"La gente piensa que un
humorista se pasa todo el día haciendo chistes.
Sin embargo, Berta, mi mujer, dice que soy un
amargado."
Habla lentamente,
temeroso en sus juicios, mientras su mirada vaga a
través de la vidriera del bar. Fuera de un
escenario cuesta imaginar que Mauricio Borenstein
(45, tres hijos) consiga trasformarse —delante de
una cámara de televisión— en el inefable Tato
Bores, ese pintoresco gordinflón que a toda
velocidad desenrosca sus monólogos políticos. Un
personaje que —nuevamente en 1972— logró cautivar
a una audiencia poco frecuente en el medio
televisivo al promediar 30 puntos de ratings en
los seis meses —desde junio a noviembre— que
abarcó el ciclo Dígale sí a Tato. De esta manera
el satírico programa, un sucedáneo de Tato siempre
en domingo, culminó su doceava temporada
consecutiva por Canal 11. Aunque la creación de
Bores ya se había asomado al éxito en 1957, a
través del Canal 7, sobre libretos de Landrú. Sin
embargo, ya ataviado con el curioso disfraz —un
frac, una desordenada peluca, un habano y anteojos
montados apenas sobre la nariz— pero desplegando
un humor costumbrista, sin vestigios políticos,
Tato Bores había incursionado esporádicamente
desde "mucho antes que se inauguraran las
trasmisiones del canal estatal porque yo puse la
cara cuando había que ajustar la señal. Bueno, la
verdad, que en ese entonces no me pagaban, pero
que hacía morisquetas, las hacía", memora.
—¿Por qué tu mujer dice
que sos un amargado?
—¡Qué sé yo! Dice que
soy protestón, que protesto demasiado.
—¿Por qué motivos
protestás?
—Por todo y por
cualquier cosa. Y eso que para casarme con ella
sufrí como un perro porque sus padres no querían
saber nada conmigo. Mirá, fue un drama familiar,
una tragedia interminable. Hasta que logré lo que
quería. Y aquí estoy: casado con Berta. ¡Ah! las
mujeres, ¡las mujeres! ¿Viste las mujeres del
programa?
—¿Por qué las
incorporaste?
—Para darme un respiro,
y más que nada para darle un respiro a
los televidentes. ¡Son
unas bombas! ¿no?
—¿Son las mujeres que
te gustan?
—Sí, sí, la mujer tiene
que ser linda. Cómo vas a mirar un bagayo. No soy
hipocritón, me gusta que tengan de todo, de todo y
por todos lados.
—¿No te interesan otras
cualidades?
—Mirá, hay tipos que te
dicen: "A mí me gusta que sea culta, inteligente,
buena compañera". Para mí, en cambio, esa milonga
viene después.
—¿Alguna vez tuviste
aspiraciones de ser un galán?
—Escúchame: yo no tengo
físico pero tampoco soy ningún monstruo. Lo que
pasa es que tampoco soy lo que se llama
galán-galán.
YO Y LOS PRESIDENTES"
Es posible que de no
haber mediado el hallazgo de sus monólogos
políticos, Tato Bores sería uno de los tantos
anónimos que circulan por los tablados. "Nunca
estudié en ningún conservatorio ni nada de eso. Ni
siquiera sé hablar ¡y pensar que me gano la vida
hablando! Después de cada programa me quedo
afónico como un perro", reconoce. Sin embargo, con
su caracterización accedió a una notoriedad que le
permitió alternar con todos los presidentes que
tuvo el país en los últimos tres lustros, es decir
con los habituales receptáculos de sus chanzas.
Arturo Frondizi, tras un programa que —se supone—
le causó mucho gracia, lo llamó por teléfono para
felicitarlo: "Yo no sé, Tato, si soy buen o mal
presidente —preguntó Frondizi—; pero, eso sí,
tengo buen sentido del humor". Bores recuerda sin
esfuerzo la réplica: "Mire, señor presidente, yo
no estoy para juzgar si usted es buen o mal
presidente sino para hacer chistes". Aunque se
codeó también con Aramburu, Illia, Onganía y
Levingston, prefiere desovillar las zozobras
vividas después de conocer a José María Guido
cuando "me invitó a comer junto con otros
humoristas a la quinta de Olivos. A los dos días,
mientras viajaba en el auto, me entero por la
radio que se armó una rosca grande entre azules y
colorados. Al rato, escuché un comunicado: «Qué se
puede esperar de un presidente que a las 24 horas
de haber pronunciado un discurso trascendental se
sienta a comer con un grupo de argentinos que
satirizan la angustia nacional». Del julepe que me
agarré ni me acuerdo de qué bando era el
comunicado ése. Se me pusieron los pelos de punta
mientras pensaba: «Si estos ñatos cazan la manija
nos cortan el gañote a todos»". Para conocer a
Alejandro Lanusse, en cambio, urdió una
estratagema: "Cuando supe que su hija se iba a
casar con Roberto Rimoldi Fraga —repasa Bores— le
dije muy fresco por TV que al casamiento lo iba a
ver por televisión porque no había recibido la
invitación. No sé cómo hicieron pero la invitación
llegó en seguida".
TATO AL DESNUDO
Invariablemente, elude
contar algún episodio de su vida alegando que sus
anécdotas "ya están muy manyadas por todos". Se
impacienta a menudo como si estuviera acosado por
su sofisticado reloj. Apura un café endulzado con
sacarina, y propone seguir la charla en su casa,
casi una mansión en un piso 17 del barrio de
Palermo Chico, en Buenos Aires. Sobriamente
decorado, un living imponente de unos 20 metros
por 8 de ancho simula dividirse en tres ambientes.
Enormes ventanales acercan el río, la costa
uruguaya. "Es fundamental tener guita, tranquiliza
mucho tener la mosca, como decimos los porteños.
Da mucha bronca no tenerla, ¿no?, pregunta,
mientras cuida que las cenizas de su cigarro no
caigan en la alfombra roja de casi 10 centímetros
de espesor.
A cada rato juguetea
con su anillo de compromiso trasladado a su
meñique izquierdo: "Lo uso allí —aclara— porque en
el anular me queda demasiado chico. Pero, no soy
amante de las joyas ni nada de eso. Es que yo no
ambiciono tener más que lo que tengo ahora. Y
estar bien comido y bien vestido. Quiero decir que
no tengo los ojos más grande de lo que debo
tenerlos. Mi casa es grande, pero todos tendrían
que tener una casa así. No sé por qué, pero
siempre se cometen injusticias. A mí, por ejemplo,
debieran pagarme cuatro veces más de lo que gano
¿te parece poca injusticia eso?".
—¿Cuánto ganás?
—¡Ah no! Si digo una
cifra pueden decir: "Mirá este desgraciado lo que
gana". Y si digo una que les parece poco dicen:
"¿Y por tan poca guita se hace el estúpido delante
de tanta gente?". Mejor no digo cuánto gano.
Escúchame: ¿por qué no hablamos de otra cosa?
—¿Qué libros leés?
—Tengo que confesar una
cosa: durante mi temporada en televisión, no leo
ningún libro. En verano leo alguno, es decir, no
leo libros filosóficos ni de política porque no
tengo paciencia para hacerlo.
—¿Y para cuáles tenés
paciencia?
—Para los libros
amenos. Eso, leo libros amenos. Pero no en el
invierno, porque si cuando estoy trabajando agarro
un libro, nunca logro pasar del primer renglón:
estoy pensando continuamente en el libreto.
—¿Y en el verano qué
leés?
—Y... libros de
política o de filosofía no, ésos no, ya te lo
dije. Ahora, me compré algunos de historia, pero
son algo pesados, bastante pesados para leer.
—¿Cuáles son?
—No me acuerdo los
títulos. Incluso me han regalado libros de
historia, de historia argentina.
—¿Por qué te parece que
son tan pesados?
—Es que vienen con
tantas fechas, tantas llamadas al pie de página,
que tenés que ir constantemente de arriba a abajo,
hasta que te volvés loco.
Semejantes
contratiempos no minaron sus desvelos culturales,
y aunque no puede determinar cuál es el libro que
más le gustó, se anima a divulgar el último que
leyó: "Bueno, no sé si debo decir el último que
leí... fue El padrino, un best-seller muy ameno,
que se lee de un tirón. Pero, también suelo leer
algo más importante... he leído últimamente... no,
no, hace rato, el de García Márquez ¿cómo se
llama...? me pareció una belleza. .. los Cien años
de soledad, de García Márquez ¿no? Bueno, podría
leerlo de vuelta ¿no? En cambio, el que he vuelto
a leer es Sobre héroes y tumbas, de Ernesto
Sábato".
El lugar elegido para
alimentar sus inquietudes bibliográficas es Punta
del Este, donde dice tener "un ranchito para pasar
las vacaciones. Aunque, en realidad, me gustaría
pasarlas en Europa, es decir, en el Mediterráneo.
Eso, en el Mediterráneo. Un año en las playas de
España, otra temporada en la costa francesa, otra
en la de Italia, pero no puede ser porque cuando
allá es verano resulta que aquí es invierno".
Para conjugar el
desacuerdo climático se sirve un whisky escocés y
enciende un cigarrillo mientras contabiliza la
relación que promueve entre ambos hábitos: "El día
que no tomo whisky puedo fumarme nada más que seis
o siete, pero si tomo una copa, o dos, o tres, a
los cigarrillos ¡me los como! No me acuerdo el día
que más copas tomé, pero sí te puedo decir que he
tomado muchas veces muchas copas. ¿Ves? —señala el
lujoso botellón— a mí me gusta el trago escocés,
pero después de la segunda copa me da lo mismo
cualquier cosa", indiscrimina. Curiosamente,
también la bebida suele guiar sus preferencias
musicales: "Por ejemplo, la música beat, a
determinada hora y con un par de whiskies encima
me enloquece. Sin embargo, me gusta cualquier tipo
de música, pero ¡ojo!, según el estado de ánimo
que tenga. Aunque para ser sincero, los
parlamentos de las óperas me resultan
insoportables", confiesa moviendo la cabeza.
La febril rutina de su
vida artística, que lo obliga a andar todo el día
con el libreto en la mano para su memorización,
parece ser la responsable de que sus salidas sean
monótonas, escasamente variadas. Por eso, "a
bailar hace mucho que no voy, a cazar nunca fui, y
a pescar alguna vez, pero poco, poco". En
compensación, es un apasionado "del buen cine. Ahí
sí que le doy con todo. Se me escapan pocas
películas buenas. Incluso, hay veces que voy al
cine dos veces por día. Eso sí, no te creas que
voy al tun tun: Siempre trato de informarme antes;
es que ya no tengo paciencia para aguantar
cualquier cosa. Entonces, si es policial tiene que
ser buena; si es de acción, también, y si es uno
de esos documentos sociales también tiene que ser
buena. ¿Televisión? Veo poco, es decir, no
habitualmente, aunque ahora está interesantísima
¿no?, sobre todo en la parte política con paneles
y qué sé yo. Aunque de pronto saturan ¿no?".
Con incansable
persistencia elude hilvanar alguna definición
política, argumentando que "muchos ñatos contestan
así como así, como si se hubieran recibido de
políticos en la Sorbona. En consecuencia aconseja
mesura en las opiniones; "especialmente aquellos
como yo que tenemos una vida pública no debemos
emitir juicios, dejando que se arreglen como
puedan los montones de políticos que tenemos. Ya
en marzo vamos a votar", soslaya nuevamente.
Apenas se arriesga a sofrenar sus impulsos
danzantes: "Uno no puede estar bailando en una
pata cuando ve que las cosas no andan, que no hay
tranquilidad total en el país".
Madrugador ("Me levanto
a las siete"), apenas concilia el sueño durante
cuatro horas diarias ("Sí, duermo muy poco,
incluso a veces tomo píldoras contra el insomnio,
pero nunca me siento cansado") sometiéndome a un
ritual gimnástico a partir de las 8 de la mañana
cuando "viene el masajista para que los músculos
no se me aflojen".
TATO SIEMPRE EN DOMINGO
Su irrupción en la
farándula estuvo precedida por una incursión hasta
tercer año en la escuela industrial Otto Krausse
("Yo tenía pensado estudiar alguna carrera técnica
pero me dijeron que me fuera, que eso no era para
mí y que me dejara de pavadas") donde ejercitó una
memoria que le permite recordar seis mil palabras
por programa. Gracias a esta cualidad,
precisamente, Bores pudo superar sus desventuras
actorales: "Es que un tipo de la profesión nuestra
se vuelve loco hasta que encuentra algo, o mejor
dicho, hasta que emboca algo. ¡Y yo lo emboqué! Lo
que hago es único, sin competencia, y nadie lo
puede hacer mejor que yo. ¿Vos no crees que es
así?", suplica.
—El personaje que
encarnas por televisión ¿interpreta al hombre de
la calle?
—No refleja totalmente
al hombre común. Porque tiene mucho de disparate,
de surrealista. Y es un poco rayado, fijate que
anda vestido de una manera muy particular, a toda
hora del día.
—Sin embargo, pareciera
decir lo que otros no pueden o no se animan a
decir.
—¡Eso es! Dice las
cosas que mucha gente quisiera decir y no tiene
cómo hacerlo. Por eso, mucha gente se siente
identificada con el personaje.
—¿Te divertís mientras
actúas?
—Recién me divierto
cuando termino de grabar el programa, porque
mientras trabajo estoy muy nervioso. Al concluir
el tape me gratifico siempre con un whisky. Eso es
lo que más me divierte: tomarme el whisky.
—¿Tenés miedo de
equivocarte?
—No tengo miedo de
equivocarme; me equivoco, directamente. Es que me
pone muy nervioso trabajar: son muchas cosas para
memorizar.
—Los demás días
¿también estás nervioso?
—Siempre no sé, pero
cuando grabo el programa estoy muy nervioso. Ese
día mejor ni hablar conmigo, esos días muerdo.
—¿Cuáles son las
fuentes de información que usás para realizar tu
programa?
—Leo casi todos los
diarios, y las revistas un poco menos. Más lee mi
libretista; a Jordán de la Cazuela le gusta la
política desde que nació. A mí, en cambio, desde
que trabajo.
—¿Te sentís encasillado
en un humorismo político?
—Sí, estoy encasillado
sin ninguna duda, pero no me importa porque lo
hago muy bien, ¿te das cuenta?
—¿Cuánto tiempo creés
que puede durar tu personaje?
—Bueno, me parece
bastante tiempo, porque si bien el personaje es
siempre el mismo y aunque los hechos se repiten,
los chistes son diferentes.
—¿Nunca hay
reiteraciones?
—Claro que sí. ¿Acaso
no se repiten las situaciones políticas del país?
Qué sé yo: revoluciones, planteos, renuncias, son
bastante frecuentes. Naturalmente se pueden contar
de muchas maneras, humorísticamente hablando.
—¿Alguna vez te
prohibieron decir algo en el programa?
—No, no, directamente a
mí, no, y pienso que a las autoridades del canal
tampoco.
—¿NI siquiera durante
el gobierno de Onganía?
—Pienso que,
seguramente, en la época de Onganía había que
tener más cuidado con lo que se decía.
—¿Era autocensura?
—Bueno, dicen que la
autocensura es peor que la censura misma.
Pero, también, hay que
estar ubicado en mi posición: con un medio tan
importante, con tanta gente que me escucha, pude
decir cualquier barbaridad con todas las cosas que
han ocurrido en el país. Sin embargo ¿había
necesidad de decir cualquier barbaridad? A mí me
parece que dije muchas cosas, y las digo, pero sin
llegar a extremos: después de todo, el mío es un
programa humorístico.
—¿Crees que constituye
algún aporte clarificador tu trabajo?
—Por lo menos
repercute, aunque no creo que cambie el destino de
nada. No obstante, sin quererlo, de repente uno
hace un agujero.
—¿Es un consuelo para
el público?
—Claro, si te
descuidás, los tipos se sienten aliviados como
cuando andás todo el día con los zapatos apretados
y de pronto te los sacás. Y, la verdad, que entre
chiste y chiste digo muchas cosas.
—¿Te parece que todos
te entienden?
—Sí, por lo menos, los
que me ven siempre, los que yo llamo clientela, me
entienden todo.
—¿A qué público está
dirigido el programa? Algunos dicen que sos el
bufón de una élite.
—¡Tantos bacanes no
hay! Si fueran todos bacanes éste sería un país
felicísimo. Lo que te puedo decir es que de
acuerdo con las mediciones, la audiencia abarca de
todo, desde la clase A hasta la Z.
—¿Cómo te considerás?
¿Un actor? ¿Un humorista? -
—La verdad que no puedo
definirme, yo hago de Tato Bores, lo que hago bien
es eso.
—¿Sentís algún placer
en burlarte de los demás?
—No te olvides que al
primero que le tomo el pelo es a mí mismo. Yo me
burlo de mí mismo constantemente.
—¿Es una actitud
defensiva?
—Puede ser que haya
algo de eso.
—¿Pensaste que alguna
vez podrían levantar tu programa?
—Sí, cómo no. Pero, el
único temor es que me levanten el programa porque
al público no le gusta más.
—¿Qué hacés para seguir
gustando?
—Me consigo un buen
libretista y estudio bastante.
LA LOCURA EN BICICLETA
Tato parece estar en
continuo movimiento. Se levanta y camina por el
living de su departamento. En seguida, invita a
Siete Días a recorrer la avenida Costanera Norte,
donde habitualmente repasa sus extensos libretos.
En el trayecto, explica sus preferencias para
estudiar junto al río: "Es que en casa me agarra
una modorra bárbara; en cambio acá, al aire libre,
con el ruido de los autos, de los aviones, no me
puedo dormir". Mientras apresura la marcha recurre
a anteojos oscuros para evitar el sol. Reitera que
no ambiciona nada más que dar una imagen amable a
un público que premeditadamente frecuenta apenas
seis meses al año para no saturarlo. En las quince
temporadas trascurridas, tres libretistas
apuntalaron su labor cómica. Durante tres años,
desde 1957, Juan Carlos Colombres (Landrú) fue el
encargado de imaginar los textos, una misión que
prosiguieron Carlos Warnes (César Bruto) entre
1961 y 1970, y Pablo Pernias (Jordán de la
Cazuela) desde el año siguiente. Tras algunos
rodeos, Bores se decide a cotejar el humor de
quienes avituallaron sus monólogos.
—Landrú era el más
disparatado. ¡Éramos la locura en bicicleta! Cómo
sería que en 1957 empezamos ganando 2 mil pesos
por semana, al año siguiente por el éxito que
teníamos nos subieron a 40 mil mensuales, hasta
que en 1959 nos pagaban 40 mil por audición. Era
un vagón de guita. Yo hablaba mucho más rápido que
ahora. En menos tiempo enchufaba cualquier
cantidad de texto. Y además no me equivocaba
nunca. Me sabía el libreto hasta de atrás para
adelante. No como ahora que me equivoco. Y sí, me
equivoco. Dieciséis años atrás tenía más ganas de
estudiar que ahora. Después, con César Bruto
hacíamos un humor más reflexivo, y ahora con
Jordán de la Cazuela nos metemos más en la crónica
de los hechos consumados. Y digo así porque
siempre colaboré con mis libretistas, pero nunca
me interesó firmar los libretos, ni figurar en
nada de eso. Porque yo opino junto al libretista,
y si quiero sacar algo, lo saco; y si quiero poner
algo, lo pongo. Porque no te olvidés que el dueño
del programa soy yo.
—¿Nunca hubo
discusiones con esa actitud tuya?
—Nunca. Eso está
clarito: el dueño del programa soy yo. Y te digo
algo más; como no tengo abuela tengo que decirlo
yo: en este momento, el mejor actor que hay soy
yo.
Luis Laplacette
Revista Siete Días
Ilustrados
01.01.1973
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