Su reciente éxodo de la URSS y el extraño aislamiento en una villa
inglesa, crean inquietud sobre el futuro artístico de la bailarina:
misterio que no alcanzó a quebrar su fugaz reaparición animando,
junto a Rudolf Nureyev, el Cisne Negro de Tchaicovsky
Nerviosas, atribuladas por una ansiedad que tensaba sus cuerpos bajo
las vestimentas casi etéreas, las doncellas aguardaban el dictamen
inapelable del príncipe Sigfrido. Era el minuto en que debía escoger
esposa, una opción que para el hierarca no ofrecía dudas; sólo
desposaría a su amada Odette, simbolizada por la imagen ideal de un
cisne blanco en esa reciente coreografía del ballet "El Lago de los
Cisnes, montada sobre la partitura del compositor ruso Peter Ilitch
Tchaicovsky: la flamante versión de l obra se ambientó el martes 3
de este mas en el teatro London Coliseum de Londres, y había
suscitado una expectativa basta ese momento inédita. Precisamente,
la máxima emotividad de aquella secuencia estallaría poco después:
el Cisne negro Odile, hija de un pérfido enemigo del príncipe,
irrumpió en el círculo de muchachas metamorfoseada -por artes
mágicas— en la bella Odette y sedujo a Sigfrido. Un apogeo de
lirismo y plasticidad que, en este caso, electrizó más aún al
público por varios motivos excepcionales: el príncipe estaba
encarnado por el bailarín soviético Rudolf Nureyev, exiliado en 1961
en Occidente, en tanto que el maligno Cisne negro era nada menos que
su compatriota, la eximia danzarina Natalia Makarova. No sólo
actuaban juntos por primera vez fuera de la URSS —razón suficiente
para conmover a los balletómanos—, en un pas de deux que engolosinó
a los entendidos; además, se trataba de la reaparición de la
Makarova tras un celoso enclaustramiento de más de un mes, en el que
fue custodiada por una guardia rigurosísima de Scotland Yard: una
consecuencia de su también repentino, asombroso pedido de asilo a
las autoridades británicas. En efecto, desde que a comienzos de
septiembre desertó de su puesto de prima ballerina del ballet Kirov
mientras el conjunto enhebraba una gira europea, la estrella —a
quien la crítica mundial valora como a una de las mayores figuras de
la danza clásica actual— desató un mar de conjeturas y hundió en la
estupefacción a los fanáticos de esos esplendores. Porque, a pesar
de las puntuales e inevitables declaraciones de la vedette —"En la
Unión Soviética me veía coartada en mis posibilidades de
experimentación artística; debí elegir entre ser yo misma o el mero
puntal de un engranaje inflexible"— todavía se cobijan en la
penumbra los móviles quizás más auténticos de aquel acto, o en todo
caso los más emparentados con la compleja sensibilidad de la
artista. Es que un rimero de hechos confunde a quienes, hasta hace
muy poco, auguraban a la Makarova un futuro inconmovible dentro del
Kirov: su presunto romance con un locutor de la B.B.C. de Londres,
la ofensa que —se rumoreó— le habrían inferido las autoridades
artísticas de su país al desplazarla de un rol protagónico en favor
de su colega del Bolshoi Maia Plisetskaia, la presión aparentemente
ejercida por otros expatriados sobre la influenciable bailarina,
serían algunas piezas de ese rompecabezas enigmático. Para colmo,
tanta incertidumbre se ve agravada ahora por otro intríngulis: las
dudas sobre si Makarova ha de radicarse o no en los Estados Unidos
aparecen sumándose a su sorprendente ostracismo de toda práctica
profesional, excluido, claro, el recital del London Coliseum,
retrasmitido el lunes 9 en el programa televisivo Performance de
Gala que auspicia la British Broadcasting Corporation, y que según
la diva no ha de repetirse: "Volveré a mi encierro, pues no se dan
"todavía las condiciones para reeditar mi pareja escénica con el
magnífico Nureyev", declaró al crítico de la revista especializada
Dance and Dancers. El misterio, por lo visto, parece cerrarse en
torno al extraño, fantástico cisne llegado de Rusia.
LA
INTIMIDAD DE UNA VILLA Nació en Leningrado, y ya a los doce años
de edad —es decir, hace diecisiete— N.M. ingresó a las huestes del
Kirov: fue el brillante trampolín que la catapultó a la fama
internacional. Como es natural, su puesto en la troupe le permitió
cumplir tournées por todo el globo, que depararon un especial
atractivo cuando la joven perfeccionó hasta un grado difícilmente
equiparable su rol en el ballet Giselle de Adolf. Adam, y con
coreografía de Coralli. La inusual flexibilidad de Makarova, "el
hechizo prodigado por su rostro anguloso que evoca un perfil de
cuento de hadas", —conforme al exaltado juicio de un comentarista
galo—, tutelaban cada giro de la danza que ella empinó acompañada
por el solista Yuri Soloviev. Entre tanto, tres matrimonios
celebrados en su patria no alcanzaron a ofrecerle el equilibrio
afectivo que —alguna vez lo confesó— "hubiera sido de enorme valor
para mi carrera". Esas uniones tampoco le dieron hijos: sus únicas,
memorables criaturas danzadas pudieron admirar en cambio a las
plateas de toda Europa, a las que accedió por última vez en julio
pasado. Entonces, junto con los 80 integrantes de su elenco, arribó,
en una tercera visita a Inglaterra. Fue, probablemente, la
oportunidad ideal para consolidar su polemizada relación sentimental
con el comentarista de la B.B.C. John Touhey, de 34 años,
responsable de las transmisiones en idioma inglés al exterior. La
casa de Touhey, enclavada en la zona de Hapstead, se convirtió muy
pronto en centro de reunión donde confluían desde simples
aficionados a la música hasta personalidades más notorias: entre
éstas, pudo influir decisivamente en la determinación de N.M. el
promotor discográfico Vladimir Rodzianko. Secundado por su esposa
Irina, y escudándose bajo el seudónimo de Johnny, Rodzianko pilotea
una audición matinal que le ha servido como tribuna para infiltrar
entre la juventud soviética el "virus" de Los Beatles, los Rolling
Stones, el desaparecido Jimmy Hendrix y en general todos los líderes
del universo beat. En medio de los anaqueles atiborrados de libros
sobre ballet, el reducto de Touhey —entusiasta cultor asimismo, del
violín y la guitarra clásica— pasó a albergar los proyectos que
llevarían a la Makarova a romper con sus tutores del Ballet Russe.
Pero allí anidan también otros trofeos que tal vez avalen ese
supuesto romance, desmentido por sus protagonistas: la pared
principal está cubierta por una descomunal fotografía de la
bailarina, y un par de zapatillas de baile —donados por ella a su
amigo— cuelga de la biblioteca. Por fin, la bomba explotó cuando
la compañía Kirov estaba a punto de partir a Holanda, a comienzos de
septiembre: la estrella rogó al empresario Víctor Hochauser que 500
libras esterlinas de su sueldo —una suma equivalente a 500 mil pesos
argentinos viejos— fueran destinadas a la adquisición de un
automóvil,: que habría de conducirla de regreso a Leningrado. Era,
por supuesto, sólo una estratagema: de acuerdo a las memorias que
desgrana actualmente en el suplemento del periódico Sunday Telegraph
y a las confidencias derramadas a unos pocos —escogidos— periodistas
occidentales, el 3 de ese mes "pedí a Rodzianko que me ayudara a
permanecer en Inglaterra"; dos agentes de Seguridad la escoltaron,
primero, hasta la estación policial más cercana y después a las
oficinas del Ministerio del Interior, trámite imprescindible para
cristalizar su propósito. "No fue un paso fácil —añade la
intérprete— pero íntimamente hace ya años que lo medito, aun sin
darme cuenta. En la Unión Soviética contaba con todas las
facilidades, excepto las de abrirme a nuevas experiencias como son
las del baile moderno, a la búsqueda de una heterodoxia más
fecunda". Al mismo tiempo, le preocupa desmentir ciertas
acusaciones que e enrostran haberse dejado tentar por maquinaciones
políticas, o por súbito afán de lucro; fantasías que no resisten al
análisis si se piensa que en el Kirov —un equipo en el que fulgieron
la Pavlova, Nijinsky, Ulanova y Diaghilev, entre otros popes del
ballet— ganaba 350 rublos mensuales y alcanzó a ser la figura más
encomiada. Uno de esos exegetas era justamente el embajador ruso en
Inglaterra, Mikhail Smirnovsky; pero no fueron causas sólo estéticas
las que desvelaron al funcionario, al punto de rogarle a N.M. que le
concediera una entrevista, a fin de otorgarle un "perdón absoluto" y
la certeza de nuevos halagos en caso de volver a su patria. Si se
piensa que en 1969 recibió el codiciado título de "Artista Emérita
de la Federación Rusa", distinción que le auguraba la de ser
galardonada muy pronto como "Artista del Pueblo" —el más rutilante
oropel para quien se consagre a esta disciplina—, resultarían
aceptables los argumentos esgrimidos por la exiliada en el instante
mismo de su deserción: "Quiero trabajar de inmediato, aprender
nuevas técnicas y brindarme al público sin retaceos". Con todo,
el mundo elegido sólo le otorgó hasta ahora el aislamiento —para sus
seguidores, excesivo— de una villa rodeada de grandes parques, que
el Ministerio del Interior británico le cedió "en algún lugar de
Inglaterra" y que a su modo puede semejar una verde fragante celda
conventual. Excluyendo algunos paseos por el zoo londinense en
compañía de los directivos de la B.B.C., y su única actuación en el
London Coliseum, Natalia Makarova permanece inactiva. Quizás, a la
espera de un probable retiro de Margot Fonteyn, quien a los 51 años
sigue siendo la partenaire del triunfal Rudolf Nureyev en el Covent
Garden; quizá, preparando algún inminente, deslumbrador paso de
baile que —como los urdidos hace poco por su Cisne negro— sirvan
para despejar el enigma que envuelve a su futuro artístico.
Revista Siete Días Ilustrados 23.11.1970
Ir Arriba
|
|
|