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-En el relato Diario de un cuento de tu
último libro. Deshoras, hay un conmovedor homenaje a Adolfo Bioy Casares. ¿Cuál ha sido
tu relación con él?
-Yo me había encontrado fugazmente con él en
Buenos Aires, pero en aquella época, en 1947, yo no había publicado todavía Bestiario.
Años más tarde él vino a París, y como era amigo de Aurora Bernárdez, la llamó y le
dijo que tenía ganas de vernos. En ese momento ya me había leído, claro. Entonces vino
a casa y me hizo unas fotos, porque Bioy es muy buen fotógrafo. Después, cuando yo fui a
Buenos Aires, Marcelo Pichón Riviére, que es amigo suyo, me dijo que Bioy quería verme.
Fuimos a su casa y pasamos una hermosa noche en la que hablamos de vampiros todo el
tiempo,
-Curiosamente, Bioy es un escritor del que no se
habla mucho en la Argentina.
-Sí, y eso es lo que yo admiro en él. Se ha negado
a toda promoción de tipo publicitario. Incluso cuando aquí en Francia se elogia mucho La
invención de Morel, porque lo ven como una especie de modelo de relato fantástico, sé
que Bioy no se entusiasma, no le gusta que hablen de él. Es un hombre muy secreto.
-Diario para un cuento, es, me parece, absolutamente
autobiográfico. ¿Cuál es la parte de ficción en ese texto?
-Yo diría que lo autobiográfico se injerta en un
texto que luego es pura invención.
-Pero, ¿vos no fuiste traductor público?
-Sí, yo fui traductor público nacional y lo más
interesante del cuento es la parte autobiográfrica porque tal como lo cuento en el
Diario, entre la clientela que me dejó mi socio cuando se marchó de la oficina que
teníamos en San Martín y Corrientes, me encontré con cuatro o cinco clientas que eran
prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en
francés. Entonces yo me encontré con ese problema. Recuerdo que él les cobraba cinco
pesos, más por la forma que por el trabajo. Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció
que era cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo.
Por otra parte era una experiencia psicológica interesante y durante un año les traduje
cartas de los marineros que les escribían desde otros puertos. Fue entonces cuando me
enteré de un crimen. Por supuesto que no sucedió como yo lo cuento en Diario, pero en un
cambio de cartas había referencias a un veneno y a la eliminación de una mujer que
molestaba a alguien.
-Pero el cuento tardó más de treinta años en
tomar cuerpo y eso me llama la atención, porque parece un tema cantado para vos. ¿Por
qué tardaste tanto en escribirlo?
-Tal vez la explicación está en el mismo cuento.
Habría que analizarlo más profundamente, porque vos ves que mi problema ahí es que yo
no consigo nunca atrapar el personaje de Anabel como hubiera querido y a lo largo del
cuento es ella la que me va atrapando a mí. Se me ve más a mí, y con una visión muy
negativa... Yo pensé mucho tiempo en aquel episodio: en esas noches en las que uno hace
el recuento de su vida y surge la asociación de ideas, he pensado mucho en eso; sin
embargo, nunca fue una incitación para escribir un cuento. Creo que yo estaba bloqueado
desde el comienzo con ese tema.
-Es decir que cuando empezaste a escribir no tenías
todavía el cuento armado.
-No. Allí no hay ningún montaje, la primera
palabra fue escrita antes de la última, sin ningún tipo de artificio. Reflexionando me
decía: "Me gustaría contar esto, ¿pero cómo hacerlo?" y tenía un problema
técnico de esos que a veces se me plantean y entonces, de golpe, me dije "a lo mejor
lo que conviene hacer es empezar escribiendo sobre cómo no puedo escribir el cuento... un
tipo que lleva un diario". De allí la apelación a Bioy y todas las referencias
marginales que van saliendo. En esos días yo estaba leyendo un libro de Derrida que
iluminaba mi estado de ánimo en el momento de hablar de mi relación con Anabel. Pero
cuando llegué a la mitad del Diario más o menos, ahí me di cuenta -y ésa es la
pequeña trampa del escritor-, que ya estaba escribiendo el cuento, que éste estaba
contenido en el diario. Saltaba, iba y venía, me salía del cuento y volvía a hablar de
mí en París, del tipo que escribe su diario, que ya está viejo. Entonces el cuento
siguió sin problemas hasta el final.
-La historia ocurre el último año de tu estadía
en Buenos Aires.
-No, un poquito antes. Espera: yo me fui en el 51 y
empecé a trabajar desde el 48 en la oficina ésa... Sí, debe haber sucedido en el 49 ó
50 y ya pensaba en irme. Vos sabes que yo hice un primer viaje exploratorio a Europa en el
49; me vine por tres meses como turista, Estuve en París, en Italia y en Londres y volví
a Buenos Aires con una decisión prácticamente tomada, es decir quemar las naves, ver si
el gobierno francés me daba una beca, que en ese tiempo se podían conseguir en la
Argentina, y venirme para aquí. Gané una beca de literatura que daba la Sorbona, o el
Ministerio de Educación, que era muy pobre y no alcanzaba para vivir, pero me permitía
instalarme en la ciudad universitaria. Así estuve viviendo cinco meses en el pabellón
argentino hasta que ya no pude más de estar rodeado de compatriotas que no hacían
ningún esfuerzo por aprender una palabra de francés y se pasaban el día llorando y
tomando mate. Yo no sabía si me iba a quedar del todo o no, pero decidí que ésa no era
una manera de vivir en París y con la poca plata que tenia me conseguí una piecita en la
rue d'Alessia y me instalé ahí.
-Lo que me emocionó profundamente en ese cuento es
la visión critica, feroz a veces, para con el Cortázar de aquella época, incapaz de
entender lo que ocurría en la Argentina, sobre todo el fenómeno peronista.
-Tenes mucha razón. Por eso estoy contento de haber
escrito este cuento, ya tan tarde en mi vida, porque eso me ha dado un espacio de
autocrítica con la lucidez con que creo verme en ese cuento, digamos como me ve Anabel, y
yo era incapaz, de verme en esa época, ni yo ni mi clase, todo el medio que yo
frecuentaba y allí hay muchas referencias a eso. Aparece, por ejemplo, ese amigo mío,
ese abogado, el doctor Hardy, que es el mismo de Las puertas del cielo; un tipo al que le
gusta acercarse a los bajos fondos, a las milongas y los bailes pero como un antropólogo,
un burgués que después vuelve a su casa a pegarse un baño y vivir su vida del otro
lado. Bueno, éramos todos un poco así, y lo éramos en el plano político también. Es
decir, mi incapacidad de captar a Anabel en ese cuento, yo la extrapolaría ahora y te
diría que era mi incapacidad para captar el panorama político argentino. Esa es la
conclusión final que hay que sacar del cuento. Dicho esto, hay que agregar una cosa
importante: mientras yo escribía este cuento jamás se me cruzó por la cabeza el asunto,
es decir, nunca traté de simbolizar una cosa con la otra.
-Tampoco es una reivindicación de lo que estaba
pasando en el país, del peronismo, con el que vos seguís siendo muy crítico.
-En absoluto. Además, buena parte de las críticas
que yo hacía al peronismo de ese momento las sigo haciendo hoy en 1983. Pero en cambio
hay muchas otras cosas sobre las que he cambiado de opinión.
-Vos me dijiste una vez que ibas al Luna Park a ver
boxeo con un libro de Víctor Hugo bajo el brazo.
-No sé si sería Víctor Hugo, porque en ese
entonces Hugo ya se me había quedado un poco atrás, pero habré estado llevando en la
mano uno de los autores que leíamos en la época, que podía ser por ejemplo Rilke o
Holderlin, porque leíamos mucho a los poetas alemanes. Es decir, era el joven esteta y
estetizante que termina de leer Rilke y va a ver boxeo como otro espectáculo estético.
-Recuerdo que en Casa tomada lo que más lamenta el
personaje es que "del otro lado" se hayan quedado sus libros franceses. Eso le
importa más que los 15 mil pesos que perdió.
-Tenes razón, son esas
frases que uno escribe y son hasta proféticas. Después, retrospectivamente te das cuenta
de lo que contenían esas frasecitas. Y es verdad; alguien me preguntó una vez cómo era
mi biblioteca de joven, la que yo dejé en Buenos Aires cuando me vine a París. Esa
biblioteca se componía, creo, de un sesenta por ciento de literatura francesa en lengua
original, un veinte o treinta por ciento de literatura anglosajona, autores ingleses más
que norteamericanos y el resto España y Argentina, algo de Italia... Pero no lo lamento:
creo que esa especie de cosmopolitismo cultural que tuve desde el comienzo me ha sido
infinitamente útil. Una parte de aquel famoso diálogo con José María Arguedas (y que
no era una polémica entre él y yo ni mucho menos) venía de eso, de que yo no podía
aceptar el punto de vista exclusivamente telúrico y localista que valía para Arguedas,
pero no para Julio Cortázar.
-Voy a hacer una digresión
porque tengo ganas de saber, si no te molesta, quién era Paco, "que gustaba de mis
cuentos". A él le dedicaste Bestiario y luego aparece en uno de tus relatos
posteriores.
-Está bien que me hagas la
pregunta porque puede haber una confusión; hay dos Pacos. Uno, a quien yo le dediqué Las
armas secretas, es Paco Porrúa; el otro murió en el año 42 y fue mi compañero de
estudios. Hicimos los tres años de profesorado juntos. Era un muchacho al que yo quise
muy profundamente y con el que me entendía muy bien. Formábamos un grupo de amigos muy
pequeño y entre ellos había uno que sigue siendo muy conocido en la Argentina, que es
Jorge D'Urbano. Paco fue mi mejor amigo y murió de manera muy cruel, de una enfermedad
renal. Hay un cuento mío que se llama Ahí, pero dónde, cuándo, y en él está Paco.
Porque yo tengo eso, que a veces sueño con Paco, que está en un plano dado en el que lo
veo como en esa época... Es lo que trato de decir en ese cuento, que es un balbuceo
porque eso no se puede decir con palabras. Es una experiencia demasiado vertiginosa. |
-¿Qué fue de esos cuentos que
le gustaban a Paco? ¿Publicaste alguno?
-Hubo un cuento de toda esa serie que sobrevivió,
los demás los destruí. Porque yo fui muy crítico en ese sentido, y me negué a publicar
hasta muy tarde. Mi primer libro sale en el año 51, cuando me vengo a Europa y yo tenía
en ese momento 36 años. Pero un cuento quedó, que se llama Bruja. Sobrevivió porque le
había gustado mucho a Arturo Cuadrado, que era un español exiliado en la Argentina, muy
simpático, que tenía una editorial que se llamaba Nova y dirigía la revista Cabalgata,
donde yo hacía críticas de libros. Arturo vio ese cuento y me lo pidió. Yo lo releí y
pensé que podía salvarse. Es un cuentito que está afuera de mis libros, pero yo lo
reivindico de toda esa serie que le gustaba a Paco. Y ahora sé por qué le gustaban a
Paco: tal vez fui un poco injusto en destruirlos, aunque no hubieran podido salvarse, pero
yo ya estaba en pleno terreno fantástico y algunos -todavía me acuerdo del tema de los
cuentos- eran muy fuertes en materia fantástica y eso lo fascinaba a él.
-¿Tus primeros cuentos ya eran fantásticos?
-Sí, desde el comienzo. Hubo una novela, que
también destruí, y que no tenía nada de fantástica. Eran como seiscientas páginas y
la escribí para hacerme la mano. Unos años más tarde decidí que no me gustaba y fue al
fuego. Ahora me gustaría saber cómo escribía en esa época...
-Vos te cobras unas cuantas deudas, incluso de tu
infancia, en Deshoras. Basta leer Escuela de noche.
-Ese es un cuento que le va a hacer mal a muchos ex
alumnos de esa escuela, que fueron moldeados por ella y conservan un sentimiento
romántico de aquellos años. Afortunadamente los argentinos tenemos un lado sentimental
que hay que mantener mientras no se vuelva histeria, como a veces ocurre incluso en la
política. A muchos les va a doler, porque esa escuela normal es una escuela prócer de
alguna manera. Pero yo la aguanté siete años en los que tuve más o menos cien
profesores y sólo me acuerdo de dos. ¡Dos sobre cien! Es espantoso como ejemplo de la
educación que se daba en esa escuela. Por cierto que me gusta citar a los dos que
recuerdo con cariño. Uno fue don Arturo Marasso, que era profesor de literatura griega y
española y me situó en el mundo de la mitología griega. Marasso me enseñó montones de
cosas, y se dio cuenta de mi vocación literaria. En ese tiempo yo no tenía ni un
centavo, entonces él me hacía ir a su casa y me prestaba sus libros. Me hizo leer a
Sófocles, me hizo leer bien a Hornero, a Píndaro, me metió en el mundo griego y latino.
El otro profesor, del cual guardo un recuerdo conmovido, fue Vicente Fatone, que daba
filosofía. Fue profesor de teoría del conocimiento y de lógica. Nos exigía a fondo y
nos hicimos muy amigos de él. Esa clase de profesores con los que un buen día podes ir a
su casa y se crea una relación que duró muchos años. Fatone me metió en un mundo que
me interesaba, pero que manejaba muy mal: el de la filosofía. Porque yo, de joven, pensé
en seguir filosofía. Tenía la vocación. Con Marasso me había leído todos los
diálogos de Platón y con Fatone me metí en Aristóteles. Entonces hice toda mi
formación filosófica griega y luego pasé a la Edad Media. Trabajé mucho la filosofía.
-¿Ya escribías en ese tiempo?
-Sí, escribía poesías y cuentitos, relatos, cosas
así. Me di cuenta con bastante autocrítica de que no tenía una mentalidad filosófica.
Me fascinaba porque la filosofía te mete en lo fantástico, en lo metafísico, pero no
tenía un temperamento para avanzar o sistematizar en el campo filosófico y la abandoné
como también dejé el ajedrez por las mismas razones.
-¿De dónde viene ese horror de Escuela de noche!
-Es que, como te decía, no es solamente que la
educación fuera mala sino también que había una tentativa, sistemática o no -al menos
yo lo sentí así- de ir deformando las mentalidades de los alumnos para encaminarlos a un
terreno de conservadorismo, de nacionalismo, de defensa de los valores patrios; en una
palabra, fabricación de pequeños fascistas, que es lo que cuenta Escuela de noche.
-¿Eso fue durante el gobierno de Uriburu?
-Yo estuve en la escuela entre 1929 y 1935, así que
estaba en el primer año de magisterio cuando el golpe de Uriburu y salimos todos a la
calle a aplaudir la revolución; ¡la festejamos como la liberación del país! Imaginate,
en mi familia eran todos conservadores y para nosotros Yrigoyen era una especie de
crápula, así que Uriburu aparecía como un libertador. Después vino el gobierno de
Justo y en la escuela normal se hicieron tentativas a cargo de algunos profesores para
meternos en asociaciones y brigadas que acompañaran a Justo. De modo que esa escuela fue
para mi una tremenda estafa que me hizo mucho daño.
-Otro de los cuentos de Deshoras que me parece
ejemplar es Segundo viaje, que es tu tercer relato con boxeadores después de Torito y La
noche de Mantequilla. ¿Cómo nace la idea, por qué tanta insistencia con el tema del
boxeo?
-Al principio no tuvo nada que ver con el boxeo.
Unos pocos días antes de que yo cayera gravemente enfermo en Aix-en-Provence, el año
pasado, cuando tuve una hemorragia gástrica que casi me manda al otro lado, tuve una
serie de pesadillas muy terribles. De una de ellas me desperté con una sensación de
espanto y lo único que recuerdo es que en el sueño yo estaba en una especie de morgue y
sobre una camilla había un cadáver desnudo de un hombre que daba la impresión de
haberse autodestrozado; es decir, estaba torcido, vuelto hacia adentro y al mismo tiempo
sacado hacia afuera, como si hubiera habido una lucha entre dos partes de sí mismo.
Luego, a los tres días fui a parar al hospital por dos meses y ni volví a pensar en eso,
pero durante la convalecencia vi otra vez la escena con toda nitidez, ya con una cierta
distancia. Lo que no te puedo explicar es cómo se encadenó eso con la noción de un
cuento y por qué elegí el boxeo.
continúa |