LOS SECRETOS QUE ESCONDE BUENOS AIRES BAJO SUS RASCACIELOS
TESOROS ESCONDIDOS
LADRONES DE PIEDRAS FUNDAMENTALES
EN UNA CALLE CENTRAL TENEMOS TRES MIL INGLESES ENTERRADOS
Por JUAN JOSÉ DE SOIZA REILLY
Fotos de Baldisserotto
Rascacielos

BUENOS AIRES no siempre fué una ciudad dinámica, nerviosa, de progreso violento... ¡Al contrario! Fué una ciudad lenta, haragana, dormilona... Para convencernos de la lentitud de su adelanto basta leer la estadística. Fué fundada —o repoblada— en 1580 por don Juan de Garay. ¿Cuántos fueron sus primeros habitantes? Sesenta y seis paraguayos románticos.
(¡Con razón queremos a los paraguayos!
Ellos fueron los verdaderos fundadores de nuestra capital. Y es curioso que esos sesenta y seis paraguayos heroicos no tengan todavía un monumento... ) . La ciudad creció con una languidez desesperante.
Casi no había mujeres... Era como la Roma primitiva.
Los romanos tuvieron que robarse a las Sabinas... Pero los porteños ¿a dónde?... Por eso, Buenos Aires, cien años después de fundada, apenas contaba quinientos habitantes.
Se necesitaron 217 años para que en 1797 esa cifra ascendiera —según el cálculo de Azara— a 40.000 almas. Así se mantuvo en lamentable vegetación raquítica hasta que Urquiza abrió los puertos a los inmigrantes. A partir de 1852 el termómetro sube: ¡la fiebre puerperal del progreso!...
En adelante, la estadística parece enloquecerse. En 1869, 187.000 habitantes; en 1895, 663.000; en 1914, 1.500.000; en 1930, 2.500.000. . . Y a partir de 1930, Buenos Aires se duerme sobre sus laureles. Vuelve a su modorra esperando que algún otro argentino clarividente, como Urquiza, le diga de nuevo:
—Levántate y anda...

EL MIEDO DE LOS RICOS
Hace cuarenta años —no obstante su medio millón de habitantes— Buenos Aires era, como decían las abuelas:
—Un pañuelito.
Todo Buenos Aires cabía en la calle Florida.
—La civilización —escribió entonces el general Mansilla —termina en la calle Callao.
Para Mansilla —porteño aristócrata— más afuera de Callao vivía la chusma; los indios ranqueles... Únicamente el barrio del Norte —la Recoleta— era admitido como barrio digno de la elegancia criolla. ¡Y pensar cómo nació ese barrio de la aristocracia!
Nació del miedo... La Recoleta era un refugio de negros, de lavanderas, de ladrones y de vagabundos.
En 1871 estalló en Buenos Aires una terrible peste: la fiebre amarilla. El lugar preferido para residencia de las familias ricas, era el barrio del Sud, en el perímetro de muy pocas manzanas: de Victoria a Belgrano, de Perú a Balcarce. Y fué allí donde el flagelo —que diezmó a la ciudad— ensañóse con mayor fiereza, agostando más vidas...
¡Caprichos del destino! Los médicos comprobaron que el único paraje de Buenos Aires que la fiebre amarilla no había
mancillado con sus manos mongólicas; el único barrio donde la peste no pudo penetrar, fué el más antihigiénico, el más sucio, el más pobre: la Recoleta... El barrio de los muertos. Sucedió como con las moscas: la ciencia alemana ha descubierto que las deyecciones de las mosceis evitan la gangrena...
Al enterarse de que el barrio del Norte era el más saludable, las familias de sangre azul, es decir, con plata, enloquecidas de miedo, iniciaron su éxodo rumbo a la Recoleta. El martillo de los rematadores desalojó a los oscuros pobladores de la zona.
Aquellas tierras que no valían ni un cobre, se fueron a las nubes. Los poderosos construyeron sus mansiones olímpicas en símbolo de la vida en torno al cementerio. Muchas de esas casas se han convertido ahora en "casas de pensión"... Sería interesante conocer la opinión del heroico general de los Ranqueles si pudiera alzarse de su tumba, y viera que los grandes palacios de su tiempo han desaparecido bajo los rascacielos La aristocracia se ha democratizado. Vive en departamentos de paredes bajitas y de techos que pueden tocarse con las manos.

EL ANÓNIMO DE LOS RASCACIELOS
El origen de esta tendencia de los ricos a esconderse bajo el anónimo de los rascacielos, suprimiendo la bambolla de los edificios llamativos, puede también hallarse en el miedo; en el enorme miedo a las clases humildes que reclaman sus derechos humanos a la felicidad...
Los palacios antiguos ostentaban su insolencia hacia la calle, ofendiendo a los pobres: molduras, comisas, torres, bóvedas, todo presentaba un derroche de lujo exterior. Una dama muy rica que poseía un palacio estupendo en el Retiro lo vendió. Se ha escondido en un departamento.
Ella misma confiesa a sus amigas:
—Cuando me asomaba a la calle veía mucha gente que amenazaba a mi casa con los puños. Me dio miedo...

TESOROS ROBADOS
Si Scardulla —el ingenuo inventor del tesoro oculto a la orilla de un arroyo de la provincia de Buenos Aires— hubiera tenido más inteligencia, habría ubicado su cofre milagroso en el subsuelo de la capital.
Revisando los anales de la policía se descubre la enorme cantidad de tesoros que deben estar enterrados en las entrañas de Buenos Aires.
Cuando asesinaron al millonario Castillo —-en la calle Cerrito— se supo que este caballero —cuyos asesinos nunca se encontraron— había enterrado un botijo con medio millón de pesos en libras esterlinas.
¿Dónde? Por más excavaciones que se hicieron jamás se pudo dar con el tesoro. Estará todavía durmiendo en los sótanos de alguna casa vieja...
¿Se acuerdan ustedes de aquel empleado —Roura — que se apoderó de quinientos mil pesos? Fué tomado preso en Santa Fe, donde se daba una vida rumbosa. Eso lo perdió... Una vez detenido, confesó su delito. Le secuestraron gran parte del dinero.
Pero, aun descontando lo que había invertido en sus parrandas, no pudo dar razón de ciento cincuenta mil pesos. La policía creyó siempre que Roura los habría enterrado en alguna parte. ¿Dónde?
Misterio... Y el enigma se hace más oscuro, porque Roura ya ha muerto.

HAN ROBADO LA PIEDRA FUNDAMENTAL DE UNA ESCUELA
La policía supone que muchas de las riquezas enterradas en distintas épocas han sido extraídas.
Acaso manos inocentes las hayan encontrado por casualidad. Los hallazgos de esta naturaleza no se denuncian casi nunca.
Existe también —o por lo menos ha existido— un tipo de ladrón especialista en saquear el contenido de las piedras fundamentales. Pocas personas conocen lo ocurrido en el edificio de la escuela José Manuel Estrada o Catedral al Norte, calle Reconquista.
El edificio que actualmente ocupa ese histórico establecimiento educacional ha sido varias veces reconstruido,
pero la casa primitiva fué levantada, en ese mismo sitio, por Sarmiento. Al colocarse la piedra fundamental, se pusieron en su interior dos grandes vasijas o tachos de barro con muchas onzas de oro y medallas del mismo metal, incluso la lapicera
con que los presentes firmaron el acta. Por sugestión de Sarmiento, algunas señoras arrojaron en el hueco de la piedra, dentro de una de las vasijas, sus joyas. ¿Con qué fin? Sarmiento había dicho:
—Si algún día él Estado no puede sostener esta escuela, extráiganse esas joyas para pagar a los maestros.
Nunca fué necesario. Pero hace poco tiempo, al reconstruirse el edificio, fué preciso cambiar de sitio la piedra fundamental. Y al abrirse para examinar su contenido se encontraron con el... ¡tesoro de Scardulla!
Una de las dos vasijas había desaparecido totalmente. La otra sí, estaba...
Intentaron extraerla. Pesaba muchísimo... ¿Las joyas y las onzas de oro con la lapicera? Llamaron a tres albañiles para levantarla. Al abrirla encontraron que estaba llena hasta los bordes de agua y en el fondo piedras... ¡Nada!
Algo semejante ocurrió en La Plata.
En 1882 el doctor Dardo Rocha —uno de los gobernantes modelos del país— colocó solemnemente la piedra fundamental de la grandiosa capital futura de la provincia de Buenos Aires. En el interior de la piedra depositóse el acta de la fundación, medallas, monedas de plata y de oro y . . . una docena de botellas de vino argentino auténtico, del que los bodegueros elaboran para bebérselo en familia. Como es sabido, la costumbre establece que las piedras fundamentales sean abiertas cada cien años.
Se extrae el contenido; se llevan las monedas y documentos al museo, y se vuelve a llenar la piedra con objetos flamantes... Al colocarse las doce botellas de vino en La Plata, se deseaba que en 1982, al cumplirse el primer centenario de la fundación de la ciudad, ese vino fuera paladeado por los concurrentes al acto de la apertura de la piedra. (Yo creo que ha sido la única vez que los bodegueros argentinos se dedicaron a hacer vino para la posteridad).
Pero ¿qué pasó al día siguiente de colocarse la piedra? La policía descubrió que manos anónimas, aprovechando que la mezcla de cemento, cal y arena estaba fresca, abrieron la piedra y se empinaron las doce botellas, dejando los doce recipientes vacíos.
Ni siquiera se llevaron las medallas, ni las monedas, ni el acta. No tocaron nada de eso... No eran historiadores. Eran sibaritas. . .

¿DON CORNELIO SAAVEDRA SE LLAMA AZCUENAGA?
Dentro de algunos años los investigadores van a encontrarse perplejos frente a conflictos estupendos. Cuando comiencen a abrirse las piedras fundamentales de muchos monumentos de nuestra capital van a creer que las generaciones anteriores eran almas de Manicomio.
Yo me imagino el susto cuando desentierren la piedra que está debajo del monumento a Cornelio Saavedra, en la esquina de Córdoba y Callao. Hallarán un cofre con un documento que dirá: "Este monumento levantado a la memoria del general Miguel de Azcuénaga"...
Pero ¡cómo! ¿Entonces Cornelio Saavedra era el seudónimo de Miguel de Azcuénaga?
En seguida se irán al Caballito —"Plaza Primera Junta"— donde está el monumento de Azcuénaga.
Abrirán la piedra y encontrarán bajo la estatua de Azcuénaga otro documento que dirá: "Este monumento levantado a la memoria de don Cornelio Saavedra"...
Pero, entonces, Azcuénaga se llamaba Cornelio Saavedra.
¡Qué lío!...
Voy a aclarar la confusión: la estatua de Saavedra, presidente de la Primera Junta, fué erigida primeramente en la plaza del Caballito.
Yo asistí a la inauguración con mi noble amigo Julio Martínez. Éramos muchachos... La estatua de Saavedra estaba muy bien en esa plaza, porque llamándose plaza Primera Junta, nada más natural y nada más de acuerdo con la historia que estuviera
allí su digno presidente: Saavedra.
Pero uno de los descendientes de Saavedra —el prestigioso diplomático doctor Carlos Saavedra Lamas— se sintió molesto, según se dice, de que a su ilustre antepasado lo ubicaran tan lejos, en un barrio barato y humilde, frente a un mercadito, entre la plebe...
—Es necesario traer o Saavedra a un barrio más aristocrático...
—¿Adónde?
—A la esquina de Córdoba y Callao.
—Ahí ya está la estatua del general Azcuénaga.
—No importa. A Azcuénaga se lleva al Caballito, donde estará más a su gusto porque pertenecía al arma de caballería...
Y fué un espectáculo curioso: las dos estatuas fueron bajadas de sus pedestales respectivos; les pusieron rueditas y se las llevaron patinando a través de las calles. Mientras Saavedra se mudaba al Norte, Azcuénaga se mudaba al Oeste... Yo me imagino el encuentro de las dos estatuas en medio de la calle:
Saavedra — ¡Adiós, Azcuénaga! Siempre fuiste bueno y a pesar de tu gloria, siempre te mostraste humilde y generoso. Sigue siéndolo...
Azcuénaga — ¡Gracias, presidente! ¡El destino se cumple! ¿Te acuerdas? Tú eras un demócrata puro y, sin embargo, el capitán Duarte quiso coronarte emperador... ¿Te acuerdas? "Ni ebrio ni dormido" ... Y ahora que en la posteridad eres más demócrata
que nunca, te llevan a los barrios aristócratas.
¡El destino se cumple! Buena suerte, glorioso presidente...
Las dos estatuas fueron ubicadas en sus nuevos basamentos. Pero se olvidaron de cambiar las respectivas piedras fundamentales.
Azcuénaga tiene bajo sus pies la de Saavedra y Saavedra la de Miguel de Azcuénaga.

UNA CALLE QUE ENCIERRA TRES MIL CADÁVERES
¿Saben los porteños que hay en Buenos Aires una calle bajo cuyo pavimento duermen el sueño eterno tres mil cadáveres de soldados ingleses?
Esa calle se llama Cinco de Julio.
En pleno centro. Nace en la calle Belgrano a la altura del 330 y termina en la de Venezuela al 341.
Durante la valerosa "Defensa de Buenos Aires", cuando Martín de Álzaga reunió a los habitantes para defender a la ciudad
de la terrible invasión de Whitelocke, tres mil soldados británicos fueron muertos en un mismo día, el 5 de julio de 1807. (El ejército invasor era de doce mil soldados). El inconveniente vino cuando hubo que dar sepultura a los cadáveres. La religión cristiana no permitía que los "herejes" o disidentes fueran sepultados en los cementerios católicos, que eran los únicos que había en Buenos Aires.
Los generosos frailes franciscanos tuvieron misericordia de los caídos. Ofrecieron la huerta de su convento, y allí, en montones, fueron sepultados los tres mil ingleses... Pasaron los años. La huerta franciscana se convirtió en una calle. Los cadáveres quedaron abajo. Y ahí están todavía, en la misma calle Cinco de Julio que lleva como nombre la fecha en que murieron los tres mil soldados de Whitelocke

ARRIBA, UNA PLAZA; ABAJO, UN CEMENTERIO
No sólo tenemos una calle que oculta un cementerio.
Tenemos una plaza que guarda bajo la fecundidad asombrosa de sus plantas y árboles, una necrópolis hundida... La plaza es poco popular por su nombre: Plaza 1° de Mayo.
¿Sabían los obreros que hay en Buenos Aires una plaza consagrada al "día de los trabajadores"?
Está en pleno corazón de la ciudad: calles Alsina, Pasco, Pichincha y Victoria.
Hasta hace treinta años estuvo allí el Cementerio de Disidentes, conocido por Cementerio Inglés.
Expropiado por la Municipalidad se construyó la plaza actual. Los cadáveres de las bóvedas fueron trasladados a la Chacarita, pero la mayoría —los que estaban bajo tierra— quedaron allí mismo, a tres metros de profundidad. Ahora los muertos tienen encima un hermoso jardín, donde juegan los niños. Es la única plaza donde las plantas crecen sin necesidad de que las rieguen. Es lástima que a ese cementerio lo hayan sacado de la vista...
En uno de los barrios más ruidosos de Nueva York —el Wall Street—, en el paraje de mayor actividad y de mayor ruido, existe un cementerio que nadie ha querido tocar.
"Los sepulcros en medio de aquel barrio donde se maneja la riqueza —ha dicho el ilustrado médico argentino doctor Nerio Rojas— forman un contraste de tragedia a la manera de Shakespeare. El azar del destino urbano ha puesto así la presencia de la muerte en ese escenario de la ambición material, y es de suponer que el millonario, cuando pasa por allí, no ha de poder sustraerse siempre a la admonición inefable y silenciosa de esas lápidas de mármol. Yo no sé si está en ello el secreto de esos gestos de filantropía extraordinaria tan frecuentes en los millonarios neoyorquinos. Pero es evidente que estos potentados, como auténticos norteamericanos, conocen bien su Biblia, y al pasar por ese lugar de la muerte han de recordar el Eclesiastés y sus palabras sobre la vanidad humana".
¿No habría sido útil que también nosotros hubiéramos dejado intacto ese cementerio de la calle Alsina, para que su presencia infundiera a los poderosos, a los millonarios sin corazón, la poesía exquisita de la misericordia? Ya que Buenos Aires se va a las nubes en los rascacielos, tratemos de que el alma porteña se eleve también hacía las nubes, para purificarse.
Juan José de Soiza Reilly (sobre el autor de la crónica leer aquí)
Revista Caras y Caretas
27/05/1939

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