De qué se quejan los porteños

"Protesto, fuego existo", es el lema común ciudadano. Entre las 1000 denuncias formalizadas mensualmente, ¿sabe usted cuáles son las más frecuentes y qué circunstancias las provocan?
Quejas
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Delgado, de rostro anguloso y mirada reflexiva, el hombre parecía empeñado en entretener los minutos, y en un bar de la avenida Libertador saboreaba su aperitivo con elegante displicencia. Pero cuando el palillo con el que se propuso pinchar una aceituna resbaló sobre ella y un ínfimo salpicón agravió la solapa de su traje, el hombre sufrió algo así como un shock:
—¡Mozo, mozo! —gritó exasperado—. ¡Estos escarbadientes están en infracción!
La explosión de ira provocó la risa del público, pero no la del dueño del local, que se acercó a pedir excusas. Es que la protesta del cliente tenía su fundamento en una de las infinitas y desconocidas disposiciones de la Municipalidad: un edicto determina que los palillos deben estar cuidadosamente envueltos y, sobre todo, tener dos puntas...
Tal anécdota ejemplifica un aspecto de nuestra psicología: empezamos por quejarnos de "este país", con lo que socavamos por la base toda posibilidad de un saludable optimismo nacional, y luego seguimos con todo "lo que está adentro", para decirlo con palabras de un agudo filósofo de café: arremetemos contra la humedad, la burocracia, el trabajo, los teléfonos, el transporte, los baches, la lluvia, los ruidos, el sol, el aire, y, en fin, contra la mala suerte; porque si el porteño se queja de algo es de su mala suerte, y lo hace, según el humorista "Piolín de Macramé", con aire decididamente sacro, pues ello implica invocar los males de su melancólico destino. El hombre de Buenos Aires, quejoso de nacimiento y tercamente pesimista, se consuela quejándose de lo que pueda, y aunque a veces yerre el tiro, su protesta es con frecuencia el humilde sucedáneo de una cruzada justiciera.
Esta inquina metafísica que lleva en el alma como una segunda naturaleza, la constante querella que está siempre a punto de iniciar contra alguien (puede ser el gobierno, el mozo del café o el perro de la vecina), hace prácticamente imposible que alguna vez exclame, como John Milton en El paraíso perdido: "Siento que soy más feliz de lo que me parece". Aunque con el correr de los años, la experiencia le haga dudar de la negrura incontrovertible de su vida, y confiese de mala gana, como la Marquesa de Sevigné: "¡Qué feliz era yo en aquellos tiempos en que era infeliz!"

Oficina de Quejas
En la oficina de denuncias de la Dirección Municipal de Inspección General (vulgo, oficina de quejas), instalada en el mismo edificio del Mercado del Plata, declaran con sorna que esa repartición debería ser manejada por psiquíatras: "Figúrese que el otro día vino una señora que se ocupa en medir el largo de los panes en las panaderías del barrio, para comprobar si se ajustan a las reglamentaciones vigentes", se quejó un funcionario. "Pero si las cosas hubieran seguido como hasta hace dos años —comentó un alto empleado—, yo estaría muerto. Como si no bastara con los denunciantes, tenía que juntarlos con los denunciados y conciliarios: fíjese usted, conciliarios..." Sin embargo, nunca logró que se pusieran de acuerdo. Descubrió, más bien, que debajo de cada acusación se encontraba el cansancio cotidiano; detrás de muchas iracundias, la envidia. Aquel que se quejaba de la insalubridad de un local ajeno, o de la ventana ilegal en la medianera de un vecino, terminaba acusándolo de tener cuatro trajes nuevos o un automóvil "¿Y por qué no cuenta de dónde sacó la plata?... ¿Eh? ¿Por qué no le dice al señor funcionario que hace pocos meses era un muerto de frío? ...
Cuando dos sujetos se destrozaron la cara en sus dependencias, la oficina de denuncias decidió suspender la utópica función conciliadora del organismo, que se convirtió entonces en lo que es ahora: un termómetro del mal humor ciudadano, una oficina recolectora de disparates. Con el agravante de que muchos denunciantes, como genuinos paranoicos, suelen ser temibles especialistas: estudian detalladamente las ordenanzas para saber de qué pueden quejarse. Y las ordenanzas —no hace falta decirlo— dan margen para infinitas investigaciones. Porque es más que probable que el carnicero no use la gorra y la blusa blanca "de mangas cortas, cerrada desde el cuello hasta las rodillas", prescriptas por la ley. Y no es nada difícil que las paredes —que teóricamente deben ser de mampostería revocada y blanqueada— ostenten, como en las películas de terror, la marca de la mano roja.

El sonido y la furia
En las distintas secciones de la oficina de denuncias se recibe todos los días un promedio de 50 protestas, que servirían para confeccionar una fascinante radiografía de la convivencia porteña. Esta tarea moviliza a empleados de oficinas diversas —mesas de entrada, de parte, de registro— hasta que la orden de actuar llega al inspector correspondiente. "Imagínese lo que es hacer trabajar a tanta gente para nada", comentó una señorita, cansada de recibir las denuncias más inverosímiles."
Los porteños parecemos especialmente alérgicos a los ruidos. Desde perros y canarios hasta máquinas de escribir son causales de muchas protestas formalizadas mensualmente en la sección ruidos molestos de la Dirección Técnica de Higiene (Segurola y Avellaneda), a la que la oficina de denuncias remite los casos correspondientes. Desde las 30 ó 40 cartas que se reciben todos los meses para que la Municipalidad haga cumplir la ordenanza 5388. que prohíbe el uso de aparatos de radio en los medios de transporte, hasta el señor que pide hablar "con el funcionario más alto" para ponerlo al tanto de una situación "insostenible", nada puede sorprender a los empleados de la oficina de quejas, que tras largos años de ejercicio de las relaciones humanas están, "serenamente, más allá del bien y del mal"...
El mes pasado, la inesperada culminación de un expediente por ruidos molestos dio a los empleados tema de conversación por varios días. Una señora venía denunciando desde hacía seis meses los "insoportables" ruidos que producía una fábrica contigua a su casa. Cuando el inspector fue a verificar, observó que no se oía ruido alguno a pesar de las reiteradas protestas de la mujer. Después de repetir la inspección, se descubrió que la maléfica empresa industrial ya hacía dos años que no estaba en ese lugar: se había mudado con ruido y todo, no obstante lo cual la buena señora lo seguía escuchando...
Los ruidos funcionales —gama persistente de los ruidos molestos— suelen sacar de quicio a más de un hiperestésico ciudadano: después de las 22 horas, ningún mortal tiene derecho a bailar furiosamente la "Zamba de Vargas" o el baile de San Vito sobre el techo de su vecino; ningún profesor de música puede tocar el violín, aunque la melodía sea nostálgica y dulce y atraiga un coro de ángeles errabundos; ningún periodista puede invocar razones de bien público para machacar noche a noche con su máquina, aunque esté escribiendo una saludable nota sobre el espíritu quejoso de sus compatriotas...
Después de las 22, toda estridencia está prohibida. Pero esta ordenanza, solaz de pacíficos ciudadanos, es otro motivo de iracundia: porque, como se quejó un "tuerca" del Barrio Norte, "en Buenos Aires, ¿qué es lo que termina a las 22?".. .

Las aves del paraíso
—Escuche bien. No soporto ese canario. No me deja vivir.
—Pero, señor... ¿Usted nunca ha tenido un pajarito?
—Si, yo tengo un canario. Pero es mudo.
Cuando el hombre de mirada estrábica se retiró, la empleada arrugó la denuncia y la arrojó al cesto de papeles. "¿Para qué la iba a guardar —comentó—. para agregar un caso clínico más a nuestro maravilloso archivo?"
En la oficina de quejas recuerdan a un señor de aspecto tímido, vestido litúrgicamente de negro (incluso la lustrosa corbata), que quitándose un viejo sombrero de fieltro y haciendo reverencias, se quejó de que el vecino "de arriba" tenía un enorme perro alemán de policía. Cada vez que el noble pichicho se echaba a dormir al suelo, haciendo vibrar todo el departamento, el hombre temía que el cielo raso se le viniera encima. Pero ocurre que en lo referente a los perros, que son los grandes acusados, los inspectores sólo tienen derecho a pedirle al propietario del inmueble (en un departamento alquilado, en cambio, el perro puede estar en infracción) la patente y el certificado de vacuna. Cuando el expediente llega a manos del inspector, éste se instala en el domicilio del acusador y espera oír los ladridos, que nunca o casi nunca son excesivamente molestos. Muchas veces el perro ni siquiera ladra, y el inspector, aburrido y hasta a veces frustrado, opta por retirarse. Un señor, indignado por esta lógica conducta, depositó en uno de los escritorios de la dependencia técnica correspondiente un moderno grabador: llamó a todos los empleados y luego de un escándalo mayúsculo les hizo escuchar toda clase de ladridos, gruñidos y rugidos...

Defensa de la vaca
En su constructivo Libro de quejas, el poeta Nalé Roxlo. que arroja la primera piedra bajo el seudónimo de "Chamico", sostiene que un libro de quejas "debe ser para asentar quejas de fondo, como quien dice, reproches importantes", y en seguida reproduce ésta del jefe de la oficina respectiva de una estación ferroviaria: "Imagínese que ayer tuve que discutir una hora con un tambero que quería dejar constancia en el libro de quejas que sus vacas se distraían mirando el tren y por eso daban menos leche"...
Quisimos, personalmente, saber si era posible que los porteños fueran en realidad tan agudos como para advertir esas sutiles correspondencias entre la Vía Láctea y el tráfico ferroviario, o si se trataba de una ficción inventada por el humorista, y acudimos a la oficina central de quejas de Ferrocarriles Argentinos. Después de diversas alternativas nos enteramos que recibían unas 30 protestas mensuales de variado tenor, entre las cuales transcribimos las tres siguientes:
Queja 1ª: Fue radicada por un señor a quien el intenso ritmo de trabajo y la falta de sueño hacían que se quedara dormido en el viaje. Al despertar, el hombre solía encontrarse en la cochera (el galpón donde se guardan los coches luego de ser desenganchados), naturalmente lejos de la estación: El guarda tiene la obligación de revisar los vagones cuando el tren llega a la estación terminal", protestó el pasajero.
Queja 2ª: Una señorita señaló que las almohadillas de goma-pluma para dormir eran antihigiénicas e incómodas y pidió que los asientos estuvieran tapizados de verde, "para descansar la vista".
Queja 3ª: Fue presentada por varios pasajeros, quienes protestaron porque el tren se detenía en estaciones donde no subía nadie.
Queja 4ª: Es necesaria, para que se cumpla el dicho según el cual "no hay tres sin cuatro".
Y corresponde al redactor de esta nota, que también tiene derecho a quejarse: acudió cinco mañanas seguidas a la oficina de quejas de EFA, tratando de localizar a alguien que pudiera suministrarle la información requerida, sin que esto fuera posible. En la estación Retiro del Ferrocarril Belgrano ni siquiera se le permitió ver el Libro de Quejas, que solicitó como simple usuario. Después de una larga espera, el segundo jefe le pidió que previamente le informara cuál era "el motivo de la denuncia".

Protestas al hombro
Pocos saben que además de trigo, carne y heladeras eléctricas exportamos también mal humor, pues el porteño lleva su espíritu quejoso en sus andanzas por el mundo. Para mostrar un ejemplo de este producto exportable, valga esta anécdota. En compañía de un grupo de amigos españoles e hispanoamericanos, un periodista de esta redacción se encontraba en la Ciudad Imperial de Toledo. Habían pasado la noche en un maravilloso hotel situado en las cigarreras que, Tajo por medio, se asoman sobre la ciudad. De pronto emergió del hotel un hombre y, momentos después, una mujer. La mujer miró sin mayor interés el paisaje que se extendía adelante. Más allá, castaño y torrentoso, se veía el Tajo, cruzado por el puente de Alcántara y los restos del puente romano. Culminando el paisaje, el Alcázar, la joya arquitectónica de Carlos V. A lo lejos, la sagra —tierra roja— toledana. Y los valles cubiertos de verdor, y el cielo lujuriosamente azul... El hombre, solo, debió de reparar en la pileta de natación del hotel. Se acercó al borde. Miró el agua, un tanto verdusca, pero sin embargo cristalina. Y gritó: "¡Che, María, vení... ¡Mira qué agua podrida!"...
Entre el silencio de sus compañeros, el periodista preguntó al desconocido: "¿Usted es argentino?". Y el interrogado respondió con entusiasmo: "Sí, señor. ¿Cómo me conoció?". "Por el acento", repuso aquél. El turista era porteño, y ¿qué estaría haciendo en Europa sino quejarse? Es que tal vez más que nadie, los porteños podríamos hacer nuestra la protesta peninsular: Piove, governo ladro!
Máximo Simpson
Dibujos de Quino
Revista Panorama
08/1967

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