Hace una semana, el lunes 16, a la oración, don
Lino Enea Spilimbergo llamó por teléfono desde su
quieta casa de Unquillo, en las sierras
cordobesas, a una sobrina que vive en la capital
de la provincia: le dijo que el corazón le estaba
flaqueando otra vez, que fuese a verlo.
Mientras esperaba, don Lino se dejó estar sobre un
sillón hamaca y empezó a sentirse más brioso, como
en los buenos tiempos. Sólo estaban adormeciéndolo
los sesenta y siete años de ardua creación que
soportaba sobre sus encorvadas espaldas, las
jornadas de diez o doce horas en que no hacía otra
cosa que dibujar y pintar extrañas criaturas con
"ojos de vaca", según la definición del poeta
Rafael Alberti. De manera que cuando su sobrina
llegó, junto con su marido —Ernesto Villamayor— y
su hijo Roberto, don Lino se contentó con
conversar un rato y mandarlos después a dormir. Lo
que pensó al quedar solo es ya algo irrescatable:
probablemente se acordó de los años en que
estudiaba aplicadamente en la Academia Nacional de
Bellas Artes, hasta egresar como profesor de
dibujo en 1917. O, mejor todavía, del lustro en
que abandonó el barrio de Palermo, en el Buenos
Aires donde había nacido, para instalarse en
Tucumán. Para entonces, don Lino Enea (que en
verdad se llamaba Lino Claro Honorio, como a su
muerte acaba de descubrirse) era ya casi un
clásico, un maestro que había aprendido a
evolucionar desde el post-impresionismo heredado
de Fernando Fader hasta la búsqueda del trazo
esencial, del color esencial, en cada una de sus
espléndidas obras. Pero era justamente la fama
lo que le daba libertad: apenas llegó a Tucumán,
en 1946, se hizo amigo de los cocheros de plaza y
les contó sus historias, montado junto a ellos en
el pescante, entrecerrando los ojos al describir
las faenas de peón campesino, sus ajetreos de
lavacopas, en la Mercedes bonaerense, cuando sobre
los raídos repasadores trazaba suaves paisajes
rurales. Y después, les describía encendidamente
los meses de su primer deslumbramiento europeo,
allá por la década del 20. De allí salió el
creador que "evoca —como escribió el crítico
Córdova Iturburu en el diario El Mundo, de Buenos
Aires, al día siguiente de su muerte— la maestría
de los mejores ejemplos de la historia, el artista
que revolucionó la plástica argentina". Pero
también el don Lino que en los últimos tiempos se
negaba a vender sus cuadros ("son el pan para
Tito, mi hijo"), el callado poeta que tenía la
costumbre de contar el tiempo lentamente, de
perderlo emborrachándose con cualquier amigo
imprevisto en los bares de los suburbios o en su
estudio. Seguramente estaba detenido en esas
imágenes cuando se murió mansamente, en la
madrugada del martes, tan a solas y en paz consigo
como había vivido. A la mañana lo encontraron.
Entonces, la Argentina supo que había perdido a
uno de sus grandes. PRIMERA PLANA 24 de
marzo de 1964
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