En cada segundo del
día, un televisor argentino se prende en alguna
parte entre Ushuaia y Jujuy. Hace sólo siete
meses, ese dato estadístico tan simple como
contundente no habría podido ser computado, pero
desde diciembre de 1972, las noches de los
porteños se ven, cada vez más, vigiladas por la
luz de los tubos catódicos encendidos. Por ahora,
los compañeros de vigilia de estos trasnochadores
son Wallace Beery, Cary Grant, Katherine Hepburn,
Shirley Temple (ésta varias veces por mes), Lex
Barker, Fernando Fernán Gómez y muchos otros
astros o asteroides que se pasearon frente a
alguna cámara cinematográfica entre 1930 y 1965;
quienes lo hicieron en algún año posterior, no
quedan confinados, por ahora, a la vida nocturna.
Graciela Borges, Alfredo Alcón, Sofía Loren y
Marcello Mastroianni reciben todavía el
tratamiento privilegiado que consiste en aparecer,
salpicados por profusas tandas publicitarias, en
algún Cine estelar, Hollywood en castellano o
Mundo del Espectáculo. Desde la quietud de
Trasnoche en continuado, Gregory Peck y Alita
Román aguardan con sonrisa sabia y paciente: saben
que cualquiera fuese la envergadura de la
estrella, cualquiera el monto publicitario que
facturó en su estreno, su destino final consistirá
en acompañarlos a ellos, entre la 1 de la
madrugada y las 7 de la mañana, y hacer reír,
llorar o simplemente aburrir a los televidentes
desvelados.
En 1973, el cine ha
desencadenado su ofensiva final en la televisión
argentina: los sábados, ocupa el 85 por ciento del
tiempo de programación de Canal 11, de Buenos
Aires; los domingos, un porcentaje casi igual en
las horas de emisión de Canal 13. Canal 9, por su
parte, registra uno de sus ratings más altos con
su Cine estelar de los miércoles; y el Canal 7,
estatal, no sufre demasiado el hecho de que
cualquiera de las películas que conforman su
cineteca ha tenido más de 50 pasadas durante la
última década, ni tampoco la evidencia —mejor
dicho, la paradoja— de que jamás haya proyectado
un film nacional.
Si hay que buscar
coherencias o simplemente líneas claras de
evolución en este último decenio de la televisión
nacional, el esfuerzo será inútil. Ningún otro
medio de comunicación masivo se ha mostrado tan
errático en sus orientaciones, tan voluble en sus
afanes de audiencia, tan crudamente supeditado a
la competencia comercial. Es cierto que también el
periodismo, el cine y la radio son moldeados a
través de una rígida ley de la oferta y la
demanda, que también estos medios buscan la
adhesión de un consumidor mayoritario, el que, en
última instancia, asegura su existencia y sus
posibilidades de subsistir. Pero es también
evidente que un diario, una revista e incluso una
radio, libran su batalla a partir de una ideología
cultural determinada: nadie supone que Américo
Barrios sería un buen columnista para los lectores
de La Nación, así como nadie espera encontrar, en
las páginas de Crónica, el último soneto de Borges
o los recuerdos que aún vinculan a Victoria Ocampo
con Lawrence de Arabia o con Coco Chanel. En
televisión, en cambio, todo es posible: desde
1963, Tato Bores deambuló por 3 canales; otros
tantos fueron recorridos por Nicolás Mancera; la
misma cantidad de mudanzas fue emprendida por
Roberto Galán. Durante breves temporadas, algún
canal reivindica para sí más cultura, más
popularidad o más información; desde 1968,
Alejandro Romay etiquetó al 9 con el mote de canal
de la creatividad, en un momento en que los
creativos y los ejecutivos pasaron a simbolizar
quién sabe qué vagas fantasías sobre el status y
la audacia intelectual de la casta de los
decision-makers. Por su parte, hace pocos meses,
Canal 13 dejó de ser el canal de los espectáculos
para bregar por una televisión mejor.
Estos slogans no
representan, por supuesto, líneas programáticas
concretas; apenas si son un índice de la
desorientación permanente de los cuadros
directivos. Hacia 1963, casi todos los canales,
excepto el 7, habían comprendido la inoperancia
total de los programas así llamados culturales;
espacios como Universidad del aire fueron
paulatinamente desplazados de los horarios
centrales hacia otros cada vez más tardíos —o
hacia esas largas mañanas dominicales en que el
televisor está prendido porque los ravioles con
estofado aún se hacen esperar—, y sólo Canal 7
siguió insistiendo en sus recitales de violoncelo,
en sus conferencias literarias y en sus emisiones
de danza clásica, probablemente porque su
presupuesto no da para más. En 1967, el empresario
periodístico y actual propietario de Canal 11,
Héctor Ricardo García, intentó la única empresa de
envergadura espectacular que pasó por Canal 7: un
programa ómnibus, llamado 7 y medio, que debía
competir con los Sábados continuados de Antonio
Carrizo o los Sábados Circulares de Mancera. La
tentativa, que costó más de 500 millones de pesos
en sus 7 meses de duración, fracasó: no por
razones de calidad, sino porque —como lo evidenció
una encuesta —el televidente ni siquiera giraba su
botón hasta el 7, por temor a encontrarse con
algún programa cultural.
¡AY! LA FAMILIA, LA
FAMILIA... En 1963, el teleteatro se fortalece: La
familia Falcón, de Hugo Moser, recoge los bríos ya
decrecientes de Cándido Pérez, señoras e instaura
un modelo de obvia comodidad. La familia es una
unidad compuesta por varias individualidades, cada
una de ellas, con sus vínculos de relación
específicos determinados por el lugar de trabajo,
por las amistades y por sucesivos casamientos.
Esta vieja aberración burguesa de la familia
espejo tuvo en Pedro Quartucci, Elina Colomer,
Emilio Comte y Alberto Fernández de Rosa un módulo
de larga vigencia; hasta 1969, una audiencia
primero vasta, luego mermante, se identificó con
esta "familia argentina" —que, sin embargo,
llevaba un apellido derivado del nombre de un auto
de origen norteamericano— y con su inacabable
serie de encuentros y desencuentros sentimentales.
La filosofía implícita de La familia Falcón se
nutría en el más craso reaccionarismo, disfrazado
por la habilidad de Moser para la crónica
contemporánea; si alguno de sus integrantes se
desviaba de la buena senda o se acercaba a la
delincuencia, siempre reaparecía el núcleo
familiar como infalible tabla de salvación. Esta
familia monolítica fue perdiendo, con los años, su
potencia de símbolo o espejo, probablemente a
causa de la pérdida de autoridad de los padres en
la clase media argentina. No es casualidad que
Rolando Rivas, taxista, su heredero más destacado,
vuelva a emprender un retrato familiar, pero esta
vez con un héroe desprovisto de padres: el
protagonista ya no tiene ningún puerto seguro al
cual recurrir y sólo son sus muchos compañeros de
trabajo, los tacheros, quienes le sirven
de sostén en la lucha
por la vida. El teleteatro de Alberto Migré aporta
otras innovaciones ideológicas: la lucha de
clases, solapadamente planteada con la relación
entre Rolando y Mónica Helguera Paz, adquiere
características involuntariamente realistas en el
fracaso de esa relación; la tajante simplificación
a que Migré somete a esas clases —los ricos
siempre toman whisky, los pobres siempre comen
milanesas porque "frías son ricas igual"— no quita
nada a la evidencia de este cambio profundo en la
percepción popular.
Otros teleteatros como
Simplemente María, Estrellita o Muchacha italiana
viene a casarse reeditan un viejo esquema de la
novela populista: una mujer bruscamente desglosada
de su contexto arcaico y puesta, violentamente, en
un medio urbanizado. La ecuación es, en todos
estos engendros, la misma: ingenuidad campesina
contra sordidez ciudadana; calvario de la
sencillez que debe vivir o convivir en medio de la
complejidad mezquina de la vida de las ciudades.
No es otro él esquema de Carmina, de Abel Santa
Cruz; sólo que la curiosidad del argentino por su
historia reciente —un fenómeno sin duda positivo
de la evolución popular— empuja esa historieta
eterna hacia la década del 30, permite saciar los
afanes nostálgicos con las presencias de Yrigoyen,
Uriburu, Alfredo L. Palacios y autoriza, sobre
todo, a revalidar el viejo dictamen de Alejandro
Dumas: "El folletín es el realismo aplicado al
pasado."
LA HORA DE LA NOTICIA.
Hasta 1964, todo el mundo creía a pies juntillas
en la falencia informativa de la televisión; el
espectáculo en la casa —según una de las
formulaciones de Goar
Mestre que Canal 13
usó durante un lustro— se avenía mal a la
formulación concisa, al permanente estado de
alerta que exige la noticia. Una de las muletillas
habituales de aquellos años repetía que la
televisión no debía competir con las radios en un
rubro que la radiofonía cubría con mejores
resultados y que, aun si quisiese competir, sólo
podía hacerlo con la palabra —el baluarte
radiofónico— y no con la imagen. En 1964, el
periodista Luis Clur aportó una innovación
fundamental a los noticieros televisivos, y el
Repórter Esso -significó la aparición rotunda del
noticiero "armado" en las pantallas chicas. Por
noticiero armado, hay que entender una realidad
que, no por ser fácilmente asimilable por el ojo,
resulta menos sutil. El enunciado de la noticia, a
cargo de un locutor, venía hasta entonces
acompañado de una filmación rudimentaria, limitada
generalmente a un único plano del entrevistado o
del hecho periodístico; el Repórter Esso comenzó
por seleccionar la calidad de sus camarógrafos,
otorgó la importancia debida a las cabinas de
montaje y convirtió cada nota en un microfilm de
intenso interés. Ya no hubo, a partir de entonces
—y con la sola excepción de los noticieros de
Canal 7, una excepción que sigue rigiendo— una
visión frontal de la noticia: un personaje
hablando recibía angulaciones distintas, el zoom
alejaba y aproximaba al protagonista de la nota de
acuerdo a una dinámica novedosa, y la nota
televisiva terminó siendo algo muy distinto al
mero enunciado de la noticia con acompañamiento de
imágenes.
El tour de force más
notorio de este nuevo estilo de noticiero se vio,
precisamente, en la emisión del Repórter Esso del
28 de junio de 1966; la así llamada Revolución
Argentina recibió un tratamiento televisivo en el
que jugaron, como elementos expresivos, la mirada
abatida del destituido presidente Illia, los
bigotes de Onganía, el clima gris y triste de una
mañana de invierno en la Plaza de Mayo, donde las
palomas no eran ya el elemento decorativo de
costumbre sino un factor apto para describir el
pavor ante el avance de los tanques. Entre la
noticia verbal y la noticia televisada se abría un
abismo que ya no se cerraría más; los noticieros
se habían instalado en la televisión como un
puntal, no como un momento de tedio, de la
programación cotidiana.
PARA QUEDARSE EN CASA.
La década 1963-1973 significó un descenso
paulatino de la presencia de material extranjero
en la programación de las teleemisoras; sólo Los
intocables sigue emitiéndose con firmeza
imbatible, mientras que otras series de éxito 10
años atrás, han desaparecido o se han convertido
en material de relleno para las horas de baja
audiencia. Esa fue la suerte de Dick van Dyke, de
Los vengadores y de Intriga en Hawaii, y también,
aunque con variantes, de La caldera del diablo que
obtuvo, entre 1964 y 1969, ratings descomunales
para Canal 11 —una emisora que por entonces
carecía de impactos masivos— y que ahora, en su
reprise vespertina y diaria por Canal 9 continúa
arrojando en las encuestas cifras increíbles. El
fenómeno certifica que la televisión puede reponer
—o, como se dice en la jerga del espectáculo,
reprisar— sus grandes éxitos, lo que induce a
pensar: 1) que siempre hay nuevos televidentes, y
2) que muchos televidentes de antes quieren volver
a ver los programas que más les gustaron. Una
estimación provisional indicaría que La caldera
del diablo es, por ahora, Lo que el viento se
llevó de la televisión y que hasta sus arrugas le
agregan misterio a la inmaculada tersura de su
emisión original.
Un habitante de la
República Argentina consume entre 3 y 4 horas de
televisión por día, contabiliza una encuesta
realizada en 1969, y esa tenacidad no parece haber
variado, aunque sí los días en que ese consumo
crece o decrece. En 1963, el día estelar de la
televisión era el lunes, una jornada destinada al
hogar, después de las salvajes salidas a
cinematógrafos, teatros y confiterías que, según
los encuestadores, emprendía la familia de dase
media. Hacia 1969 esas mismas encuestas comenzaron
a comprender que la realidad era distinta, que la
"familia argentina" solía pasar sus sábados y sus
domingos frente al televisor y no trotando
desesperadamente por la calle Corrientes, y que
una programación de estrenos cinematográficos
podía ser un buen 'ersatz' para la consuetudinaria
visita al cine, cada vez más onerosa. Este año de
1973 introdujo una variante decisiva: la rebaja
del 50 por ciento en las localidades
cinematográficas, decidida por la Asociación
Argentina de Exhibidores, impulsó al espectador de
televisión a abandonar su casa los lunes y los
martes, y así, eliminado el lunes de la lista de
días-pico, la programación de los canales centró
en los miércoles y jueves sus esfuerzos más
visibles. Una notoria excepción a esta política es
la propalación, los martes y a la misma hora, de
Rolando Rivas y Carmiña, los dos teleteatros de
mayor rating en lo que va del año; además, el
hecho de que ambos se trasmitan en el mismo
horario, indica que las gerencias de los canales
han optado por una política de notoria
agresividad, en la cual el producto más fuerte de
cada emisora tiende a matar al producto más fuerte
de la competencia. "Mi mujer me tiene loco -—se
lamentó hace pocas semanas el cómico Marcos
Zucker, en uno de los sketches de La tuerca—. Ella
quiere verlo al Rivas, yo la quiero ver a Carmiña.
Pero no hay plata en la casa para tener dos
televisores. Así que nos fuimos al cine a ver Juan
Moreira ¡y chau!"
Con todo, si hay algún
aporte en la televisión de los últimos años es la
fresca, inventiva, lozana aparición de los
programas cómicos. Desde 1966 —año en que los
uruguayos de Telecataplum sentaron sus reales de
este lado del Río de la Plata— la forma más sutil
del humor comenzó a filtrarse desde las pantallas;
un humor ácido, muy vinculado a la crítica de las
costumbres, pero que franqueó sin problemas las
barreras culturales hasta meterse de contrabando
en zonas recorridas por el teatro del absurdo. Un
grupo de jubilados sentados en una plaza (La
tuerca), un grupo de parroquianos sentados
alrededor de una mesa (Polémica en el bar), un
grupo de pacientes haciendo antesala en el
consultorio del médico (La tuerca): la situación,
básicamente idéntica a la explotada por Samuel
Beckett en Esperando a Godot, se ha tornado
sintomática del humor televisivo argentino. Se
trata de contar las peripecias de unos cuantos
personajes que no tienen peripecias, o de
describir qué hace la gente que en el fondo no
hace nada. Dentro de ese esquema —uno de los más
ricos y realistas que ha encontrado el espectáculo
nacional —caben, por supuesto, los apuntes
naturalistas, y en ese sentido, El Mingo (Juan
Carlos Altavista), Disfrungue-Disyegue (Vicente
Rubino), y también la Isolina de Nelly Láinez son
trabajos de investigación caracterológica de una
seriedad encomiable.
Es bastante asombroso
que en un medio tan conservador y en el fondo
reaccionario como el de la televisión, los
programas humorísticos hayan logrado, a partir de
Telecataplum, una tónica casi vanguardista. No es
una exageración afirmar que muchos sketches de La
tuerca, unos cuantos de Operación Ja Ja y otros
tantos de Porcelandia ostentan un nivel de
escritura y de indagación social que no desmerece
en nada frente a los experimentos teatrales de una
Griselda Gámbaro o los novelísticos de un Manuel
Puig. No siempre, es bueno recordar lo, las
condiciones limitadoras que rigen una industria
del espectáculo generan un arte limitado: el cine
de Hollywood es un ejemplo permanente y también lo
es la televisión argentina.
YO ALMUERZO, TU
ALMUERZAS.
¿Y los almuerzos? La
cosa empezó en 1970 cuando la actriz Mirtha
Legrand —en uno de los momentos más deslucidos de
su carrera— comenzó a convocar a una mesa tendida,
a actores, escritores, deportistas, damas de
beneficencia y cuanto personaje estuviese en ese
preciso instante gozando de alguna especie de
alegre o triste celebridad. En sus comienzos, la
idea parecía extravagante: ¿qué interés podía
encontrar el televidente en ver almorzar a unas
cuantas personas? ¿Qué interés podía haber en oír
el repiqueteo incesante de los cubiertos sobre los
platos, en comprobar que la Legrand tenía que
apelar a unos no siempre disimulados "machetes"
para recordar el nombre de algunos de sus
invitados, en oír una especie de reportaje
gastronómico a cargo de una periodista muy poco
profesional? El incuestionable triunfo de los
almuerzos televisados es uno de los índices más
claros de la irracionalidad del público: es
prematuro hacer un balance de su utilidad o
inutilidad pero, por lo menos, sirvió para que
Legrand volviese a conquistar un status de
estrella que desde la década del 40 no había
conocido, y para convertir sus confusos chapuceos
iniciales en el oficio deslumbrante de una
consumada profesional.
Gente que almuerza
—con Legrand, con Nélida Lobato, con La Chona—;
gente que habla de política en Polémica en el bar,
o de bueyes perdidos como los jubilados de La
Tuerca; gente sentada frente a una cámara
charlando. La imagen es una de las más reveladoras
que ha forjado la televisión. En sus dos
vertientes —la seudoseria y periodística de los
almuerzos, la humorística de los programas
cómicos— refleja con claridad casi insuperable
cuál es la apelación máxima de este medio. Más que
el espectáculo que en un principio pretendió ser,
la televisión se ha convertido, parcialmente, en
un vehículo para acercarse a la intimidad de los
otros; más que el ojo del intruso en el living de
la casa, una metáfora barata usada por malos
literatos, es el ojo de uno mismo a quien se le
crea la ilusión de poder internarse en la
intimidad de los demás. Un ojo que, según las
estadísticas, tiene exigencias variables. En 1971
una serie mexicana protagonizada por Jorge Mistral
{Los hermanos coraje) pasó sin pena ni gloria por
las pantallas de Buenos Aires; en el interior del
país, en cambio, tuvo los ratings de audiencia más
altos que jamás haya logrado programa alguno en la
televisión argentina. Esos datos, y otros,
permiten conjeturar que el televidente de Buenos
Aires reclama niveles distintos que el del
interior, o aún que el latinoamericano: una
productora local pudo anotarse hace cuatro años un
éxito espectacular con una tira, Nino, que provocó
tumultos entre Puerto Rico y Bolivia, aunque dejó
indiferentes a la mayor parte de los argentinos.
Los noticieros de 1973
son más incisivos que los de 10 años atrás; los
teleteatros están mejor dialogados, mejor
actuados, mejor dirigidos. La cámara-sorpresa, un
truco deleznable que Mancera intentó imponer
durante años, no prosperó como forma de programa;
sus implicancias fueron rechazadas por toda clase
de ligas morales y también, por supuesto, por los
mismos damnificados. Sin embargo, esa
cámara-sorpresa está presente como filosofía en
cuanto intento periodístico aparece: hay que
registrar, durante horas, todos los movimientos de
Mercedes Ramón Negrete, no perderse detalle del
compromiso matrimonial de Fabiana López, entrar a
la iglesia del brazo de Francis Smith en el día de
su casamiento, pispear cómo atiende Pinky a sus
invitados en la noche de su cumpleaños. Hay más
películas, menos tiras, más noticieros, mejores
programas cómicos, más talento, menos
improvisación, mejores producciones. Un poco más
de todo, un poco menos de ciertas cosas. La
televisión, igual que 10 años atrás, sigue siendo
un producto casual que supuestamente ofrece
ciertas cosas a un público que, supuestamente, las
exige. Dos definiciones lúcidas se han escuchado
en el curso de la investigación que precedió a
esta nota. Una: "La televisión argentina es
bastante mejor que su fama". Y la otra: "Si la
televisión argentina tiene cosas buenas es porque
quienes las hacen tienen talento, no porque
quienes las planean pretenden que sean buenas".
Enrique Raab
Copyright Panorama,
1973
PANORAMA, AGOSTO 2,
1973
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