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Los jóvenes maestros del film polaco abren paso a un Rimbaud
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Hace cinco años, el cine polaco irrumpió en este país como una tormenta, y mucha crítica supuso que se estaba asistiendo al nacimiento de un nuevo Homero colectivo. Cada film era como un brazo, un ojo o una víscera arrancada a un solo cuerpo formidable, pero una víscera y un ojo que a la vez vivían por sí solos. En todas esas obras respiraba la misma actitud de sorna hacia el heroísmo, el mismo afán por revisar los procesos políticos y morales del pasado, la misma inclinación por los temas épicos. Inclusive en el estilo había cierta común sequedad, cierta tensión hacia un realismo pudoroso y sombrío.
Las puertas del cine polaco fueron abiertas aquí por La patrulla de la muerte (Kanal, 1957, de Andrzej Wajda), y sostenidas por El verdadero fin de la guerra (1957, de Jerzy Kawalerowicz), Heroica (1958, de Andrzej Munk), Cenizas y diamantes (1959, de Wajda) y Atentado (1959, de Jerzy Passendorfer). Ese tumulto de obras maestras, al desencadenarse casi de golpe, fue eufóricamente recibido como una revelación de primer orden, sólo comparable a la de Bergman en 1952.
En medio de la marea, fueron revisados algunos films menores de la misma época (La sombra. Sangre sobre los rieles), mientras se deslizaban pruebas de que la tormenta polaca tenía las arterias dúctiles y jóvenes: esas pruebas fueron una comedia (Eva quiere dormir. 1958), algunos dramas intimidas (Tren nocturno. El regreso) o un ejercicio de espectáculo histórico (Los caballeros teutónicos). Bruscamente, a fines de 1961 la marea cesó. En 20 meses no ha sido dada a conocer ni una sola obra de ese origen en los circuitos comerciales; nadie tampoco acierta a explicar por qué sobrevino el silencio después del estruendo.
El alud polaco parece haber crecido en los últimos dos años, justo cuando la Argentina dejaba de examinarlo. La defunción repentina de su mayor talento, Andrzej Munk (en setiembre de 1961), ha sido atenuada por la irrupción de dos creadores a quienes la crítica francesa suele (con arbitrariedad o sin ella) calificar de geniales: Román Polanski y Jan Lenica.
Quizá porque la presión de esos nombres se ha vuelto insoslayable, los espectadores de este país podrán por fin, en los meses inmediatos, tomar contacto con 4 grandes títulos de un cine polaco al que probablemente ya no reconozcan: Los brujos inocentes (1961, penúltima obra de Wajda), Madre Juana de los Ángeles (1961, de Kawalerowicz), La bestia escucha Mozart (1959, de Jerzy Zazycki) y El cuchillo en el agua (1962. de Polanski).

Un golpe sobre otro
• Wajda es el más barroco de los maestros polacos, y sus 6 films (el primero de los cuales, Generación, data de 1955) aparecen a primera vista como un vasto juego alegórico, como una reflexión moral que transforma en símbolo todo lo que toca. En cierta medida, el episodio realizado por él en El amor a los 20 años era una síntesis de esa pasión casi expresionista.
No podrá establecerse un juicio definitivo sobre su obra sin embargo, hasta no saber si Los brujos inocentes entraña de verdad una ruptura con ese pasado. El film se concentra sobre la historia de un médico joven, con fama de Don Juan, a quien el azar hace convivir durante una noche con una muchacha suburbana. Ese material parece estar contado con una perspicacia psicológica y una atención a los detalles ambientales dignas de Balzac. Por lo que se sabe, Wadja abandona aquí su estilo enfático para entregarse a un juego de alusiones visuales, a una suerte de poema de los gestos y de los silencios.
• Menos fiel a sí mismo, Kawalerowicz (41 años, 5 films) es un romántico que se transforma en cada empresa. Después de haberse concentrado en el estudio de un personaje (Celulosa, 1954), de crear una atmósfera de misterio en La sombra (1956), de consumar un análisis sobre la soledad en El verdadero fin de la guerra y de narrar con impecable virtuosismo un drama policial influido por Hitchcock (Tren nocturno, 1958), se inclinó da golpe hacia los conflictos religiosos en Madre Juana de los Ángeles. Pero no son la fe ni el temor a Dios lo que acucian aquí a la protagonista, una monja del siglo XVII: su entrega al demonio es antes un acto de sexualidad que de enajenación, insinúa Kawalerowicz. Sobre esa base, este maestro del artificio parece haber elaborado un film cuyo esplendor visual disimula sus infinitos golpes de efecto y su esquematismo narrativo. A esta altura, Kawalerowicz ha sido descripto más como un maestro de la imitación que como un creador amante de los riesgos.
• Román Polanski, a los 30 años, es seguramente el más agudo relámpago del cine polaco. Ya en 1958 encendió a los críticos del festival de Bruselas con Dos hombres y un armario, corto metraje de un seco y originalísimo lirismo. En el 62 y en el 63 obtuvo sin dificultad el Gran Premio de la muestra de Tours por El gordo y el flaco y Mamíferos, parábolas irónicas sobre la condición humana, cuya amargura era tan profunda como la de Chaplin y cuya lucidez tan potente como la de Brecht. Por ambos films, Polanski fue señalado como "el Rimbaud del corto metraje". A los 2 meses de sus triunfos en Tours, ese apelativo parecía tibio frente al golpe de entusiasmo que provocó su primer film profesional, El cuchillo en el agua, (ver PRIMERA PLANA, Nº 31). La parca revista inglesa Sight & Sound exaltó esta obra a una categoría que sólo suele reservar para los clásicos e indicó que era un verdadero triunfo de la inteligencia humana. Si eso es cierto (como tanta unanimidad induce a suponer), al cine polaco ya no le queda nada por ganar. Le faltaba un genio, y ahí lo tiene.
16 de julio de 1963
PRIMERA PLANA - Página 38

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