Algo cambió en Añatuya
Por nuestros enviados Néstor Barreiro y Osvaldo Fernández Burgos

JORGE MARIA GOTTAU, 52 AÑOS, 1,90 METROS, 100 KILOS, OBISPO DE AÑATUYA; IMPETUOSO, TENAZ, TRABAJADOR; ES EL RESPONSABLE DE UN TREMENDO CAMBIO EN GRAN PARTE DE SANTIAGO DEL ESTERO. HIZO ESCUELAS, HOGARES PARA ANCIANOS Y NIÑOS, TALLERES DE COSTURA Y ESTADIOS DEPORTIVOS.

Envuelta en polvo y olvido, y endurecidas sus calles de tierra como la esperanza de sus habitantes, ahí estaba Añatuya. Los 44 grados a la sombra, una sombra que casi no existe, se van amontonando dentro de los ranchos de ladrillos y barro durante si día para no dejar dormir a la noche.
—¿Cómo hace para convencer a esta gente de los horrores del infierno cuando han vivido toda su vida en este lugar, monseñor?
Su risa franca volvió a sorprendernos. Ya casi había terminado el día y nuestra posibilidad de asombro estaba en su limite. Todo lo que habíamos visto, todo lo que habíamos recorrido junto a Jorge María Gottau, primer obispo de la ciudad de Añatuya, Santiago del Estero, empezaba a dejarnos sin palabras. El obispado se creó hace ocho años y tiene un territorio de 68.000 kilómetros cuadrados.
—Y ni un solo camino asfaltado.
Jorge María Gottau tiene hoy 52 años, mide un metro noventa y pesa algo menos de 100 kilos. Hace ocho años fue consagrado obispo y la ciudad de Añatuya fue su destino. Llegó junto con su secretario, el padre Emilio de Elizalde, en una estanciera que le habían regalado los fíeles de la Iglesia de las Victorias.
—Todo lo que teníamos era ese coche y cincuenta mil pesos. Ni casa siquiera. Fuimos a vivir al hospital, hasta que gracias a la ayuda de la gente de Buenos Aires pudimos comprar esta casa. La Catedral funcionaba en este salón, que mide ocho metros por veinte.
Hoy, a ocho años de ese día en que llegaron con cincuenta mil pesos y ni siquiera un lugar donde dormir, la Catedral, la nueva Catedral de la ciudad, es uno de los orgullos de Santiago del Estero.
—Cuando llegamos venían no más de setenta personas a misa los domingos. Hoy son más de dos mil, y ya se ven hombres también.
Este cambio no es difícil explicárselo. Y la comprensión va a llegar sólita. Son las diez de la mañana de un día "fresco" de Añatuya. El termómetro marca nada más que 34 grados. El Renault 4L del obispado, con el padre Emilio al volante, comienza a levantar nubes de polvo. Destino: conocer cómo se puede hacer para que el Infierno no esté en la Tierra. Junto al padre Emilio de Elizalde, monseñor Jorge María Gottau, con su sotana blanca. A los 12 años ingresó en el Seminario de Bella Vista con los padres redentoristas. Se ordenó en 1942 y recorrió la República como misionero.
—Fue lo que siempre quise ser. Posiblemente hayan influido en mí dos tíos sacerdotales. Pero siempre fue mi vocación. Cuando ingresé en el seminario, ya sabía que iba a ser sacerdote.
Durante trece años recorrió el país como misionero, hasta que en 1955 fue designado párroco en Darregueira, en el partido de Puán, lugar de su nacimiento. Un año más tarde lo nombraron jefe de los redentoristas y debió trasladarse a la Capital, a la Iglesia de las Victorias, donde permaneció hasta 1961, cuando lo consagraron obispo. Tenía 43 años. Entonces, con 9.000 pesos de sueldo y 8.000 más para gastos de representación, fue a hacerse cargo del obispado de Añatuya.
Ya conocía el lugar porque había estado como misionero y sabía que el principal problema que encontraría sería la falta de agua. El río Salado estaba totalmente seco, y desde hacía varios años existía el proyecto de abrir un canal desde el Dulce para aprovechar su agua. Fue la primera conquista de monseñor.
—Yo hace mucho tiempo que no voy a la iglesia, pero soy muy amigo del obispo. El fue quien consiguió el agua. ¡Hay que ver el carácter que tiene! Se lo fue a ver al gobernador y le dijo que esto no podía ser. Y trajo el agua.
Jorge Mema, siriolibanés, propietario de una parrilla y del Residencial Oasis es uno de los tantos admiradores de la obra de monseñor Gottau.
—Hay que ver lo que era esto antes de que ellos llegaran. En los ocho años que haca que están han cambiado la ciudad.
Ya habíamos visto algunas cosas: el taller de costura que funciona en el obispado, la escuela de tejido con máquinas, la farmacia, el consultorio odontológico. . .
—La primera vez que vino Nélida Metayoshi, una dentista japonesa, estuvo tres días y sacó quinientas muelas.
—¿Cómo consigue los medicamentos?
—Me los mandan de Buenos Aires varios médicos amigos. Y no sólo muestras gratis, sino todo lo que pueden.
—¿Y las máquinas de coser?
—Las traje de Alemania. Acá, si las compro me cuestan entre cuarenta y cincuenta mil pesos, en cambio allá me las regalaron.
Son máquinas tan viejas que parece mentira que todavía funcionen. Casi todas Singer y Teutonia
Se les puede calcular unos cuarenta años de coser y coser a cada una. Y con ellas se armó el taller de costura. Allí trabajan 17 chicas de "la orilla", o sea de las afueras de la ciudad, habitantes de los ranchos que antes no sabían hacer otra cosa que escaparse del calor y dejar que la vida se les viniera encima. A cargo de las chicas está Pilar Vilaplana, nacida en Barcelona hace 29 años. Al igual que Presencia López, aragonesa, 33 años, visitadora social, pertenecía a la organización Auxilium que funciona en Lourdes y que forma mujeres misioneras. Las chicas confeccionan vestidos que luego se venden a precios económicos.
—Ganan entre tres y doce mil pesos por su trabajo y aprenden a coser. Hicimos también los uniformes para la Municipalidad. Trabajan ocho horas por día, y al principio nos costó mucho que vinieran y se quedaran, hasta que comenzamos a darles el desayuno. Entonces comenzaron a ser más constantes.
El taller de tejido está en el primer piso. Nueve máquinas Knitax se alinean frente a Dionisia Coria de Gil, la profesora. Allí aprende a manejar la máquina y con lo que van ganando con su trabajo pagan la cuota. Cuando completan el valor se la llevan a su casa.
Eran algunas de las cosas que habíamos visto, además de la Catedral, pero nos faltan todavía las sorpresas. Y ya que estamos podemos hablar un poco de la Catedral. Costó veinte millones de pesos. . .
—Diez millones me los dio el Papa —Paulo VI—, cinco el doctor Illia, y los otros cinco Onganía.
—¿Qué son las casas que han construido?
Entonces, empezamos a recorrer los asombros. Todo un día de asombros. Empezamos por las casas. Son diez, construidas con material y techos de chapas de fibro-cemento.
—Hemos seleccionado diez familias entre las más numerosas y de menos recursos. Ya están terminadas y sólo falta la conexión del agua que tiene que hacer el ferrocarril. Se entregan así a los beneficiarios, que tienen que pagar un alquiler de tres mil pesos por mes durante dos años. En ese lapso deben mejorarlas, es decir hacer el cielo raso, poner las puertas interiores, el piso de baldosas. . . Si cumplen su parte, el capital que han ido reuniendo durante el tiempo que pagaban el alquiler se les considera como parte de pago de las casas y pasan a ser propietarios. Terminan de pagarlas en diez años, ya que el precio total es de 300.000 pesos. Hace poco tiempo estuvo por acá un funcionario del Ministerio de Bienestar Social que se entusiasmó tanto con nuestras casas que me prometió treinta más. Es muy poco, ya lo sé, pero por algo se empieza. Cada uno debe hacer todo lo que tiene al alcance de sus posibilidades y dejar de echarle la culpa a los gobiernos.
—¿Cómo ha conseguido el dinero?
—En Alemania existe una organización, Miserior, de ayuda a los pueblos subdesarrollados. Yo hablo un poco de alemán porque soy nieto de alemanes, así que fui a pedir ayuda. Y me la dieron.
Nos comentaron que estuvieron varios representantes de Miserior para averiguar qué era lo que había hecho el obispo con el dinero recibido, y fue tal su asombro de que pudiera haber realizado tantas cosas que inmediatamente aumentaron la ayuda y lo invitaron a volver a dar conferencias a Alemania. Monseñor Gottau partió el domingo y permanecerá hasta marzo en Europa. Entre sus sueños, está el de traer un avión sanitario.
—Necesitaría varias hermanas de caridad, porque mi territorio es muy grande, y varios sacerdotes. Trataré de conseguir uno, y dos misioneras más. Además de las dos españolas que ustedes conocieron, en Quimili está otra chica, ésta es belga, que antes había estado tres años en el África. Cuando le pregunté cuál era la diferencia entre los africanos y la gente de acá, me contestó: "Aquéllos, paganos; éstos, bautizados".
Dejamos atrás las casas y vamos al colegio secundario. Es un edificio que ocupa toda la manzana, dividido en dos sectores. En una parte funciona el colegio —único colegio secundario en todo el obispado— y en el otro sector un internado para los chicos del interior que quieren estudiar.
—¿Cuánto pagan los internos?
—Siete mil pesos por mes para salvar los gastos de alimentación. Antes tenían que ir a Córdoba o a Santiago del Estero a estudiar. ¿Y saben cuánto cuesta hoy estudiar?
Tuvieron quince internados y ciento noventa y siete alumnos que se recibirán de bachilleres y mercantiles, ya que tienen un programa especial desarrollado en seis años. Seguimos andando y llegamos al colegio primario y a los dos hogares en construcción: el de chicos y el de ancianos, con capacidad para cuarenta personas cada uno. En todos las mismas comodidades, los dormitorios, los baños, los comedores.
—Todo fue diseñado por el arquitecto Francisco Güemes, de Buenos Aires, que no sólo nunca nos cobró un peso sino que viene cada dos o tres meses para ver cómo andan las cosas. Ni el viaje nos quiso aceptar.
Además, está el club San Jorge, con una cancha de fútbol, dos de básquet en construcción, un salón cerrado —único de toda la zona— y las dos piletas de natación— una para chicos y una para mayores— ya listas para funcionar.
—¿Y no se le ocurrió crear una escuela agrícola, monseñor?
—También. Compramos 170 hectáreas y dentro de muy poco tiempo tendremos la escuela. Por ahora estamos haciendo experiencias para ver qué se puede sembrar. Ya conseguimos dos cortes de alfalfa, buenos choclos, algodón. . . Con la colaboración del INTA vamos a demostrar que la de Santiago es buena tierra para sembrar. Todo lo que necesitamos es un poco más de agua.
Ya no era nada difícil entender el aumento de concurrentes a la iglesia que había mencionado el padre Emilio. De setenta a más de dos mil es una buena suma.
—La misión espiritual es por supuesto la fundamental, pero la Iglesia tiene la obligación —ahora más que nunca— de poner todo lo que está a su alcance para hacer más fácil la vida. E| Padre Santo nos habló muy claro cuando estuvimos en el Concilio y nos dio las instrucciones precisas a seguir. La función social de la iglesia no hay que descuidarte.
Ya está en Alemania, muy lejos de este pequeño infierno de utilería que es la ciudad de Añatuya, a donde va a volver en marzo. Entre sus sueños está conseguir un avión sanitario. Hace ocho años, la meta era un poco de agua. Algo cambió en Añatuya.
Revista Gente y la actualidad
11/12/1969


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