Muchos vecinos de
Buenos Aires ignoran que, además de sus cinco
subterráneos, la Gran Capital del Sur cuenta con
otro por el cual fluye continuamente un solo
viajero: el Maldonado.
Criollo de ley, nace
en el partido de Matanzas, entra en la ciudad a la
altura de Ciudadela y desemboca en el río de la
Plata, en la ribera del bosque de Palermo. Tuvo su
pasado y tiene un gran porvenir. Antaño dio nombre
a un barrio, el barrio de Maldonado, que se
extendía desde la avenida de los Ombúes y
Nicaragua hasta el río. Pero ¿quién se acuerda ya
de esta nomenclatura?
Pese a su designación
de arroyo, no era sino uno, el último, de los
grandes "terceros" que atravesaban la ciudad de
oeste a este. Su nombre se mezclaba a la crónica
policial porque cuando hinchaba el lomo en una de
sus crecidas periódicas y le daba por ponerse
bravo, la barriada entera se alarmaba ante el
temor de una inundación. Había cacería de ratas y
uno que otro ahogado por confianzudo o
imprudente... Con todo, el vecindario le tenía
ley; nunca le deseó la muerte; eso sí, todos
estuvieron de acuerdo en que era conveniente
enterrarlo vivo. Y lo enterraron no más.
Yo asistí al velorio.
Fué allá por el 1933, cuando empezaron las obras
del entubamiento. Me acuerdo como si fuera hoy, de
aquel anochecer de fines de otoño, en que de pie
en lo que había sido el puente de Triunvirato,
contemplé la instalación provisional del alumbrado
sobre la inmensa avenida que iba surgiendo,
sinuosa, por sobre el curso del arroyo sepultado,
larga y magnífica, caprichosa y serpentina. El
viento levantaba la tierra mal apisonada; unos
sauces llorones se inclinaban ansiosos en busca
del agua perdida; centenares de bombitas de luz se
alejaban en una perspectiva aparentemente
inacabable, como un rosario incandescente.
Y lo curioso fué que,
después del entierro, vino el bautizo. Enterrado
el arroyo, preciso era pensar en darle nombre a la
avenida. Confieso que me interesó mucho saber qué
nombre irían a ponerle sus padrinos. ¡Hay en
nuestra historia grande y pequeña tantos y tantos
héroes que están esperando el merecido tributo del
recuerdo!...
Pero los ediles son a
veces cortos de memoria. A los que murieron en los
campos de batalla, a los que entregaron su sangre
en la conquista de la libertad o la civilización,
prefieren los dirigentes de partidos políticos,
los cabecillas de revueltas y repartidores de
empleos.
Al terminarse las
obras del entubamiento del arroyo Maldonado, la
gran avenida que lo substituyó recibió el nombre
del doctor Juan B. Justo. ¡Curioso! Porque el
doctor Juan B. Justo, que, como dirigente y
diputado socialista, se ocupó de tantas y tantas
cosas, ni por pienso se había ocupado nunca del
arroyo Maldonado. De haber estado en este mundo,
el propio Justo habría sido el más sorprendido por
la designación. Porque si le hubieran dejado
escoger calle para darle su nombre, habría elegido
seguramente la de Australia, país que siempre nos
presentaba como ejemplo y que además está situada
en un barrio que fué baluarte electoral del
socialismo... hasta hace poco.
Pero el Concejo
Deliberante quería hacer las cosas bien, o no
hacerlas. Darle el nombre del doctor Justo a la
magnífica avenida del Maldonado, a una de las más
graciosas y bellas de la ciudad, por su curso, por
su disposición, por sus dimensiones, era poco.
Además del nombre, era preciso otorgarle el color.
Y resolvió que se embaldosaran sus aceras de
rojo... Baldosa colorada a todo trapo (o a toda
baldosa). Cuadras y cuadras y cuadras de baldosa
roja... La avenida cobraba así color político. El
vecindario, quieras que no, tenía que embaldosar
su trozo de vereda (como le llamamos) de colorado.
Y esto ocurría cuando los socialistas, por
disposición gubernativa, habían tenido que
prescindir del uso de la bandera roja, como
enseña. Cambiaron la bandera por los ladrillos. La
cosa era evidente. Pero apenas hubo alguna tímida
protesta. Aquella municipalidad electiva y
campanuda, con su intendente a la cabeza, promulgó
el homenaje de la acera roja.
Ahora las cosas han
cambiado. Las baldosas se han ido destiñendo con
el tiempo, y, en cambio, arriba, el cielo que con
la edificación baja y lo ancho de la calle, parece
el dilatado cielo de la pampa, el cielo sigue
siendo azul y las nubes que lo adornan siguen
siendo blancas. . . ¡Azul celeste y blanco! — P.
de L.
Revista Argentina Nº
10
1/11/1949
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