclusivos brindan nada más que fulgor a los jóvenes y a sus familias. Por el contrario, la mayor parte de esas escuelas pueden ufanarse legítimamente de ofrecer un alto nivel de enseñanza, edificios y campos de deporte que ningún establecimiento oficial posee, educación bilingüe —a cargo, las más de las veces, de profesores importados— y, casi siempre, formación religiosa. En todos los casos, las materias del plan oficial están incluidas en sus programas, pero se las trata más extensamente y a mejor nivel.
Curiosamente, varios directores se defienden de una acusación de exotismo que nadie les hizo: "Somos un colegio argentino —enfatiza Crawford Randall Hills, rector del St. Andrew's Scots School—, tal vez no desde su fundación, en 1838, pero sí a partir del último cuarto de siglo: si enseñamos inglés, es por la importancia que este idioma tiene en el mundo, y nada más". Otro rector, el Reverendo Tom Johnstone (St. George) opina que, de todos modos, no hay motivos para afirmar que las instituciones del British Public School son irreproducibles en la Argentina: "Las únicas diferencias las impone el clima. En Inglaterra, el año escolar se divide en tres períodos y acá en dos: eso obliga a acelerar el ritmo".
La enseñanza del inglés (o francés, como en el Asunción o el Euskal Echea), tanto como la de otras materias, pudo haber sido un aditamento ocioso hasta hace algunos años, pero no ahora. La rectora del Michael Ham, Sister Cyprian, explica así los motivos de ese cambio: "El mayor inconveniente a superar en colegios como éste, consiste en que las alumno- no tienen que ganarse la vida: la escuela sirve entonces sólo como un elemento más para dar conciencia de clase, con tanta importancia como el viaje a Europa antes de los veinte años, el largo veraneo en Punta del Este o las escapadas a la estancia, y en esas condiciones el nivel académico no puede
ser muy alto. Pero ahora, la mayor parte de las chicas quieren entrar a la Universidad, trabajar; me consta que sus familias les machacan todo el día aquello de que hay que tener algo en la mano para cuando se venga la tormenta. Lo curioso es que —aunque cada vez es más fuerte el sentimiento de inseguridad económica— la estabilidad financiera pocas veces se quiebra en una sola generación. Entre las mil alumnas del colegio no conozco ningún caso".
Esa concepción utilitaria de la enseñanza parece arraigarse en todos los colegios —aunque una profesora del Asunción explique que "nuestra misión es formar buenas madres: capacitar a las alumnas para la lucha por la vida corresponde a los padres, y Dios quiera que eso no sea necesario"—, porque como señaló Hills (St. Andrew's), "todos saben que mañana podrán aspirar a mayores sueldos si pueden exhibir más diplomas acumulados". Por si acaso, el St. George, un internado cosmopolita, se hace cargo de esas inquietudes y ofrece a sus alumnos un plan de estudios que desborda ampliamente el programa oficial: los jóvenes tienen a su disposición un taller de mecánica y un auto para desarmar, estudian Agronomía (experimentan en cultivos de alto rendimiento), incursionan en filatelia y fotografía, y hasta aprenden a cocinar (las clases las dicta el mismo chef francés que alimenta el gran estómago del colegio).
En términos de enseñanza, la Escuela Argentina Modelo goza de una lustrosa reputación, debida en parte a que los hermanos Biedma, sus directores y propietarios, son los promotores en el país de una nutrida serie de adelantos pedagógicos, desde el método Gateño hasta la gramática estructural, y del sistema musical Orff hasta el expresionismo de grupo. Otra causa de ese prestigio son los laboratorios: en uno de ellos, los estudiantes pueden seguir, paso a paso, el desarrollo de un embrión de pollo, gracias a los rayos X. Tales esplendores solían ser compartidos en cierta medida, años atrás, por el Instituto Libre de Segunda Enseñanza, frente a la Plaza Lavalle, cuyo equipamiento académico y técnico fascinaba a muchos padres. En la actualidad hay un establecimiento oficial que ofrece un elevado nivel de enseñanza: el Colegio Nacional de Buenos Aires, Bolívar entre Alsina y Moreno, en el cual hasta las familias más encumbradas solían hallar una ventaja interesante: sus egresados, que cursan un sexto año, están exentos del temido examen de ingreso a la Universidad.
El alto nivel de los estudios es general en los colegios exclusivos, y uno de los frutos de ese empeño lo cosechan los alumnos cuando llega el momento de ingresar a la Universidad: "Aunque el régimen de equivalencias es demasiado severo, nuestros muchachos se las arreglan: el año pasado, la Facultad de Derecho (estatal a nuestros egresados de cursar el año de ingreso, obligatorio para los demás bachilleres", se ufana Bernard Green (Belgrano Day). Gomo casi todo en este mundo, también la excelencia pedagógica tiene su precio: los
profesores son contratados en Inglaterra a razón de 1.100 libras mensuales los solteros y 1.500 los casados, además del pasaje de ida y vuelta y los servicios sociales. Los demás colegios prefieren no hablar de cifras, y juran pagar a sus profesores según el tenue ábaco legal (unos 800 pesos la hora).

Té y simpatía
"Los colegios tradicionales dejarían de serlo si de pronto tiraran por la borda todo el sistema de vida —ese intangible school spirit— que han ido montando durante generaciones", indicó a Primera Dama un profesor de Psicología. Ese hálito distintivo cuaja en vestimentas y ceremonias, en tradiciones y manías; también la leyenda tiene su lugar, cuando se habla de disciplina o se ponderan las virtudes deportivas de un college.
De los uniformes oficiales, ninguno suscita tanta reticencia como la toga de los alumnos de 5º año de la Argentina Modelo. Mientras algunas familias de los togados opinaron que "daba lástima ver a esos chicos haciendo el ridículo", otra señora prefirió arrobarse: "Son unos caballerazos, con esas arcadas, el patio andaluz y los chicos con toga. Cuando los veo, francamente, me emociono". En cuanto a los propios alumnos, suelen fruncir el ceño cuando se les pide opinión al respecto: "A mí, lo de las togas, me revienta. Y además, ¡qué casualidad!: la tela hay que comprarla en la proveeduría de la escuela". Otros azares, en cambio, llevan a los alumnos del Cardinal Newman a manifestar su rebeldía a través del uniforme: reglamentariamente, consiste en un saco bordó y pantalón gris, pero —aunque respetan lo del saco— prefieran lucir pantalones verde botella o negros.
Claro que las prescripciones del reglamento se tornan particularmente insufribles en el caso de los colegios para mujeres. En el Michael Ham, el viejo uniforme —túnica azul con tres tablones, camisa blanca, corbata rayada, medias tres cuartos de McHardy-Brown; botones azules, rojos o amarillos (según el equipo deportivo interno)— remataba en un airoso chambergo, que debía lucir bien limpio y planchado, pero una singular consigna propagada entre las jóvenes —"llevar el sombrero arrugado es más canchera"— decidió a la directora a reemplazarlo por una boina de terciopelo. Del mismo tenor fue el conflicto modisteril en el Jesús María: el cinturón que debía ceñir la túnica azul a la altura de la cintura, solía deslizarse hacia las caderas, en busca de una mayor elegancia. Hubo que descartar ese uniforme y adoptar un conjunto de pollera y chaleco en Príncipe de Gales beige, con corbata y faja bordó, y camisa blanca.
Los colegios para niñas también ostentan —al menos teóricamente— un criterio draconiano en cuanto a disciplina. El terror de las religiosas son los muchachos de los colegios vecinos: excitadas por la perspectiva de ser contempladas y aun abordadas por los mancebos, las alumnas se las arreglan
para esconder cosméticos en sus ropas, sortear el control de las hermanas (cuya jurisdicción no supera los cien metros) , y modificar su peinado en cuánto salen del colegio. Esas actividades están explícitamente prohibidas por la superioridad —pese a que algunas de las chicas mayores alcanzan a tener 18 nutridos años— pero difícilmente podrían ser reprimidas en colegios como el Jesús María, vecino del populoso Colegio Nacional Domingo Faustino Sarmiento. Las adolescentes, tras burlar las restricciones, agravan aún más la cosa: invitan a sus más devotos festejantes a las kermeses del colegio, una suerte de festividades que abren oficialmente las puertas de los claustros.
En el interior de los edificios, las normas de disciplina se ligan con curiosas ceremonias, aunque buena parte de ellas han sido dejadas a un lado en los últimos años y otras son abandonadas actualmente. El trato entre alumnas y profesoras congrega la mayor parte de esas fórmulas: hasta el año pasado, las jóvenes del Sagrado Corazón se dirigían a la Superiora con
una galana reverencia, retirándose luego sin volverle la espalda, hablaban con ella exclusivamente en francés, y cuando deseaban ir a los baños preguntaban "si podían concurrir a las fuentes". En otro establecimiento, si una falda se alzaba hasta descubrir un tramo de pierna mayor que el permitido, se advertía del accidente a la víctima al grito de "¡Viva Jesús!" (El saludo entre alumnas era Viva Jesús, muera el pecado).
En los colegios de varones, de origen británico, la disciplina solía apoyarse, hasta hace pocos años, en el castigo físico. Según Bernard Green, los varillazos fueron abolidos en el Belgrano Day hace más de treinta años, pero el personal del colegio fija como fecha la de 1954. Los pobladores de Quilmes; en las cercanías del St George, están convencidos de que esos castigos se aplican aún ahora, y que los encargados de aplicarlos son a veces estudiantes a los que se entronizó
en el cargo de líderes. Aunque el reverendo Johnstone describe el clima del internado afablemente —"Los muchachos tienen cuatro fines de semana anuales para pasarlos con sus familias, los obligamos a escribir una carta por semana y pueden ser visitados los sábados. No hay problemas psicológicos ni casos de matonismo"—, los egresados parecen contradecir esa imagen paradisíaca: "Cuando yo estaba —recuerda Marcelo Castiñeiras, egresado en 1963—a los más chicos se les hacía marcar el paso a golpes".
De todos modos, la disciplina no siempre da los resultados esperados. Las expulsiones promedian los cuatro jóvenes por colegio anualmente (la causa también puede ser el bajo rendimiento en los estudios y, en las escuelas de mujeres, delitos tales como "leer cartas de amor"), una cifra que se empina hasta el tope de 15 en el Belgrano Day: "El año pasado —refiere Bernard Green— aseguramos el edificio antes de echarlos. A la semana, casi todas las ventanas del colegio tenían los vidrios rotos".
Pero la tradición también es ceremonia. La mayor parte de los colegios tienen su día anual, una ocasión espléndida para exhibir coros y orquestas; rodean de pompa las colaciones de grado, enfatizan sus torneos deportivos (sports). En el Northland, la gran ceremonia anual se impregna de cantos, alocuciones y representaciones dramáticas (de las que no se salva ni Shakespeare). En 1964, el colegio rompió, por primera vez en 30 años, la veda que impera sobre el castellano: el disertante de turno desechó el inglés; se llamaba Jorge Luis Borges, y se refirió, claro está, a literatura inglesa.
La Argentina Modelo también tiene sus ceremonias. Una de ellas es la proyección de un film rodado en el Museo de Lujan hace unos cuantos años, en el que los niños aparecen vestidos como los miembros de la Primera Junta. Se sabe que uno de los próceres es el mismísimo Juan Martín Biedma, que entonces tenía once años, pero no cuál era su rol. Una breve encuesta en el alumnado demostró que las mayores probabilidades se le atribuyen a Castelli, Paso y Moreno, en ese orden.
Desconfiados y aun herméticos, los directivos consultados no siempre se mostraron dispuestos a mostrar a Primera Dama el universo de la exclusividad. En cambio, recelan de ese calificativo y lo devuelven en dirección opuesta: "Las recomendaciones son una institución en el país, y en cuanto a la democracia vigente en la enseñanza estatal, le sugiero que trate de anotar a su hija en una escuela de doble escolaridad o el Normal Nº9, de Güemes y Aráoz, y después me cuenta. Además, hay colegios donde pagar la cooperadora le sale tanto como las mensualidades de una escuela privada". En medio de una estructura social mutable y conmovida, saben también que la tradición debe acomodarse día a día, pero que los cambios rápidos tienen sus riesgos. "Después de todo —resume Bernard Green—, desde Cromwell hasta ahora no ha habido una sola revolución en Inglaterra, y no por eso deja de ser un país moderno y al día."
PRIMERA PLANA
20 de junio de 1966


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