Su cara es lo más
parecido a una pasa de uva. Cuando dirige su
orquesta típica los mofletes se le hamacan
rítmicamente y todo su cuerpo se inclina hacia
adelante, mientras los brazos, siempre en
alto, van marcando la entrada y el ritmo de
cada uno de los grupos instrumentales. Juan
D'Arienzo (73), artísticamente conocido con el
mayestático título de 'El rey del compás' es,
sobre todo, un verdadero showman, un hombre
que hace de su música un espectáculo
audiovisual cuyo principal protagonista es él
mismo. Sin duda, JD constituye, además, uno de
los casos más sorprendentes de supervivencia
musical. Su vigencia a través de los años, su
interminable espíritu nervioso —peculiaridad
que le place recalcar ante quien quiere
escucharlo— le han permitido transitar un
largo sendero, codeándose siempre con el
éxito.
Temperamental y dicharachero, su
prodigiosa memoria es un verdadero reservorio
de anécdotas. Nostalgioso de "aquellos tiempos
en que existían los cabarets", la semana
pasada festejó su cumpleaños, el que coincidió
con el aniversario de su primera incursión
musical hace 60 años. Tan porteño como el
obelisco, D'Arienzo suele pasar las noches en
el sótano de un bowling de la calle Carlos
Pellegrini, habitualmente hasta mucho más allá
del amanecer. Allí, en medio de un estruendo
agobiante, compartió —el sábado pasado, a las
tres de la madrugada— varios cafés con un
redactor de Siete Días, e hilvanó un diálogo
que recorrió su extensa trayectoria, sus casi
150 discos de larga duración —un auténtico
record internacional—, más de cuatro mil
títulos impresos y buena parte de sus
recuerdos.
—Mirá, pibe, ¿vos sabés lo que
son sesenta años con la música, de los cuales
cincuenta y siete son con figuración en
cartelera? ¡Un plomo!
—¿Dónde nació,
maestro?
—En Cevallos y Victoria. Porque la
calle Hipólito Yrigoyen, para mí, sigue siendo
Victoria.
—¿Cómo festejó su cumpleaños?
—Con una fiesta sensacional en la casa de mi
amigo D'Amico. Estuvieron ministros,
generales, de todo. Y estaba Jorge Sobral.
Fijate que me dijo que quería sacarse el gusto
de que yo lo dirigiera. Y ahí nomás le
metimos. Canta lindo ese muchacho. Y el mismo
Perón me envió sus saludos y me mandó decir
que lo disculpara por no haber venido. Dígale
a mi tocayo que no voy a saludarlo porque el
doctor Cossio no me deja salir de noche, me
comunicó. Porque nos conocemos del tiempo en
que íbamos al Luna Park a ver las peleas de
Gatica con Prada. Después nos reuníamos con el
finadito Ismael Pace y con Lectoure: comíamos
un asadito, tomábamos unos whiskies y nos
jugábamos un buen truco. Yo hacía pareja con
Borlenghi. Hace más de veinte años que soy
amigo del general, lo conozco de cuando era
coronel.
—¿Cómo y por qué se dedicó usted
al tango?
—Bueno, primeramente me enganché
con el jazz. Empecé tocando el violín, y
después el piano. Y así llegué a hacer grandes
temporadas en el viejo cine Select Lavalle,
allá por el año 23 ó 24. Estaba Cosentino en
el saxo y había otros muchachos. Después seguí
tocando jazz con Verona, en el Real Cine, y
con nosotros estaba Lucio Demare en el piano.
Tenía 20 años ese muchacho.
—¿Cómo se
llamaba ese conjunto?
—Ah, no sé. Nosotros
tocábamos ahí. Verona el banjo, yo el violín,
Demare el piano, Niburisky la batería y Finich
el trombón. Después vino la época en que se
terminaron las películas mudas. Para entonces
yo ya tenía una linda trayectoria: había
pasado del Select Lavalle al Real Cine. Y
después de eso empecé a tocar en la rondalla
Cauvilla-Prim. Ahí me acompañó Eugenio Nóbile,
gran violinista. Pero al final fui único
violinista de aquella orquesta. Hacíamos una
música muy alegre, movida, bien española.
NACE "EL REY DEL COMPAS"
—¿Cómo pasó de
esos géneros al tango?
—A mí me dio por ese
lado porque el dos por cuatro me gustaba desde
siempre. Yo tocaba tangos desde los 18 años, y
ya por el año 26 actuaba en el Paramount con
Luisito Visca y Angel D'Agostino. Y ahí empecé
a elaborar el estilo que tengo ahora, de hacer
sobresalir el piano y la cuarta cuerda del
fondo, que tocaba Alfredo Mazzeo.
—¿Y de
dónde proviene su apelativo de El Rey del
Compás?
—Ese nombre me lo pusieron en el
cabaret Florida, el antiguo Dancing Florida.
Ahí tocaba Osvaldo Fresedo, mientras yo
actuaba en el Chantecler, que era de los
mismos dueños. Entonces yo me pasé al Dancing,
allá por el 28 ó el 30, y conocí al famoso
Príncipe Cubano, que era el que presentaba los
números. Estaba Julio Jorge Nelson, también.
Bueno, entré ahí y recuerdo que lo tenía a
Howard en el piano. Y por esos días fue que el
propio Príncipe Cubano me puso el título de El
Rey del Compás, por ese estilo que tenía yo,
¿no?
—¿Cómo era y cómo es ese estilo; cómo
lo define?
—Bueno, es muy personal. La mía
es una orquesta recia, con un ritmo muy
acompasado, nervioso, vibrante. Porque el
tango para mí es tres cosas: compás, efecto y
matices. Una orquesta debe tener, sobre todas
las cosas, vida. Y por eso es que la mía
perdura desde hace más de cincuenta años. Y
cuando el Príncipe me puso ese título, yo
pensé que estaba bien, que tenía razón. Y
tiempo después le grabé un tango, que
precisamente se llama El Rey del Compás. Y
mire que le estoy hablando de grabar, porque
yo hace 39 años que estoy con la misma
discográfica y ya tengo como nueve o diez
discos de oro.
—¿Qué diferencias existen,
maestro, entre el tango de la vieja guardia y
cierta corriente surgida en los últimos años,
que se podría expresar, por ejemplo, en los
nombres de Astor Piazzolla y Osvaldo Piro?
—Bueno, son todos buenos muchachos y grandes
músicos, sin duda. Ellos piensan distinto, sin
embargo, a lo que pienso yo. Creen que pueden
imponerle al público lo que a ellos les gusta.
Como músicos son muy respetables, pero que eso
que tocan sea el tango, no. Eso no es tango.
—Usted es considerado un maestro, entre otras
cosas, por el modo como dirige, especialmente
a los vocalistas. ¿Qué cantores surgieron a su
lado?
—Ah, muchísimos. Fíjese que Carlos
Dante ya grababa conmigo en los años 18, 19 y
20, para un sello que se llamaba Electra, de
la firma Améndola. Con Juan Po-lito en el
piano y yo en el violín, Dante cantaba los
tangos de Discépolo. Yo a Enrique le grabé
casi toda su producción. Éramos muy amigos, y
cada vez que yo debutaba en el Chantecler, él
venía con una barra muy grande; no faltaba ni
uno: Enrique, Canaro, Fresedo, Tania, Lomuto,
todo el mundo. Me acuerdo que Marianito Mores
era una criatura cuando lo llevó Canaro y me
lo presentó. Pichuco, imagínese, era un
purrete gordito; yo lo conozco de chico, y lo
tuve grabando unos discos conmigo en la
Víctor, en el año 35. Recuerdo que Pichuco se
lució, por entonces, en un tango importante
como fue Sábado Inglés.
42 AÑOS DE
CABARET
—Y en cuanto a los cantores, ¿es
verdad que usted dirigió a Gardel?
—No,
Gardel trabajaba conmigo en el Paramount, pero
no cantó con mi orquesta. El hacía el dúo con
Razzano, en los entreactos. Era la época en
que yo hacía jazz con Verona. Después volvimos
a actuar juntos en el Real Cine, siempre en
los entreactos. Pero sí bien no cantó bajo mi
batuta, Gardel era medio fana mío y siempre
venía a los cabarets donde yo estaba. Porque
no sé si le conté que tengo 42 años de
cabaret. ¡Si conoceré la noche, yo! ¿Querés
que te diga y te enumere dónde actué yo?
(la pregunta surgió acompañada de un guiño y
una sonrisa. Notablemente satisfecho por poder
explayarse sobre sus recuerdos, haciendo gala
de una excepcional memoria y simpatía,
D'Arienzo lanzó una breve carcajada, tosió
mientras encendía un enésimo cigarrillo —"fumo
una barbaridad y el médico me tira la bronca,
pero qué voy a hacer", se justificó—, y
depositó una mano venosa y ajada sobre el
hombro del redactor.)
—Anotá, pibe, y no
seas plomo: Abdullah, Palais de Glace,
Florida, Bambú, Marabú, Empire, Chantecler,
Armenonville... Todo eso en 42 años. Así que
imaginate si conoceré gente de la noche.
—¿Extraña mucho todo aquello?
—Y claro.
Pero yo siento que estoy continuando mi
carrera. Ojo que yo no tengo etapas; soy una
continuidad.
—Volviendo a una pregunta
anterior, ¿a qué vocalistas lanzó usted,
maestro?
—Un montón, pibe: Carlos Dante,
Jorge D'Amicis, Armando Laborde, Alberto
Echagüe, Mario Bustos, Héctor Mauré. A este
último le puse ese nombre porque mi finada
esposa era de apellido Maure y este chico
vivía en la calle Mauré. Entonces le dije,
allá por el año 40: Te vas a llamar Héctor
Mauré. Y era natural, porque él venía de un
concurso en el que se había presentado como
Tito Falibene. Y se lo expliqué: Tito Falibene
con Juan D'Arienzo no camina. Haceme el favor,
eso no puede ser.
—En el ambiente tanguero
usted es famoso por bautizar cantores. ¿A
quién más le cambió el nombre?
—Y bueno, yo
bauticé a Jorge Valdez, porque Valdez era un
gran médico uruguayo al que conocí y admiré. Y
Armando Laborde tampoco se llama así; se llama
Dáttoli. Mirá qué cosa, a mi me salen todos
italianos. D'Arienzo también lo es, pero
cualquiera se da cuenta que D'Arienzo con un
Dáttoli o con un Falibene no puede hacer
tangos. Entonces, en un viaje en ómnibus, en
Carrasco, donde yo actuaba, el asunto de
Dáttoli me tenía preocupado. De pronto, le
pregunté al chofer cómo se llamaba. Armando
Laborde, me dijo el hombre. Bueno, le dije a
Dáttoli, que recién se iniciaba, usted desde
mañana se flama Armando Laborde.
PLOMO,
PLOMITO Y PLOMAZO
—¿Es cierto que usted es
el inventor de la palabra plomo tan común en
el argot ciudadano?
—Naturalmente. Porque
siempre digo que hay muchos plomos, tipos bien
pesados. Ahora bien, hay que diferenciar tres
categorías: plomo, plomito y plomazo. Ja, pero
son cosas cariñosas. Ya ni recuerdo cómo fue
que se me ocurrió; sólo sé que fue hace
muchísimos años, durante un ensayo. Había un
muchacho de la orquesta que no agarraba el
ritmo que yo quería. Entonces le pegué un
grito: ¡Toque ahí, hombre, no se me duerma!
¡Usted es un plomo!
—Se diría que usted es
un nostálgico, un hombre que añora aquella
vida de noctámbulo, de cabarets y de amigos.
¿Es que está dejando de serlo, o es que cambió
la vida de Buenos Aires?
—Bueno, si yo
tengo 42 años de cabaret, no puede ser que no
extrañe aquello. Los dancings terminaban a las
cuatro de la mañana; uno entonces se iba a
cenar, a conversar con los amigos. Cuando se
quería acordar eran las siete o las ocho de la
mañana. Y si ahora alguien me manda a dormir a
las diez de la noche, yo lo mato. Y lo mato
porque no puedo dormir, porque no estoy
acostumbrado, porque yo tengo la vida hecha al
revés.
—¿A qué hora se levanta?
—Y qué
sé yo. Ayer me acosté a las siete de la
mañana, porque estuve jugando al truco con
Mancera y otros muchachos, ahí en un bar de
Uruguay y Corrientes. Me levanté a las tres de
la tarde y me fui a grabar un long-play. Lo
grabamos en cinco horas, record de los
records, y ahora son como las cuatro de la
mañana y estoy como una lechuga.
—¿Cuándo
ensaya con su orquesta?
—Eso depende de las
obligaciones que tenga. Los muchachos ya están
muy afiatados; somos una orquesta sólida.
Ensayamos tres o cuatro veces y ya cada uno de
los muchachos sabe qué tiene que hacer. Yo les
hago algunas correcciones y asunto arreglado.
A veces sólo falta que yo les imprima mi
sello, algo que cuido mucho, porque subir es
difícil, pero más lo es mantenerse. Y yo llevo
sesenta años en esto.
—Como porteño y como
noctámbulo ¿qué cambios cree que ha sufrido la
vida bohemia de Buenos Aires?
—La vida de
hoy es otra cosa. Todo ha cambiado
completamente. Pero qué te puedo contar yo, si
no hay comparación. La vida nocturna, para mí,
ha desaparecido. Nosotros empezábamos a vivir
recién a las cuatro de la mañana. Y ahora
usted mira las calles a la una de la
madrugada, después de la salida de los cines,
y no hay un alma. Es un plomo, ésa es la
verdad.
—¿Y a qué se debe eso?
—Qué sé
yo. No se lo sabría contestar. Yo veo lo que
pasa, pero no sé por qué pasa.
CUANDO
CORRIENTES ERA ANGOSTA
—¿Es que hay una
bohemia perdida?
—Sí, puede ser. Y quizá
por eso es que yo extraño todo aquello. Cuando
Corrientes era angosta salíamos a caminar a
las cuatro o a las cinco de la mañana, y todo
el mundo estaba en la calle. Teatros, cafés,
restaurantes, cabarets, todo estaba abierto y
lleno de gente. Uno caminaba y era recibir
saludos a cada paso. En cambio, ahora está
todo vacío...
—¿No será que la gente tiene
menos dinero?
—Y, puede ser.
—¿Por qué
los artistas de antes de su época, eran tan
callejeros? ¿Es que ahora no salen para
mezclarse entre el público.
—Bueno, hay
algunos que nunca han salido. Que jamás han
sido de la noche. No sé qué es mejor, pero
nosotros salíamos porque nos gustaba tomar un
café por ahí. Buenos Aires cambió, y a la
fuerza uno también tiene que cambiar. ¿Qué
quiere que haga yo? ¿Que vaya solo caminando
por la calle Corrientes? Me van a decir que
estoy loco. Lo que pasa es que si no tengo
ambiente, si no tengo amigos y no actúo en un
cabaret...
—¿Y por qué no actúa en cabarets
ahora?
—Porque no hay. Y la pucha si los
extraño. Ahora hay boîtes, pero no son lo
mismo. A lo sumo tienen un pequeño show, pero
en los cabarets uno tocaba toda la noche, la
gente bailaba, se divertía, se quedaba hasta
que salía el sol y los músicos se acalambraban
de tanto meta y ponga. No había hora para
irse... Pero todo ha cambiado y eso me hace
mal al cuore y me da una tristeza que ni te
cuento. Pero esperemos que todo se componga.
—¿A quién prefiere de la nueva generación de
tangueros?
—Es difícil contestar eso. Como
te decía hace un rato, ahora hay buenos
músicos y grandes orquestas que creen que lo
que están haciendo es tango. Pero no es así,
porque faltando compás no hay tango. Creen que
pueden imponer su nuevo estilo. Y ojalá tengan
mucha suerte, pero...
—¿Cuál es la mejor
orquesta que escuchó en su vida?
—Un
montón. La de Fresedo, la de Canaro, la de
Francisco Lomuto. También tuvieron grandes
orquestas Firpo, Cobián y otros.
—¿Qué
piensa usted cuando escucha a Piazzolla?
—Nada. Qué quiere que piense. Somos
diferentes.
—¿Pero le gusta o no?
—No.
Porque le repito: no habiendo compás, para mí,
no es tango. Ahora, como profesional lo
respeto. Pero no es tango. Y sí estoy
equivocado, quiere decir que hace más de
cincuenta años que estoy equivocado.
"EN EL PALCO, ME TRASFORMO"
—¿Cuál es la
razón por la que usted, cuando dirige su
orquesta, se mueve tanto, camina y hace un
verdadero show?
—Porque cuando subo a un
palco a dirigir, es como si me trasformara. Es
mi metier, y necesito sentir lo que dirijo, y
trasmitirle a cada músico lo que estoy
sintiendo. Y cuando bajo, ya soy otra persona.
—¿Cómo es?
—Muy natural, como todo el
mundo. Simplemente soy un tipo, al que le
gusta tomar su cafecito y mirar cómo se viene
la madrugada. Nada más. A lo sumo jugarme una
partidita de truco, para pasar el rato. Y eso
porque acá no hay ruleta, ¿no? Que si hubiera,
estaría ahí todo el día.
—¿Cómo era la
gente que lo rodeaba a usted?
—Igual que
yo. Aunque siempre fui muy personal, tanto si
estoy solo como rodeado de veinte personas. Y
le digo más: si yo ahora quisiera estar
rodeado, no tendría más que aceptar la
cantidad de invitaciones que tengo.
—¿Cómo
se siente un hombre que cumple 73 años, y
sigue siendo primera figura del espectáculo?
--Che, pero ya son muchas preguntas. .. A ver
si esto resulta un plomo, después. Yo me
siento bien. Cumplir el rengo no cambia nada.
¿Sabés lo que es el rengo? Siete-tres, setenta
y tres en la quiniela. Ya soy del 14 de
diciembre del cero cero. Sagitariano.
—Usted no tuvo hijos, pero de haberlos tenido,
¿le hubiera gustado que fueran músicos?
—Sueno, posiblemente, no lo sé muy bien. Pero
igual siempre pensé que cada uno debe hacer lo
que le gusta y no lo que los padres quieren.
Mi finado viejo no quería que yo fuera
violinista, sino abogado. Se lo dije muchas
veces, hasta que me salí con la mía. Y me
alegro, porque de haber sido abogado, hubiera
perdido todos los pleitos de Buenos Aires.
—¿Qué cree que piensa la juventud de Juan
D'Arienzo?
—Y, a mí la juventud me quiere.
Mis tangos gustan porque son movidos, rítmicos
y nerviosos. La juventud busca eso, como
cualquiera sabe: la alegría, el movimiento. Si
usted les toca un tango melódico y fuera de
compás, le aseguro que no les va a gustar.
—Hay mucha gente que dice que usted es
uruguayo, ¿por qué?
—Bueno, porque estuve
muchos años allá, y los quiero muchísimo a los
orientales. Nací acá, pero soy medio uruguayo
también. Durante 38 años seguidos actué en
Carrasco, y en todo el Uruguay.
"¿LOS
AVIONES? ¡VADE RETRO!"
—¿Viajó mucho por el
exterior?
—No, el interior sí, pero no salí
más allá del Uruguay. Es cierto que mi música
se conoce en Europa y en el Japón. Pero ocurre
que para ir a esos lugares hay que tomar el
avión y yo en avión no subo. Es un trauma que
tengo.
¿Y sabe por qué? Porque desde el año
32 venían todas las noches al Chantecler
Carlitos Gardel y Leguisamo; se instalaban en
un palco de arriba y esperaban a que yo
terminara. Entonces subía a tomar una copa de
champagne con ellos. Y estábamos horas
charlando. Bueno, una noche Carlitos me dijo:
Mirá Juancito, creo que me voy a morir en el
avión. Le contesté: Déjate de pavadas, no
digas tonterías. Pero no eran zonceras. Él lo
presentía.
—¿Y debido a eso nunca quiso
viajar en avión?
—Exactamente. Y si hubiera
querido, seguramente ya hubiera conocido el
Japón. Porque a mí me invitó el propio
emperador Hirohito. No una empresa, como a los
demás, sino el mismo emperador, que me envió
un cheque en blanco para que yo pusiera la
cantidad de dólares que quisiera con tal de ir
al Japón. Esto fue allá por el 57 ó 58. Y le
respondí en seguida, diciéndole que no era
cuestión de dinero, sino de avión. Entonces me
mandó a decir que fuera en barco, pero eran
cuarenta días imagínese, qué hago yo cuarenta
días mirando cielo y agua. Me volví a negar,
porque yo soy puro nervio e iba a terminar
matando al capitán. Entonces el emperador
insistió una vez más: Le mando un submarino,
que tarda veinticinco días... Pero yo ni loco,
porque por ahí estos japoneses empiezan una
guerra y me agarra bajo el agua. No fui, y no
crea que no me hubiera gustado, lo mismo que
Colombia, Brasil, Europa, qué sé yo, todo el
mundo. Pero le juro: yo en un avión me
enloquezco.
—¿Siempre fue igual, maestro?
En su juventud, en su madurez, ¿siempre de
buen humor y tan temperamental?
—Seguro. Yo
soy un gran optimista, un tipo alegre y
embromón con mis amigos. Me encanta hacer
chistes.
—¿Cuál es la cosa que más le gusta
en el mundo?
—La ruleta.
—¿Y lo que más
le desagrada?
—Las personas falsas, los
resentidos y los aviones.
—¿Qué espera de
la vida, a los 73 años?
—Seguir así,
tranquilo. Trabajar con mi orquesta, hacer
música. Y ojalá pudiera dedicarme más tiempo a
eso, pero claro, ya no soy un pibe, tengo que
cuidarme y ya no puedo gastar mis energías
como antes. Si cuando subo a un escenario hago
un show, no lo hago por gracioso, sino porque
lo siento así. Es mi forma de ser.
Revista
Siete Días Ilustrados
14.01.1974