Aclaración que
conviene hacer de entrada: esta nota no trata
sobre los intelectuales de izquierda propiamente
dichos. ¿Por qué? Porque al cabo de una semana y
media de pesquisas —con sus noches—, un equipo de
estudiantes de Morfología Social (al comando del
colaborador de SIETE DIAS Mario Mactas) llegó a la
conclusión de que los intelectuales de izquierda
no existen. Entonces, abrumados por la
frustración, reflexionaron otra semana y media y
por su cuenta y riesgo corrigieran su concepto: en
realidad, concluyeron, lo que pasa es que los
intelectuales de izquierda no van a comer a
ninguno de los restaurantes de la cadena Pipo.
Así, tras haber
fatigado los billares del Academia (Callao al
300), las mesas del bar La Paz (Corrientes y
Montevideo) y las crocantes butacas del cine
Lorraine (al lado de| bar La Paz), hicieron de
tripas corazón y decidieron sumergirse en la
inspección de una de las faunas más divertidas de
la Argentina: la que integran quienes se disfrazan
de intelectuales de izquierda, una especie —ésta
sí— abundante y realmente surtida.
Hecha la salvedad, es
oportuno ahora avisar al lector que de lo que se
trata aquí es de saber cómo estos honestos
muchachos que gastan sus noches a lo largo de la
avenida Corrientes (nunca más allá de Callao, en
la frontera oeste, y de Cerrito, en la otra punta)
consiguen financiar los insumos de su intelecto.
Lo que equivale a preguntar: ¿cuánto cuesta un par
de botitas de gamuza tipo Clarks, dos paquetes
diarios de Particulares fuertes, tres camisas
Grafa color picapedrero, todos los longplays de
Paco Ibáñez, un psicoanalista y quince días de
veraneo en Chile (con escapada a Viña) "para ver
la experiencia"?
Bien rumbeada, la
investigación deparó algunos datos sorprendentes:
parece ser que nada les resulta más barato para
asumir el rol que titularse peronistas, lo cual
—dicho sea de paso— es una condición básica. "De
lo único que hablan es del pueblo peronista, de lo
nacional y del Jefe. Los hay que cuando se
refieren a Perón dicen simplemente el general
—recopiló un mozo de La Giralda, de Corrientes al
1400. Y vaciló un rato antes de agregar:
— Qué sé yo, antes
tenían a flor de boca al Che y todo eso. Después
cambiaron."
Signo de los tiempos;
quien pretenda remedar a un intelectual de
izquierda tiene que someterse a los desvaríos de
la moda: por eso, ha de suponer que confesándose
peronista contrae enlace con el pueblo y logra
sobreponerse a su malhadada soledad. Consecuencia
obvia: la literatura izquierdista que exhiben los
quioscos de Corrientes está siendo superada por
una galopante inflación de boletines más o menos
justicialistas.
Este inventario
costumbrista no debe malinterpretarse. Casi todo
el mundo —hay lamentables excepciones— sabe que la
mayoría de los barbudos de la calle Corrientes,
los habitués del Bar-Bar-0 y los contritos ex
clientes del Di Tella son personas simpáticas,
juiciosas y bien intencionadas. Hasta es posible
pasarse una noche entera charlando con uno de
ellos sin aburrirse. Fenómeno que también se da
—es justo reconocerlo— si la plática se desarrolla
con un intelectual de derecha, o cosa parecida. El
I. de D. es un espécimen que suele pasear su
solemnidad por las confiterías tradicionales
(Richmond o St. James) y que tiene muchos puntos
de contacto con el I. de I., menos tres: primero,
está en extinción (su representante más joven es
el periodista Roberto Aizcorbe, director del
quincenario El Burgués); segundo, lee el
suplemento literario de La Nación en vez; del de
La Opinión, y tercero, sus evanescencias
metafísicas, su fervor democrático y su almidón le
cuestan el triple de lo que a un I. de I. le sale
un poster de Jane Fonda, en sepia.
CONSUMIDORES DEL
MUNDO, UNIOS
"Cuando empecemos a
ahorcar capitalistas —escribió Lenin alguna vez—
se pelearán entre ellos para vendernos las sogas."
Cualquier dirigente de derecha podría replicar:
"Cuando los izquierdistas hablen pestes de la
sociedad de consumo, en la Bolsa subirán las
acciones de la industria textil, de las
grabadoras, de las clínicas psicoanalíticas y de
la Citroën".
Es que mientras el
flanco derecho degusta sin traspirar los placeres
del consumo (gracias a que ningún derechista
padece de digestiones lentas), en la izquierda
causan estragos las lecturas de Marcusse. Casi no
hay aspirante a I. de I. que no se abisme en esos
infiernos cada vez que el odiado sistema lo obliga
a optar entre la margarina untable y la manteca,
entre un acrílico de Polesello y un manojo de
globos nipones de papel de arroz, entre un 3 CV y
un 600, entre un inodoro de porcelana tipo
escandinavo y una mecedora thonée con prosapia.
Si uno quiere parecer
un intelectual de izquierda hay que abominar de la
sociedad de consumo y a continuación consumir (con
Londoncard, si se puede) todo lo que esa sociedad
le está sirviendo. Para mejor explicarlo, esto
significa que el I. de I. es también un ansioso
consumidor, sólo que él no compra lo que pretende
Susana Giménez, ni se viste en un supermercado.
Sus muebles los encarga a Más Viejo que mi Abuela,
jamás en el departamento novios de Eugenio Diez.
En esto, sobre todo, se parece a su primo de la
derecha; con la diferencia de que el I. de D.
suele tener mejor gusto y más plata. Con todo,
ambos hacen buenas migas en la Galería del Este,
territorio que comparten. Lógico: ¿quién puede
asustarse de un Guevara reducido a poster, o de
esos cartelitos —la industrialización de los
graffitti— que sirven para decorar la buhardilla o
el living y que dicen, por ejemplo, La guerra es
buen negocio, invierta a su hijo?.
De tal forma, este
crítico sistemático del consumo deglute ávidamente
lo que la sociedad capitalista —astutamente
emprendedora— ha preparado para él. "Son mis
mejores
compradores —reconoció
Fernando de Elizalde, encargado de la sección
discos del shopping Mercurio (Corrientes al
1700)—. Buscan exquisiteces, las cosas que la masa
no consume. Me parece que, en el fondo, la
muchedumbre los asusta. Que el proletariado esto,
que el proletariado aquello, que las
reivindicaciones sociales, que ahora hay que ser
peronista ... Pero ellos en su casa y los obreros
en las suyas. Vea, hay montones de semejanzas
entre estos muchachos y los nenes bien del barrio
Norte."
En cuanto al negocio
montado en torno de la figura del Che, es
realmente próspero. Mario Jorge Giesso (de
International Posters, Galería del Este) advierte
que las imágenes del comandante "se venden a
rolete"; pero muchos compran también los afiches
antiestablishment, habitualmente concebidos con
fino humor. "Por ejemplo —dice Elizalde—, uno que
mostraba a Jesús acompañado de una leyenda que
decía algo así como Buscado por incitar a la
insurrección. Recuerdo que un día vino un señor
canoso, lo pidió y cuando mi socia se lo entregó
lo hizo añicos y se puso a bailar una danza
histérica sobre los pedazos. Esto es una
blasfemia, gritaba."
Por supuesto, para
camuflarse de intelectual de izquierda no basta
con decorar las paredes del departamentito con un
retrato de Nixon haciendo sus necesidades (que lo
hay y, según versiones, ha sido impreso en Chicago
por un industrial que adhirió con 10 mil dólares a
la próxima campaña electoral del presidente
norteamericano); también es necesario consumir
algunos de los productos que elaboran los
verdaderos I. de I. "Son los únicos que compran
las revistas literarias y políticas —señaló Luis
Carlos Cabrera, encargado del quiosco instalado
sobre la vereda del Lorraine—. El hombre corriente
compra su diario a la mañana, su diario a la tarde
y una revista por semana. Incluso ahora compra
menos, porque hay menos plata. Pero los muchachos
que se detienen aquí se llevan, además de todo
eso, Nuevos Aires (300 pesos), La Comuna (120), El
Escarabajo de Oro (200), Uno por Uno (180), Ensayo
Cultural (200) y alguna otra." Cabrera es un agudo
observador: "Hace seis años que estoy aquí y tengo
el asunto bien estudiado. Si en el cine dan una de
Buñuel, seguro que ese día voy a agotar el guión
de Viridiana, editado en México y que cuesta 1.000
pesos. A ellos les interesa mucho el cine y
entonces vacían sus bolsillos por alguno de estos
libros. Y si todavía tienen resto, se mandan un
café con leche y pan y manteca en La Paz, por 250
pesos, o un plato de fideos en Pipo (120). La
verdad, les dan más importancia a los libros y las
revistas que a la comida".
LOS ZURDOS
MASTICADORES
Aéreo, elegante a su
manera, descamisado á la page, desprecia, en
efecto, las artes de la gastronomía. Para Braulio
Marini, mozo de la filial de Pipo que está junto
al teatro El Nacional, la cosa es así: "Dejan los
libros en una silla para que no se les manchen con
tuco, y se quedan un buen rato. Siempre eligen las
horas en que hay menos gente; no les gusta
levantarse para dejar la mesa a los que están
esperando. Para ellos comerse un bife y unos
fideos es un pretexto para charlar. Hablan y
hablan, y qué quiere que le diga, son medio
difíciles de entender. Antes, por ejemplo,
hablaban pestes de Perón y ahora se han dado
vuelta. Debe ser la última onda".
En el Pipo, un bife de
cuadril cuesta 210 pesos, uno de tapa 110, el de
chorizo 250 y el de lomo 280. Los vermicelli sólo
valen 100 mangos, a menos que se ingieran con
doble tuco o doble pesto, exquisitez que se paga
con 20 pesos más. Y tal vez sea por culpa de la
bicoca que se irrite el mozo Mariani: "Vea, la
verdad es que me tienen podrido".
Sin duda, el exabrupto
responde a un molde generalizado: el que diseña a|
intelectual como un personaje que critica sin
ofrecer nada a cambio, como no sea su permanente
aire de "estar más allá de todas las cosas". Es
que —paradojas de este valle de lágrimas— el
disfrazado de I. de I. suele abominar de toda
militancia política, pues no hay organización que
lo conforme, ningún programa capaz de horadar esa
especie de escepticismo nostalgioso que lo inunda.
De alguna manera, ello es una prueba más de su
autocomplacencia, de que —vástago de la clase
media— conserva tozudamente los hábitos
individualistas del sistema. Así, es lógico que
desde la propia izquierda se los insulte sin
piedad: "En el tibio caldo de su indiferencia
—exageró el mismísimo Trotsky al referirse a los
I. de I. rusos— diluyeron un puñado de
positivismo, una pizca de mística, cierta dosis de
escepticismo, algo de estética e incluso un poco
de cinismo, y lo que temen por encima de todo es
que cualquier sacudida brutal venida del exterior
les haga perder el equilibrio".
El brulote parece
injusto; en todo caso, e| I. de I. puede ser
consecuente cuando se lo propone. Desde hace ya
bastante tiempo, por ejemplo, sus pantalones
predilectos son los blue-jeans, en los que
invierte hasta 5 mil pesos si son importados o
2.500 cuando opta por los nacionales. Y si bien el
eclecticismo hace que pasen sin ningún problema de
la lectura de un Frantz Fanón, teórico del
tercer-mundismo, a la de un Stephen Baker (autor
de Cómo analizarse con un psicoanalista
neurótico), siempre despreciarán de la lista de
best-seller a autores como Erich Segal o Silvina
Bullrich, con lo cual demostrarán un cierto
repudio por la trivialidad.
De lo que no caben
dudas es de que los aspirantes a I. de I.
constituyen en la Argentina un mercado
profusamente abastecido. Las botitas tipo Clarks
insumen entre 4 y 5 mil pesos; los zapatones de
enormes suelas de goma y cordones que envejecen
lenta y gloriosamente —es imprescindible usarlos
muy gastados— cuestan algo más de 4 mil; un
psicoanalista en retiro, dedicado a escribir y en
crisis ideológica, puede conseguirse a dos mil
pesos la sesión, si viene recomendado por un amigo
íntimo: en caso contrario, el candidato deberá
desembolsar entre 7 y 15 mil pesos la hora y
concurrir al diván, como mínimo, tres veces por
semana.
¿Un despilfarro? Tal
vez, pero el I. de I. no es el único que mortifica
a su ego en los consultorios o se viste según el
último grito de la moda casual, que consiste en
planificar cuidadosamente un aspecto descuidado.
Al respecto, el equipo que investigó esta nota se
topó con serias dificultades. ¿Acaso ciertos
hábitos del I. de I. no son comunes a casi todo el
mundo? Camuflarse de revolucionario, ¿no es algo
que también se practica en la derecha, ahora que
el significado de las palabras sufre permanentes
devaluaciones?
Nadie puede
molestarse, finalmente, porque la juventud barbuda
se vista como le venga en gana o prefiera ciertos
bares porque sabe que allí encontrará a sus
iguales. Los muchachos afectos a| ruido son mucho
más inconsecuentes en materia de boliches: ambulan
de uno a otro sin anclar jamás en ninguno, cosa
que no ocurre con los paradójicamente
tradicionalistas noctámbulos de la izquierda.
"No sé por qué, pero
el bar La Paz ha sido lugar de reunión de los
intelectuales desde que tengo memoria —confió el
ibérico Avelino García, quien desde hace 22 años
regentea la caja registradora del negocio—. Esto
funciona de 6 de la mañana a 3 de la mañana; sólo
descansamos tres horas para hacer la limpieza.
Antes venía gente de teatro exclusivamente, pero
después empezaron a llegar estudiantes, aspirantes
a escritores, todo eso. Y fíjese que no es el
público que más conviene: ellos sólo toman café, y
tener un tipo sentado horas en una mesa por
setenta pesos no es negocio para nadie. Pero no me
quejo: son simpáticos y generalmente pacíficos. En
estos años no he visto peleas de mesa a mesa ni
nada parecido. Además, le dan al bar un clima
especial; muchas confiterías no tienen
personalidad, pero ésta tiene cara propia gracias
a ellos."
Y más: gracias al I.
de I., bares como La Paz, el Politeama o La
Giralda se han salvado —hasta ahora— del triste
destino de involucionar a pizzería o grill, algo
que, en cambio, no pudo evitar el mítico La
Comedia (Corrientes y Paraná), lugar preferido
hasta que el sistema arrambló con él. Además, es
halagador descubrir que los hábitos de consumo del
crítico de la sociedad de consumo sirven, al
menos, para que sobrevivan algunas editoriales (el
I. de I. suele gastar 5 mil pesos mensuales en
libros) o para que haya proliferado una cadena de
cines de arte a salvo de engendros y más o menos
baratos; 400 pesos es el precio promedio de una
butaca en cualquiera de esas salas cuyos nombres,
invariablemente, empiezan con la letra L.
Así y todo, ¿es
posible trazar un perfil nítido para este
personaje? No es un hippie ni comparte la teoría
de los que imaginan revolucionar a la sociedad
consumiendo marihuana; pero tampoco es un
aspirante a ejecutivo ni un militante de las
sectas de izquierda, y su peronismo reciente es
más oral que efectivo. Podría decirse, entonces,
que el disfrazado de I. de I. es un diletante.
¿Pero quién se atreve a arrojar la primera piedra?
En estos días, muchos
aspirantes a I. de I. estarán veraneando en Villa
Gesell o habrán alquilado una casa en Viña del Mar
o Zapallares (Chile), a razón de 200 mil pesos la
temporada; otros se estarán conformando con Saint
Tropez o, por poca plata, habrán emprendido una
excursión mochilera al Sur. ¿Pero acaso esas
costumbres constituyen rasgos definitorios de
algún espécimen particular?
Por otra parte, saber
cuánto cuesta disfrazarse de intelectual de
izquierda es arduo: hay para todos los gustos y
todos los precios, y eso lo saben perfectamente
los policías que se mimetizan en el ambiente para
ver, oír e informar.
Con todo, hay algo
indudable: seguramente el I. de I. no va a leer
esta nota, porque rara vez compra SIETE DIAS, esa
revista de evasión (vean si no las chicas de la
tapa), un típico producto de la sociedad de
consumo.
Revista Siete Días
Ilustrados
24.01.1972
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