La avenida roja
Juan B. Justo

Muchos vecinos de Buenos Aires ignoran que, además de sus cinco subterráneos, la Gran Capital del Sur cuenta con otro por el cual fluye continuamente un solo viajero: el Maldonado.
Criollo de ley, nace en el partido de Matanzas, entra en la ciudad a la altura de Ciudadela y desemboca en el río de la Plata, en la ribera del bosque de Palermo. Tuvo su pasado y tiene un gran porvenir. Antaño dio nombre a un barrio, el barrio de Maldonado, que se extendía desde la avenida de los Ombúes y Nicaragua hasta el río. Pero ¿quién se acuerda ya de esta nomenclatura?
Pese a su designación de arroyo, no era sino uno, el último, de los grandes "terceros" que atravesaban la ciudad de oeste a este. Su nombre se mezclaba a la crónica policial porque cuando hinchaba el lomo en una de sus crecidas periódicas y le daba por ponerse bravo, la barriada entera se alarmaba ante el temor de una inundación. Había cacería de ratas y uno que otro ahogado por confianzudo o imprudente... Con todo, el vecindario le tenía ley; nunca le deseó la muerte; eso sí, todos estuvieron de acuerdo en que era conveniente enterrarlo vivo. Y lo enterraron no más.
Yo asistí al velorio. Fué allá por el 1933, cuando empezaron las obras del entubamiento. Me acuerdo como si fuera hoy, de aquel anochecer de fines de otoño, en que de pie en lo que había sido el puente de Triunvirato, contemplé la instalación provisional del alumbrado sobre la inmensa avenida que iba surgiendo, sinuosa, por sobre el curso del arroyo sepultado, larga y magnífica, caprichosa y serpentina. El viento levantaba la tierra mal apisonada; unos sauces llorones se inclinaban ansiosos en busca del agua perdida; centenares de bombitas de luz se alejaban en una perspectiva aparentemente inacabable, como un rosario incandescente.
Y lo curioso fué que, después del entierro, vino el bautizo. Enterrado el arroyo, preciso era pensar en darle nombre a la avenida. Confieso que me interesó mucho saber qué nombre irían a ponerle sus padrinos. ¡Hay en nuestra historia grande y pequeña tantos y tantos héroes que están esperando el merecido tributo del recuerdo!...
Pero los ediles son a veces cortos de memoria. A los que murieron en los campos de batalla, a los que entregaron su sangre en la conquista de la libertad o la civilización, prefieren los dirigentes de partidos políticos, los cabecillas de revueltas y repartidores de empleos.
Al terminarse las obras del entubamiento del arroyo Maldonado, la gran avenida que lo substituyó recibió el nombre del doctor Juan B. Justo. ¡Curioso! Porque el doctor Juan B. Justo, que, como dirigente y diputado socialista, se ocupó de tantas y tantas cosas, ni por pienso se había ocupado nunca del arroyo Maldonado. De haber estado en este mundo, el propio Justo habría sido el más sorprendido por la designación. Porque si le hubieran dejado escoger calle para darle su nombre, habría elegido seguramente la de Australia, país que siempre nos presentaba como ejemplo y que además está situada en un barrio que fué baluarte electoral del socialismo... hasta hace poco.
Pero el Concejo Deliberante quería hacer las cosas bien, o no hacerlas. Darle el nombre del doctor Justo a la magnífica avenida del Maldonado, a una de las más graciosas y bellas de la ciudad, por su curso, por su disposición, por sus dimensiones, era poco. Además del nombre, era preciso otorgarle el color. Y resolvió que se embaldosaran sus aceras de rojo... Baldosa colorada a todo trapo (o a toda baldosa). Cuadras y cuadras y cuadras de baldosa roja... La avenida cobraba así color político. El vecindario, quieras que no, tenía que embaldosar su trozo de vereda (como le llamamos) de colorado. Y esto ocurría cuando los socialistas, por disposición gubernativa, habían tenido que prescindir del uso de la bandera roja, como enseña. Cambiaron la bandera por los ladrillos. La cosa era evidente. Pero apenas hubo alguna tímida protesta. Aquella municipalidad electiva y campanuda, con su intendente a la cabeza, promulgó el homenaje de la acera roja.
Ahora las cosas han cambiado. Las baldosas se han ido destiñendo con el tiempo, y, en cambio, arriba, el cielo que con la edificación baja y lo ancho de la calle, parece el dilatado cielo de la pampa, el cielo sigue siendo azul y las nubes que lo adornan siguen siendo blancas. . . ¡Azul celeste y blanco! — P. de L.
Revista Argentina Nº 10
1/11/1949

 

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