Una década de música popular argentina
1963-1973
música popular argentina

En el verano de 1964, cuando Chico Novarro (o Mike Lerman, como se prefiera) hace explotar sobre la Argentina y el Uruguay su obsesivo El orangután y la orangutana, acompañándose con sacudidas epilépticas, todo un movimiento musical adquiere simbología exacta. Y La nena Juana fue también un anticipo de lo que estaba por venir en el terreno de la creación complaciente. Los argentinos no pudieron gratificar, una vez más, su masoquismo, porque los primates atacaban a todo el orbe, en una escalada cuyo eje iba de Londres a Nueva York. Un periodista llamó El triunfo de los orangutanes a esta tendencia que marca a fuego el comienzo de la década.
Algunas pistas apuntan —tras antecedentes varios, entre ellos, acaso, El club de los discómanos, por radio, en 1956, y la presencia de Baby Bell, en 1958— a Ben Molar como responsable del movimiento "nuevaolero" en el país, a partir, en aquel mismo año de 1956, de su lanzamiento de Elder Barber y el Canario triste. La misma experimentada fuente aduce que el cantor de tangos Alberto Castillo, con su gesticulación brotada de la barra de la esquina, asienta las bases de lo que, mucho después, sería el estilo del Club del Clan. Hay, sin embargo, un precursor convicto y confeso, y rechazado, y prestamente olvidado: Billy Caffaro, con su barba pionera, furor discográfico de entonces, hoy dedicado a la atención de un taller mecánico.
Ben Molar insiste en ser el padre de la criatura. "Voy a decir la verdad, lo que nunca dije", anuncia a Panorama, y espeta: "En 1960, cuando llega al país el productor Ricardo Mejía, ya con mi amigo, el periodista Bucchieri, vendía yo libros de canciones como el pan. El recién llegado se incorporó a RCA, le propuse grabar 12 éxitos mundiales que seleccioné especialmente y le sugerí, inclusive, e] nombre de algunos muchachos que podían emular a Elvis Presley, o Paul Anka. El aceptó, yo hice la versión castellana de los hits y de ahí arranca todo". A mediados de 1962, en el Canal 11, Ritmo y juventud y La cantina de la guardia nueva, pasaban casi inadvertidos. Pero el peso potencial de un éxito que todo auguraba como seguro, une los esfuerzos de Ricardo Mejía, el periodista-asesor Leo Vanés y el libretista Quique Atuel. En noviembre de aquel año nace El Club del Clan en el Canal 9, que otorga nueva fachada a los pupilos con que ya contaban los promotores.

LA SUERTE ESTA ECHADA. La metamorfosis comienza con la ignota Ana María Adinolfi, que se trasforma en Violeta Rivas. A los 18 años, Alberto Felipe Soria, un rubiecito bien parecido, se enfunda en abigarrados pulóveres y es Johny (con una sola ene) Tedesco. Raúl Peralta abandona la orquesta de Héctor Varela y se convierte, a los 25 años, en Raúl Lavié. Chico Novarro (el más dotado musicalmente, lo que no es mucho decir) es, ya se dijo, Mike Lerman, o viceversa. Después, con el amparo de Diño Ramos, primero, y Leo Vanés, luego, se cuenta con Ramón Bautista Ortega a quien el segundo bautiza Palito. "Para fotografiarlo —memora el periodista—, tenía que hacerle pronunciar en inglés la palabra cheese, queso, y ni aun así salía' sonriente. Entonces le dimos una imagen acorde con su gesto adusto". Este fue el origen del Changuito cañero, oficio con el que Ortega sólo está emparentado a través de una canción.
De la mano de Molar aparece después Juan Ramón, con Oh, mi Señor. Se especula con la imagen de un muchacho bondadoso (Juan Corazón), que contados colegas parecieran reconocer en la realidad. Junto al eterno Luis Aguilé es, vocalmente, el mejor. Esos, y Los Cinco Latinos, Lalo Franzen, Jolly Land, Rocky Pontoni, son algunos de los nombres que abren la década eufórica. En 1973, son apenas un recuerdo, y no demasiado nostálgico. Es que una época en la que un tartamudo puede llegar a grabar sin que se note, exige, como todas, algún tributo para perdurar. Aquellos antepasados —superiores a sus descendientes, sin duda— de Sabú y Raúl Padovani, lo aprendieron en carne propia. Por eso, los manager s idearon un curioso artilugio, representativo de esas luchas: el Disco de Oro, originario de los Estados Unidos, donde premia la venta de un millón de placas. Aquí fue ampliamente distribuido en módica versión de aluminio bronceado, mientras abundaban los festivales de la canción y el cine registraba a sus efímeros paladines. Concretamente, en 1964, descuidado por un público que ya no lo soporta, el Club del Clan se desmorona. De las ruinas, perviven los nombres de Palito Ortega y Leo Dan, en histórica competencia: respectivamente, el sello CBS y la provincia de Tucumán, RCA y Santiago del Estero.

EXCEPCIONES Y FRACASOS. Algunos argentinos andan por el mundo, dando que hablar. En polos opuestos —el artificio y la autenticidad—, Waldo de los Ríos con sus comerciales trascripciones de Mozart o Beethoven, Gato Barbieri con su fabuloso saxo tenor. En el medio, Lalo Schifrin escribiendo partituras para Hollywood. Y, en el plano canoro, Alberto Cortez, luego de recorrer Europa con la banal Zucu-Zucu, ancla en Madrid y refulge en la Zarzuela, poniendo música a poetas americanos y del Siglo de Oro Español. Con los textos de Antonio Machado, abre un camino que habrían de recorrer Ibáñez y Serrat. Pero e] público argentino se resiste —hay varias razones para ello— a aceptar a Cortez.

Piero es otro ejemplo de ganador de premios (los mayores que haya logrado la canción argentina: Buenos Aires, Río de Janeiro) que no termina de consolidar una imagen para el público local. Todo lo contrario de Leonardo Favio, que suscita fervores con Fuiste mía un verano y llega a componer, con Sandro y Palito Ortega, un triángulo que se instala más o menos perdurablemente en el favor popular. Sería injusto, entonces, no nombrar a la media naranja artística y financiera de Sandro, el productor-autor Oscar Anderle. Facundo Cabral, después de ser el Indio Gasparino, halla su veta en una imagen mesiánica que, al parecer, convence a los españoles. Roberto Yanés, con estricto profesionalismo y módicas dotes, sigue desplegando boleros por Centroamérica y Nueva York (barrio latino, claro). La década contempla el ascenso y caída de casi todo el mundo: Sergio Denis, Hugo Carregal, Dany Martin, Hugo Marcel, Beto Orlando, el propio, hasta ayer intocable, Donald. Y Banana, y Sálako. Engendros de la televisión, como Música en libertad y sus aún más lastimosas imitaciones —meros ejercicios de fonomímica— no hacen sino subrayar la chatura creadora y el colosal esfuerzo de promoción. Pero, vale destacarlo, algunas manifestaciones de rock, tango y folklore intentan desafiar a la trivialidad.

EL SONIDO Y LA FURIA. "La música argentina con actitud progresiva, reflejada principalmente en el rock nacional, es hoy en día la más honesta. Produce música popular como un arte, y no como un objeto de consumo. El rock es música para la liberación total del hombre". La definición pertenece al periodista Osvaldo Daniel Ripoll (26), director de la revista Pelo y responsable de los festivales B.A. (por Buenos Aires, obvio) Rock, realización comercial que por lo menos permitió valorar la fuerza masiva de la tendencia: un promedio de 15 mil jóvenes por fecha. Más analítico es el periodista y poeta Miguel Grinberg (35): "Se trata de nueva música urbana, progresiva por naturaleza, donde no sólo interviene el rock sino que también participan exponentes del jazz, el folklore y el tango, como Gato Barbieri, Domingo Cura, Hugo Díaz y Rodolfo Mederos. Salvo en los casos de Moris (Mauricio Birabén) y Luis Alberto Spinetta, esta corriente aún no ha encontrado a sus poetas".
La génesis del movimiento puede rastrearse a mediados de 1966, en La Cueva, de Pueyrredón al 1600, donde algunos grupos empiezan por emular a Beatles y Stones, aunque las influencias son múltiples y reconocidas: Bob Dylan, Joan Baez y, más recientemente, el fallecido Jimi Hendrix, Crosby, Stills, Nash y Young, los delirios esquizoides de Fran Zappa. La rampa de lanzamiento de los pelilargos nacionales, es el tema La balsa (verano 67-68). Todavía entonces con más ataduras extranjeras que autenticidad —una situación totalmente superada a esta altura de las cosas—, aquellos jóvenes argentinos o uruguayos (Pajarito Zaguri, Tango, Moris, Litto Nebbia, Shakers e Iracundos) impulsan el movimiento más controvertido e innovador de los últimos años, alcanzando una culminación fugaz en dos grupos notables: Manal y Almendra. Contemporáneamente, un alud de trovadoras pone en auge los mínimos recintos del café-concert, una moda que en 1973 parece tocar fondo: María Elena Walsh, Nacha Guevara, Marikena Monti, Cipe Lincovsky, portadoras de endechas nostálgicas o sarcásticas, por lo general inteligentes, para públicos selectivos.

¿QUE ES LO ARGENTINO? El folklore anduvo, en los últimos 10 años, un camino de gloria que ya desciende hacia el hartazgo. Un enemigo importante es la hibridez de sus éxitos, con ritmo de balada o de canción; otro, el pintoresquismo comercializado, que culmina en los films donde la música sirve para promover el turismo, o viceversa. Según el entendido Marcelo Simón, 1963 hereda principalmente el "salteñismo", encarnado en Manuel Castilla, Jaime y Arturo Dávalos, poetas de libros que, a través de la canción, se hacen conocer por vastos auditorios. Hacia la misma época, Los Fronterizos, Eduardo Falú y Los Chalchaleros incursionan en otras clases de composiciones, y poco después se hará oír —luego de atravesar los jarabes del bolero, en etapa que ella prefiere olvidar— la voz única de Mercedes Sosa. Y la Misa criolla, de Ariel Ramírez y Félix Luna, tendrá una descendencia numerosa y cada vez más anémica.
El tango, entre tanto, ve declinar su estrella en la década. La excepción es, por supuesto, Astor Piazzolla (ver recuadro adjunto), quien logró la renovación y el éxito con temas difíciles de encasillar en los moldes rígidos del tango tradicional, y también con títulos menores, como Balada para un loco. Algunas de sus melodías mejores han llegado a ser populares. Pero hay otros adelantados: el excelente Sexteto Tango, Rovira, el conjunto a cappella y percusión Buenos Aires 8 y, más recientemente, el Quinteto Guardia Nueva, Vanguatrío y Cuarteto Colángelo. En distintas medidas, eligieron el camino de la innovación amparados por el conocimiento individual de sus músicos: los bandoneones de Daniel Binelli y Juan José Mosalini, el piano de José Colángelo, la batería de Renato Meana, Sin olvidar un sitio destacado para las orquestaciones de Rodolfo Mederos.
Informe de Luis Alberto Frontera
PANORAMA, AGOSTO 2, 1973

recuadros
Astor Piazzolla: La apertura constante
Aunque natural cuando se trata de un ensimismado, resulta insólito: quien requiera información sobre Astor Piazzolla deberá recurrir a alguien apodado "Piazzolla", por su fanática devoción al músico (en realidad, Víctor Oliveros, un próspero ejecutivo de la industria de la moda masculina). Por eso, para referirse simultáneamente al pasado y a los proyectos, se hace necesario entrevistar a ambos Piazzolla.
En su departamento de la avenida del Libertador —leños auténticos crepitan en la chimenea del vasto hall, para delicia de Pantaleón, su perro—, el Piazzolla original sorprende, en el primer momento, con un tono que oscila entre la rebelión y la melancolía: "Estoy agotado de trabajar sin alicientes, en el marco de un país desesperado, políticamente angustiado desde hace décadas", proclama. Este cansancio explica actitudes próximas: producción personal de su discografía, viaje al Brasil por un mes y luego, un año en París. "Hace seis meses que no puedo componer un tema y que trabajo salteado. Europa me llama y necesito estar en un sitio donde me impulsen a crear". Como paralelamente advierte que sigue creyendo en lo nacional y atribuye su éxito europeo a que "hago música argentina", sus saltos intelectuales recuerdan las dudas pascalianas. Algo más reconfortado, refiere su cosecha personal de los últimos diez años, durante los cuales, estimulado por una fiel minoría, logró aperturas masivas.
Puente simbólico entre Piazzolla y el público mayoritario, resultó Balada para, un loco (Festival Internacional de la Canción y la Danza, 1969). Su traducción más visible: el apoyo de la Municipalidad de Buenos Aires, que en 1972 lo contrató para recorrer el país al frente de su Noneto. "En 1974 —anuncia— conocerán a un nuevo Piazzolla, alistado en las más avanzadas corrientes juveniles, ésas que vienen para barrer con todo y emprender la gran revolución cultural argentina". Orgulloso y pensativo, completa su idea vaticinando que en esas tendencias no entrarán los falsarios, sus imitadores, "los que aún siguen tocando como yo en 1946".
Actualmente trabaja en partituras sobre textos de Mario Trejo, Leopoldo Marechal, Ernesto Sábato y Julio Cortázar. "No me importa en absoluto cuando dicen que lo que hago no es tango —enfatiza—: quienes lo sostienen, están acostumbrados al que se difunde en locales turísticos y que entrega una imagen porteña desaparecida hace ya 50 años". Entiende que Europa está necesitada de música latinoamericana, ávida de las nuevas vertientes culturales que brotan en estas latitudes, criterio que culmina en una exclamación: "¡Somos el país del futuro". Los únicos que aún no quieren entenderlo así, serían aquellos que no se deciden a romper con la imagen solemne del tango. Y descarga sus iras contra algunos programas de televisión "que parecen hechos a propósito para terminar de matar al tango". Manifiesta deseos de ayudar a los jóvenes —"a los que no canten en inglés", precisa—, cualquiera fuere el ritmo que desplieguen, pues también el tango, argumenta, recibió en sus comienzos marcada influencia extranjera.
Se manifiesta admirador de Cobián, De Caro, Gobi (según él, inventor del vanguardismo), Pugliese, Troilo, Salgán, Federico, Sexteto Tango, Buenos Aires 8, una lista que parece muy extensa para la fama de recalcitrante y reservado que tiene Astor. Y, como quien recorre un forzado círculo, vuelve a expresar sus pesares "por este país que me duele como una novia y en el que sigo pensando por más que me vaya a París o a Tokio".
"Cuando Piazzolla no está aquí, puede decirse que Buenos Aires es otro, que le falta un pedazo importante: a mí se me convierte en una ciudad más triste todavía", concluye Piazzolla. El otro, claro.

Palito Ortega: Diez años de euforia
Exponente y líder de una década musical signada —en el género que él cultiva— por la euforia y las contorsiones, Ramón Bautista Palito Ortega (30) halla su coronación inapelable en dos terrenos insospechados: la política y el deporte. Concentraciones partidarias y "torcidas" futbolísticas, adaptan sus estribillos a melodías pergeñadas por Palito. En tres horas de diálogo con Panorama, la semana pasada, Ortega desgranó declaraciones nada tradicionales en su área: "César Vallejo representa mi despertar a la poesía mayor. Recientemente viajé al Perú, para que su viuda me autorizara a ponerle música a textos de Los heraldos negros, Trilxe y Poemas humanos. El proverbial mal carácter de esa señora, me hizo abandonar la empresa". También reconoció que acaba de ganar un premio en un concurso de poesía organizado por la Asociación de Actores y que su inquietud esencial, por ahora, es grabar un larga duración con sus "poemas-poemas", ilustrado por su amigo el pintor Carlos Alonso; y que ausculta la poesía venezolana, especialmente la obra de Andrés Eloy Blanco.
Lo que resulta menos claro es cómo, después de explorar a Vallejo, produce Para llegar a ti, o cómo, después de "llorar por el cierre de los ingenios" en su Tucumán natal, lucubró Tírate al río. Es que todo ídolo, llámese Gardel o Palito Ortega, en un momento de su carrera debe desdoblarse entre cantor y publicitario, compositor y ejecutivo, alternar los gorjeos con la conducción empresaria en el show business. O sea, cumplir con las pautas de comercialización artística vigente: otro terreno donde Ortega derrota a sus competidores. En la actualidad, al frente de su editora Clanort, dirige a 15 empleados, entre los que figuran dos abogados, redactores periodísticos y managers. Para algunos traslados, utiliza un deportivo Mercedez-Benz; para otros, un avión Cessna de su propiedad, y el sueldo de un piloto permanente.
La primera impresión es que, salvo su folklórico apego al mate cocido, el multimillonario de hoy se fagocito al chiquitín aquel que a los 9 años voceaba La Gaceta en el Ingenio Mercedes, en Tucumán. Pero el cantor ha sabido preservar, entre otras cosas, algo a lo que puede atribuirse, seguramente, gran parte de su éxito como "rock'n roller": el lenguaje, el claro checheo de sus temas, acorde con la realidad argentina. En cuanto a ideas políticas, expresa su adhesión a un socialismo humanista que, pese a varios intentos, no llega a definir concretamente en el plano ideológico.
Probablemente el de Ramón Ortega sea un caso sin precedentes. Quizá, nunca se consiguió tanto con tan poco: 10 años de permanencia en una cúspide que fue rozada por decenas de nombres que pasaron sin pena ni gloria. "Hay un momento —reflexiona— en el que desaparecen publicitarios y managers, en el que uno debe arreglárselas solo, con lo que sabe. Haber salido airoso en tal circunstancia* es mi fórmula". Mesurado en sus gastos, guarda las cifras bajo estricta reserva y tan sólo musita que ganó lo suficiente como para, si debiera retirarse, seguir viviendo cómodamente con su familia (Evangelina 'Panky' Salazar, Martín, Julieta y un hijo más en camino).
Su gran contrariedad actual es la famosa ley "del 75 por ciento", de inminente sanción, en cuanto declararía al rock (de alguna manera hay que llamar a la hibridez de ritmos actuales) música extranjera. "Antes que marginar así —deplora Palito—, habría que seguir el mucho más coherente ejemplo del Brasil: todas las inversiones hechas allí para grabar música nacional, son deducibles de réditos". De los 700 millones de pesos que SADAIC facturó en 1972 por edición de temas nacionales, el mayor porcentaje no correspondió ni a tango ni a folklore, sino a lo que, para la nueva ley, sería música foránea.

 

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