¿Cuánto cuesta disfrazarse de intelectual de izquierda?

En momentos en que los usos y costumbres reflejan (más nítidamente que en otras épocas) un estado de ánimo, acaso resulte oportuno trazar el perfil de un personaje muy capaz de cambiarle la fisonomía al Buenos Aires de los años 70. Si alguna vez ese personaje llega a convertirse en un porteño típico, entonces esta nota podrá ser considerada un lúcido anticipo. Mientras tanto, debe interpretarse como lo que es: una satírica y tierna disquisición en torno de cierta clase de barbudos, de común henchidos de fervor revolucionario, y sobre sus hábitos de consumo para parecer lo que pretenden. Cualquier parecido o semejanza con hechos o personajes de la vida real es una atroz coincidencia
 

Aclaración que conviene hacer de entrada: esta nota no trata sobre los intelectuales de izquierda propiamente dichos. ¿Por qué? Porque al cabo de una semana y media de pesquisas —con sus noches—, un equipo de estudiantes de Morfología Social (al comando del colaborador de SIETE DIAS Mario Mactas) llegó a la conclusión de que los intelectuales de izquierda no existen. Entonces, abrumados por la frustración, reflexionaron otra semana y media y por su cuenta y riesgo corrigieran su concepto: en realidad, concluyeron, lo que pasa es que los intelectuales de izquierda no van a comer a ninguno de los restaurantes de la cadena Pipo.
Así, tras haber fatigado los billares del Academia (Callao al 300), las mesas del bar La Paz (Corrientes y Montevideo) y las crocantes butacas del cine Lorraine (al lado de| bar La Paz), hicieron de tripas corazón y decidieron sumergirse en la inspección de una de las faunas más divertidas de la Argentina: la que integran quienes se disfrazan de intelectuales de izquierda, una especie —ésta sí— abundante y realmente surtida.
Hecha la salvedad, es oportuno ahora avisar al lector que de lo que se trata aquí es de saber cómo estos honestos muchachos que gastan sus noches a lo largo de la avenida Corrientes (nunca más allá de Callao, en la frontera oeste, y de Cerrito, en la otra punta) consiguen financiar los insumos de su intelecto. Lo que equivale a preguntar: ¿cuánto cuesta un par de botitas de gamuza tipo Clarks, dos paquetes diarios de Particulares fuertes, tres camisas Grafa color picapedrero, todos los longplays de Paco Ibáñez, un psicoanalista y quince días de veraneo en Chile (con escapada a Viña) "para ver la experiencia"?
Bien rumbeada, la investigación deparó algunos datos sorprendentes: parece ser que nada les resulta más barato para asumir el rol que titularse peronistas, lo cual —dicho sea de paso— es una condición básica. "De lo único que hablan es del pueblo peronista, de lo nacional y del Jefe. Los hay que cuando se refieren a Perón dicen simplemente el general —recopiló un mozo de La Giralda, de Corrientes al 1400. Y vaciló un rato antes de agregar:
— Qué sé yo, antes tenían a flor de boca al Che y todo eso. Después cambiaron."
Signo de los tiempos; quien pretenda remedar a un intelectual de izquierda tiene que someterse a los desvaríos de la moda: por eso, ha de suponer que confesándose peronista contrae enlace con el pueblo y logra sobreponerse a su malhadada soledad. Consecuencia obvia: la literatura izquierdista que exhiben los quioscos de Corrientes está siendo superada por una galopante inflación de boletines más o menos justicialistas.
Este inventario costumbrista no debe malinterpretarse. Casi todo el mundo —hay lamentables excepciones— sabe que la mayoría de los barbudos de la calle Corrientes, los habitués del Bar-Bar-0 y los contritos ex clientes del Di Tella son personas simpáticas, juiciosas y bien intencionadas. Hasta es posible pasarse una noche entera charlando con uno de ellos sin aburrirse. Fenómeno que también se da —es justo reconocerlo— si la plática se desarrolla con un intelectual de derecha, o cosa parecida. El I. de D. es un espécimen que suele pasear su solemnidad por las confiterías tradicionales (Richmond o St. James) y que tiene muchos puntos de contacto con el I. de I., menos tres: primero, está en extinción (su representante más joven es el periodista Roberto Aizcorbe, director del quincenario El Burgués); segundo, lee el suplemento literario de La Nación en vez; del de La Opinión, y tercero, sus evanescencias metafísicas, su fervor democrático y su almidón le cuestan el triple de lo que a un I. de I. le sale un poster de Jane Fonda, en sepia.

CONSUMIDORES DEL MUNDO, UNIOS
"Cuando empecemos a ahorcar capitalistas —escribió Lenin alguna vez— se pelearán entre ellos para vendernos las sogas." Cualquier dirigente de derecha podría replicar: "Cuando los izquierdistas hablen pestes de la sociedad de consumo, en la Bolsa subirán las acciones de la industria textil, de las grabadoras, de las clínicas psicoanalíticas y de la Citroën".
Es que mientras el flanco derecho degusta sin traspirar los placeres del consumo (gracias a que ningún derechista padece de digestiones lentas), en la izquierda causan estragos las lecturas de Marcusse. Casi no hay aspirante a I. de I. que no se abisme en esos infiernos cada vez que el odiado sistema lo obliga a optar entre la margarina untable y la manteca, entre un acrílico de Polesello y un manojo de globos nipones de papel de arroz, entre un 3 CV y un 600, entre un inodoro de porcelana tipo escandinavo y una mecedora thonée con prosapia.
Si uno quiere parecer un intelectual de izquierda hay que abominar de la sociedad de consumo y a continuación consumir (con Londoncard, si se puede) todo lo que esa sociedad le está sirviendo. Para mejor explicarlo, esto significa que el I. de I. es también un ansioso consumidor, sólo que él no compra lo que pretende Susana Giménez, ni se viste en un supermercado. Sus muebles los encarga a Más Viejo que mi Abuela, jamás en el departamento novios de Eugenio Diez. En esto, sobre todo, se parece a su primo de la derecha; con la diferencia de que el I. de D. suele tener mejor gusto y más plata. Con todo, ambos hacen buenas migas en la Galería del Este, territorio que comparten. Lógico: ¿quién puede asustarse de un Guevara reducido a poster, o de esos cartelitos —la industrialización de los graffitti— que sirven para decorar la buhardilla o el living y que dicen, por ejemplo, La guerra es buen negocio, invierta a su hijo?.
De tal forma, este crítico sistemático del consumo deglute ávidamente lo que la sociedad capitalista —astutamente emprendedora— ha preparado para él. "Son mis mejores
compradores —reconoció Fernando de Elizalde, encargado de la sección discos del shopping Mercurio (Corrientes al 1700)—. Buscan exquisiteces, las cosas que la masa no consume. Me parece que, en el fondo, la muchedumbre los asusta. Que el proletariado esto, que el proletariado aquello, que las reivindicaciones sociales, que ahora hay que ser peronista ... Pero ellos en su casa y los obreros en las suyas. Vea, hay montones de semejanzas entre estos muchachos y los nenes bien del barrio Norte."
En cuanto al negocio montado en torno de la figura del Che, es realmente próspero. Mario Jorge Giesso (de International Posters, Galería del Este) advierte que las imágenes del comandante "se venden a rolete"; pero muchos compran también los afiches antiestablishment, habitualmente concebidos con fino humor. "Por ejemplo —dice Elizalde—, uno que mostraba a Jesús acompañado de una leyenda que decía algo así como Buscado por incitar a la insurrección. Recuerdo que un día vino un señor canoso, lo pidió y cuando mi socia se lo entregó lo hizo añicos y se puso a bailar una danza histérica sobre los pedazos. Esto es una blasfemia, gritaba."
Por supuesto, para camuflarse de intelectual de izquierda no basta con decorar las paredes del departamentito con un retrato de Nixon haciendo sus necesidades (que lo hay y, según versiones, ha sido impreso en Chicago por un industrial que adhirió con 10 mil dólares a la próxima campaña electoral del presidente norteamericano); también es necesario consumir algunos de los productos que elaboran los verdaderos I. de I. "Son los únicos que compran las revistas literarias y políticas —señaló Luis Carlos Cabrera, encargado del quiosco instalado sobre la vereda del Lorraine—. El hombre corriente compra su diario a la mañana, su diario a la tarde y una revista por semana. Incluso ahora compra menos, porque hay menos plata. Pero los muchachos que se detienen aquí se llevan, además de todo eso, Nuevos Aires (300 pesos), La Comuna (120), El Escarabajo de Oro (200), Uno por Uno (180), Ensayo Cultural (200) y alguna otra." Cabrera es un agudo observador: "Hace seis años que estoy aquí y tengo el asunto bien estudiado. Si en el cine dan una de Buñuel, seguro que ese día voy a agotar el guión de Viridiana, editado en México y que cuesta 1.000 pesos. A ellos les interesa mucho el cine y entonces vacían sus bolsillos por alguno de estos libros. Y si todavía tienen resto, se mandan un café con leche y pan y manteca en La Paz, por 250 pesos, o un plato de fideos en Pipo (120). La verdad, les dan más importancia a los libros y las revistas que a la comida".

LOS ZURDOS MASTICADORES
Aéreo, elegante a su manera, descamisado á la page, desprecia, en efecto, las artes de la gastronomía. Para Braulio Marini, mozo de la filial de Pipo que está junto al teatro El Nacional, la cosa es así: "Dejan los libros en una silla para que no se les manchen con tuco, y se quedan un buen rato. Siempre eligen las horas en que hay menos gente; no les gusta levantarse para dejar la mesa a los que están esperando. Para ellos comerse un bife y unos fideos es un pretexto para charlar. Hablan y hablan, y qué quiere que le diga, son medio difíciles de entender. Antes, por ejemplo, hablaban pestes de Perón y ahora se han dado vuelta. Debe ser la última onda".
En el Pipo, un bife de cuadril cuesta 210 pesos, uno de tapa 110, el de chorizo 250 y el de lomo 280. Los vermicelli sólo valen 100 mangos, a menos que se ingieran con doble tuco o doble pesto, exquisitez que se paga con 20 pesos más. Y tal vez sea por culpa de la bicoca que se irrite el mozo Mariani: "Vea, la verdad es que me tienen podrido".
Sin duda, el exabrupto responde a un molde generalizado: el que diseña a| intelectual como un personaje que critica sin ofrecer nada a cambio, como no sea su permanente aire de "estar más allá de todas las cosas". Es que —paradojas de este valle de lágrimas— el disfrazado de I. de I. suele abominar de toda militancia política, pues no hay organización que lo conforme, ningún programa capaz de horadar esa especie de escepticismo nostalgioso que lo inunda. De alguna manera, ello es una prueba más de su autocomplacencia, de que —vástago de la clase media— conserva tozudamente los hábitos individualistas del sistema. Así, es lógico que desde la propia izquierda se los insulte sin piedad: "En el tibio caldo de su indiferencia —exageró el mismísimo Trotsky al referirse a los I. de I. rusos— diluyeron un puñado de positivismo, una pizca de mística, cierta dosis de escepticismo, algo de estética e incluso un poco de cinismo, y lo que temen por encima de todo es que cualquier sacudida brutal venida del exterior les haga perder el equilibrio".
El brulote parece injusto; en todo caso, e| I. de I. puede ser consecuente cuando se lo propone. Desde hace ya bastante tiempo, por ejemplo, sus pantalones predilectos son los blue-jeans, en los que invierte hasta 5 mil pesos si son importados o 2.500 cuando opta por los nacionales. Y si bien el eclecticismo hace que pasen sin ningún problema de la lectura de un Frantz Fanón, teórico del tercer-mundismo, a la de un Stephen Baker (autor de Cómo analizarse con un psicoanalista neurótico), siempre despreciarán de la lista de best-seller a autores como Erich Segal o Silvina Bullrich, con lo cual demostrarán un cierto repudio por la trivialidad.
De lo que no caben dudas es de que los aspirantes a I. de I. constituyen en la Argentina un mercado profusamente abastecido. Las botitas tipo Clarks insumen entre 4 y 5 mil pesos; los zapatones de enormes suelas de goma y cordones que envejecen lenta y gloriosamente —es imprescindible usarlos muy gastados— cuestan algo más de 4 mil; un psicoanalista en retiro, dedicado a escribir y en crisis ideológica, puede conseguirse a dos mil pesos la sesión, si viene recomendado por un amigo íntimo: en caso contrario, el candidato deberá desembolsar entre 7 y 15 mil pesos la hora y concurrir al diván, como mínimo, tres veces por semana.
¿Un despilfarro? Tal vez, pero el I. de I. no es el único que mortifica a su ego en los consultorios o se viste según el último grito de la moda casual, que consiste en planificar cuidadosamente un aspecto descuidado. Al respecto, el equipo que investigó esta nota se topó con serias dificultades. ¿Acaso ciertos hábitos del I. de I. no son comunes a casi todo el mundo? Camuflarse de revolucionario, ¿no es algo que también se practica en la derecha, ahora que el significado de las palabras sufre permanentes devaluaciones?
Nadie puede molestarse, finalmente, porque la juventud barbuda se vista como le venga en gana o prefiera ciertos bares porque sabe que allí encontrará a sus iguales. Los muchachos afectos a| ruido son mucho más inconsecuentes en materia de boliches: ambulan de uno a otro sin anclar jamás en ninguno, cosa que no ocurre con los paradójicamente tradicionalistas noctámbulos de la izquierda.
"No sé por qué, pero el bar La Paz ha sido lugar de reunión de los intelectuales desde que tengo memoria —confió el ibérico Avelino García, quien desde hace 22 años regentea la caja registradora del negocio—. Esto funciona de 6 de la mañana a 3 de la mañana; sólo descansamos tres horas para hacer la limpieza. Antes venía gente de teatro exclusivamente, pero después empezaron a llegar estudiantes, aspirantes a escritores, todo eso. Y fíjese que no es el público que más conviene: ellos sólo toman café, y tener un tipo sentado horas en una mesa por setenta pesos no es negocio para nadie. Pero no me quejo: son simpáticos y generalmente pacíficos. En estos años no he visto peleas de mesa a mesa ni nada parecido. Además, le dan al bar un clima especial; muchas confiterías no tienen personalidad, pero ésta tiene cara propia gracias a ellos."
Y más: gracias al I. de I., bares como La Paz, el Politeama o La Giralda se han salvado —hasta ahora— del triste destino de involucionar a pizzería o grill, algo que, en cambio, no pudo evitar el mítico La Comedia (Corrientes y Paraná), lugar preferido hasta que el sistema arrambló con él. Además, es halagador descubrir que los hábitos de consumo del crítico de la sociedad de consumo sirven, al menos, para que sobrevivan algunas editoriales (el I. de I. suele gastar 5 mil pesos mensuales en libros) o para que haya proliferado una cadena de cines de arte a salvo de engendros y más o menos baratos; 400 pesos es el precio promedio de una butaca en cualquiera de esas salas cuyos nombres, invariablemente, empiezan con la letra L.
Así y todo, ¿es posible trazar un perfil nítido para este personaje? No es un hippie ni comparte la teoría de los que imaginan revolucionar a la sociedad consumiendo marihuana; pero tampoco es un aspirante a ejecutivo ni un militante de las sectas de izquierda, y su peronismo reciente es más oral que efectivo. Podría decirse, entonces, que el disfrazado de I. de I. es un diletante. ¿Pero quién se atreve a arrojar la primera piedra?
En estos días, muchos aspirantes a I. de I. estarán veraneando en Villa Gesell o habrán alquilado una casa en Viña del Mar o Zapallares (Chile), a razón de 200 mil pesos la temporada; otros se estarán conformando con Saint Tropez o, por poca plata, habrán emprendido una excursión mochilera al Sur. ¿Pero acaso esas costumbres constituyen rasgos definitorios de algún espécimen particular?
Por otra parte, saber cuánto cuesta disfrazarse de intelectual de izquierda es arduo: hay para todos los gustos y todos los precios, y eso lo saben perfectamente los policías que se mimetizan en el ambiente para ver, oír e informar.
Con todo, hay algo indudable: seguramente el I. de I. no va a leer esta nota, porque rara vez compra SIETE DIAS, esa revista de evasión (vean si no las chicas de la tapa), un típico producto de la sociedad de consumo.
Revista Siete Días Ilustrados
24.01.1972

 

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