"Soy un hombre tranquilo y también tímido, pero
cada vez que hago un film me trastorno. Entonces, quiero gritar y
ser intenso, no sé dominarme, y estoy con los ojos abiertos, en
trance, como un médium..." Esto es casi todo lo que dice de sí
Michel Cacoyannis, el único maestro del cine griego, "el verdadero
dueño de los oráculos en el siglo XX", según proclaman sus
entusiastas críticos atenienses. Ahora, Cacoyannis tiene 40 años,
7 films realizados y sólo otro maestro que le haga sombra: Nico
Papatakis, un joven provocador que acaba de arrasar a París con su
primera obra, Les Abysses. El triunfo de Cacoyannis fue menos
estridente que el de Nico, quizá porque era un triunfo prolijamente
calculado. Hijo de un famoso abogado de Atenas, crecido en medio de
la riqueza y favorecido en cada uno de sus pasos por la influyente
familia paterna, Michel se preparó desde los 15 años para ser lo que
es. Ya en 1939 era asistente en la dirección de los espectáculos
clásicos al aire libre, y durante la guerra, cuando se quedó
bloqueado en Londres, una providencial carta de presentación le
permitió trabajar dentro de la BBC. Paralelamente, estaba inscripto
en los cursos del Old-Vic y logró interpretar dos o tres papeles
menores durante las temporadas de 1942 y 1943. De vuelta en
Atenas, declaró que "tenía el exacto sentido de lo trágico y la
necesidad de lo trágico". Aclaró que estaba dispuesto a comunicar
eso y que había elegido el cine como vehículo. "Yo era muy
equilibrado por aquella época, y quizá lo era porque mi infancia y
mi vida hasta entonces estuvieron regidas por el equilibrio —ha
dicho—. Tengo un padre, una madre, hermanas... Pero ni entonces ni
ahora sé lo que soy. No me analizo."
Nada de intelectuales
Sobran razones para que Cacoyannis sea mal conocido en la Argentina.
Que se sepa, hay en circulación un solo film suyo, Stella (1955), si
se exceptúa la versión de Electro, según Eurípides que él realizó
hace 2 años y que fue presentada fuera de concurso durante el V
Festival de Mar del Plata (marzo, 1963). Por de pronto, hay
noticias escasas sobre su primer film, Otoño en Atenas (1953), y
sobre el tercero, La dama de negro (1955), aunque casi toda la
crítica europea estima que esas dos obras son, respectivamente, la
peor y la mejor de Cacoyannis. Tanto allí como en Stella, el
realizador exageraba el melodrama que tenía entre manos, lo exaltaba
a un rango trágico y obtenía de sus intérpretes una suerte de juego
crispado que a la vez irritaba y fascinaba al espectador. La única
diva griega, Melina Mercouri, nació en Stella. Otra constante en
Cacoyannis es su obsesión por la muerte, la abundancia de cadáveres
que uno descubre en cada uno de sus films. Según confesión personal,
la muerte es para él "un trauma de infancia. Nada me impresionó más
que el brusco deceso de un camarada cuando yo tenía 9 años —ha
dicho—. Pero para mí, la muerte no es ni un temor ni un recuerdo: es
un hecho esencial, y me veo obligado a expresarlo." Vocacionalmente
es un trágico, pero él suele confundir tragedia con exageración. Ha
declarado que "nunca pienso cuando trabajo o cuando no trabajo. Los
razonamientos me enfurecen. Uno suele oponer mil ideas a otras
mil ideas, y por hacerlo, olvida el conjunto. Sépanlo: no soy un
intelectual. Y por lo mismo, detesto una cámara que mira a la
realidad como sí fuera un ojo helado. Quiero que la cámara viva en
mis films, que esté integrada dentro de la acción." Su cuarta
obra se llama 'Una cuestión de dignidad' y data del 57. Es una
pintura de costumbres de la sociedad ateniense a comienzos de siglo,
y mucha crítica la ha enjuiciado severamente por "su falso
vanguardismo, a la manera de Bardem, y por el academicismo de su
estilo". El reproche suele extenderse a El libertino (1960), obra
que Cacoyannis realizó íntegramente en Cinecitta, con capitales
chipriotas y norteamericanos y con un elenco en el que asomaban Van
Heflin y Ellie Lambetti. El tema estaba basado sobre una novela de
Frederic Wakeman y, en sustancia, era el diario de una crisis de
conciencia. Hay constancia de que Cacoyannis procuró usar esta obra
como trampolín para transformarse en un director internacional, y
casi no hay crítica que discuta su ruidoso fracaso. Lo mejor de la
empresa estaba en la inserción de un monólogo interior (a cargo del
personaje encarnado por Heflin), pero esa trillada audacia
desaparecía bajo un aluvión de mal gusto y bajo cierta irritante
insistencia en un falso suspenso. Más atendible parece Nuestra
última primavera (1960), historia de dos adolescentes homosexuales
cuya amistad se ve interrumpida por la aparición de una muchacha. La
obra está sobrecargada de símbolos y asfixiada por la influencia de
Ingmar Bergman. Pero hacia su segunda mitad, el realizador parece
haberle impuesto a la narración un carácter fragmentario y nervioso.
No tiene la majestad de sus films previos, pero es su relato más
tenso y comunicativo.
Palabra por palabra Cacoyannis
encontró el éxito sin discusión que venía persiguiendo al presentar
Electro —que se estrena pronto en Buenos Aires— en la muestra de
Cannes de 1962. Declaró entonces que la fidelidad de su obra hacia
Eurípides era estricta y que, sin embargo, había descubierto la
manera de no engendrar un vasto teatro filmado. "Ni siquiera hubo
necesidad de adaptar la tragedia, a pesar de todo —dijo—. Algunos
diálogos son idénticos al original, palabra por palabra. Ser fiel
sólo fue posible porque Eurípides es un creador moderno. Sus
personajes son complejos, vivos y humanos. Unan ustedes a eso la
posibilidad que tiene el cine de tocar la esencia de las cosas y
sabrán cómo es mi film." Ahora, Cacoyannis ha terminado de filmar
'Ifigenia' y está preparando el libreto de Orestes. Desde los 20
años viene afirmando que él tiene "necesidad de lo trágico". Tuvo
que llegar a los 40 para descubrir que lo trágico estaba a la vuelta
de la esquina, en Eurípides y en los viejos poetas de la Grecia
antigua a los que él alguna vez, cuando era adolescente, representó
en los anfiteatros de su Atenas. Página 41 - PRIMERA PLANA 14
de mayo de 1963
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